MEDIR
LA CONFIANZA
Cualquiera
que se haya ocupado tan sólo un poco seriamente de la Historia – aunque
más no sea por curiosidad, tanto como para saber qué sucedió en tiempos
pasados – sabe que a veces aparecen grandes movimientos, ya sean filosóficos,
religiosos, culturales, económicos, políticos, sociales o industriales,
que producen grandes tensiones y hasta cambios profundos en las
estructuras de la sociedad. La causa exacta y precisa de esta dinámica es
algo sobre lo cual todavía discuten, y con toda probabilidad seguirán
discutiendo, los grandes académicos y eruditos. Lo concreto, en todo
caso, es que estos movimientos siempre aparecen como portadores de algún
cuerpo de “ideas” que, tarde o temprano, terminan formulándose en
“doctrinas” y simplificándose en lo que conocemos como “ideologías”.
Y lo realmente notable es que, al menos en la gran mayoría de los casos,
estas ideologías – que siempre tienen un grado más o menos elevado de
utopía – presuponen, o proponen, un nuevo tipo de ser humano. Así, en
casi todas ellas se habla del “Hombre Nuevo” que, al final del
proceso, terminará siendo el producto de un “Nuevo Mundo” o, al
menos, de una nueva realidad.
El
"Hombre Nuevo" y el "Nuevo Orden Mundial"
El
pasado Siglo XX fue escenario de varios de estos tipos de “Hombres
Nuevos”, doctrinaria e ideológicamente definidos. Desde los alemanes
con su biotipo ideal de raíces étnicas por un lado y nietzscheanas por
el otro, pasando por las distintas interpretaciones del originalmente
“noble salvaje” rousseauniano casi absolutamente definido por su medio
y entorno, hasta el miembro idealizado de esa “vanguardia del
proletariado” con la que el comunismo marxista soñó en su momento
construir una sociedad más allá del socialismo.
No es
pues ninguna excepción histórica, ni novedad, que hoy también tengamos
un poderoso movimiento con grandes fuerzas impulsando un “New World
Order” – o Nuevo Orden Mundial – pero con una variante muy
interesante. Esta vez, el ser humano ideal no está al final del proceso
sino al principio; el “Hombre Nuevo” ha precedido al “Mundo
Nuevo”. Y esto quizás merece algún análisis, tanto desde el punto de
vista de la ideología subyacente como del “modelo” final propuesto o
implícito.
La
particularidad más saliente de la ideología demoliberal es su carácter
difuso, disperso, relativista, negociador y conjetural. No es una ideología
concentrada, militante, rígida y exigente como alguna de las arriba
mencionadas. Ni siquiera sigue la tradición de grandes sectores liberales
de la propia Revolución Francesa como, por ejemplo, la de los jacobinos.
El demoliberalismo postmoderno tiende a ser o pretende ser, al menos en
teoría, tolerante, diluyente, componedor y relativista. Lo es hasta tal
punto que, en sus resultados objetivos, tiende a disolver normas y a
“liberar” a las personas de toda clase de sujeciones, sean éstas
morales, religiosas o culturales, para lo cual se apoya fuertemente en
utopías asambleístas tomadas prestadas del anarquismo y en teorías
psicológicas hedonistas que sirven a esos fines. En este entorno, logra
el éxito quien consigue liberarse de esas sujeciones tradicionales y
queda irremisiblemente marginado quien no lo consigue. Con ello, el
demoliberalismo ha conseguido crear un tipo bastante bien reconocible de
ser humano: el Hombre que pone las riquezas, los bienes materiales, el
placer y el dinero por sobre todos los demás valores. A su vez, los
exponentes más caracterizados y eminentes de este “Hombre Nuevo”
forman, así, la nueva élite: la plutocracia; el gobierno de los dueños
del dinero.
Éste
es el “Hombre Nuevo” que ahora intenta imponer un “Nuevo Orden
Mundial”, sea que lo llame “Mundo Globalizado”, “Era
Postindustrial”, “Postmodernidad” o le ponga cualquier otra
denominación más o menos descriptiva. Las ideologías del pasado, que
generaron al tipo revolucionario militante, fuertemente emotivo, en gran
medida irracional, soberbio, con frecuencia fanático y petulante hasta la
crueldad, han cedido su lugar ahora a una ideología que encarna en un ser
igualmente petulante, igualmente soberbio, pero carente de emociones y de
entusiasmos más allá del afán de placer y de la ostentación generadora
de envidias.
