EL CHACHO PEÑALOZA

Asesinato de un General Argentino

(Reportaje de Caras y Caretas Nº 607 - Mayo 1910)

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El 12 de noviembre de 1863 el brigadier general Angel Vicente Peñaloza, a sus gallardos 70 años, está refugiado en la casona de su amigo Felipe Oros, en la pequeña población riojana de Olta, con media docena de hombres desarmados, a pocos días de su derrota en Caucete, San Juan, contra las tropas de línea del gobernador de la provincia y director de la guerra designado por el presidente Bartolomé Mitre: Domingo Faustino Sarmiento, que estaba desesperado entonces por saber dónde se escondía su peor enemigo.

A principios de mes el capitán Roberto Vera sorprende a un par de docenas de seguidores de Peñaloza. "Acto continuo se les tomó declaración", dice el escueto parte de su superior, el mayor Pablo Irrazábal: seis murieron pero el séptimo habló. El chileno Irrazábal lo manda a Vera con 30 hombres al refugio del caudillo, donde lo encuentra desayunando con su hijo adoptivo y su mujer.

El Chacho, el amable gaucho generoso y valiente defensor a ultranza de las libertades de los pueblos, sale a recibirlo con un mate en la mano y, entregando su facón -en cuya hoja rezaba la leyenda "el que desgraciado nace / entre los remedios muere"-, le dice al capitán: "estoy rendido". Vera lo conduce a uno de los cuartos y le pone centinela de vista. Y le comunica el suceso a Irrazábal. El mayor no tarda en aparecer. Entra al cuarto y pregunta de un grito: "¿quién es el bandido del Chacho?". Una voz calma, desbordante de buena fe, le contesta: "yo soy el general Peñaloza, pero no soy un bandido". Inmediatamente, y sin importarle la presencia del hijastro y de doña Victoria Romero de Peñaloza, el mayor Pablo Irrazábal toma una lanza de manos de un soldado y se la clava en el vientre al general. Después lo hizo acribillar a tiros. Y mandó cortarle la cabeza y exhibirla clavada en una pica en la plaza del pueblo de Olta. Sarmiento, que nada deseaba más que esa muerte, le escribe a Mitre el 18 de noviembre: "...he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses".

La bandera abandonada por Urquiza en Pavón había sido alzada por el Chacho Peñaloza, brigadier general del ejército de la nación y jefe del III Ejército -el "Ejército de Cuyo"-, aunque sin tropas de línea ni armas. De una vieja familia fundadora de La Rioja, de larguísima carrera de luchas en las que había ganado todos sus grados en el campo de batalla, Peñaloza fue teniente coronel de Facundo Quiroga, y lo acompañó en todas sus campañas, sirviendo después de Barranca Yaco a las órdenes del gobernador Brizuela, con quien entró a la coalición del Norte. Este cambio de frente obedeció a la falsa versión unitaria que le achacaba a Rosas la inspiración del asesinato de Facundo.

Es después de Pavón, cuando el Chacho levanta una vez más su enseña, cabalgando sin sombrero, ceñida la melena blanca con una vincha gaucha, y son cientos, y pronto miles los que lo rodean, paisanos con sus caballos de monta y de tiro, y una media tijera de esquilar atada a una caña como lanza. De La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis, de Córdoba a San Juan, la montonera crece levantando voluntarios en marcha triunfal. En los Llanos, el caudillo es imbatible. Por eso, el gobierno nacional manda al sacerdote Eusebio Bedoya a ofrecerle la paz. El Chacho acepta complacidísimo y se fija La Banderita para el cambio solemne de las ratificaciones y de los prisioneros de guerra. El acude con sus tenientes y montonera en correcta formación. El ejército de línea, conducido por los jefes mitristas Rivas, Arredondo y Sandes -los dos últimos orientales-, rodean a Bedoya.

José Hernández, el autor del Martín Fierro, narra la entrega de los prisioneros nacionales tomados por el Chacho. "¿Ustedes dirán si los han tratado bien?", pregunta éste. "¡Viva el general Peñaloza!", fue la única y entusiasta respuesta.

Luego el riojano se dirige a los jefes nacionales: "¿Y bien, dónde están los míos?... ¿Por qué no me responden?... ¡Qué! ¿Será cierto lo que se dice? ¿Será verdad que todos han sido fusilados?"... Los jefes militares de Mitre se mantenían en silencio, humillados; los prisioneros habían sido todos degollados sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; las mujeres habían sido arrebatadas por los invasores... Al decir del joven periodista Hernández -testigo angustiado de las desdichas nacionales-, Bedoya y los propios jefes militares, conmovidos, sienten asco por haberse mezclado en la negociación.

Pronto el Martín Fierro sentenciará:

¡Y después dicen que es malo
el gaucho si los pelea!

Pero hay uno que nada lo conmueve; queda en pie el enemigo más formidable del caudillo de los Llanos: Sarmiento, que además de caracterizarlo de bandido, vándalo y ladrón, lo hostiliza y hace perseguir implacablemente a sus hombres, incorporándolos por la fuerza a los peores destinos militares, después de apoderarse de sus mujeres y propiedades. Hasta que el director de la guerra logra colmar la paciencia del Chacho, que antes del año de La Banderita levanta nuevamente el estandarte de la rebelión, declarando en una carta a Mitre: "Los hombres todos, no teniendo ya más que perder que la existencia, quieren sacrificarla más bien en el campo de batalla defendiendo sus libertades, sus leyes y sus más caros intereses atropellados vilmente". Y toma su lanza temible convocando a los dispersos federales, a los veteranos de Facundo y a los jóvenes casi niños que prefieren morir con la tacuara en la mano a aniquilarse en los cantones fronterizos, diciendo en su proclama, que vuelve a conmocionar los Llanos: "El viejo soldado de la patria os llama en nombre de la ley y de la nación, para combatir y hacer desaparecer los males que aquejan a nuestra tierra".

La tragedia de Olta inició una ola de sangre descontrolada en toda la región. Pero desde entonces una copla popular se empezó a cantar en los Llanos:


Dicen que al Chacho
lo han muerto.
No dudo que así será.
Tengan cuidado magogos,
no vaya a resucitar.


Fuente: “La guerra de exterminio” - Investigación periodística de José Hernández - Agenda de Reflexión Número 234, Año III, Buenos Aires.

(colaboración de OT - APR)

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