¡ANIMÉMONOS Y VAYAN!

Hace no tanto tiempo atrás una masa enfurecida de buenas personas salió a la calle a gritar “¡Que se vayan todos!”. Sin embargo, después de apenas unos meses, esa misma masa terminó votando por exactamente  los mismos que supuestamente pretendía echar. Con lo que los aludidos no solamente no se fueron sino que hasta trajeron a sus parientes.

Es cierto que la enorme mayoría de los argentinos está harta de sus políticos y del sistema que los selecciona. Pero, a la hora de hacer algo al respecto, todo el mundo mira al vecino y espera que alguien se descuelgue del cielo con todas las soluciones en la mano.

¡Ché! ¡Tendríamos que hacer algo!

Cuando a George Clemenceau le comentaron que los expertos en Derecho Internacional tenían dificultades en definir el concepto de “agresor”, el veterano político francés contestó muy suelto de cuerpo: “¡Pero si es facilísimo! ¡El agresor es siempre el otro!” .

De un modo muy similar, en la Argentina la mayoría de la gente está convencida de que la culpa de todos los desastres siempre la tiene algún otro y que “alguien” – es decir: algún otro – tiene la obligación de resolver todos problemas que tiene el país.

Y no me digan que no es así. Lo pude comprobar taytantas veces a lo largo de una cantidad de años mayor de la que me gustaría recordar. Si bien es cierto que la cosa tiene algunas variantes, al final siempre se termina en algo parecido.

Puede empezar cuando uno se cruza con un viejo conocido que te para en la calle y, después de las añoranzas folklóricas del caso, de pronto, con cara de entre preocupación y complicidad, se te descuelga con algo parecido a “Ché.¡Tendríamos que hacer algo!”.

El exabrupto es esencialmente hierático y ambivalente. Por de pronto, no significa que no “estemos” (primera persona del plural) haciendo algo. Significa en realidad que ÉL no está haciendo absolutamente nada que valga le pena, ni tiene tampoco la más pálida idea de lo que habría que hacer, y solapadamente me está insinuando que YO tendría que hacer algo a lo cual él pueda acoplarse. Pero, además, la proposición viene con varias cosas implícitas. Como, por ejemplo, la de que nuestro hipotético interlocutor se está reservando el derecho a una crítica de la cual ha hecho un deporte consuetudinario. Porque, en realidad de verdad, sólo espera que yo proponga algo – reconociendo obviamente que necesito ayuda – para criticarme la propuesta y hacer depender su valiosa colaboración de toda una serie de condiciones que, naturalmente, son cualquier cosa menos negociables.

Puede también empezar con alguien invitándote a dar una conferencia.  He dado unas cuantas en mi vida y hasta el día de la fecha no me queda demasiado en claro para qué han servido. Por ejemplo, uno se quema las pestañas durante años estudiando al Estado. Durante horas robadas al sueño en la mayoría de los casos, uno se mete en las complejidades de su estructura, sus funciones, su funcionamiento, sus disfunciones, su disposición jerárquica, las relaciones entre sus instituciones, la planificación política, los riesgos políticos, la famosa división de poderes, el aspecto jurídico del Estado, su aspecto social, su aspecto internacional, y por lo menos cuatro docenas de cosas más. Después de eso, uno más o menos llega a entender un poco por qué el Estado actual no funciona y quizás hasta puede trazar un cuadro medianamente claro de cual sería el modelo de Estado que en la Argentina de hoy sí podría llegar a funcionar.

Sabiendo que uno ha dedicado buena parte de su no precisamente abundante tiempo a entender algo de esos vericuetos de la política, nuestro viejo conocido de marras te invita a dar una conferencia. Vas, das la famosa disertación tratando de ser lo más claro y coherente que te sea posible. Y cuando terminaste, se te arrima uno que te palmea la espalda para decirte: “Muy bueno lo suyo doctor. Muy claro. Muy concreto. Pero ¿y ahora qué hacemos?”

Al margen de que no soy doctor y que me revienta que me encajen ese titulejo, este es el tipo de comentario que me ha hecho jurar y perjurar que nunca más en mi malhadada vida voy a aceptar una invitación para dar una conferencia. Porque tu pregunta, mi querido amigo, revela que no solamente estabas esperando que te contara qué se puede hacer y qué es lo que, dado el caso, hay que hacer sino que, además, pretendías que te dijera incluso cómo hacerlo. Y no se me escapa que, en realidad, estabas esperando que yo me cargue el problema en la mochila y me ponga a solucionarlo para darte la oportunidad de presentar tus brillantes objeciones.

Y es fácil comprobarlo. Basta con hacer como que uno cae en la trampa y ensayar alguna tímida propuesta de realización. Es prácticamente infalible: en cuestión de minutos uno ya está enterrado bajo una andanada de objeciones vehementemente proferidas por el mismo sujeto que una hora y media atrás no hubiera conseguido diferenciar al gobierno de la administración ni aun bajo tortura.

Un país de espectadores

En materia política, la Argentina es un país de espectadores.

