CULTURA Y CIVILIZACIÓN

por Denes Martos   -   http://www.denesmartos.com.ar




Una de las primeras cosas que hay que hacer antes de hablar de civilización y cultura es definir los términos. Esto es necesario porque, mientras para algunos la civilización comprende a la cultura, para otros es exactamente a la inversa y hasta los hay para quienes los términos vendrían a ser más o menos intercambiables. De modo que precisemos: en lo que sigue entenderemos por "civilización" los logros materiales, tangibles y técnicos, y por "cultura" los logros intelectuales, espirituales o artísticos de una sociedad. A la civilización corresponderán, así, las actividades humanas orientadas a lo material y a lo práctico mientras que la cultura se referirá a las actividades orientadas a lo inmaterial y a lo vivencial. Obviamente, como toda cuestión semántica, ésta es sólo una convención. No pretendo aquí plantear una cuestión de principios.

Definidos los conceptos, les propongo un ejercicio de imaginación intelectual. Tomemos tres sociedades – la de China, la de la India y la de Europa – y retrocedamos unos 2.600 años.

Estamos, pues, en el Siglo V AC. En Grecia es el Siglo de Oro de Atenas y la figura política del momento es Pericles. En los teatros griegos se representan las obras de Esquilo, Sófocles, Aristófanes y Eurípides. Surge la medicina con Hipócrates; se construye el Partenón y se termina el templo de Zeus en Olimpia. Es el siglo en el que enseñaron Parménides, Zenón de Elea, Anaxágoras, Demócrito, Sócrates y tantos otros. A principios de este siglo es cuando Píndaro compone algunas de las más famosas odas de la música griega y nace Heródoto, prácticamente el primer gran historiador de Occidente. Fidias, aparte de dirigir los trabajos de Ictinos y Callícrates en el Partenón, esculpió sus estatuas en este siglo. Los ingenieros griegos inventaron la catapulta. A finales del siglo tiene lugar la batalla de Cunaxa que dará comienzo a la formidable odisea de los diez mil mercenarios griegos conducidos por Jenofonte. Simultáneamente, sin embargo, en China es el siglo de Confucio. Bajo la dinastía Zhou del Este se produciría un brillante despliegue cultural al cual, después de Confucio, todavía habría que añadir al menos a Mencio y a Zhuangzi. En la India, en el 483 AC tiene lugar el Segundo Consejo budista de Vaishali que fortaleció la disciplina monástica terminando con los sectarismos internos. Por estos tiempos, además, se establecieron hospitales brahmánicos en Sri Lanka y se compuso la primera versión del Mahabharata, que es la gran saga épica de los hindúes. Un viajero que hubiera recorrido el mundo por aquellos tiempos hubiera tenido muchísima dificultad en decidir cuál que estas culturas se hallaba más "avanzada" que las otras. Incluso en términos tecno-industriales y económicos no hubiera podido establecer diferenciaciones demasiado sustanciales en materia de civilización.