El
Nuevo Orden Mundial es, así, un mundo para nuevos ricos y para gerentes
de nuevos ricos. Un mundo sin firmes criterios éticos, ni estéticos, ni
culturales, ni morales como cuadra a auténticos nuevos ricos siempre más
preocupados por aparentar que por ser. Ya no se trata de un mesianismo,
sea histórico, clasista o filosófico. El mesianismo – aun el más
estrambótico – requiere al menos fe en algo. Fe en la misión redentora
especial y diferenciada de un pueblo; fe en la capacidad revolucionaria de
una clase social; fe en la innata e intrínseca bondad esencial del ser
humano. Pero fe en algo. El Nuevo Orden Mundial ha desterrado por completo
al mesianismo y, con ello, la idea de la redención, tanto en su dimensión
profana como en su dimensión sagrada. No hay más fe; no hay más
idearios; no hay límites morales en nada y para nada; ya no existen
camaradas; no hay más correligionarios; no hay hermandades; no hay
internacionalismo proletario; no hay códigos de conducta. En la periferia
de la sociedad sólo queda el resentimiento compartido de los marginados
y, de allí al núcleo social central, lo único que queda es un conjunto
contingente de relaciones contractuales gobernadas y ordenadas por
intereses orientados en última instancia por una muy reducida serie de
conceptos prácticamente equivalentes: dinero, mercado, ganancias y
placer. Todo lo demás se subordina a ello. Se hace lo que genera
ganancias, mientras genere ganancias y porque genera ganancias. Las cosas
se hacen con dinero, por dinero, mientras produzcan más dinero y porque
producen dinero. Se produce lo que se puede vender, porque se puede vender
y mientras se lo pueda vender. Se hace lo que causa placer, mientras cause
placer y porque causa placer. Lo demás es superfluo, prescindible, inútil
y pérdida de tiempo.
Un
mundo así queda gobernado principalmente por intereses contractuales que
– en el mejor de los casos – no tienen más límites que ciertas leyes
siempre interpretables por la sofistería de los abogados, muchas veces
soslayables mediante el expeditivo recurso de la corrupción y, dado el
caso, eternamente modificables bajo una presión política adecuada. Un
mundo así, no es para nada extraño que encuentre dificultades cuando se
trata de establecer algunos parámetros imprescindibles sin los cuales
ninguna convivencia es posible. Uno de esos parámetros es, por ejemplo,
la confianza.
La
Confianza
Sin un
marco de confianza entre las personas no hay actividad social humana
posible. La confianza en la ley, es un sustituto muy imperfecto de la
confianza en la otra persona. La confianza en la validez de un contrato
muy difícilmente puede llegar a suplantar la confianza en la honradez, en
la responsabilidad y en la integridad de un socio, un cliente o un
proveedor. Trasladar la confianza humana, personal, al marco legal es
insuficiente por la volatilidad misma de ese marco legal y por su
imperfección irremediable. Las leyes cambian. Las leyes y las normas jamás
pueden preveer casuísticamente la absoluta totalidad de los casos
posibles. Las disposiciones y las especificaciones de la “letra chica”
rara vez resultan totalmente unívocas. Las “zonas grises” son
inevitables; la realidad misma se encarga de construirlas. La tantas veces
invocada “seguridad jurídica” nunca es total. Hay gradaciones, por
supuesto, entre sistemas jurídicos relativamente estables y sistemas
completamente caprichosos y contradictorios, producto de presiones políticas
contrapuestas y cambiantes. Pero, en última instancia y en el mejor de
los casos, la “seguridad jurídica” no deja de ser tan sólo
estabilidad jurídica, o previsibilidad jurídica, dentro de límites
bastante estrechos.
Por lo
tanto, dado que el sistema socioeconómico ya no puede sustentarse en esa
confianza humana de persona-a-persona – puesto que la relativización y
la devaluación de las normas morales de conducta ha barrido con la base
misma de esa confianza – se llega al punto en que se hace necesario
crear ciertas confianzas sustitutas. Una de ellas es esa “seguridad jurídica”
que acabamos de mencionar y que implica recurrir a la ley y a su poder
coercitivo. La otra implica recurrir a la ciencia – específicamente al
análisis estadístico – para tratar de medir de alguna manera los
grados, mayores o menores, de confianza que pueden detectarse en un ámbito
económico determinado, dados los comportamientos y las prácticas
habituales de sus operadores.