Es cierto que, cada tanto, estos espectadores protestan, bufan y patalean por lo bochornosamente mediocre del espectáculo. Pero no menos cierto es que, después de soltar presión y despotricar un rato, vuelven a pagar entrada y regresan bovinamente para ver la misma película con tan sólo algunos retoques cosméticos.

Cuando la política argentina se decidía – al menos en última instancia – en los cuarteles y con la bendición del Departamento de Estado de nuestros beneméritos hermanos del Norte, buena parte de los mismos políticos que hoy ostentan orgullosos su carnet democrático golpeaban las puertas de los cuarteles con ambos puños instando al General de Turno a que “haga algo” porque la situación, según se decía haciendo gala de honda convicción patriótica, ya era insostenible. Con lo que el General de Turno organizaba un golpe de Estado – que era el único “algo” que se le ocurría hacer – luego de lo cual nuestro patriótico político archipreocupado por los destinos de la Nación hacía antesala para canjear su valioso apoyo civil por algún ministerio, alguna embajada o, en su defecto, alguna subsecretaría. O, de última, alguna portería si no había otra cosa disponible.

Todo en nombre de la Revolución, claro. Que, por supuesto, pasaba de largo sin hacerse, con lo que los gobiernos militares, sin excepción, terminaron en su respectiva “salida electoral”. Algunos con bastante pena y todos sin mucha gloria. Y en esas salidas electorales la masa de espectadores terminó, indefectiblemente, depositando su voto por los mismos politicastros que – figuras más, figuras menos – habían golpeado las puertas de los cuarteles azuzando al General de Turno a “hacer algo”. Y eso cuando no pusieron su sufragio soberano a favor de los mismos que, haciendo cualquier desastre desde el gobierno, habían justificado que los golpistas civiles aporreasen las puertas cuarteleras con el argumento aproximadamente cierto de la situación insostenible.

Después, cuando se desmoronó el imperio soviético y los muchachos de la Trilateral y el CFR decidieron que las dictablandas militares ya no eran una opción viable para el patio trasero latinoamericano, de pronto se nos concedió el privilegio de vivir en democracia. Con eso no quedaron puertas castrenses para golpear porque los militares pasaron, ipso pucho, a ser mala palabra. Resultó que parte de ese “algo” que, entre una cosa y otra, habían conseguido hacer resultaba condenado por la Comisión Internacional de Derechos Humanos, por el Pacto de San José de Costa Rica, por Amnesty International, por el Tribunal Internacional de La Haya, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas de Plaza de Mayo y hasta por las Tías de Plaza Miserere.

Eso sí: el cambio fue enorme. Por de pronto, interregno hiperinflacionario mediante, cambiamos a Martínez de Hoz por Domingo Cavallo. La masa de espectadores nunca terminó de entender demasiado bien la diferencia entre la “tablita” y el “uno-a-uno” pero lo importante es que, por un tiempo, todo el mundo se calló la boca porque se podían adquirir chupetines de Taiwán y vacacionar en Miami o Buzios por dos mangos con cincuenta.

El cambio fue realmente enorme. Al final, tanto cambió la Argentina que más de medio país quedó sumido en la pobreza y, de esa parte, un buen pedazo está incluso bajo la línea de la miseria. A lo que se suma una desocupación con sus testarudos dos dígitos, paliada por Planes Trabajar que terminaron cobrando los que no trabajaban, y por Planes Jefas y Jefes de Familia que cobran hasta tíos y primas solteras con sólo ir al piquete, cortar la calle, gritar un poco y batir el bombo.

Y todos asistimos al espectáculo. La mayoría de las veces como si todo esto no tuviera nada que ver con nosotros. Como si nadie tuviese la culpa de nada, o mejor dicho, como si todo fuese siempre culpa de algún otro y como si todo fuese solucionable a lo Robin Hood, quitándole a los otros que tienen para regalarle a los nuestros que no tienen.  Y dejando la iniciativa a quienes sólo se les ocurre ofrecer más elecciones, o más cortes de ruta, o más de las dos cosas a la vez.

Sí. Es cierto que a veces puteamos un poco – sobre todo si tenemos que pasar con alguna frecuencia por el Puente Pueyrredón cortado por un piquete – y también es cierto que cuando alguien explota en esa especie de desesperación metafísica académicamente expresada con el consabido “¡este país de mierda!” todo el mundo hace gestos de honda comprensión y solidaridad sin que nadie se sienta autorizado a alzar la voz con argumentos que demuestren lo contrario.

Pero eso es casi todo.

La Argentina es un país de espectadores. Es un país cuya enorme mayoría asistió, pasiva, al espectáculo de los tanques en la calle, al tiroteo entre guerrilleros y militares, al rodrigazo, al ahorro forzoso, a la hiperinflación, al “Felices Pascuas; la casa está en orden”, a las privatizaciones fraudulentas, al corralito, a las promesas que nadie cumplió y a las cosas que todos prometen y que todo el mundo sabe que nadie va a cumplir.