Avancemos unos 1600 años. Estamos ahora en el Siglo XI. Europa se encuentra al principio de la Plena Edad Media. Podríamos asistir a la fundación de la Universidad de Bolonia (1088); o a la de Oxford (1096); o a la erección de esa magnífica pieza de arte románico que es la Catedral de Spira (hacia 1030). En 1027 podríamos haber asistido al Concilio de Toulouges dónde la Iglesia decretó la "Tregua de Dios" que prohibió los actos de guerra entre sábado y lunes (más tarde extendiendo la prohibición entre jueves a lunes) y todas las festividades cristianas, siendo que esta tregua no fue sino el desarrollo de la "Paz de Dios" introducida el 989 por el Sínodo de Charroux. Mediante estas disposiciones la Iglesia prohibió en su momento la agresión armada a campesinos, clérigos, mujeres, comerciantes y asistentes al mercado; en una palabra, a toda persona sin armas incapacitada de defenderse. Durante los tres siglos de la Plena Edad Media (XI, XII y XIII) se produce un gran desarrollo económico y cultural. Se establecen rutas comerciales, incluyendo la marítima con la Hansa. Se mejoran sustancialmente las técnicas de producción agrícola. Entre 1209 y 1275 surgen varias universidades más: Cambridge, la Sorbona, Salamanca, Padua, Nápoles. Surge la escolástica con San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. En China tenemos un cuadro bastante similar. Impera la dinastía Song. En 1044 el químico Tseng Kung-Liang describe la fabricación de pólvora. Wang An-Shih, ministro del emperador Shenzhong, con su "Memorándum de las Diez Mil Palabras" introduce grandes innovaciones. Se incorporaron materias técnicas y científicas a los exámenes de idoneidad exigidos para ser funcionario público. Se adoptó el papel moneda y las letras de cambio. Se construyeron graneros estatales a fin de acumular reservas para casos de necesidad. Bajo los Song, Hangzou se convirtió en la ciudad más poblada del mundo con una economía monetaria en expansión y un importante comercio exportador de té y de porcelanas. En la India las cosas ya son algo diferentes. Las guerras internas entre los distintos reyes-guerreros Rajputs atrajeron a conquistadores musulmanes quienes terminaron fundando sultanatos como, por ejemplo, el de Delhi y el de Mughal. No obstante, durante buen tiempo India mantendría todavía su prestigio cultural, sobre todo en las áreas de la ciencia tales como astronomía, medicina y matemáticas, influenciando decisivamente regiones circundantes tales como Tailandia, Laos, Camboya, Vietnam, Malasia y Java.

Demos ahora otro salto de unos 800 años. Es el Siglo XIX. Ya sea de facto, ya sea cultural, ya sea económicamente, ya sea con alguna combinación de estos tres factores, hacia fines del mismo el Hombre europeo domina como mínimo el 90% de Africa; el 99% de la Polinesia; el 56% de Asia; el 100% de Australia y el 100% de América. Tan sólo el Imperio Británico gobierna en forma directa a más de 480 millones de personas en un territorio de unos 33.700.000 Km2, que representaban algo así como la cuarta parte, tanto de la población mundial de ese momento como de la superficie habitable del planeta. En 1876 India queda incorporada al Imperio Británico y la reina Victoria de Inglaterra se convierte en la reina-emperatriz de la India. En China, la dinastía Qing había prohibido el tráfico de opio en 1729. Al año siguiente, los ingleses comenzaron su tráfico de opio hacia China para compensar la salida de grandes cantidades de plata metálica que les significaba su importación de té. En 1839 la incautación de 20.000 bultos de opio por parte de las autoridades chinas terminó en la Primera Guerra del Opio con la captura de Hong Kong por parte de los británicos. La Segunda Guerra del Opio se desataría en 1856. Como consecuencia de estos hechos y su incapacidad fáctica para frenar las ambiciones y las pretensiones de los europeos occidentales, China tuvo que abrir sus puertos, tuvo que legalizar el tráfico de opio, tuvo que permitir el transporte de chinos a América y, encima de todo ello, tuvo que pagar 8 millones de "taels" chinos de plata como indemnización tanto a Gran Bretaña como a Francia. Con ello, si bien no conquistada por completo, China cayó en un sojuzgamiento similar a la de la India.

