Al establecerse en Europa, en una cultura que, cuando apareció, ya tenía
tras de sí dos o tres mil de años de existencia, el cristianismo
contribuyó enérgicamente a su transformación. Aportaba en efecto
"novedades" inauditas. En primer lugar la idea de una
humanidad universal, compuesta de individuos iguales esencialmente en
tanto que dotados con un alma en igual relación con Dios. Luego la
distinción, heredada de los hebreos, entre un ser no creado, necesario
y perfecto, y un ser creado, contingente e imperfecto. Colocados como
abismalmente distintos, el mundo y Dios debían por lo tanto pensarse
separadamente.
El mundo perdía al mismo tiempo su autosuficiencia y su calidad de ser:
no sólo ya no era el lugar de lo divino sino que, siendo imperfecto,
podía legítimamente garantizar la esperanza de su mejoramiento.
Desacralizado, lo existente tal como es, el todo se encontraba sometido
a un deber-ser. Se añadía el concepto de una salvación, que se mantenía
sobre todo como especie de compensación: confortar el individuo de su
pertenencia a este mundo imperfecto. Se añadía aún una concepción de
la historia como creación terminada, es decir, como sistema
irreversiblemente orientado hacia el futuro. Y finalmente la idea de
pecado, combinada a la de una corrupción original, hereditaria. Estas
nuevas ideas contribuyeron a hacer de Europa lo que pasó a ser
progresivamente: un mundo ajeno a si mismo.
El cristianismo también aportó una intolerancia de una clase nunca
vista. Esta intolerancia, ligada a los nuevos conceptos de dogma, herejía
y conversión, le han caracterizado desde sus principios. Toda la
primera literatura cristiana no es más que un largo grito de odio, de
apelaciones a la prohibición, a la destrucción, al saqueo. Más tarde,
en todas partes donde tuvo el poder, la Iglesia persiguió. Estas
persecuciones, asociadas a las cruzadas, a las conversiones forzadas, a
la lucha contra los herejes, los indígenas, los paganos o los judíos
hicieron víctimas a decenas de millones. Con la Inquisición, la
exigencia de conformidad se extendió hasta el ámbito privado, creando
el modelo de todas las futuras "policías del pensamiento".
La modernidad vio la transferencia sistemática de todos los grandes
conceptos teológicos a la teoría del Estado. El modelo de la
"monarquía de Dios", transpuesto en el sistema papal, inspiró
todas las formas del absolutismo político. El universalismo moderno,
que extiende por todas partes el reino de lo mismo (igualitarismo),
también es mérito del cristianismo. El universalismo cristiano
personifica un elemento de estandarización igualitaria contra un
universo concebido en términos de pluralidad: "Quien destruye los
cultos nacionales destruye también las particularidades nacionales y
ataca al mismo tiempo el Imperium romanum que respeta a los cultos y
particularidades nacionales" (Celso).
El mundo moderno nació de un movimiento dialéctico. Por una parte, se
emancipó de la religión, que envió al ámbito privado como mera opinión
individual, atrayéndose así, inicialmente, la hostilidad de la
Iglesia. Del otro, se construyó a sí mismo por medio de un proceso de
secularización de ideas cristianas reflejadas de forma profana, es
decir, sobre una interpretación "mundana" de los valores
inscritos en la fe cristiana y en su concepción del tiempo. El
cristianismo significó históricamente una prepararación para la
llegada de la modernidad, por lo tanto termina con ella su papel
estrictamente religioso. Esto es lo que explica el carácter paradójico
de la situación actual del cristianismo: al mismo tiempo que decae como
creencia, triunfa como ideología. El mundo contemporáneo apenas cree
ya en Dios, pero sigue más que nunca pensando en categorías
cristianas. Se puede, por lo tanto, hablar de una "monoteización"
de lo social. El cristianismo puede denunciar el indiferentismo o el
materialismo del que ha sido víctima hoy, pero nunca reconocerá que él
mismo lo ha generado. Finalmente, la modernidad no es más que la última
de las enfermedades cristianas.