Cuando el Señor le otorgó el libre albedrío al Hombre supo que tomaba
una decisión arriesgada. Pero Adán no le había dejado alternativa.
Después de comer la famosa manzana del árbol del Bien y del Mal lo que
correspondía en estricta justicia era dejarle la opción de decidir. A
partir de ese momento, el Hombre tuvo la posibilidad de elegir el Mal y,
la verdad sea dicha, unos cuantos por cierto que lo han hecho desde
entonces.
Si bien al Creador eso en realidad siempre lo había preocupado, en los últimos
tiempos las cosas se habían puesto peor. Un número cada vez mayor de
individuos se estaba apartando del sendero del Bien y Lucifer estaba
festejando grandes triunfos haciendo cada vez más prosélitos y esto aún
a pesar de que, al otorgar el libre albedrío, el Señor había tenido en
su momento la precaución de implantar en el Hombre un elemento de
control: la conciencia. De modo y manera que, hace algún tiempo, decidió
visitar la Sala de Reunión de las Conciencias para pasar revista a sus
controles y ponerlos un poco en vereda.
Como de costumbre, apareció de improviso. Ni bien entró en la sala se
produjo un gran revuelo porque, casi inmediatamente, las Conciencias
empezaron a dar toda clase de explicaciones, a acusarse mutuamente y a
discutir poco menos que a los gritos.
— ¡Silencio señores! ¡Que esto no es la Cámara de Diputados! –
bramó el Señor, visiblemente contrariado.
Las Conciencias enmudecieron y se produjo un gran silencio en medio del
cual, curiosamente, lo único que pudo escucharse fue una serie de
fuertes, rítmicos y sonoros ronquidos.
El Señor levantó la mirada para detectar el origen de semejantes
resuellos. No tuvo dificultad en descubrirlo: en un rincón de la sala,
repatingado en un sillón, una de las Conciencias dormía el sueño de los
justos roncando a pata tendida.
— ¿Y eso? – quiso saber el Señor en un tono no exento de cierta
amenaza disciplinaria.
— Perdónela, Señor. – le respondió alguien – La pobre está
completamente agotada.
— En los últimos tiempos – acotó otro – ha tenido un trabajo poco
menos que infernal. Con perdón por la expresión, Señor.
— Pues despiértenla.
— Es inútil, Señor. Lo intentamos varias veces pero no hubo caso. Llegó,
se tiró en ese sillón hace ya más de tres horas y no hubo forma de
despertarla. Está realmente exhausta.
Ante el cariz que tomaban las cosas, el Señor se dirigió personalmente a
la Conciencia durmiente y la sacudió con fuerza. La Conciencia tembló,
abrió los ojos, parpadeó, bostezó, volvió a parpadear somnolienta y de
pronto, dándose cuenta en presencia de quién estaba, se puso de pié de
un salto.
— Mil perdones Señor, pero realmente. . .
— Está bien, está bien . . . – concilió el Creador algo más
apaciguado al ver que el agotamiento de la Conciencia era auténtico - ¿A
quién perteneces?
La Conciencia suspiró.
— A un sindicalista, Señor.
— ¿A un sindicalista? – el Altísimo consultó su agenda y de pronto
su rostro expresó extrañeza – ¿No te habíamos enviado a Presidencia?
Visiblemente embarazado, intervino San Pedro
— Mil disculpas, Señor. Lamentablemente ocurrió un deplorable error.
La cuestión es que . . . bueno . . . Usted verá . . . Por equivocación
envié a esta Conciencia al sindicato y con el lío que se armó me olvidé
de mandar una a Presidencia.
— ¡Pedro! ¡Eso es gravísimo! ¿La Presidencia no tiene conciencia?
— Lo siento. Realmente lo siento, Señor. Estoy haciendo lo máximo
posible por corregir esto lo antes que pueda.
— ¡Pues que sea ya mismo, Pedro! Es más. Déjalo. Me ocuparé
personalmente del asunto. ¡Conciencia es algo que todo el mundo tiene que
tener!
Volviéndose a la Conciencia sindical, el Creador quiso saber:
— ¿Y a ti qué te ha fatigado tanto?
— ¡Oh Señor! Sólo Usted puede saber lo que cuesta ser la conciencia
de un sindicalista. ¡El sujeto éste me tiene realmente harto! La mayor
parte del tiempo ni siquiera me presta atención y, cuando lo hace, sus
excusas son interminables. Por un lado hace como si yo no existiera y, por
el otro, cuando no tiene mas remedio que oírme, se pone a recitar tantos
pretextos que a mí ya se me acaban los argumentos. ¡Para colmo, además
de sindicalista, ahora hasta tiene ganas de meterse a político! ¡No
quiero ni pensar en la que me espera!