El cuadro que les acabo de presentar es, por supuesto, esquemático e incompleto. Llevaría un libro entero – y seguramente varios tomos – hacer un análisis exhaustivo. Pero la pregunta es: ¿por qué, de tres civilizaciones que se hallaban prácticamente al mismo nivel hace 2.600 años y con relativamente pocos desniveles hace unos 900, dos de ellas terminaron sojuzgadas o colonizadas por una de ellas? La respuesta, obviamente, no es fácil aunque más no sea porque estos procesos nunca son monocausales. Pero, entre la variedad de factores que deben haber concurrido a ello, se me ocurre uno que tiene que haber sido al menos importante: Occidente consiguió establecer un vínculo sólido entre su cultura y su civilización mientras que las otras sociedades, con niveles de cultura ciertamente equiparables en un principio, no lo consiguieron. Lo que Occidente consiguió en su momento, y lo que le dio una ventaja competitiva indudable, fue su capacidad para aplicar su saber, su experiencia y su creatividad a una tecnología que, a su vez, alimentó una agresiva expansión comercial al ser aplicada a la industria, al armamento bélico y a la producción de bienes y servicios en general.

De hecho, fue incluso bastante más allá de eso. No solamente utilizó su cultura para producir civilización sino que entró en un proceso al final del cual terminó produciendo más civilización que cultura. Luego de la Revolución Francesa, con el iluminismo y la Ilustración, con la hegemonía del pensamiento científico racional-materialista, en Occidente se produjo una verdadera explosión de entusiasmo por la ciencia. Esto produjo, innegablemente, enormes avances en muchas áreas prácticas pero también retrocesos en áreas de menor o nula aplicabilidad práctica inmediata. La ciencia dejó poco a poco de ser principalmente una actividad tendiente a calmar la sed de saber del Hombre de Occidente y fue paulatinamente convirtiéndose más en ciencia aplicada – o quizás y mejor dicho en ciencia aplicable – es decir: una actividad destinada a resolver problemas prácticos; especialmente aquellos relacionados con el bienestar, el poder y la posibilidad de generar ganancias. En gran medida, la ciencia de Occidente se convirtió en la gran proveedora de soluciones para la ambición, la codicia y el hedonismo. Devino en una actividad relacionada con lo práctico, lo aplicable, lo útil – y dejó de ser la actividad en relación con el saber; cosa que en buena medida siguió siendo en otros lugares del mundo.

A partir de mediados a fines del Siglo XVIII se puede observar como la civilización europea se expande mientras su cultura se va contrayendo. Después de las dos grandes guerras europeas, mal llamadas "mundiales", la exageración abusiva de la importancia de lo científico llegó a su punto culminante. Con la postguerra de la Segunda Guerra Europea, la civilización le gana definitivamente la cuerda a la cultura que se masifica y se vulgariza. A partir de entonces tenemos una Civilización Occidental en desarrollo mientras que la Cultura Occidental ha quedado detenida, atascada en la esterilidad de la industria del entretenimiento, y en el mejor de los casos viviendo de sus glorias pasadas. El fenómeno de la globalización no es un fenómeno que responde a la expansión cultural de Occidente sino un fenómeno cuyo impulso principal es la expansión a escala planetaria de su tecnología industrial, de su potencial militar y de sus prácticas e intereses comerciales.

Y en todo este proceso no hay que dejarse engañar por los "subproductos intelectuales" de nuestra civilización tales como las ideologías políticas vigentes que son más un producto de la intelectualización del materialismo científico racionalista que la expresión de un desarrollo cultural auténtico. Ninguna de las corrientes políticas actualmente vigentes tiene raíces sólidas en lo cultural – de hecho, apenas si ostentan una leve pátina culturosa – y todas se apoyan fuertemente en el hedonismo materialista que se satisface con la tecnología de consumo alimentada por la investigación científica de lo útil y lo rentable.

Para decirlo en términos (muy) esquemáticos, lo que le "exportamos" al "resto del mundo" no es ni Bach, ni Miguel Ángel, ni Cervantes, ni Santo Tomás de Aquino. Ni siquiera estamos exportando a Richard Strauss, a Rodin, a Dalí o a Kant. Exportamos conocimiento científico académico y con lo que inundamos el planeta es con materiales plásticos, estructuras de hormigón armado, antibióticos, automóviles, computadoras y, por supuesto, con televisores.

