Reflexiones para unos amigos que quieren empezar a escribir
ANALFABETOS FUNCIONALES
por
Denes Martos
Amigos: si tienen pensado dedicarse a escribir, lo primero que deben tener en cuenta es que hay una cantidad nada despreciable de gente que, por el solo hecho de haberlo aprendido en la escuela, cree que sabe leer. Pero pongan una de estas personas delante de un texto, hagan que lo lea, y después pídanle que explique lo que leyó. Se sorprenderán de la cara que pondrán unos cuantos y de los balbuceos incoherentes que escucharán en muchísimos casos.
Hay una cantidad muy importante de personas que no comprenden el significado de la mayoría de las palabras y menos aun las distintas acepciones de una misma palabra. Cuando esas palabras se encadenan para formar algún sentido compuesto, ya están perdidas. Y cuando, con cierta estructura, esas palabras forman una oración, se saltean mentalmente todo el resto hasta el próximo punto para seguir intentándolo – en vano – con la próxima oración. A estas personas, técnicamente, se las conoce como analfabetos funcionales. [1]
No obstante, el espécimen de los analfabetos funcionales admite unas cuantas variedades. Una de ellas, relativamente poco tenida en cuenta, la constituyen quienes entienden los términos pero les adjudican deliberadamente un significado diferente, ya sea porque así les gusta más, ya sea porque de ese modo les resulta más útil a los fines que persiguen. Estas personas se auto-adjudican el derecho de establecer el significado de los términos y hasta pretenden prohibir su uso en un sentido diferente. Por lo común su argumentación se expresa como "(la palabra) X no es tal cosa; para mí X significa YYYY y quien no lo entienda así está equivocado". Noten el “para mí”. Es la clave del razonamiento. Aunque a veces por una cuestión de falsa modestia pueda llegar a faltar, siempre estará implícito.
Por supuesto, es verdad que hay palabras con más de una acepción. Incluso hay palabras cuya segunda o tercera acepción hasta tiene una fuerte carga cultural negativa. Son palabras que está socialmente vedado pronunciar, dependiendo de la cultura o del ámbito social en que se dicen o se escriben. Hace ya una pila de años atrás, allá por la época del secundario, tuvimos una profesora de literatura recién llegada de España. Menudita, algo rechoncha, chispeante y tremendamente simpática, la "gallega" Fernández era una muy buena persona y una excelente profesora. Creo que, aún hoy, todos los que estudiamos con ella la recordamos con cariño y le agradecemos la tinta que nos hizo sudar. La cuestión es que, en sus primeros tiempos, se embarcó en una verdadera cruzada correctora de nuestro imposible lunfardo rioplatense y una de las primeras palabras que atacó fue nuestro término "agarrar". Su sentencia al respecto, pronunciada con impecable entonación castiza, fue poco menos que lapidaria: "Agarra quien tiene garras. Con las manos coges". La hilaridad resultante ya le debe haber indicado de manera unívoca que, al menos localmente, algo no cuadraba demasiado con esa definición y la verdad es que se nos hizo un poco cuesta arriba explicarle de manera educada y respetuosa que, aquí en la Argentina, con las manos no hacíamos eso. De todos modos, gracias a la "gallega" Fernández hasta el más duro de caletre terminó entendiendo incluso sutilezas tales como la importancia de una puntuación correcta puesto que, como nos machacó taintantas veces: "Juguetes para niños, de goma" no es lo mismo que "Juguetes para niños de goma".
No obstante y volviendo al tema: que una palabra tenga más de una acepción no significa que a cualquiera le asiste el derecho de crearle las acepciones o el significado que se le dé la gana. Cuando eso sucede, por regla general la cuestión termina desembocando y degenerando en una discusión semántica. Y las discusiones semánticas son de lo más estéril que hay sobre el planeta. Si dos personas se ponen a discutir sobre el significado de una palabra, o bien ambas son analfabetos funcionales, o bien al menos una de ellas lo es. Porque una simple consulta al diccionario alcanzaría para zanjar la cuestión.