Y después de todo eso, sigue asistiendo al espectáculo de un Presidente que simplemente es tan mal educado, que deja plantados a todos sus interlocutores internacionales porque considera que ya no tiene ganas de hablar con ellos; al espectáculo de una María Julia que abrió la cloaca de los sobresueldos – que todo el mundo sabe que existen así como en el caso de las coimas del Senado todo del mundo supo siempre que hay leyes que se compran – y, ¡oh, curiosidad!, sólo un par de días después salió en libertad; al espectáculo de un Chabán que también es muy posible que termine zafando; al espectáculo de los piqueteros y, dentro de poco, hasta al espectáculo de otra ronda de elecciones.

¿Y saben qué va a pasar?

Pues va a pasar que la masa de espectadores va a votar por los mismos de siempre, o en el mejor de los casos por los primos de los mismos de siempre, y todo seguirá exactamente igual. O un poco mejor. O un poco peor. Pero sin subir ni bajar sustancialmente del nivel de la mediocridad de siempre.

¿Y saben por qué?

Porque la gran masa de espectadores está siempre esperando que alguien haga “algo”. Nadie sería capaz de decir qué, exactamente – más allá por supuesto de los magnos objetivos de la lucha contra la corrupción, la defensa del patrimonio nacional, la soberanía del pueblo, el bienestar general de la clase trabajadora y la jubilación de tía Pancracia.  Mucho menos se animaría a decir cómo, exactamente – más allá de los excelsos métodos del logro de consensos cuasi-universales surgidos de la participación de todos, del diálogo entre todos, del acuerdo de las mayorías, del respeto por las minorías, de la no discriminación de nadie y de la mágica fórmula del país que si no lo arreglamos entre todos no lo arregla nadie.

¿Y saben qué es lo más triste de todo?

Lo más triste es que, encima, cuando a pesar y en contra de todas estas adversidades alguien se pone a hacer algo en serio, la enorme mayoría de los espectadores de siempre en lugar de poner el hombro y ayudar, lo que hacen es poner la lupa para encontrar algo que criticar. En el mejor de los casos, cualquier propuesta seria llega a generar a veces una inflamación patriótica pasajera en algunas personas quienes, grandes palmadas en la espalda mediante, prometen todo su interés y apoyo.

¡Animémonos y Vayan!

El problema está en que este interés y este apoyo es sincero en la medida en que los espectadores siempre están dispuestos a seguir con interés al que toma una iniciativa y, por lo general, hasta están dispuestos a aplaudir si las cosas le salen bien. Es la clásica actitud del “¡Animémonos y vayan!”. Maquiavelo habría comprendido perfectamente ese comportamiento. Sobre ella se basa su famoso dicho de que el éxito siempre justifica los medios. 

Fulano acaba de fundar un Movimiento que salvará a la Patria. ¡Bárbaro! ¡Hay que apoyar la iniciativa! ¿Con qué? Bueno... con plata no porque, hermano, sabés muy bien que últimamente vengo medio mal. Con un compromiso en firme y constante tampoco porque la verdad es que entre el laburo y mi mujer estoy muy complicado y no me queda tiempo ni para morirme. Y prometerte una participación directa no puedo porque tengo compromisos, que son los que me permiten parar la olla, y sabés que no puedo quemarme metiéndome demasiado en política. Pero bueno, en la medida en que pueda, contá con mi apoyo. De paso: ¿no sabés si el Diputado Mengano o el intendente Zutano necesita un asesor por casualidad?

Además, estas inflamaciones duran – y no me lo discutan porque lo tengo casi cronometrado – unos seis meses en el ultramejor de los casos. Después de eso, nos tenemos que juntar para tomar un café a ver cómo seguimos. Como que venimos de juntarnos para tomar un café a ver qué hacemos. Y de esa manera al final todos terminamos negros de tanto tomar café dando vueltas en calesita alrededor del mismo sitio.

¿Los argentinos tienen el país que se merecen?

Los espectadores sí.  Los que están dispuestos a aplaudir con su voto a este espectáculo, después no tienen derecho a quejarse de que el espectáculo es malo. Los que siempre apoyan pero nunca se comprometen no tienen derecho a quejarse de lo que terminan haciendo quienes, por lo menos, para bien o para mal, tienen iniciativa propia. Los que siempre están animados de grandes ínfulas patrióticas y cívicas pero mandan a otros al frente no tienen derecho a criticar lo que hacen quienes por lo menos se animan a ir al frente.

Lo reconozco: quizás soy un poco extremista en esto. Quizás exagero.

Pero, honestamente, ya estoy harto de ver cómo este hermoso país se va al demonio mientras toda una manga de inútiles pierde el tiempo discutiendo bobadas y esperando que el Cielo les regale a alguien que haga un “algo” tan milagroso que saque a la Nación de su marasmo y nos convierta a todos en pudientes ciudadanos del Primer Mundo en menos de dos semanas.

Y casi más harto estoy de ver cómo los pocos que todavía se ponen los verdaderos problemas de la Argentina al hombro – más allá de sus aciertos y desaciertos – resultan constantemente torpedeados por los que siempre tienen una brillante idea mejor, estafados por los que en realidad sólo quieren usarlos de trampolín para acceder a algún curro y, al final, terminan defraudados por los que siempre se animan pero nunca van.

  Dénes Martos