El
escepticismo está de moda. Sin embargo, no se trata de ese escepticismo
que lleva a no aceptar de entrada cualquier afirmación fortuita y a
quemarse las pestañas investigando para tratar de llegar a la verdad o a
develar la realidad. El difundido escepticismo de hoy se limita a ser
simplemente negativo. Consiste en no creer y en poner sobre los hombros
del otro toda la carga de la prueba; tan sólo para no creer tampoco en la
prueba cuando ésta es presentada. Nunca discutan con un escéptico actual
porque, así como hay personas que no ven porque no quieren ver, también
hay quienes no creen porque no quieren creer.
Es que el escepticismo actual no es una actitud filosófica como la de
Pirrón, ni un método científico como el de la duda metódica de
Descartes. Lo de Pirrón y lo de Descartes todavía se puede discutir y,
dado el caso rebatir. No así el descreimiento sistemático de la
postmodernidad. Porque éste no es un método sino una moda. Y como toda
moda, puede darse el lujo de carecer de sustento, de justificación y
hasta de coherencia. De esta forma, lo que hoy vemos es que el ateísmo,
el eclecticismo, el nihilismo, la duda permanente o la relativización de
todo ya no es algo que se afirma. Ahora se lo esgrime. Se lo ostenta. Se
supone que la incredulidad otorga cierta autosuficiencia, cierto aire de
superioridad intelectual. Como si con esa actitud se ingresara automáticamente
al selecto club de personas a las que ya no se puede engañar tan fácilmente
como antaño a los supuestos ignorantes de la Edad Media. Aunque, cuando
uno pone un poco la lupa sobre los hechos concretos, en no pocos casos
esos creyentes medievales resultan ser bastante menos ignorantes que los
escépticos actuales. Porque los medievales y los antiguos seguramente sabían
menos cosas; pero aquellas que sabían, las sabían bastante mejor que
muchos intelectuales de hoy.
Con todo y sea como fuere, la cuestión es que ahora todos somos agnósticos,
descreídos, inquisitivos, burlones y sarcásticos porque se supone que
hemos superado las supercherías, los mitos y las fábulas con las que
antes se engañaba a la gente. Ahora todo lo que no se puede exponer con números,
gráficos, estadísticas y documentos autenticados por escribano público
y refrendados por al menos siete expertos de reconocida fama internacional
es mera superstición en la que sólo creen los incautos, los incultos y
los desinformados.
Sin embargo, por el otro lado, hay cosas curiosas.
Por ejemplo, en materia política somos casi increíblemente crédulos.
Creemos – o al menos se supone que deberíamos creer – en que quienes
acceden al poder, después lo compartirán voluntaria y democráticamente
con otros. Creemos que somos importantes porque cada par de años podemos
depositar un papelito en una urna a pesar de que los políticos, luego de
halagar nuestro ego de mil formas para mendigar ese papelito, van y hacen
lo que se les da la gana al día siguiente de la elección. Creemos que
somos soberanos porque tenemos un voto que representa algo así como el 0,000006%
de la voluntad general y aceptamos el mandato de una persona elegida por
el 25 o 30% de los votos pasando generosamente por alto el rechazo o la
soberana indiferencia del 75 o 70% restante.
Nos han hecho creer que el vernos forzados a elegir entre un montón de
candidatos ineptos y corruptos no es un manifiesto fraude sino el libre y
democrático ejercicio de los derechos ciudadanos. Les creemos – o al
menos hacemos como si les creyéramos – a los que prometen cosas que
obviamente no podrán cumplir. Y si no les creemos, vamos y los votamos
igual porque creemos que el elegir constantemente al menos malo, o al mal
menor, es una opción aceptable. Porque no queda más remedio que aceptar
lo que hay, ya que no se puede optar por lo que no hay. Con lo que, si por
casualidad el menos malo resulta no ser tan malo como se creía al
principio, hasta nos felicitamos por lo sabio de nuestra elección y lo
volvemos a elegir.
En el ámbito empresario y en el de la gestión en general nos hemos creído
que los consultores y los asesores realmente saben qué necesitamos y
hasta que lo saben mejor que nosotros mismos a pesar de tener en nuestro
haber décadas de experiencia en la actividad y un aprendizaje duro
logrado con algunos éxitos y unos cuantos fracasos. Y creemos necesitar
consultores y asesores porque también nos hemos creído que el gran
secreto de la buena administración es la gestión del cambio. Porque
hemos terminado por creer que el cambio es tan necesario como inevitable.