Los analfabetos funcionales son realmente una plaga para cualquiera que escribe. Cuando alguien pone sus pensamientos por escrito siempre, necesariamente, tiene que presuponer que del otro lado encontrará gente que sabe leer. Pero sucede que no siempre es así. De pronto el escrito llega a las manos de gente que apenas si consigue traducir las letras en sonidos; o de personas que batallan con el significado de las palabras, incluso de personas a las cuales les importa un cuerno el significado de las palabras concretamente escritas porque para ellas todas significan lo mismo; lean lo que lean, siempre les vendrán a la mente solo sus propias ideas fijas. Los marxistas, por regla general, son un ejemplo clásico de esto último. Pueden ustedes hablarles de lo que sea: de arte, de amor, de política, de meteorología, de metafísica, de fútbol o de grupos de rock. Cualquier cosa que ustedes digan o escriban, ellos infaltablemente lo traducirán en términos de dialéctica y lucha de clases. Es más fuerte que ellos. No lo pueden evitar. Menciónenles el misterio de la Santísima Trinidad, las cataratas del Iguazú, o la estructura atómica del torio, y ellos encontrarán la forma de traducirlo en contradicciones y conflictos.
Con estos lectores cualquier razonamiento choca contra el paragolpes de una estación terminal. Por más que uno trate de empujarles el entendimiento un poco más allá, no lo consigue. Es inútil. El analfabeto funcional que encima es dogmático ya se encuentra en la antesala de lo que vendría a ser un analfabetismo cuasi-metafísico en virtud del cual todo escrito, o bien se adecua a su particular dogma de fe, o bien es una herejía condenada a la hoguera. No hay términos medios. Ni hay tampoco forma de entenderse. Con sectarios al estilo de los Testigos de Jehová ni siquiera vale la pena intentarlo. Sería como si un matemático ruso tratara de conversar con un cazador de cabezas del Amazonas sobre un problema de física cósmica hablándole en griego. Hay personas que ni siquiera están dispuestas a creer que una palabra determinada no significa lo que ellos quisieran que signifique. Simplemente no están dispuestas a reconocer la denotación aceptada de un término porque, para ellas, en la vida que han llevado hasta el presente, ese término siempre significó otra cosa. La escolaridad no dejó huella en estas personas y todo su universo mental se derrumbaría si, de pronto, tuviesen que aprender a utilizar el idioma correctamente.
Pero, existe además una variedad de analfabeto que es más complicada todavía: el analfabeto textual. Esta clase de lector se caracteriza por entender solo una pequeña (a veces hasta minúscula) porción de la totalidad del texto mientras ignora por completo todo lo demás. Luego, concentrándose en esa única porción y desligándola por completo del resto, emite un juicio de valor negativo sobre la totalidad de lo escrito. Para colmo, este tipo de analfabeto es colosalmente arrogante. El objetivo de su juicio de valor es calificar de inservible a toda la obra y de bruto a su autor acusándolo de no haber comprendido ni siquiera una cosa supuestamente tan simple como la única porción del texto que él – el analfabeto textual – cree que consiguió entender . . . generalmente al revés.
Para ponerlo en términos vulgares y muy poco académicos, los analfabetos textuales son como los barra bravas del fútbol. No les importa el juego; lo que les importa es armar quilombo. Constituyen un ejemplo clásico de la destrucción por la destrucción misma; en parte por el placer causado por la destrucción, pero sobre todo por la notoriedad que se logra con la destrucción. Criticoneando y destruyendo se sienten importantes. A esta clase de lector en realidad no le importa qué se escribe ni cómo está razonado lo escrito. Lo que le importa es encontrar el huequito por donde se puede meter para denostar y desacreditar al que lo escribió.
Los analfabetos funcionales constituyen toda una jauría. ¿No me creen? Hagan una cosa simple. Vayan a Internet y abran la página de cualquier diario que permita a los lectores hacer comentarios sobre las notas publicadas. Vayan a cualquier nota que trate un tema más o menos complejo. Léanla con detenimiento. Luego lean los comentarios de los lectores. Siendo optimistas, hallarán que por lo menos la mitad de esos comentarios está escrita por analfabetos funcionales de diferentes clases. Y no importa ahora si ustedes están – o no – de acuerdo con el autor de la nota. No importa si la nota en sí les parece acertada o errada, brillante o chata. Fíjense en qué tiene que ver el comentario (sobre todo el críticamente negativo) con lo que el autor realmente escribió. Repitan el ejercicio con unas cuantas notas más y podrán constatar lo que quiero decir.