Curiosamente,
el primer enorme problema con el que choca este afán de medir es de orden
metodológico. Por de pronto, la confianza no es algo que se pueda medir
directamente. No sólo porque es algo inmaterial y tampoco sólo porque es
de difícil definición. La inteligencia tampoco es una “cosa”
material y existen varias definiciones de ella, lo que no nos impide
medirla con tests adecuados de bastante satisfactoria eficacia. El
problema con la confianza es que su existencia es muy difícilmente
graduable, su percepción es altísimamente subjetiva y, además, en dicha
percepción intervienen fuertes motivaciones completamente irracionales.
¿Cuánto sería “poca” confianza? ¿Cuánto sería “mucha”? ¿Por
qué Pedro confía en Juan pero Gonzalo no? ¿Qué le hace a Pedro confiar
en Juan y qué le hace a Gonzalo desconfiar simultáneamente de él? Son
preguntas de, al menos, difícil – si no imposible – respuesta dentro
del marco de una necesaria cuantificación científico-estadística
rigurosa.
Por
consiguiente, el método adoptado por las mediciones consiste en invertir
los términos del problema. En lugar de medir la confianza se mide la
desconfianza; es decir: el riesgo. En lugar de medir qué grado de
confianza existe en un ámbito económico determinado, lo que se mide es
el grado de riesgo que representa la falta de confianza para la actividad
económica.
Conceptualmente
esta inversión de los términos no nos debería sorprender. Está
perfectamente en línea y es coherente con todo lo que hemos visto antes.
Desaparecidos los anclajes éticos, morales, religiosos y culturales que
contribuían antaño a sustentar la confianza personal, el único recurso
que queda es medir la ausencia de la misma. Es decir: medir la
desconfianza cuantificando el riesgo que la ausencia de confianza produce.
Las
calificadoras de riesgo
Para
estas mediciones, existen en el mundo las empresas llamadas
“calificadoras de riesgo”. Son empresas que califican a otras
empresas, y principalmente a países enteros, otorgándoles un puntaje que
refleja – teóricamente – el grado de riesgo que asume quien tiene
trato comercial con ellos.
El
puntaje final que es, o bien un índice numérico (p.ej. algo así como
585) o una calificación (p.ej. BB+), se otorga por un cálculo de medias
ponderadas y calificaciones – objetivas y/o estimativas – de una serie
de factores cuantificados y procesados mediante fórmulas estadísticas.
Se consideran factores tales como, por ejemplo:
-
Factores
políticos: Régimen político, grupos de presión, crisis de
gobierno, burocracia, política exterior, probabilidad de conflictos
internacionales, intervención de terceros países, corrupción,
estructura racial y religiosa, estructuras sociales, movimientos
autonomistas o independistas, pertenencia a organizaciones
internacionales, sistema económico, relaciones laborales, estructura
demográfica, superficie, orografía, demografía, etc.
-
Factores
económicos: Nacionalizaciones, política económica, dirección económica,
actitud respecto de las deudas, recursos, infraestructura, empleo,
PNB, inflación, política fiscal, política monetaria, balance por
Cta. Corriente, balance de capitales, acceso a fuentes de crédito,
niveles de deuda, pertenencia a organizaciones internacionales,
producción Industrial, etc.
-
Factores
de Solvencia: Nivel de deuda, Debt Service Ratio, estructura de las
deudas, devaluación o depreciación de la divisa, etc.
-
Factores
de Liquidez: Reservas/Importaciones, servicio de la deuda externa,
exportaciones, utilización de créditos, razón del desequilibrio de
liquidez, razón de los Intereses / Exportaciones, etc.
El
llamado “riesgo país” a los efectos prácticos no es, pues, más que
un número estadístico elaborado por una serie de supuestos
“expertos” supuestamente “imparciales” que toman en consideración
diferentes factores ponderados según ciertos criterios y los miden según
ciertos otros criterios y métodos. Pero este número, o su calificación
equivalente, no es un simple juego de análisis matemático. Adquiere una
enorme importancia a la hora de solicitar un préstamo porque esa estimación
estadística determina en gran medida, por ejemplo, el interés que deberá
pagar el deudor.