Lo grave es que algunos creen que, con esta exportación de sus productos científico-tecnológicos, Occidente logra una superioridad cultural que le da derecho a exportar también – y, dado el caso, a imponer por la fuerza – sus otros subproductos intelectuales tales como la democracia, el liberalismo, el capitalismo o el marxismo en sus distintas variantes. No existe tal superioridad cultural. La única superioridad que existe hoy es la tecnológica, o mejor dicho: la tecno-industrial. Pero la brecha se va cerrando. India y China están aprendiendo, y no sólo aprenden rápido sino que aprenden bien. De seguir a este paso, para la segunda mitad del Siglo XXI la diferencia científico-tecnológica entre Occidente y el "resto del mundo" (o por lo menos buena parte de este resto del mundo) se parecerá más a la diferencia relativa que existió en el Siglo XI que aquella que caracterizó a los Siglos XIX y XX.

Tanto más ridículo e insostenible se vuelve la pretensión de ciertos círculos occidentales de considerar a sus subproductos intelectuales, junto con la "narrativa" interpretativa de la realidad que generan, como los únicos válidos. Es realmente patética la intención de clasificar de error, crimen, extremismo y hasta de terrorismo cualquier interpretación de la realidad que se aparte de esta narrativa con pretensiones hegemónicas. Y lo más ridículo de todo es que esta pretensión hegemónica se fundamenta en la teoría de que estos subproductos intelectuales del Occidente tardío personifican "la libertad". Y no sólo eso, sino que, por personificarla, automáticamente le otorgan el derecho a sus partidarios a definirla, representarla e imponerla a todo el resto del planeta.

Con el añadido directamente absurdo de que justamente los idólatras del progreso indefinido de la civilización son quienes consideran que la narrativa interpretativa de los subproductos intelectuales del Occidente actual representa un punto final más allá del cual ya no hay evolución posible. Es lo que Francis Fukuyama interpretó en su momento como "el fin de la Historia". Pero no seamos demasiado severos con él y no nos engañemos. Antes de Fukuyama, Hegel consideró, implícitamente, a la monarquía constitucional ilustrada mientras que Marx y Lenin consideraron al comunismo como los sistemas socio-políticos "perfectos" que traerían consigo el eterno bienestar y la paz eterna; es decir: el "fin de la Historia". La figura histórica que mejor plasma al ideal hegeliano es el jacobino; la que mejor se condice con el ideal marxista es el bolchevique; y el que mejor representa al ideal liberalcapitalista es el plutócrata. Curiosamente, el jacobino se relaciona directamente con la guillotina; el bolchevique con el GULAG; el plutócrata con las guerras y masacres de nuestro tiempo. Así y todo, la narrativa insiste en justificarlo todo en nombre de la paz y la libertad. Es inútil discutir intenciones teóricas; lo obvio es que la Historia real desmiente la narrativa.

Esta similitud de métodos y procedimientos que contradicen las intenciones declaradas, puede parecer sorprendente. Pero deja de sorprender cuando se analiza la cuestión a fondo. Porque no es muy difícil detectar el factor común que une a todas estas construcciones intelectuales más allá de sus divergencias y hasta de sus enfrentamientos circunstanciales. Es la idea de que la Historia humana está sometida al movimiento rectilíneo y uniforme del Progreso y la Evolución – con mayúsculas – con lo que quedaría determinada a alcanzar un fin definido y definible. En esta narrativa progresista y evolucionista, el pasado – es decir la tradición, la experiencia acumulada, las vivencias atesoradas, lo sustancialmente cultural – no sería sino la Historia de los intentos fallidos que poco a poco fueron forzando a la humanidad a transitar por la senda "correcta" que conduce precisamente a ese fin predeterminado. De allí la necesidad de borrar el pasado, o de reinterpretarlo, o de construir una "memoria" con acontecimientos selectivamente elegidos y, por regla, fuertemente distorsionados. Por desgracia, lo que sucede es que esa "memoria" no es Historia y, por lo tanto, no sólo no contribuye a la conciencia cultural sino que la destruye.

