Una de las primeras cosas que hay que hacer antes de hablar de civilización
y cultura es definir los términos. Esto es necesario porque, mientras
para algunos la civilización comprende a la cultura, para otros es
exactamente a la inversa y hasta los hay para quienes los términos vendrían
a ser más o menos intercambiables. De modo que precisemos: en lo que
sigue entenderemos por "civilización" los logros materiales,
tangibles y técnicos, y por "cultura" los logros intelectuales,
espirituales o artísticos de una sociedad. A la civilización
corresponderán, así, las actividades humanas orientadas a lo material y
a lo práctico mientras que la cultura se referirá a las actividades
orientadas a lo inmaterial y a lo vivencial. Obviamente, como toda cuestión
semántica, ésta es sólo una convención. No pretendo aquí plantear una
cuestión de principios.
Definidos los conceptos, les propongo un ejercicio de imaginación
intelectual. Tomemos tres sociedades – la de China, la de la India y la
de Europa – y retrocedamos unos 2.600 años.
Estamos, pues, en el Siglo V AC. En Grecia es el Siglo de Oro de Atenas y
la figura política del momento es Pericles. En los teatros griegos se
representan las obras de Esquilo, Sófocles, Aristófanes y Eurípides.
Surge la medicina con Hipócrates; se construye el Partenón y se termina
el templo de Zeus en Olimpia. Es el siglo en el que enseñaron Parménides,
Zenón de Elea, Anaxágoras, Demócrito, Sócrates y tantos otros. A
principios de este siglo es cuando Píndaro compone algunas de las más
famosas odas de la música griega y nace Heródoto, prácticamente el
primer gran historiador de Occidente. Fidias, aparte de dirigir los
trabajos de Ictinos y Callícrates en el Partenón, esculpió sus estatuas
en este siglo. Los ingenieros griegos inventaron la catapulta. A finales
del siglo tiene lugar la batalla de Cunaxa que dará comienzo a la
formidable odisea de los diez mil mercenarios griegos conducidos por
Jenofonte. Simultáneamente, sin embargo, en China es el siglo de Confucio.
Bajo la dinastía Zhou del Este se produciría un brillante despliegue
cultural al cual, después de Confucio, todavía habría que añadir al
menos a Mencio y a Zhuangzi. En la India, en el 483 AC tiene lugar el
Segundo Consejo budista de Vaishali que fortaleció la disciplina monástica
terminando con los sectarismos internos. Por estos tiempos, además, se
establecieron hospitales brahmánicos en Sri Lanka y se compuso la primera
versión del Mahabharata, que es la gran saga épica de los hindúes. Un
viajero que hubiera recorrido el mundo por aquellos tiempos hubiera tenido
muchísima dificultad en decidir cuál que estas culturas se hallaba más
"avanzada" que las otras. Incluso en términos
tecno-industriales y económicos no hubiera podido establecer
diferenciaciones demasiado sustanciales en materia de civilización.
Avancemos unos 1600 años. Estamos ahora en el Siglo XI. Europa se
encuentra al principio de la Plena Edad Media. Podríamos asistir a la
fundación de la Universidad de Bolonia (1088); o a la de Oxford (1096); o
a la erección de esa magnífica pieza de arte románico que es la
Catedral de Spira (hacia 1030). En 1027 podríamos haber asistido al
Concilio de Toulouges dónde la Iglesia decretó la "Tregua de Dios"
que prohibió los actos de guerra entre sábado y lunes (más tarde
extendiendo la prohibición entre jueves a lunes) y todas las festividades
cristianas, siendo que esta tregua no fue sino el desarrollo de la
"Paz de Dios" introducida el 989 por el Sínodo de Charroux.
