LA PRIMERA DÉCADApor Denes Martos - http://www.denesmartos.com.ar
Terminó la primera década del Siglo XXI. ¿Trajo algo realmente nuevo? No mucho, en realidad. Más bien diría que acumuló sin demasiado criterio un buen montón de desperdicios heredados del Siglo anterior y todavía no ha encontrado el modo de librarse de ellos. Todavía manejamos los mismos argumentos y, sobre todo, los mismos criterios que en el Siglo XX condujeron a guerras insensatas, a masacres sangrientas, a opresiones insoportables, a soberbias injustificables y a utopías tan caprichosas como irrealizables. Todavía el mundo sigue gobernado por personas que pasaron la mayor parte de sus vidas en aquél ensangrentado Siglo XX y, en estos primeros 10 años del XXI, uno se queda con la impresión de que no han aprendido nada. Está bien. Concedido. La cuestión de si el Hombre es capaz – o no – de aprender de la Historia sigue siendo una cuestión abierta. Por más que unos cuantos hayan puesto de moda aquello de la “Memoria” y el “Nunca Más”, resulta bastante transparente que la “memoria” a la que se refieren es fuertemente selectiva y lo que “nunca más” quisieran volver a ver son los errores de sus adversarios. Simultáneamente, sin embargo, siguen bastante dispuestos a volver a repetir los errores propios. O bien y al menos, a disculparlos – que no es sino una forma sutil de admitir la posibilidad de reiterarlos. Pero incluso haciendo abstracción de este sesgo distorsionador del pasado inmediato, de quienes directa o indirectamente vivieron los acontecimientos del siglo pasado podría esperarse que utilizaran su propia historia reciente para, al menos, aprender algo de ella. Porque, teóricamente, la Historia es una de las mejores docentes de la cátedra de la experiencia y se podría aprender mucho estudiándola. Teóricamente, se podría . . . Pero, lamentablemente, la realidad práctica objetiva es otra docente y en su cátedra aprendemos justamente lo contrario. Es decir: que el ser humano no suele aprender mucho de su pasado histórico y, lo que es más, en lugar de corregir sus errores según las enseñanzas de la Historia, prefiere por regla general proceder a la inversa y termina acomodando la Historia a un relato que justifica sus propios errores. La enorme mayoría de los intelectuales actuales procede con la experiencia histórica y las recomendaciones que de esta experiencia se desprenden de la misma forma en que se comporta el adolescente frente a la experiencia y las recomendaciones de un adulto: la Historia podrá demostrar hasta el cansancio ciertas cosas pero ellos – los intelectuales de la postmodernidad – siempre lo saben todo mejor. Lo cual podrá ser un signo inequívoco de la inmadurez adolescentosa de nuestra intelliguentsia, pero no nos acerca demasiado a la solución del problema. Y ya sería hora para que – sea por la vía de la experiencia histórica o por cualquier otra vía, como por ejemplo la del simple sentido común – encontremos alguna forma de no tropezar eternamente con las mismas piedras. Porque, a pesar de un fenomenal avance en lo tecnológico y en algunos otros rubros, es bastante obvio que estamos atrapados en el círculo más que vicioso de las mismas eternas cuestiones. Quizás el pasado Siglo XX no nos dio muchos ejemplos de qué es lo que vale la pena hacer. Algunos ejemplos hubo, y fueron importantes; pero convengamos que no fueron muchos e incluso una buena cantidad de ellos pasaron casi ignorados fuera de ciertos círculos profesionales altamente especializados. Pero, si bien no ocurrieron demasiadas cosas demasiado edificantes, lo que sí resulta innegable es que el Siglo XX nos ofrece un amplio muestrario de los caminos por los cuales no vale la pena transitar y de los remedios que no hay que tomar porque al final terminan siendo peores que la enfermedad. ¿Ejemplos? Sería realmente tan largo enumerarlos que hasta resultaría aburrido. Piensen solamente en dos guerras mundiales y docenas de guerras localizadas, el colapso del comunismo soviético, las cíclicas crisis económicas y sus descalabros sociales resultantes, las hambrunas y la desocupación de varios países, la depredación del medioambiente, las pobrezas endémicas. Podría seguir pero, honestamente, no creo que tenga mucho sentido. Los datos de la Historia del Siglo XX son bastante explícitos. No los ven sólo quienes no los quieren ver. Pero claro, una cosa es ver – o no ver – los datos objetivos y otra cosa algo distinta es sacar