Calificadoras
de riesgo hay unas cuantas. Entre las más conocidas podríamos mencionar
a JP Morgan, a Moody´s, a Standard & Poors y a Fitch. Y, si hay algo
que hemos tenido que aprender en las últimas décadas, es que hay pocas
cosas de las que tenemos que cuidarnos más que de estas calificadoras.
Porque son peligrosas y hasta temibles. Cuando se enojan con alguien las
consecuencias son muy serias. No sólo las grandes corporaciones y los
grandes bancos sino países enteros pueden llegar a perder literalmente
miles de millones de dólares si alguna de estas calificadoras les aumenta
el índice de riesgo y lo publica dándolo a conocer a todo el mundo.
Precisamente por eso, por el poder que detentan, no está de más echarle
un vistazo más de cerca de esas instituciones.
En
esencia y básicamente, un índice de riesgo se relaciona con el crédito.
Entre las varias acepciones que la Real Academia Española consigna para
la palabra “crédito” figuran, por ejemplo: Reputación, fama,
autoridad. Situación económica o condiciones morales que facultan a una
persona o entidad para obtener de otra fondos o mercancías. Opinión
que goza alguien de que cumplirá puntualmente los compromisos que
contraiga. Concepto que merece cualquier Estado en orden a su legalidad en
el cumplimiento de sus contratos y obligaciones.” En palabras más
sencillas: “crédito” tiene que ver con “credibilidad” y la
credibilidad tiene que ver con “confianza”. Es tan simple como eso y
con ello estamos otra vez ante nuestro tema principal.
Confianza
y economía
Pero fíjense
ustedes en esto que es curioso: la cosa más material del mundo, el
dinero, se fundamenta en algo tan inmaterial como la confianza. Pocas
personas se han detenido a pensar en ello pero el dinero – y
especialmente su préstamo – puede existir única y exclusivamente
mientras los seres humanos crean en su valor y se tengan confianza.
Cuando
lo usamos, implícitamente todos creemos en el dinero. Cuando cobramos el
sueldo lo que recibimos a cambio de nuestro trabajo es una determinada
cantidad de papelitos impresos. O una constancia de que en cierta cuenta
bancaria se ha depositado un número determinado representativo de, y
equivalente a, esos papelitos. De esa cuenta podemos luego extraer los
papelitos impresos o bien, quizás por medio de una tarjetita de plástico,
podemos pagar nuestros gastos hasta un número igual al depositado (menos
“gastos administrativos”, impuestos y otras yerbas, por supuesto).
Realmente
hace falta una dosis muy grande de fe y de confianza para aceptar un par
de papelitos impresos a cambio de largas y a veces agotadoras horas de
trabajo. ¿Qué garantía real tenemos de que, a cambio de esos papelitos
o contra la presentación de la tarjetita de plástico, alguien nos dará
los bienes y servicios que necesitamos? Pero en realidad hay más. Porque
del otro lado del mostrador tiene que haber por lo menos una cantidad
equivalente de fe y de confianza. La persona que, a cambio del papelito,
nos da un kilo de pan, una camisa, o un viaje en taxi, tiene que tener
nuestra misma fe y nuestra misma confianza. ¿Y saben ustedes qué pasa
cuando esa fe y esa confianza desaparecen? Pues lo que han podido leer en
los diarios durante las últimas décadas: se produce el colapso
financiero y económico. A veces afecta a una sola empresa o a un grupo
empresario. Otras veces afecta a todo un país. Incluso a toda una región.
Hoy en día puede afectar hasta al mundo entero. Pero siempre la crisis
financiera va precedida de una crisis de confianza.
Las
calificadoras de riesgo, por lo tanto, tendrían que cumplir la difícil
misión de actuar de sensibles instrumentos de auscultación para
determinar en qué medida la comunidad global puede tener confianza en la
capacidad de una empresa, o de un país, para pagar y eventualmente
cancelar sus deudas. Resulta bastante obvio que esta función, además de
colosalmente difícil, conlleva también una enorme responsabilidad con lo
que cabría preguntarnos varias cosas. En primer lugar: ¿qué tan valido
es el método empleado por estas instituciones para medir el riesgo de la
desconfianza y con qué grado de honestidad profesional aplican dicho método?
En segundo lugar: ¿quién y de qué modo las ha autorizado a hacer lo que
hacen? Y en tercer lugar, pero no en último término: ¿Quién controla a
estos controladores?