Con todo, no crean que los analfabetos funcionales están confinados al anonimato de los foros en Internet, o a sectores más o menos marginales del mundo intelectual. Muchos de ellos terminan como periodistas contratados por políticos para evaluar y calificar a los opositores, siendo que hoy por hoy la mayoría de los políticos mismos también padece de analfabetismo funcional. Y hasta hay algunos que han escrito libros enteros que otros analfabetos funcionales, ejerciendo la función de críticos, han encontrado “interesantes” o, al menos, “novedosos”. Porque, por supuesto, hoy en día ser interesante, ingenioso, y – sobre todo – novedoso, es mucho más importante que ser consistente y coherente.
Por eso mis estimados amigos, tengan en consideración que la tarea del escritor es una de las más ingratas del mundo. No es solamente que el escritor puede llegar a invertir semanas enteras en escribir algo que cualquier tarugo se lee en menos de cinco minutos. Encima de eso, la enorme mayoría de los lectores solamente leerá el título, el primer párrafo, probablemente también el último y se fijará en quién es el autor. Después de eso, la ideología, el dogma y los prejuicios del lector decidirán a quién beneficia o a quién perjudica lo escrito y, a partir de allí, caerá el rayo iluminador o exterminador – según el caso – sobre lo que el autor ha escrito, en forma completamente independiente de la intención, los argumentos, los datos, la lógica y el real objeto del texto en sí.
En cuanto a los analfabetos textuales, el principio básico que los guía es que un lector no tiene por qué hallar algo útil en el texto de una persona que no pertenece a su mismo bando intelectual, o que se desvía de lo que el lector considera que es la línea de ortodoxia aceptada en su particular tribu de intelectuales. Por eso es que, a fin de no exponerse a la especie depredadora de estos analfabetos, muchos autores se encierran sobre sí mismos y escriben solamente para aquellos que demuestran tener la capacidad de entenderlos. Con lo cual, a la corta o a la larga, terminan haciendo literatura de convencidos para convencidos. Porque empiezan por escribir solo para quienes los entienden y, quiéranlo o no, terminan escribiendo solo para quienes los comprenden.
Y es una lástima. Porque lo realmente interesante es justo lo contrario. El verdadero desafío es hacer literatura de convencidos para personas a las que hay que convencer.
Claro que es frustrante escribir para gente que no entiende. Como que es perfectamente inútil que lean quienes no poseen la capacidad de entender, o directamente no quieren entender. Pero allá afuera, en el amplio y ancho mundo, por suerte accesible ahora por Internet, hay millones de personas que quisieran entender y están dispuestas a hacer un esfuerzo por lograrlo. Con esas personas bien vale la pena comunicarse. Aunque más no sea para intercambiar verdades, pero también perplejidades, dudas y búsquedas porque – seamos honestos – en la locura del mundo que nos rodea somos unos cuantos que ya no entendemos un montón de cosas.
En cuanto a algunas, quizás ni valga la pena perder el tiempo tratando de entenderlas.
Pero hay muchas otras que merecen ser investigadas y compartir los resultados con otros que también investigan y buscan es una de las cosas más apasionantes que hay.
Incluso a riesgo de caer en las garras de algún analfabeto funcional que vive creyendo que tiene una explicación para todo y que esa explicación es la única inapelablemente válida, mi humilde sugerencia es que escriban. Escriban mucho. Elijan un tema, documéntense a fondo, desarróllenlo con la mayor claridad y precisión que puedan. Dejen dormir el borrador unos cuantos días. Luego revísenlo, corríjanlo, púlanlo, modifíquenlo. Si hace falta, incluso reescríbanlo. Leonardo da Vinci decía que las obras de arte no se terminan; se abandonan. Así que, cuando ya no sepan qué agregar, publíquenlo. Si tienen la forma y los medios para publicarlo en papel, háganlo. Y de todos modos distribúyanlo lo más que puedan por Internet. Si lo hacen bien, pueden llegar – literalmente – a millones de personas. No exagero.
Y después, prepárense a recibir unos cuantos sopapos.
Aunque tampoco hay que dramatizar. A veces hasta es divertido.
Hay analfabetos funcionales que pueden llegar a ser increíblemente cómicos.
Notas
1 )- Prefiero no entrar aquí en la discusión si se debe decir “analfabeto” o “analfabeta” según el género del sujeto. A los interesados en el purismo les recomiendo un buen análisis de la cuestión en http://ciudadescrita.blogspot.com/2008/07/los-analfabetos-o-analfabetos.html (Consultado el 15/05/2012). Por mi parte, al utilizar términos generales y de género indeterminado, prefiero atenerme a la genealogía de la palabra documentada en castellano desde por lo menos 1609.
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