de ellos las conclusiones correspondientes. Porque, aun viéndolos, siempre se puede optar por el recurso de “interpretar” esos datos y construir a partir de estas “interpretaciones” un relato o un discurso que acomoda la Historia a determinadas preferencias intelectuales. Con lo cual lo que termina predominando no es la experiencia histórica real sino el discurso o el relato que algunos construyen con ella, por sobre ella y, en algunos casos, hasta contra ella. Y en esto, el riesgo que se presenta es el de esas construcciones, esas propuestas, esos proyectos y esos “modelos” que no son sino copias más o menos remodeladas, más o menos disfrazadas, más o menos corregidas y aumentadas de aquellas tendencias que llevaron al Siglo XX a un callejón sin salida y a una secuela de desastres y masacres. Lo que el primer decenio del Siglo XXI nos ha presentado ha sido precisamente eso: la continuación de la disputa entre las tendencias que fracasaron en el siglo anterior pero que buscan resurgir a través de nuevas “interpretaciones” y caprichosas “narrativas” construidas a partir de una exégesis sesgada de los datos históricos. La caída del Muro de Berlín lo hizo sentir victorioso al liberalismo capitalista y los neoliberales no sólo se niegan a asumir su responsabilidad por las catástrofes socioeconómicas del pasado sino que hasta se lanzaron triunfantes a conquistar el planeta entero con una concepción que ve el globo terráqueo sólo como un gran mercado y que ve en el dinero, en las finanzas y en el potencial económico una herramienta adecuada para imponer su voluntad a los países y a los pueblos. Por la fuerza de las armas si es preciso o por la extorsión económica y los bloqueos comerciales, si se da el caso. Con lo cual el epicentro del neoliberalismo del Siglo XXI – que ahora está en los Estados Unidos – se comporta de un modo esencialmente igual a como se comportaba el epicentro del antiguo capitalismo liberal cuando su base de operaciones se hallaba en Inglaterra a principios del Siglo XX. Seguimos todavía con la idea del régimen político único, válido para todos los habitantes del planeta. La plutocracia internacional sigue tratando de imponer su versión de la democracia a todos los países del mundo. Oficialmente porque promete la libertad, la igualdad, el progreso, el mejoramiento de la calidad de vida y unas cuantas otras delicias a los involucrados. En realidad porque sus dirigentes consideran que ése es el régimen que mejor se aviene y más facilita la concertación de negocios en materia de petróleo, armamentos, medicamentos, alucinógenos varios y operaciones financieras generalmente no muy santas y preferentemente usurarias. En algunos lugares esa democracia se hunde en la corrupción, la degradación, la futilidad y el sinsentido, de todo lo cual una enorme cantidad de sus ciudadanos huye hacia la irrealidad de una ilusión personal fabricada con alcaloides. En otros lugares navega de una crisis financiera a la otra. En otros, esa democracia no ha conseguido ser impuesta ni siquiera a los tiros, como en Iraq, Afganistán o Palestina. En el resto de los países simplemente navega por el mar de la mediocridad y la demagogia con resultados económicos apenas aceptables. Con todo, a veces el proyecto falla y en estos casos, allí en dónde los plutócratas no consiguen imponer o hacer funcionar su democracia, no por ello dejan de imponer la destrucción y la devastación de regiones enteras. Han conseguido desplazar a millones de personas y encerrarlas en campos de refugiados que sólo por eufemismo semántico no se llaman campos de concentración; consiguieron instaurar una miseria endémica en lugares en dónde ya de por sí imperaba la pobreza; consiguieron millones de desocupados y millones de semiautómatas ovinos y abúlicos que no ven más allá de su nariz pegada al televisor. Consiguieron convertir a esas ovejas humanas en consumidores compulsivos que se matan por comprar productos de una obsolescencia programada que hace que periódicamente lo comprado sea tirado a la basura y vuelto a reponer con otra nueva compra. Consiguieron hacerle creer a un hato de ignorantes incultos que el permiso para decir cualquier estupidez constituye el ejercicio democrático de la libertad de expresión mientras que el depositar un papelito en una caja cada par de años, o apretar un botoncito en una máquina contadora de pulsaciones, es el ejercicio de la soberanía y que los mercenarios cuyos nombres