Más aun: creemos que el cambio es intrínsecamente bueno y que está bien
abandonar el método seguro y comprobado por otro completamente
desconocido y riesgoso del que ni siquiera sabemos demasiado bien muchas
veces qué resultados produce. Además, en materia económica toda una
multitud de economistas cree que las estupideces que nos llevaron a un
estrepitoso fracaso en el corto y mediano plazo son en realidad
genialidades si se considera el largo plazo; aunque en ese largo plazo muy
probablemente ya todos estaremos muertos.
En el ámbito laboral creemos que, a cambio de algo de dinero a fin de
mes, es aceptable quedarnos en un lugar en donde nadie nos necesita porque
somos perfectamente intercambiables; en donde ni siquiera nos aprecian
demasiado porque somos fácilmente reemplazables, pero en donde nos usan
porque les sirven nuestros conocimientos, nuestra responsabilidad o
nuestra capacidad de trabajo. Pero, recíprocamente, también creemos que
en una empresa los que cuentan son los obreros y los empleados mientras
que los gerentes y los coordinadores no son más que parásitos porque
creemos que proyectar, planificar, dirigir, supervisar y coordinar es tan
fácil que cualquiera con tan sólo dos dedos de frente puede hacerlo. O
bien que la misma eficiencia y eficacia de gestión puede lograrse con
decisiones tomadas por una asamblea.
En el ambiente del espectáculo creemos que el personaje famoso es
equivalente a su imagen, aunque se comporte como un perfecto idiota una
vez que se baja del escenario. Si sus comentarios y declaraciones resultan
incoherentes seguimos creyendo a pie firme en su originalidad y lo
disculpamos presuponiendo que es tan sólo algo “disperso” cuando
abandona el guión asignado. Y, si su comportamiento constituye una
verdadera cochinada, no creemos que el personaje sea inmoral sino tan sólo
un poquito “transgresor”. Nos creemos todo lo que aparece por televisión,
porque lo vimos “con nuestros propios ojos” y todas nuestras opiniones
se alinean con lo que hemos visto porque “la imagen no miente”. Jamás
se nos ocurre relacionar la tecnología de los efectos especiales del
cine-catástrofe con la producción de las imágenes del noticiero
televisado. De cualquier forma, creemos que siempre hay que estar mirando
o escuchando algo porque con eso recibimos información y no un lavado de
cerebro de parte de quienes seleccionaron y decidieron qué es lo que
vamos a ver y escuchar. Y después de eso, los periodistas creen – o al
menos afirman creer – en la libertad de prensa.
En el ámbito de las relaciones sociales creemos que nos deberían
apreciar y nos deberían tener en cuenta personas que jamás en su perra
vida han amado a nadie excepto a sí mismos. Creemos que deben cuidar de
nuestra seguridad y de nuestros intereses personas a las que nunca les ha
importado un rábano nada aparte de su propia fortuna y sus propios
bienes. Nos han hecho creer que a la seguridad sólo se la puede
garantizar con el arrepentimiento, la educación o el bienestar económico
de los criminales y que la policía sólo está para cuidar el patrimonio
de los explotadores. Ya es casi un dogma de fe, no sólo que a las minorías
todo les está permitido, sino que éstas hasta tienen más derechos que
la mayoría. Pero aun así fantaseamos con grandes movimientos de masas
porque creemos que amuchados somos invencibles y que participar de algo es
siempre mucho mejor y más realista que tratar de emprender algo.
Los comunicadores sociales creen que “Patria”, “Historia” y
“Cultura” son conceptos arcaicos y superados siendo perfectamente
reemplazables por los de “país”, “memoria” y “espectáculo”.
Los intelectuales de la cultura no sostienen sus valores etnoculturales
propios porque creen en la cultura universal de la humanidad, válida en
todo el globo terráqueo; esa misma cultura que los publicistas simbolizan
adecuadamente con una hamburguesa y una gaseosa. Los artistas plásticos
creen que cuando producen algo que no tiene ni pies, ni cabeza, ni
sentido, ni significado, ni buen gusto, ni belleza, eso es arte. Los psicólogos
insisten en hacernos creer que todo lo inmundo, cruel, retorcido, lascivo,
obsceno e inconfesable tiene su origen en nuestros propios, reprimidos,
deseos inconscientes. Los especialistas en comunicación verbal creen en
la posibilidad de manipular la realidad con palabras y se imaginan que
llamando “no vidente” a un ciego y “discapacitado” a un paralítico
el drama de estas personas ya no será tan grave. Los alumnos creen que
estudiar y saber no es tan importante; lo que importa es tener suerte y éxito.
