¡ANIMÉMONOS
Y VAYAN!
¡Ché!
¡Tendríamos que hacer algo! Cuando
a George Clemenceau le comentaron que los expertos en Derecho
Internacional tenían dificultades en definir el concepto de “agresor”,
el veterano político francés contestó muy suelto de cuerpo: “¡Pero
si es facilísimo! ¡El agresor es siempre el otro!” De
un modo muy similar, en la Argentina la mayoría de la gente está
convencida de que la culpa de todos los desastres siempre la tiene algún
otro y que “alguien” – es decir: algún otro – tiene la obligación
de resolver todos problemas que tiene el país. Y
no me digan que no es así. Lo pude comprobar taytantas veces a lo largo
de una cantidad de años mayor de la que me gustaría recordar. Si bien es
cierto que la cosa tiene algunas variantes, al final siempre se termina en
algo parecido. Puede
empezar cuando uno se cruza con un viejo conocido que te para en la calle
y, después de las añoranzas folklóricas del caso, de pronto, con cara
de entre preocupación y complicidad, se te descuelga con algo parecido a
“Ché.¡Tendríamos que hacer algo!”. El
exabrupto es esencialmente hierático y ambivalente. Por de pronto, no
significa que no “estemos” (primera persona del plural) haciendo algo.
Significa en realidad que ÉL no está haciendo absolutamente nada que
valga le pena, ni tiene tampoco la más pálida idea de lo que habría que
hacer, y solapadamente me está insinuando que YO tendría que hacer algo
a lo cual él pueda acoplarse. Pero, además, la proposición viene con
varias cosas implícitas. Como, por ejemplo, la de que nuestro hipotético
interlocutor se está reservando el derecho a una crítica de la cual ha
hecho un deporte consuetudinario. Porque, en realidad de verdad, sólo
espera que yo proponga algo – reconociendo obviamente que necesito ayuda
– para criticarme la propuesta y hacer depender su valiosa colaboración
de toda una serie de condiciones que, naturalmente, son cualquier cosa
menos negociables. Puede
también empezar con alguien invitándote a dar una conferencia.
He dado unas cuantas en mi vida y hasta el día de la fecha no me
queda demasiado en claro para qué han servido. Por ejemplo, uno se quema
las pestañas durante años estudiando al Estado. Durante horas robadas al
sueño en la mayoría de los casos, uno se mete en las complejidades de su
estructura, sus funciones, su funcionamiento, sus disfunciones, su
disposición jerárquica, las relaciones entre sus instituciones, la
planificación política, los riesgos políticos, la famosa división de
poderes, el aspecto jurídico del Estado, su aspecto social, su aspecto
internacional, y por lo menos cuatro docenas de cosas más. Después de
eso, uno más o menos llega a entender un poco por qué el Estado actual
no funciona y quizás hasta puede trazar un cuadro medianamente claro de
cual sería el modelo de Estado que en la Argentina de hoy sí podría
llegar a funcionar. Sabiendo
que uno ha dedicado buena parte de su no precisamente abundante tiempo a
entender algo de esos vericuetos de la política, nuestro viejo conocido
de marras te invita a dar una conferencia. Vas, das la famosa disertación
tratando de ser lo más claro y coherente que te sea posible. Y cuando
terminaste, se te arrima uno que te palmea la espalda para decirte: “Muy
bueno lo suyo doctor. Muy claro. Muy concreto. Pero ¿y ahora qué hacemos?” Al
margen de que no soy doctor y que me revienta que me encajen ese titulejo,
este es el tipo de comentario que me ha hecho jurar y perjurar que nunca más
en mi malhadada vida voy a aceptar una invitación para dar una
conferencia. Porque tu pregunta, mi querido amigo, revela que no solamente
estabas esperando que te contara qué se puede hacer y qué es lo que,
dado el caso, hay que hacer sino que, además, pretendías que te dijera
incluso cómo hacerlo. Y no se
me escapa que, en realidad, estabas esperando que yo me cargue el problema
en la mochila y me ponga a solucionarlo para darte la oportunidad de
presentar tus brillantes objeciones. Y
es fácil comprobarlo. Basta con hacer como que uno cae en la trampa y
ensayar alguna tímida propuesta de realización. Es prácticamente
infalible: en cuestión de minutos uno ya está enterrado bajo una
andanada de objeciones vehementemente proferidas por el mismo sujeto que
una hora y media atrás no hubiera conseguido diferenciar al gobierno de
la administración ni aun bajo tortura. Un
país de espectadores En
materia política, la Argentina es un país de espectadores. Es
cierto que, cada tanto, estos espectadores protestan, bufan y patalean por
lo bochornosamente mediocre del espectáculo. Pero no menos cierto es que,
después de soltar presión y despotricar un rato, vuelven a pagar entrada
y regresan bovinamente para ver la misma película con tan sólo algunos
retoques cosméticos. Cuando
la política argentina se decidía – al menos en última instancia –
en los cuarteles y con la bendición del Departamento de Estado de
nuestros beneméritos hermanos del Norte, buena parte de los mismos políticos
que hoy ostentan orgullosos su carnet democrático golpeaban las puertas
de los cuarteles con ambos puños instando al General de Turno a que
“haga algo” porque la situación, según se decía haciendo gala de
honda convicción patriótica, ya era insostenible. Con lo que el General
de Turno organizaba un golpe de Estado – que era el único “algo”
que se le ocurría hacer – luego de lo cual nuestro patriótico político
archipreocupado por los destinos de la Nación hacía antesala para
canjear su valioso apoyo civil por algún ministerio, alguna embajada o,
en su defecto, alguna subsecretaría. O, de última, alguna portería si
no había otra cosa disponible. Todo
en nombre de la Revolución, claro. Que, por supuesto, pasaba de largo sin
hacerse, con lo que los gobiernos militares, sin excepción, terminaron en
su respectiva “salida electoral”. Algunos con bastante pena y todos
sin mucha gloria. Y en esas salidas electorales la masa de espectadores
terminó, indefectiblemente, depositando su voto por los mismos
politicastros que – figuras más, figuras menos – habían golpeado las
puertas de los cuarteles azuzando al General de Turno a “hacer algo”.