aparecen en esos papelitos son realmente representantes de un pueblo libre y soberano. Lo tragicómico es que quienes ven y son conscientes de este desastre también siguen prisioneros de los prejuicios heredados del siglo anterior. Siguen aferrados a los dogmas y a las estrategias surgidas durante la primera mitad del Siglo XX sin querer admitir que las alternativas intentadas por la dialéctica materialista colapsaron estrepitosamente durante su segunda mitad. Y no sólo en Rusia. Visto en perspectiva, el Mayo francés de 1968 fue un fracaso al menos tan total como el derrumbe soviético de 1989 y hoy la Revolución Cubana de 1958 está en el mismo callejón sin salida en que se metió el Khmer Rojo camboyano en 1975 o la perestroika rusa en 1991. Raul Castro acaba de descubrir que el socialismo de su hermano necesita una “actualización del modelo” y hasta está empezando a entender – quizás – las verdaderas funciones del Estado. Daniel Cohn Bendit ahora se dedica a la ecología y Mijail Gorbachov se dedica a pronunciar discursos y a dar conferencias por el mundo; ambos tratando de explicar por qué no funcionó lo que teóricamente tendría que haber funcionado. Ambos tratando de convencer a medio mundo de que la teoría era buena, sólo que la arruinó la maldita realidad, y ambos tratando de pasar por alto el hecho que si la realidad torna imposible la aplicación de una teoría, lo que está mal es la teoría y no la realidad. Se puede chocar de cabeza contra una pared. Ahora, eso de echarle sistemáticamente la culpa a la pared no resiste el menor análisis. Los únicos que aprendieron realmente la lección han sido aparentemente los chinos. Sin hacer gran alharaca después de la muerte de Mao en 1976, casi podríamos decir que calladamente, los chinos reordenaron su casa y se reorganizaron para avanzar. Están lejos de haber cumplido su proceso – y más lejos todavía de constituir una alternativa válida para Occidente – pero a ellos les funciona y los resultados están a la vista. El camino emprendido por los chinos no tiene gran cosa que ver con lucha de clases, ni con una solidaridad internacional del proletariado, ni tampoco con la profundización de las contradicciones internas del capitalismo, ni siquiera demasiado con dialéctica hegeliana o marxista. Simplemente tiene que ver con un Estado que funciona y una sociedad que trabaja. A pesar de las inevitables imperfecciones humanas, a pesar de corrupciones que no son menores en China que en otras partes, y a pesar de lastres que también China arrastra, no tan sólo del Siglo XX sino hasta de su milenario pasado. Que a nosotros el método de funcionamiento de ese Estado no nos termine de convencer, a los chinos les importa un rábano. Que no aceptaríamos hoy en Occidente la forma de trabajo que ellos han implementado es algo que les importa menos todavía. Lo único que les importa es que le están encontrando la vuelta al problema de salir de un régimen sociopolítico y económico que no sólo resultó inviable en todos los países en los que se instaló sino que ni siquiera fue pensado teniendo en cuenta las particularidades del otrora Celeste Imperio. Con estos ingredientes, China no se perfila como una gran potencia. Ya es una gran potencia. Y lo está haciendo a su modo. Que es, seguramente, la única forma de lograrlo. Sea como fuere, la gran pregunta que se abre después de los primeros diez años de este Siglo XXI es: ¿hacia dónde se dirige el mundo? Y, dentro de este contexto, ¿hacia dónde se dirige la civilización y la cultura de Occidente – o lo que queda de ella? ¿Cuáles son las fuerzas impulsoras que determinarán su rumbo en las próximas décadas? ¿Cuándo llegará el momento en que su actual cosmovisión política, social y económica, basada sobre hipocresías, falsas promesas y quimeras irrealizables, se derrumbe por completo? Obviamente, es difícil pronosticarlo. Si uno sigue la trayectoria de los países después del derrumbe soviético, la conclusión casi forzada a la que se llega es que el mundo – al menos en lo etnocultural – seguramente se dirige a una mayor diversidad y a una sustancialmente menor vigencia de los universalismos políticos dogmáticos. Cada vez cuesta mayor esfuerzo, mayor cantidad de dinero y mayor cantidad de tropas mantener el rumbo hacia un “unmundismo”, sea éste burgués o proletario. El sueño de un mundo regido por una misma cosmovisión política, imbuido de una misma filosofía ideológica, con una idéntica arquitectura