Mediante estas disposiciones la Iglesia prohibió en su momento la agresión
armada a campesinos, clérigos, mujeres, comerciantes y asistentes al
mercado; en una palabra, a toda persona sin armas incapacitada de
defenderse. Durante los tres siglos de la Plena Edad Media (XI, XII y XIII)
se produce un gran desarrollo económico y cultural. Se establecen rutas
comerciales, incluyendo la marítima con la Hansa. Se mejoran
sustancialmente las técnicas de producción agrícola. Entre 1209 y 1275
surgen varias universidades más: Cambridge, la Sorbona, Salamanca, Padua,
Nápoles. Surge la escolástica con San Alberto Magno y Santo Tomás de
Aquino. En China tenemos un cuadro bastante similar. Impera la dinastía
Song. En 1044 el químico Tseng Kung-Liang describe la fabricación de pólvora.
Wang An-Shih, ministro del emperador Shenzhong, con su "Memorándum
de las Diez Mil Palabras" introduce grandes innovaciones. Se
incorporaron materias técnicas y científicas a los exámenes de
idoneidad exigidos para ser funcionario público. Se adoptó el papel
moneda y las letras de cambio. Se construyeron graneros estatales a fin de
acumular reservas para casos de necesidad. Bajo los Song, Hangzou se
convirtió en la ciudad más poblada del mundo con una economía monetaria
en expansión y un importante comercio exportador de té y de porcelanas.
En la India las cosas ya son algo diferentes. Las guerras internas entre
los distintos reyes-guerreros Rajputs atrajeron a conquistadores
musulmanes quienes terminaron fundando sultanatos como, por ejemplo, el de
Delhi y el de Mughal. No obstante, durante buen tiempo India mantendría
todavía su prestigio cultural, sobre todo en las áreas de la ciencia
tales como astronomía, medicina y matemáticas, influenciando
decisivamente regiones circundantes tales como Tailandia, Laos, Camboya,
Vietnam, Malasia y Java.
Demos ahora otro salto de unos 800 años. Es el Siglo XIX. Ya sea de facto,
ya sea cultural, ya sea económicamente, ya sea con alguna combinación de
estos tres factores, hacia fines del mismo el Hombre europeo domina como mínimo
el 90% de Africa; el 99% de la Polinesia; el 56% de Asia; el 100% de
Australia y el 100% de América. Tan sólo el Imperio Británico gobierna
en forma directa a más de 480 millones de personas en un territorio de
unos 33.700.000 Km2, que representaban algo así como la cuarta parte,
tanto de la población mundial de ese momento como de la superficie
habitable del planeta. En 1876 India queda incorporada al Imperio Británico
y la reina Victoria de Inglaterra se convierte en la reina-emperatriz de
la India. En China, la dinastía Qing había prohibido el tráfico de opio
en 1729. Al año siguiente, los ingleses comenzaron su tráfico de opio
hacia China para compensar la salida de grandes cantidades de plata metálica
que les significaba su importación de té. En 1839 la incautación de
20.000 bultos de opio por parte de las autoridades chinas terminó en la
Primera Guerra del Opio con la captura de Hong Kong por parte de los británicos.
La Segunda Guerra del Opio se desataría en 1856. Como consecuencia de
estos hechos y su incapacidad fáctica para frenar las ambiciones y las
pretensiones de los europeos occidentales, China tuvo que abrir sus
puertos, tuvo que legalizar el tráfico de opio, tuvo que permitir el
transporte de chinos a América y, encima de todo ello, tuvo que pagar 8
millones de "taels" chinos de plata como indemnización tanto a
Gran Bretaña como a Francia. Con ello, si bien no conquistada por
completo, China cayó en un sojuzgamiento similar a la de la India.
El cuadro que les acabo de presentar es, por supuesto, esquemático e
incompleto. Llevaría un libro entero – y seguramente varios tomos –
hacer un análisis exhaustivo. Pero la pregunta es: ¿por qué, de tres
civilizaciones que se hallaban prácticamente al mismo nivel hace 2.600 años
y con relativamente pocos desniveles hace unos 900, dos de ellas
terminaron sojuzgadas o colonizadas por una de ellas? La respuesta,
obviamente, no es fácil aunque más no sea porque estos procesos nunca
son monocausales. Pero, entre la variedad de factores que deben haber
concurrido a ello, se me ocurre uno que tiene que haber sido al menos
importante: Occidente consiguió establecer un vínculo sólido entre su
cultura y su civilización mientras que las otras sociedades, con niveles
de cultura ciertamente equiparables en un principio, no lo consiguieron.
