LOS ARTISTAS COMO INTELECTUALES por
Alberto Buela (*) En
una sociedad como la nuestra, de consumo, opulenta para pocos, cuyo dios
es el mercado, la imagen reemplazó al concepto. Es que se dejo de leer
para mirar, aun cuando rara vez se ve. Y
así los artistas, actores, cantantes, locutores y conductores televisión
han reemplazado a los intelectuales. Este
reemplazo viene de otro más profundo; cuando los intelectuales, sobre
todo a partir de El
progresismo, esa enfermedad infantil de la socialdemocracia, se
caracteriza por asumir la vanguardia como método y no como lucha, como
sucedía con el viejo socialismo. Aún existe en Barcelona el viejo diario
La
vanguardia como método quiere decir que para el progresista hay que
estar, contra viento y marea, siempre en la cresta de la ola. Siempre
adelante, en la vanguardia de las ideas, las modas, los usos, las
costumbres y las actitudes. El
hombre progresista se sitúa siempre en el éxtasis temporal del futuro,
ni el presente, ni mucho menos el pasado tiene para él significación
alguna, y si la tuviera siempre está en función del futuro. No le
interesa el ethos de Y
así como nadie puede dar lo que no tiene, el progresista no puede darse
ni darnos un proyecto político porque él mismo es su proyecto político. El
hombre progre, al ser aquél que
dice sí a toda novedad que se le propone encuentra en los artistas sus
intelectuales. Hoy que en nuestra sociedad de consumo donde las imágenes
han reemplazado a los conceptos nos encontramos con que los artistas son,
en definitiva, los que plasman en imágenes los ideas. Y la formación del
progresista consiste en eso, en una sucesión de imágenes truncas de la
realidad. El homo festivus, figura
emblemática del progresismo, del que hablan pensadores como Muray o Agulló,
encuentra en el artista a su ideólogo. El
artista lo libera del esfuerzo, tanto de leer (hábito que se pierde
irremisiblemente), como del mundo concreto. El progresista no quiere saber
sino solo estar enterado. Tiene avidez de novedades. Y el mundo es “su
mundo” y vive en la campana de cristal de los viejos almacenes de barrio
que protegían a los dulces y los fiambres donde las moscas (el pueblo y
sus problemas) no podían entrar. Los
progresistas porteños viven en Puerto Madero, no en Parque Patricios. La
táctica de los gobiernos progresistas es transformar al pueblo en “la
gente”, esto es, en público consumidor, con lo cual el pueblo deja de
ser el agente político principal de toda comunidad, para cederle ese
protagonismo a los mass media, como
ideólogos de las masas y a los artistas, como ideólogos de sus propias
élites. Este
es un mecanismo que funciona a dos niveles: a) en los medios masivos de
comunicación cientos periodistas y locutores, esos
analfabetos culturales locuaces,
según acertada expresión de Paul Feyerabend
(1924-1994) nos dicen qué debemos hacer y cómo debemos pensar. Son los
mensajeros del “uno anónimo” de
Heidegger que a través del dictador “se”, se dice, se piensa, se obra, se viste, se come, nos sume
en la existencia impropia. b) a través de los artistas como traductores
de conceptos a imágenes en los teatros y en los cines y para un público
más restringido y con mayor poder adquisitivo: para los satisfechos del
sistema. Esto es: los progres El
artista cumple con su función ideológica dentro del progresismo porque
canta los infinitos temas de la reivindicación: el matrimonio gay, el
aborto, la eutanasia, la adopción de niños por los homosexuales, el
consumo de marihuana y coca, la lucha contra el imperialismo, la defensa
del indigenismo, de los inmigrantes, de la reducción de las penas a los
delincuentes, un guiño a la marginalidad y un largo etcétera. Pero nunca
le canta a la inseguridad en las calles, la prostitución, la venta de niños,
el turismo pedófilo, la falta de empleo, el creciente asesinato y robo de
las personas, el juego por dinero, de
eso no se habla como la película de Mastroiani. En definitiva, no ve
los padecimientos de la sociedad sino sus goces. El
artista como actor reclama para sí la transgresión pero ejecuta todas
aquellas obras de teatro en donde se representa lo políticamente correcto. Y en este sentido, como dice Vittorio
Messori, en primer lugar está el denigrar a No
hay actor o locutor que no se rasgue las vestiduras hablando de las víctimas
judías del Holocausto, aunque nadie representa a las cristianas ni a las
gitanas. Estas no tienen voz, como no la tienen las del genocidio armenio
ni hoy las de Darfour en Sudán. Así,
si representan a Heidegger lo hacen como un nazi y si a Stalin como un
maestro en humanidad. Al Papa siempre como un verdugo y a las monjas como
pervertidas, pero a los prestamistas como necesitados y a los proxenetas
liberadores. Ya no más
representaciones del Mercader de Venecia, ni de En
el orden local si representan al Martín Fierro quitan la payada y duelo
con el Moreno. Si al general Belgrano, lo presentan como doctor. A Perón
como un burgués y a Evita como una revolucionaria. Pero claro, la figura
emblemática de todo artista es el Che Guevara. Toda
la hermenéutica teatral está penetrada por el psicoanálisis teñido por
la lógica hebrea de Freud y sus cientos de discípulos. Lógica que se
resuelve en el rescate del “otro” pero para transformarlo en “lo
mismo”, porque en el corazón de esta lógica “el otro”, como Jehová
para Abraham, es vivido como amenaza y por eso en el supuesto rescate lo
tengo que transformar en “lo mismo”. Es
que el artista está educado en la diferencia, lo vemos en su estrafalaria
vestimenta y conducta. Él se piensa y se ve diferente pero su producto
termina siendo un elemento más para la cohesión homgeneizadora de todas
las diferencias y alteridades. Es un agente más de la globalización
cultural. El
pluralismo predicado y representado termina en la apología del
totalitarismo dulce de las socialdemocracias que reducen nuestra identidad
a la de todos por igual. Finalmente,
el mecanismo político que está en la base de esta disolución del otro,
como lo distinto, lo diferente, es el consenso. En él, funciona el
simulacro del “como sí” kantiano. Así, le presto el oído al otro
pero no lo escucho. Se produce una demorada negación del otro, porque, en
definitiva, busco salvar las diferencias reduciéndolo a “lo mismo”. Esta
es la razón última por la cual nosotros venimos proponiendo desde hace años
la teoría del disenso, que nace
de la aceptación real y efectiva del principio de la diferencia, y tiene
la exigencia de poder vivir en esa diferencia. Y este es el motivo por el
cual se necesita hacer metapolítica:
disciplina
que encierra la exigencia de identificar en el área de la política
mundial, regional o nacional, la diversidad ideológica tratando de
convertir dicha diversidad en un concepto de comprensión política, según
la sabia opinión del politólogo Giacomo Marramao. El disenso debería ser el primer paso para hacer política pública genuina y la metapolítica el contenido filosófico y axiológico del agente político.
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