social, un mismo sistema de producción, una única estructura financiera y una única cultura universal, es un sueño que está terminado. Quienes lo soñaban han tenido que despertar y quienes quieren seguir soñándolo sólo consiguen convertirlo en pesadilla. A pesar de los sonoros discursos y de las promesas irrealizables. De cualquier manera, una cosa está clara: es muy difícil que la nueva arquitectura política mundial quede determinada por alguna de las potencias o naciones que tradicionalmente la vinieron definiendo durante los últimos siglos. Porque la otra cosa que está clara es que ninguna de esas naciones tiene ya una auténtica vocación imperial. Gran Bretaña y Francia perdieron el tren de la Historia con la Segunda Guerra Mundial. Alemania, que en realidad nunca fue una gran potencia imperial, ha resurgido en cuanto a lo continental europeo y en cuanto a lo económico pero, luego de su derrota en 1945, tiene las manos atadas en lo político. España enterró su vocación imperial; la mayor parte en los campos de batalla de su Guerra Civil y el resto con la declinación de su liderazgo en el mundo hispano. Rusia es un factor a considerar; pero por el momento está ocupada en tratar de evitar una desintegración territorial aun mayor que la ya sufrida y, en lo inmediato, podrá darse por satisfecha si recupera algo de lo que perdió luego de la disolución de la URSS. Contrariamente a lo que se repite en forma casi maquinal, los Estados Unidos no son un imperio. Si hay algo que caracterizó siempre a los auténticos imperios eso ha sido su capacidad para dominar y organizar la diversidad. Y los políticos norteamericanos, en lo externo lo único que saben hacer con la diversidad es destruirla y en lo interno sólo consiguen degradarse en ella. Últimamente ni siquiera son capaces de mantener sus E-mails a buen resguardo. Otra cosa a tener en cuenta es que, en el mundo que viene, si bien en lo etnocultural la tendencia parece ser a la dispersión, en lo geopolítico la tendencia es exactamente a la inversa y apunta a la integración de bloques regionales con elevado grado de autonomía. Esto, que puede parecer contradictorio a primera vista, no lo es tanto si se lo piensa en términos de Estados que recuperan la capacidad de ejercer sus tres funciones esenciales que son las de sintetizar, planificar y conducir. Los Estados del futuro con posibilidades de éxito serán aquellos que cuenten con una arquitectura política que permita sintetizar divergencias, planificar a largo plazo y conducir efectivamente a las sociedades que gobiernan. Con la ineptitud comprobada del Estados democrático para cumplir con estas funciones, difícilmente esta arquitectura política sea siquiera similar a la democracia actual. El demoliberalismo está atascado y empantando. Está condenado a seguir el mismo curso que le tocó a su contracara, el comunismo marxista. Así como el socialismo dogmático no sobrevivió al Siglo XX, difícilmente el capitalismo liberal sobreviva más allá del Siglo XXI. Así las cosas, y a pesar de las anteriores salvedades hechas respecto de Rusia, en la sigla BRIC puede estar, en cierto grado y sólo quizás, la tendencia del futuro. Brasil, Rusia, India y China, consolidando su espacio geopolítico de influencia, pueden llegar a ser de algún modo los nuevos “bárbaros” que heredarán un Occidente decadente. En este sentido sería sumamente aleccionador repasar la Historia del Imperio Romano entre los Siglos II y VI DC. En esa Historia hay mucho para analizar. Cuando Roma entró en el tobogán de la decadencia, el poder se fue filtrando progresivamente hacia los “bárbaros” invasores que la asediaban. Una de las grandes preguntas para el Siglo XXI es: ¿quiénes serán los nuevos “bárbaros”? En este sentido, la trayectoria de vándalos, hunos, ostrogodos, visigodos, francos, anglos, sajones, burgundios y langobardos es sumamente aleccionadora para quienes no se proponen “interpretar” la Historia sino aprender de ella. Por supuesto que el proceso se dará de otra forma, en otro entorno, y con otros medios. Pero, en lo esencial, bien valdría la pena aprender de la Historia que un organismo político en decadencia genera un vacío de poder. Y los vacíos de poder son llenados siempre – y muy pronto – por los más audaces. Especialmente cuando esos más audaces son también los más capaces. Les deseo a todos un buen año y una feliz Navidad. Cordiales
saludos
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