Lo que Occidente consiguió en su momento, y lo que le dio una ventaja
competitiva indudable, fue su capacidad para aplicar su saber, su
experiencia y su creatividad a una tecnología que, a su vez, alimentó
una agresiva expansión comercial al ser aplicada a la industria, al
armamento bélico y a la producción de bienes y servicios en general.
De hecho, fue incluso bastante más allá de eso. No solamente utilizó su
cultura para producir civilización sino que entró en un proceso al final
del cual terminó produciendo más civilización que cultura. Luego de la
Revolución Francesa, con el iluminismo y la Ilustración, con la hegemonía
del pensamiento científico racional-materialista, en Occidente se produjo
una verdadera explosión de entusiasmo por la ciencia. Esto produjo,
innegablemente, enormes avances en muchas áreas prácticas pero también
retrocesos en áreas de menor o nula aplicabilidad práctica inmediata. La
ciencia dejó poco a poco de ser principalmente una actividad tendiente a
calmar la sed de saber del Hombre de Occidente y fue paulatinamente
convirtiéndose más en ciencia aplicada – o quizás y
mejor dicho en ciencia aplicable – es decir: una actividad
destinada a resolver problemas prácticos; especialmente aquellos
relacionados con el bienestar, el poder y la posibilidad de generar
ganancias. En gran medida, la ciencia de Occidente se convirtió en la
gran proveedora de soluciones para la ambición, la codicia y el
hedonismo. Devino en una actividad relacionada con lo práctico, lo
aplicable, lo útil – y dejó de ser la actividad en relación con el saber;
cosa que en buena medida siguió siendo en otros lugares del mundo.
A partir de mediados a fines del Siglo XVIII se puede observar como la
civilización europea se expande mientras su cultura se va contrayendo.
Después de las dos grandes guerras europeas, mal llamadas "mundiales",
la exageración abusiva de la importancia de lo científico llegó a su
punto culminante. Con la postguerra de la Segunda Guerra Europea, la
civilización le gana definitivamente la cuerda a la cultura que se
masifica y se vulgariza. A partir de entonces tenemos una Civilización
Occidental en desarrollo mientras que la Cultura Occidental ha quedado
detenida, atascada en la esterilidad de la industria del entretenimiento,
y en el mejor de los casos viviendo de sus glorias pasadas. El fenómeno
de la globalización no es un fenómeno que responde a la expansión
cultural de Occidente sino un fenómeno cuyo impulso principal es la
expansión a escala planetaria de su tecnología industrial, de su
potencial militar y de sus prácticas e intereses comerciales.
Y en todo este proceso no hay que dejarse engañar por los "subproductos
intelectuales" de nuestra civilización tales como las ideologías
políticas vigentes que son más un producto de la intelectualización del
materialismo científico racionalista que la expresión de un desarrollo
cultural auténtico. Ninguna de las corrientes políticas actualmente
vigentes tiene raíces sólidas en lo cultural – de hecho, apenas si
ostentan una leve pátina culturosa – y todas se apoyan fuertemente en
el hedonismo materialista que se satisface con la tecnología de consumo
alimentada por la investigación científica de lo útil y lo rentable.
Para decirlo en términos (muy) esquemáticos, lo que le
"exportamos" al "resto del mundo" no es ni Bach, ni
Miguel Ángel, ni Cervantes, ni Santo Tomás de Aquino. Ni siquiera
estamos exportando a Richard Strauss, a Rodin, a Dalí o a Kant.
Exportamos conocimiento científico académico y con lo que inundamos el
planeta es con materiales plásticos, estructuras de hormigón armado,
antibióticos, automóviles, computadoras y, por supuesto, con
televisores.