Y eso cuando no pusieron su sufragio soberano a favor de los mismos que,
haciendo cualquier desastre desde el gobierno, habían justificado que los
golpistas civiles aporreasen las puertas cuarteleras con el argumento
aproximadamente cierto de la situación insostenible. Después,
cuando se desmoronó el imperio soviético y los muchachos de la
Trilateral y el CFR decidieron que las dictablandas militares ya no eran
una opción viable para el patio trasero latinoamericano, de pronto se nos
concedió el privilegio de vivir en democracia. Con eso no quedaron
puertas castrenses para golpear porque los militares pasaron, ipso pucho,
a ser mala palabra. Resultó que parte de ese “algo” que, entre una
cosa y otra, habían conseguido hacer resultaba condenado por la Comisión
Internacional de Derechos Humanos, por el Pacto de San José de Costa
Rica, por Amnesty International, por el Tribunal Internacional de La Haya,
por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas de Plaza de Mayo y hasta
por las Tías de Plaza Miserere. Eso
sí: el cambio fue enorme. Por de pronto, interregno hiperinflacionario
mediante, cambiamos a Martínez de Hoz por Domingo Cavallo. La masa de
espectadores nunca terminó de entender demasiado bien la diferencia entre
la “tablita” y el “uno-a-uno” pero lo importante es que, por un
tiempo, todo el mundo se calló la boca porque se podían adquirir
chupetines de Taiwán y vacacionar en Miami o Buzios por dos mangos con
cincuenta. El
cambio fue realmente enorme. Al final, tanto cambió la Argentina que más
de medio país quedó sumido en la pobreza y, de esa parte, un buen pedazo
está incluso bajo la línea de la miseria. A lo que se suma una
desocupación con sus testarudos dos dígitos, paliada por Planes Trabajar
que terminaron cobrando los que no trabajaban, y por Planes Jefas y Jefes
de Familia que cobran hasta tíos y primas solteras con sólo ir al
piquete, cortar la calle, gritar un poco y batir el bombo. Y
todos asistimos al espectáculo. La mayoría de las veces como si todo
esto no tuviera nada que ver con nosotros. Como si nadie tuviese la culpa
de nada, o mejor dicho, como si todo fuese siempre culpa de algún otro y
como si todo fuese solucionable a lo Robin Hood, quitándole a los otros
que tienen para regalarle a los nuestros que no tienen.
Y dejando la iniciativa a quienes sólo se les ocurre ofrecer más
elecciones, o más cortes de ruta, o más de las dos cosas a la vez. Sí.