No es ninguna casualidad que toda esta corriente intelectual considera a la Ilustración como la máxima expresión del intelecto de Occidente. Bien mirada, sin embargo, es evidente que "Ilustración" o "Iluminismo", no son más que metáforas construidas para contraponerle a la supuesta oscuridad de la Edad Media el no menos supuesto brillo del Siglo XVIII – bautizado no casualmente como el "Siglo de la Luces" – que fue surgiendo luego de la Reforma del Siglo XVI. Sea de modo deliberado o inconsciente, el modernismo y el postmodernismo buscan romper la continuidad histórica, desligándose categóricamente de ese pasado. En la narrativa de esta corriente intelectual, el Medioevo representó una época de supersticiones y supercherías hasta que, por fin, llegó la gran época del esclarecimiento ilustrativo e iluminador sobre el que se basa la era de la Libertad – también con mayúscula.

Poco a poco, sin embargo, nos vamos dando cuenta de que todo lo que ha sucedido no fue más que suplantar las creencias y las credulidades medievales de base religiosa por otras supersticiones enmascaradas por un cientificismo que no admite apelaciones ni críticas que no sean estrictamente racionales. Dicho de otro modo: así como en el Medioevo la palabra divina era inapelable, hoy lo es la palabra científica. El puesto de Dios ha sido ocupado por la Ciencia. El Medioevo creía en que Dios había revelado la Verdad a los Hombres y hasta les había mandado su Hijo para enseñarles el camino correcto para llegar a ella. La Ilustración introdujo la creencia de que la Ciencia es la que revela la Verdad a los Hombres y la Razón es la única herramienta válida para hallar el camino correcto. No hemos hecho más que cambiar una creencia por otra. ¿Ganamos algo con ese cambio? En vista de los resultados que estamos obteniendo, la cuestión es – como mínimo – bastante discutible.

La fe inquebrantable en el Progreso Indefinido no es, con todo, el único factor común que explica e interrelaciona las ideologías que hemos heredado de los Siglos XVIII y XIX. Con esa visión progresista se relaciona estrechamente, por ejemplo, la teoría de la infinita educabilidad del ser humano y su necesario corolario: la casi todopoderosa primacía del medio y el entorno sobre lo innato y lo heredado. En la concepción progresista, tanto del liberalcapitalismo como del socialmarxismo, el ser humano queda definido – y hasta determinado – por el medioambiente socioeconómico y por la educación recibida. Factores básicos y fundamentales tales como talento, voluntad, persistencia, concentración, inteligencia o predisposición innata juegan solamente un papel marginal en la concepción ideológica de todas nuestras doctrinas sociopolíticas vigentes. Más aun, estos factores son casi siempre sistemáticamente minimizados y relativizados. El talento se convierte así en una cuestión de "suerte" debida al azar; la voluntad conlleva el peligro del "voluntarismo"; la persistencia se desacredita como "resistencia al cambio"; la concentración recibe el epíteto de "monotemática"; la inteligencia se relativiza con docenas de definiciones contradictorias con lo cual se la compartimenta después en toda una serie de "inteligencias" diferentes igualmente válidas; una predisposición innata se interpreta como una obsesión a "corregir" por una terapia psicológica adecuada.

Otro factor común a todas las ideologías vigentes es su ateísmo básico, o bien y como mínimo, su agnosticismo relativizante. Probablemente esto no es sino una de las tantas consecuencias del ya mencionado materialismo cientificista. Si se afirma que la ciencia – y sólo ella – puede responder satisfactoriamente a las cuestiones vitales del Hombre, entonces simplemente carecen de entidad todas aquellas cuestiones para las cuales la ciencia no tiene respuesta. El problema es que, a medida en que uno profundiza en el verdadero conocimiento científico, aparecen cada vez más cuestiones para las cuales la ciencia no tiene respuesta y sólo intenta una aproximación con teorías cuya validez es, o bien sólo provisoria, o bien queda por demostrar. Ante ello, por supuesto, cabe el optimismo profesional de quienes afirman que la respuesta que la ciencia no tiene hoy ya la tendrá mañana. Pero ésta no es más que otra suposición cuya validez también queda por demostrar.