Lo grave es que algunos creen que, con esta exportación de sus productos
científico-tecnológicos, Occidente logra una superioridad cultural que
le da derecho a exportar también – y, dado el caso, a imponer por la
fuerza – sus otros subproductos intelectuales tales como la democracia,
el liberalismo, el capitalismo o el marxismo en sus distintas variantes.
No existe tal superioridad cultural. La única superioridad que existe hoy
es la tecnológica, o mejor dicho: la tecno-industrial. Pero la brecha se
va cerrando. India y China están aprendiendo, y no sólo aprenden rápido
sino que aprenden bien. De seguir a este paso, para la segunda mitad del
Siglo XXI la diferencia científico-tecnológica entre Occidente y el
"resto del mundo" (o por lo menos buena parte de este resto del
mundo) se parecerá más a la diferencia relativa que existió en el Siglo
XI que aquella que caracterizó a los Siglos XIX y XX.
Tanto más ridículo e insostenible se vuelve la pretensión de ciertos círculos
occidentales de considerar a sus subproductos intelectuales, junto con la
"narrativa" interpretativa de la realidad que generan, como los
únicos válidos. Es realmente patética la intención de clasificar de
error, crimen, extremismo y hasta de terrorismo cualquier interpretación
de la realidad que se aparte de esta narrativa con pretensiones hegemónicas.
Y lo más ridículo de todo es que esta pretensión hegemónica se
fundamenta en la teoría de que estos subproductos intelectuales del
Occidente tardío personifican "la libertad". Y no sólo eso,
sino que, por personificarla, automáticamente le otorgan el derecho a sus
partidarios a definirla, representarla e imponerla a todo el resto del
planeta.
Con el añadido directamente absurdo de que justamente los idólatras del
progreso indefinido de la civilización son quienes consideran que la
narrativa interpretativa de los subproductos intelectuales del Occidente
actual representa un punto final más allá del cual ya no hay evolución
posible. Es lo que Francis Fukuyama interpretó en su momento como "el
fin de la Historia". Pero no seamos demasiado severos con él y no
nos engañemos. Antes de Fukuyama, Hegel consideró, implícitamente, a la
monarquía constitucional ilustrada mientras que Marx y Lenin consideraron
al comunismo como los sistemas socio-políticos "perfectos" que
traerían consigo el eterno bienestar y la paz eterna; es decir: el "fin
de la Historia". La figura histórica que mejor plasma al ideal
hegeliano es el jacobino; la que mejor se condice con el ideal marxista es
el bolchevique; y el que mejor representa al ideal liberalcapitalista es
el plutócrata. Curiosamente, el jacobino se relaciona directamente con la
guillotina; el bolchevique con el GULAG; el plutócrata con las guerras y
masacres de nuestro tiempo. Así y todo, la narrativa insiste en
justificarlo todo en nombre de la paz y la libertad. Es inútil discutir
intenciones teóricas; lo obvio es que la Historia real desmiente la
narrativa.
Esta similitud de métodos y procedimientos que contradicen las
intenciones declaradas, puede parecer sorprendente. Pero deja de
sorprender cuando se analiza la cuestión a fondo. Porque no es muy difícil
detectar el factor común que une a todas estas construcciones
intelectuales más allá de sus divergencias y hasta de sus
enfrentamientos circunstanciales. Es la idea de que la Historia humana está
sometida al movimiento rectilíneo y uniforme del Progreso y la Evolución
– con mayúsculas – con lo que quedaría determinada a alcanzar un fin
definido y definible. En esta narrativa progresista y evolucionista, el
pasado – es decir la tradición, la experiencia acumulada, las vivencias
atesoradas, lo sustancialmente cultural – no sería sino la Historia de
los intentos fallidos que poco a poco fueron forzando a la humanidad a
transitar por la senda "correcta" que conduce precisamente a ese
fin predeterminado. De allí la necesidad de borrar el pasado, o de
reinterpretarlo, o de construir una "memoria" con
acontecimientos selectivamente elegidos y, por regla, fuertemente
distorsionados. Por desgracia, lo que sucede es que esa "memoria"
no es Historia y, por lo tanto, no sólo no contribuye a la conciencia
cultural sino que la destruye.