Es cierto que a veces puteamos un poco – sobre todo si tenemos que pasar
con alguna frecuencia por el Puente Pueyrredón cortado por un piquete –
y también es cierto que cuando alguien explota en esa especie de
desesperación metafísica académicamente expresada con el consabido “¡este
país de mierda!” todo el mundo hace gestos de honda comprensión y
solidaridad sin que nadie se sienta autorizado a alzar la voz con
argumentos que demuestren lo contrario. Pero
eso es casi todo. La
Argentina es un país de espectadores. Es un país cuya enorme mayoría
asistió, pasiva, al espectáculo de los tanques en la calle, al tiroteo
entre guerrilleros y militares, al rodrigazo, al ahorro forzoso, a la
hiperinflación, al “Felices Pascuas; la casa está en orden”, a las
privatizaciones fraudulentas, al corralito, a las promesas que nadie
cumplió y a las cosas que todos prometen y que todo el mundo sabe que
nadie va a cumplir. Y
después de todo eso, sigue asistiendo al espectáculo de un Presidente
que simplemente es tan mal educado, que deja plantados a todos sus
interlocutores internacionales porque considera que ya no tiene ganas de
hablar con ellos; al espectáculo de una María Julia que abrió la cloaca
de los sobresueldos – que todo el mundo sabe que existen así como en el
caso de las coimas del Senado todo del mundo supo siempre que hay leyes
que se compran – y, ¡oh, curiosidad!, sólo un par de días después
salió en libertad; al espectáculo de un Chabán que también es muy
posible que termine zafando; al espectáculo de los piqueteros y, dentro
de poco, hasta al espectáculo de otra ronda de elecciones. ¿Y
saben qué va a pasar? Pues
va a pasar que la masa de espectadores va a votar por los mismos de
siempre, o en el mejor de los casos por los primos de los mismos de
siempre, y todo seguirá exactamente igual. O un poco mejor. O un poco
peor. Pero sin subir ni bajar sustancialmente del nivel de la mediocridad
de siempre. ¿Y
saben por qué? Porque
la gran masa de espectadores está siempre esperando que alguien haga
“algo”. Nadie sería capaz de decir qué, exactamente – más allá
por supuesto de los magnos objetivos de la lucha contra la corrupción, la
defensa del patrimonio nacional, la soberanía del pueblo, el bienestar
general de la clase trabajadora y la jubilación de tía Pancracia.
Mucho menos se animaría a decir cómo, exactamente – más allá
de los excelsos métodos del logro de consensos cuasi-universales surgidos
de la participación de todos, del diálogo entre todos, del acuerdo de
las mayorías, del respeto por las minorías, de la no discriminación de
nadie y de la mágica fórmula del país que si no lo arreglamos entre
todos no lo arregla nadie. ¿Y
saben qué es lo más triste de todo? Lo
más triste es que, encima, cuando a pesar y en contra de todas estas
adversidades alguien se pone a hacer algo en serio, la enorme mayoría de
los espectadores de siempre en lugar de poner el hombro y ayudar, lo que
hacen es poner la lupa para encontrar algo que criticar. En el mejor de
los casos, cualquier propuesta seria llega a generar a veces una inflamación
patriótica pasajera en algunas personas quienes, grandes palmadas en la
espalda mediante, prometen todo su interés y apoyo. ¡Animémonos
y Vayan! El
problema está en que este interés y este apoyo es sincero en la medida
en que los espectadores siempre están dispuestos a seguir con interés al
que toma una iniciativa y, por lo general, hasta están dispuestos a
aplaudir si las cosas le salen bien. Es la clásica actitud del “¡Animémonos
y vayan!”. Maquiavelo habría comprendido perfectamente ese
comportamiento. Sobre ella se basa su famoso dicho de que el éxito
siempre justifica los medios. Fulano
acaba de fundar un Movimiento que salvará a la Patria. ¡Bárbaro! ¡Hay
que apoyar la iniciativa! ¿Con qué? Bueno... con plata no porque,
hermano, sabés muy bien que últimamente vengo medio mal. Con un
compromiso en firme y constante tampoco porque la verdad es que entre el
laburo y mi mujer estoy muy complicado y no me queda tiempo ni para
morirme. Y prometerte una participación directa no puedo porque tengo
compromisos, que son los que me permiten parar la olla, y sabés que no
puedo quemarme metiéndome demasiado en política. Pero bueno, en la
medida en que pueda, contá con mi apoyo. De paso: ¿no sabés si el
Diputado Mengano o el intendente Zutano necesita un asesor por casualidad? Además,
estas inflamaciones duran – y no me lo discutan porque lo tengo casi
cronometrado – unos seis meses en el ultramejor de los casos. Después
de eso, nos tenemos que juntar para tomar un café a ver cómo seguimos.
Como que venimos de juntarnos para tomar un café a ver qué hacemos. Y de
esa manera al final todos terminamos negros de tanto tomar café dando
vueltas en calesita alrededor del mismo sitio. ¿Los
argentinos tienen el país que se merecen? Los
espectadores sí. Los que están dispuestos a aplaudir con su voto a este
espectáculo, después no tienen derecho a quejarse de que el espectáculo
es malo. Los que siempre apoyan pero nunca se comprometen no tienen
derecho a quejarse de lo que terminan haciendo quienes, por lo menos, para
bien o para mal, tienen iniciativa propia. Los que siempre están animados
de grandes ínfulas patrióticas y cívicas pero mandan a otros al frente
no tienen derecho a criticar lo que hacen quienes por lo menos se animan a
ir al frente. Lo
reconozco: quizás soy un poco extremista en esto. Quizás exagero. Pero,
honestamente, ya estoy harto de ver cómo este hermoso país se va al
demonio mientras toda una manga de inútiles pierde el tiempo discutiendo
bobadas y esperando que el Cielo les regale a alguien que haga un
“algo” tan milagroso que saque a la Nación de su marasmo y nos
convierta a todos en pudientes ciudadanos del Primer Mundo en menos de dos
semanas.
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