Común a todas las ideologías vigentes es también el dogma de fe acerca de la superioridad del principio democrático basado sobre el criterio de igualdad. Lo gracioso de este dogma de fe es que choca de frente con todo lo que científicamente sabemos de la estructura de la naturaleza y del universo en dónde, si hay algo que caracteriza a los sistemas dinámicamente equilibrados, ese algo es justamente la jerarquización de sus componentes. Y a tal punto esto es así que la vida misma depende de esa estructura jerárquica puesto que, cuando la cooperación armónica de los componentes jerarquizados cesa de existir, sobreviene la muerte. Desde el punto de vista sistémico, una célula cancerígena no es más que una célula que se ha tomado la "libertad" de hacer lo que "se le da la gana" en lugar de cumplir con la función que tenía asignada en el conjunto jerárquico del organismo.

Es que la vida se basa sobre principios intocables e inalterables. Alterar o manipular esos principios conlleva el riesgo cierto de destruir a la vida misma. Por ello es que esta necesaria intangibilidad e inalterabilidad se expresó durante siglos en Occidente mediante el concepto de lo sagrado, es decir: aquello que no se debe tocar porque el hacerlo implica un peligro de muerte. Un peligro mortal que no proviene de otros seres humanos sino de la naturaleza misma del Cosmos. El dogma de fe de la superioridad del igualitarismo democrático conduce directamente a la des-sacralización de la vida y de la estructura jerárquica que la sostiene. Esto, a su vez, no solamente abre las puertas a la justificación de la muerte por motivos ideológicos – es decir: a las guerras absolutas y a las actividades de aquellos "idealistas" que pretenden salvar a la humanidad matando a todos los que se oponen – sino también a la justificación de la muerte por motivos prácticos o hedonistas y al intento de manipular la vida por motivos de conveniencia. A tal punto hemos des-sacralizado la vida, que el hecho de matar se ha vuelto no sólo algo cotidiano en la crónica policial y en la política internacional sino que hasta es parte del entretenimiento en los juegos electrónicos.

Como que, por supuesto, otro rasgo compartido por todas las ideologías actuales es el del hedonismo; la supersticiosa fe en que la máxima aspiración del ser humano es el logro de la felicidad mediante el placer logrado a través del goce físico de bienes o estímulos materiales.

Con todas estas teorías y tendencias lo que hemos roto son los vasos comunicantes entre cultura y civilización por los cuales llegó a fluir esa energía que le dio a Occidente una ventaja competitiva frente a los demás. Por añadidura, nos hemos vuelto culturalmente estériles. Hemos relegado lo cultural al ámbito de la industria del entretenimiento. Con ello ya no tenemos con qué alimentar nuestra civilización más allá de algunas mejoras técnicas y algunas innovaciones que no son más que perfeccionamientos o recombinaciones de lo ya existente, todo ello tendiente en última instancia a lograr mayor comodidad, mayor placer y menor esfuerzo. Y, por supuesto, mayores ganancias.

La Civilización Occidental ha cesado de ser una civilización alimentada por la sabiduría y el saber de una cultura en constante proceso creativo. Es una civilización en circuito cerrado. Se retroalimenta a sí misma fagocitando una cultura que se ha cesado de cultivar. Por eso es que tenemos hoy una sociedad con la tecnología del Siglo XXI pero con las ideologías sociopolíticas de los Siglos XVIII y XIX.

La verdad es que, a pesar de los indudables logros de nuestra civilización, hemos perdido nuestra cultura.

Y, si la damos por perdida, me temo que estamos perdidos.