No es ninguna casualidad que toda esta corriente intelectual considera a
la Ilustración como la máxima expresión del intelecto de Occidente.
Bien mirada, sin embargo, es evidente que "Ilustración" o
"Iluminismo", no son más que metáforas construidas para
contraponerle a la supuesta oscuridad de la Edad Media el no menos
supuesto brillo del Siglo XVIII – bautizado no casualmente como el
"Siglo de la Luces" – que fue surgiendo luego de la Reforma
del Siglo XVI. Sea de modo deliberado o inconsciente, el modernismo y el
postmodernismo buscan romper la continuidad histórica, desligándose
categóricamente de ese pasado. En la narrativa de esta corriente
intelectual, el Medioevo representó una época de supersticiones y
supercherías hasta que, por fin, llegó la gran época del
esclarecimiento ilustrativo e iluminador sobre el que se basa la era de la
Libertad – también con mayúscula.
Poco a poco, sin embargo, nos vamos dando cuenta de que todo lo que ha
sucedido no fue más que suplantar las creencias y las credulidades
medievales de base religiosa por otras supersticiones enmascaradas por un
cientificismo que no admite apelaciones ni críticas que no sean
estrictamente racionales. Dicho de otro modo: así como en el Medioevo la
palabra divina era inapelable, hoy lo es la palabra científica. El puesto
de Dios ha sido ocupado por la Ciencia. El Medioevo creía en que Dios había
revelado la Verdad a los Hombres y hasta les había mandado su Hijo para
enseñarles el camino correcto para llegar a ella. La Ilustración
introdujo la creencia de que la Ciencia es la que revela la Verdad a los
Hombres y la Razón es la única herramienta válida para hallar el camino
correcto. No hemos hecho más que cambiar una creencia por otra. ¿Ganamos
algo con ese cambio? En vista de los resultados que estamos obteniendo, la
cuestión es – como mínimo – bastante discutible.
La fe inquebrantable en el Progreso Indefinido no es, con todo, el único
factor común que explica e interrelaciona las ideologías que hemos
heredado de los Siglos XVIII y XIX. Con esa visión progresista se
relaciona estrechamente, por ejemplo, la teoría de la infinita
educabilidad del ser humano y su necesario corolario: la casi todopoderosa
primacía del medio y el entorno sobre lo innato y lo heredado. En la
concepción progresista, tanto del liberalcapitalismo como del
socialmarxismo, el ser humano queda definido – y hasta determinado –
por el medioambiente socioeconómico y por la educación recibida.
Factores básicos y fundamentales tales como talento, voluntad,
persistencia, concentración, inteligencia o predisposición innata juegan
solamente un papel marginal en la concepción ideológica de todas
nuestras doctrinas sociopolíticas vigentes. Más aun, estos factores son
casi siempre sistemáticamente minimizados y relativizados. El talento se
convierte así en una cuestión de "suerte" debida al azar; la
voluntad conlleva el peligro del "voluntarismo"; la persistencia
se desacredita como "resistencia al cambio"; la concentración
recibe el epíteto de "monotemática"; la inteligencia se
relativiza con docenas de definiciones contradictorias con lo cual se la
compartimenta después en toda una serie de "inteligencias"
diferentes igualmente válidas; una predisposición innata se interpreta
como una obsesión a "corregir" por una terapia psicológica
adecuada.
Otro factor común a todas las ideologías vigentes es su ateísmo básico,
o bien y como mínimo, su agnosticismo relativizante. Probablemente esto
no es sino una de las tantas consecuencias del ya mencionado materialismo
cientificista. Si se afirma que la ciencia – y sólo ella – puede
responder satisfactoriamente a las cuestiones vitales del Hombre, entonces
simplemente carecen de entidad todas aquellas cuestiones para las cuales
la ciencia no tiene respuesta. El problema es que, a medida en que uno
profundiza en el verdadero conocimiento científico, aparecen cada vez más
cuestiones para las cuales la ciencia no tiene respuesta y sólo intenta
una aproximación con teorías cuya validez es, o bien sólo provisoria, o
bien queda por demostrar. Ante ello, por supuesto, cabe el optimismo
profesional de quienes afirman que la respuesta que la ciencia no tiene
hoy ya la tendrá mañana. Pero ésta no es más que otra suposición cuya
validez también queda por demostrar.