Porque
alguien debería al menos supervisarlos. Cuando aumentan el índice de
riesgo de un país ¿es porque el mundo le ha perdido la confianza a ese
país o es porque las calificadoras de riesgo – sea por los motivos que
fueren – quieren que el mundo le pierda la confianza a ese país?
La
pregunta tiene su peso porque el sistema global que impera en el mundo
hasta niega su propia existencia. Se apresura a calificar de teoría
conspirativa o de apología del crimen a cualquier intento de demostrar lo
obvio. Y lo obvio es que más del 90% de las rentas nacionales va a parar
a las arcas de corporaciones y, sobre todo, de bancos internacionales. El
enorme poder de facto que esto representa no sería posible en
absoluto si el sistema global no dispusiese de una red de instituciones
cuya función es la de evaluar, fiscalizar y, dado el caso, penalizar a
los rebeldes. El Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio, el
Fondo Monetario Internacional, las calificadoras de riesgo y las auditoras
internacionales desempeñan precisamente estas funciones. Su trabajo
consiste en hacerle comprender a cualquier organismo político o económico
que recibirá una buena calificación solamente en tanto y en cuanto
contribuya a alimentar las arcas arriba mencionadas y mantenga debidamente
a raya a los incorregibles contestatarios.
En
realidad, no nos engañemos: las calificadoras de riesgo actúan de
gendarmes o de guardaespaldas del sistema plutocrático internacional.
Toda vez que algún Estado con veleidades de soberanía intenta resistirse
a aceptar los dictados de la finanza internacional, las calificadoras
“cocinan” los números adecuadamente para hacerle creer al mundo
entero que ese Estado no es “digno de confianza”.
Con
todo, las crisis de las últimas décadas – desde el “Tequila”
mejicano, pasando por la debacle norteamericana hasta el colapso griego
– nos han dado la oportunidad de aprender unas cuantas lecciones.
Resulta que las medidas y las estrategias impuestas por el FMI no sólo no
han solucionado los graves problemas socioeconómicos existentes sino que
hasta los han agravado. También pudimos comprobar que las auditoras cuyo
trabajo es el de auditar la contabilidad de las grandes megacorporaciones
y los grandes bancos, no descubrieron ni las gruesas irregularidades ni
tampoco las multimillonarias estafas que dispararon las sucesivas crisis.
Y no sólo no las descubrieron sino que, en varios casos, hasta
colaboraron en el armado de las burbujas que luego les explotaron en la
cara. Más aun: en el caso del colapso de varias financieras y unos
cuantos bancos, las calificadoras de riesgo no solamente omitieron
reflejar en sus calificaciones la vulnerabilidad de estas empresas sino
que, hasta prácticamente minutos antes de la catástrofe, insistieron en
seguir haciéndole creer al mundo entero que gozaban de buena salud.
No es
para nada de extrañar que, después de esto, más de uno se ha puesto a
hacer preguntas muy poco políticamente correctas. Por ejemplo: ¿quiénes
son los que están gobernando y hacia dónde se dirige el sistema
internacional? ¿En beneficio de quién “cocinan” sus datos las
calificadoras de riesgo? Estas calificadoras ¿reflejan la confianza
que el sistema tiene en un país o bien, a semejanza de los medios masivos
de difusión que no reflejan sino que fabrican la opinión pública, estas
calificadoras generan confianza cuando a alguien le conviene y la
destruyen cuando eso es lo que a ese alguien le conviene?
Después
de todo, ya hemos visto que no se puede medir la confianza de un modo
absoluto y objetivo. ¿Acaso existe en alguna parte algo así como un
“confiansómetro” calibrado en Unidades de Confianza Internacional?
No.
Por supuesto que no existe. Ya hemos visto que lo único que se mide no es
la confiabilidad sino el riesgo que representa su inexistencia. Una vez
despejada la hojarasca de procedimientos estadísticos, muchas veces más
que discutibles, lo único que queda es un número calculado según las
conveniencias de quienes calcularon ese número.
En ese
número pueden ustedes creer. O no creer. Al igual que en el valor de los
papelitos que reciben cuando cobran el sueldo.
Pero
si tienen confianza en los números que rigen el mercado global más les
vale creer también en Dios. O en un Estado realmente bien constituido.
Porque,
cuando llegan las crisis, son los únicos que los podrán ayudar.
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