Muchos creen que podemos suplantar el talento que falta con drogas que
sobran. Que todo lo antiguo es innecesario y que lo nuevo siempre es
mejor. Que las buenas maneras y la cortesía son una mariconada pero, al
mismo tiempo, que hay que mimar a los auténticos afeminados para que no
los discriminen. Los complacientes creen que el abuso no implica sadismo
sino tan sólo la manifestación de una personalidad fuerte y los juristas
permisivos creen que el robo no es un crimen sino tan sólo el pícaro
aprovechamiento de una oportunidad.
Fíjense ustedes en cuantas cosas cree nuestro mundo actual. Es realmente
fantástica la capacidad de creer que tienen quienes afirman no creer en
nada que no se pueda ver, medir, pesar, tocar o calcular según métodos
científicos, los cuales, dicho sea de paso, en muchos casos se basan en
última instancia sobre postulados – que son indemostrables por definición
de “postulado” – o bien se sustentan en teorías que son provisorias
– por definición de “teoría”. Sin embargo, si uno lo mira de
cerca, resulta que los que no creen porque no quieren creer en lo que
deberían creer, es tan sólo porque creen en lo que quieren creer. Tanto
es así que, en la actualidad, pasa por verdadero descreído aquél que no
cree en todas las cosas en las que creen firmemente quienes dicen dudar de
todo. Y los que realmente dudan de todo, a poco que se investigue, resulta
que tienen una robusta fe. El ateo tiene una fe inconmovible en la
inexistencia de Dios. El escéptico profesa una fe inalterable en la
validez de la duda. El verdadero agnóstico hace un dogma de fe de la
imposibilidad del conocimiento metafísico. El relativista tiene una fe
inconmovible en la interrelación causal de todo el universo.
Este galimatías intelectual tiene, en realidad, una explicación
relativamente simple: estas cosas suceden cuando se confunde la fe con la
creencia o, peor todavía, cuando se quiere suplantar la fe por una
creencia. Sucedió, por ejemplo, durante la Revolución Francesa cuando,
en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, durante el reinado
del terror jacobino se quiso suplantar la religión tradicional por un
culto sintético creado en el laboratorio de los intelectuales liberales.
Los liberales revolucionarios del Siglo XVIII creían tan sinceramente en
el poder de la razón humana que la Convención Nacional aprobó por
aclamación que Dios no existía y acto seguido votó que el Universo está
regido por un Ser Supremo asistido por la Diosa Razón.
No funcionó. Resultó que no es tan fácil destronar a Dios a través del
Poder Legislativo. El culto, después de algunos aparatosos eventos
iniciales, desapareció luego de la ejecución de Robespierre, y Napoleón
barrió la norma legal en 1802.
Es que la fe constituye la certeza acerca de algo que sólo parcialmente
podemos racionalizar mientras que la creencia es tan sólo la seguridad en
algo que hemos decidido aceptar. Y la diferencia se puede apreciar en las
exageraciones. La exageración de la fe conduce al fanatismo; la exageración
de la creencia conduce a la credulidad. El fanático no puede aceptar que
otros tengan fe en algo diferente; el crédulo está dispuesto a creer
cualquier cosa.
Quizás deberíamos recuperar esa fe que alguna vez le permitió a
Occidente tener sabios. Esa fe no es la competidora de la razón, y tanto
es así que hasta puede apoyarse en ella. Pero es cierto que la razón no
le resulta imprescindible. La fe no es contraria a la razón. Es
independiente de ella. Es como el entusiasmo. Así como no siempre podemos
explicar racionalmente por qué nos entusiasmamos con ciertas cosas,
quienes tienen una fe auténtica tampoco pueden explicarla racionalmente
hasta en sus más mínimos detalles. El secreto está en saber que no
tienen por qué explicarla. Sólo las creencias necesitan ser explicadas.
Nuestro mundo actual tiene muchas creencias. Lo que ha perdido en gran
medida es justamente la capacidad de tener fe.
Y todas las creencias de moda no alcanzan para reemplazarla.
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