Común a todas las ideologías vigentes es también el dogma de fe acerca
de la superioridad del principio democrático basado sobre el criterio de
igualdad. Lo gracioso de este dogma de fe es que choca de frente con todo
lo que científicamente sabemos de la estructura de la naturaleza y del
universo en dónde, si hay algo que caracteriza a los sistemas dinámicamente
equilibrados, ese algo es justamente la jerarquización de sus
componentes. Y a tal punto esto es así que la vida misma depende de esa
estructura jerárquica puesto que, cuando la cooperación armónica de los
componentes jerarquizados cesa de existir, sobreviene la muerte. Desde el
punto de vista sistémico, una célula cancerígena no es más que una célula
que se ha tomado la "libertad" de hacer lo que "se le da la
gana" en lugar de cumplir con la función que tenía asignada en el
conjunto jerárquico del organismo.
Es que la vida se basa sobre principios intocables e inalterables. Alterar
o manipular esos principios conlleva el riesgo cierto de destruir a la
vida misma. Por ello es que esta necesaria intangibilidad e
inalterabilidad se expresó durante siglos en Occidente mediante el
concepto de lo sagrado, es decir: aquello que no se debe tocar porque el
hacerlo implica un peligro de muerte. Un peligro mortal que no proviene de
otros seres humanos sino de la naturaleza misma del Cosmos. El dogma de fe
de la superioridad del igualitarismo democrático conduce directamente a
la des-sacralización de la vida y de la estructura jerárquica que la
sostiene. Esto, a su vez, no solamente abre las puertas a la justificación
de la muerte por motivos ideológicos – es decir: a las guerras
absolutas y a las actividades de aquellos "idealistas" que
pretenden salvar a la humanidad matando a todos los que se oponen – sino
también a la justificación de la muerte por motivos prácticos o
hedonistas y al intento de manipular la vida por motivos de conveniencia.
A tal punto hemos des-sacralizado la vida, que el hecho de matar se ha
vuelto no sólo algo cotidiano en la crónica policial y en la política
internacional sino que hasta es parte del entretenimiento en los juegos
electrónicos.
Como que, por supuesto, otro rasgo compartido por todas las ideologías
actuales es el del hedonismo; la supersticiosa fe en que la máxima
aspiración del ser humano es el logro de la felicidad mediante el placer
logrado a través del goce físico de bienes o estímulos materiales.
Con todas estas teorías y tendencias lo que hemos roto son los vasos
comunicantes entre cultura y civilización por los cuales llegó a fluir
esa energía que le dio a Occidente una ventaja competitiva frente a los
demás. Por añadidura, nos hemos vuelto culturalmente estériles. Hemos
relegado lo cultural al ámbito de la industria del entretenimiento. Con
ello ya no tenemos con qué alimentar nuestra civilización más allá de
algunas mejoras técnicas y algunas innovaciones que no son más que
perfeccionamientos o recombinaciones de lo ya existente, todo ello
tendiente en última instancia a lograr mayor comodidad, mayor placer y
menor esfuerzo. Y, por supuesto, mayores ganancias.
La Civilización Occidental ha cesado de ser una civilización alimentada
por la sabiduría y el saber de una cultura en constante proceso creativo.
Es una civilización en circuito cerrado. Se retroalimenta a sí misma
fagocitando una cultura que se ha cesado de cultivar. Por eso es que
tenemos hoy una sociedad con la tecnología del Siglo XXI pero con las
ideologías sociopolíticas de los Siglos XVIII y XIX.
La verdad es que, a pesar de los indudables logros de nuestra civilización,
hemos perdido nuestra cultura.
Y, si la damos por perdida, me temo que estamos perdidos.
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