— Bueno, veremos qué podemos hacer al respecto. – prometió el Señor
comprendiendo la situación – Pero dime ¿al menos lo has reprendido
severamente?
— ¿Que si lo he reprendido? Lo he amonestado, lo he retado, lo he
mordido, remordido y recontraremordido. Lo he presionado de día y de
noche. Hasta en sus sueños lo he perseguido con pesadillas haciéndolo soñar
con barrotes, celdas, prisiones, con interrogatorios policiales comunes y
. . . bueno . . . Usted sabe . . . también de los otros. ¡Pero
nada! Cada vez que me hago presente, o declara en huelga su atención o
sale con algún subterfugio.
— Pero ¿qué es lo que hace este desdichado?
— ¿Que qué hace? ¡La lista de lo que no hace sería mucho más corta,
Señor! Se hace pagar sobornos por los empresarios amenazándolos con
hacer huelga si no le pagan. Con la plata del sindicato se acaba de
comprar tres 4x4, una para él, una para su mujer o otra para su amante.
Se queda con la plata de la obra social. Inventa enfermos y falsifica
troqueles para cobrar del Estado servicios inexistentes. Además, al igual
que un colega suyo que ya fue a prisión, está arreglado con la mafia de
los medicamentos falsos e inocuos por culpa de los cuales vaya uno a saber
cuantas personas murieron ya de cáncer. Tiene montado todo un esquema de
lavado de dinero, tanto propio como ajeno, y de lo ajeno se queda con una
buena tajada. Cuando alguien se anima a decirle que “no” manda sus
muchachos a la calle y paraliza media ciudad perjudicando más que nada
justo a los que trabajan. Está metido en unas cuantas empresas, muchas de
ellas de más que dudosa actividad, a través de testaferros, parientes y
cómplices. Y a todo esto ¿sabe qué es lo peor, Señor?
— ¿Qué es?
— Que se la pasa perorando que es un luchador social y que defiende los
intereses del pueblo trabajador. ¡Es una locura! De tanto repetir ese
mantra está incluso empezando a creérsela y ahora hasta coquetea con la
idea de hacerse político.
— ¿Y qué te contesta cuando tú lo amonestas?
— Y . . . es como ya le dije, Señor. Por lo general ni me escucha. Y,
si no es así, se sale con que siempre fue de esa manera; que no duraría
en el puesto ni media hora si no hiciera lo que hace; que todos los demás
hacen lo mismo y hasta cosas peores; que lo de él es casi inocente
comparado con lo de la mayoría de los políticos; que la plata con la que
se queda es una propina comparada con la que roban todos los otros; que el
sindicato no es un convento de carmelitas descalzas; que si alguien quiere
tortilla hay que romper algunos huevos; que las campañas nunca fueron
gratis; que los votos siempre tuvieron un costo y alguien tiene que
pagarlo; que entre lobos hay que saber ser lobo porque si no los lobos se
lo comen a uno; que en la época de los milicos la cosa era mucho peor y
que, comparativamente, esto ya no es nada; que si los empresarios no
pagaran tantos salarios en negro él no tendría que hacer ni la mitad de
las trastadas que hace; que si no hubiera inflación él no tendría que
movilizar a sus muchachos . . . ¡En fin! Tiene una excusa para todo y yo,
honestamente, ya estoy cansado de discutir con él.
— Entiendo. – dijo el Señor – Sin embargo, ¡ánimo! No desesperes.
Como recompensa a tus esfuerzos, de las cuatro virtudes cardinales te
concederé una cantidad extra de fortaleza. Por lo que veo, prudencia,
justicia y templanza no te faltan. Bien. Ahora descansa un poco y luego
vuelve a tu trabajo.
El Creador se dirigió luego a las otras Conciencias y estuvo un buen rato
recorriendo el salón, hablando con varias de ellas. Muchas le relataron
experiencias muy similares. Especialmente las asignadas a los políticos y
a los banqueros fueron las más espeluznantes. En general, todo el
panorama terminaba resultando de lo más desalentador.
Cuando se retiraba, ya en camino hacia la puerta, San Pedro lo alcanzó.
— Señor. – dijo en voz muy baja para que los demás no lo escucharan
– Perdóneme que me inmiscuya, pero si esto sigue así creo que habría
que decirle a los Cuatro Jinetes que vayan ensillando.
— Aun no, Pedro. Aun no. Aun no es el momento.
Pero después de pensarlo por unos instantes agregó:
— Aunque creo que, en algún momento, el envío de Miguel y de Jorge con
una buena brigada de arcángeles no sería una mala idea para poner un
poco de órden allá abajo.
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