DEMOCRACIA Y DOBLE VERDAD (A PROPÓSITO DE LAS RECIENTES DECLARACIONES DE VIDELA) por el Lic. Marcos Ghio - Centro Evoliano de América
En la semana pasada en la Argentina se ha recordado -y además enriquecido con nuevos detalles- un hecho que ya se sabía pero que por circunstancias de ocasión se trataba de mantener en el olvido. Cuando el ex presidente militar Videla enfrentaba su inevitable segunda condena a perpetua por ‘violación a los derechos humanos’, aprovechando la circunstancia que le brindaba la presencia de las cámaras, manifestó en su alegato final aproximadamente lo siguiente. Que en vísperas del golpe de Estado de 1976, cuando gobernaba la viuda del Gral. Perón, tuvo una reunión secreta con el líder del opositor partido Radical, Ricardo Balbín, quien a pesar de que ante el público de ese entonces se manifestaba como el más ferviente defensor del sistema democrático, sin embargo lo alentó en la necesidad de que ante la grave crisis política que en ese entonces se vivía, ‘se decidiera de una buena vez a dar el golpe’ y le agregó antes de retirarse que, si bien ellos públicamente no lo iban a poder apoyar, pues recordemos se trataba de defensores acérrimos de la democracia, iban a allanar el camino para que los hechos se desencadenaran de esa forma. Por más que los principales líderes del partido radical hayan negado esta entrevista y manifestado su repudio por tales conceptos, nosotros queremos decir que basta tan sólo acudir a la memoria histórica de los hechos de ese entonces para considerar que la misma es sumamente verosímil. Recordemos que a días del golpe de marzo del 76’ la presidenta Isabel Martínez, quien se sentía al borde del colapso debido a las crisis que no podía resolver, ante la inminencia de un desenlace que se venía anunciando por todos los medios, invitó a los principales líderes de la oposición a que se dirigieran al país dando sus soluciones para evitarlo. Y fue justamente Balbín quien, en consonancia con lo que Videla nos dice que sucedió en privado, manifestó su histórica frase. “Me piden que yo dé una solución respecto de lo que habría que hacer. Yo quiero serles sincero a todos: Yo no sé lo que hay que hacer.” Es decir que eso fue justamente el allanamiento del camino al golpe que Videla nos estaba relatando que le había anticipado días antes en privado y que por lo tanto se trató de un hecho cierto haya o no existido tal reunión. Fue luego y gracias a esa luz verde dada por el principal partido de la oposición que a la semana siguiente hubo un golpe de Estado. Pero este acontecimiento de hacer caer un gobierno constitucional mediante un golpe militar, aclarémoslo ya ahora, no ha sido obra exclusiva de los radicales, sino también del otro partido mayoritario el cual brindó su apoyo explícito a distintos golpes de Estado contra gobiernos que no le eran afines. Tal el caso del mismo Perón cuando respaldó abiertamente a Onganía en su golpe contra el radical Illia en 1966 (antes lo había hecho en 1943 contra el presidente Castillo) y aun en nuestros días, cuando ya las Fuerzas Armadas han perdido protagonismo político, se ha reconocido públicamente que la caída del gobierno radical de De la Rúa en 2001 fue también producida por un golpe efectuado por grupos de amotinados que recibían instrucciones precisas de punteros políticos del partido peronista quienes organizaron los desórdenes callejeros en modo tal de hacerlos incontrolables y determinar así el derrumbe espectacular del gobierno. Esto mismo también aconteció después con los regímenes peronistas que le sucedieron, el de Rodríguez Sáa primero y luego con Duhalde quien tuvo que anticipar su retiro de la presidencia varios meses antes a causa de nuevos motines callejeros. Y aun el actual gobierno nos acaba de denunciar que las fuerzas de la oposición, implicando en ello también al partido radical, están nuevamente utilizando este procedimiento para desestabilizarlo y precipitar su caída. Todos estos hechos, los que podrían también incrementarse con otros ejemplos, sirven para señalarnos una cosa muy puntual. Que los principales exponentes y pregoneros del sistema democrático en el fondo no creen en el mismo y sostienen lo que podría llamarse como una doctrina de la doble verdad que consiste en lo siguiente. Habría dos tipos de verdades contrapuestas que se pueden formular al mismo tiempo, una de ellas, para uso de las multitudes, que en el fondo es ficticia y ‘no verdadera’ y otra en cambio, la que sí lo es, que se mantiene en silencio o se divulga entre pocos pues difundirla en su crudeza podría llegar, además de herir susceptibilidades, a evitar la realización de esta última. En modo tal que la verdad que no es tal puede servir para que la otra, la que sí lo es, pueda plasmarse realmente sin tropiezos debido a que las multitudes son incapaces de comprender tales matices y trabajar dialécticamente para el triunfo de la misma. Esto ha acontecido por ejemplo con varios ateos convencidos, tal el caso del francés Maurras en el pasado siglo, para quienes la fe en Dios a través de la estructura religiosa, si bien se trataba de la creencia en algo falso e inexistente, era lo mismo útil para mantener unidas a las personas y evitar así el caos en la sociedad. Pasa exactamente igual con el dogma de la democracia, es decir el dogma por el que se considera que el pueblo está en condiciones de gobernarse a sí mismo a través de los representantes que elige y a los que determina en sus decisiones con sus frecuentes cambios de humores medidos por encuestas y estadísticas. Y esta fe en el soberano, comprendido como entidad divina a la que hay que rendir culto regularmente a través de un periódico ritual de votos dominicales en urnas especialmente organizadas para el cumplimiento de los fines de tal religión, tiene también sus matices y sus desavenencias teológicas. Al respecto Napoleón Bonaparte, quien fuera un gran defensor de los principios instaurados por la Revolución Francesa, solía decir que el arte de la política democrática consiste en lograr que la multitud a través de las urnas resuelva lo que su élite capacitada ya había decidido un tiempo antes. Es decir que el pueblo a través de su elección cree que decide, pero en verdad ha sido una voluntad más fuerte que la suya la que lo ha hecho antes en modo tal de que él ni siquiera puede darse cuenta de ello. Ahora bien, aquí el corso nos dejó sin resolver un gran problema. ¿Qué pasa cuando la multitud no elige de acuerdo a lo que ha decidido su élite? O más sencillamente ¿qué pasa cuando elige mal o cuando lo hace en contra de sus mismos intereses y su decisión puede conducirla hacia el mismo colapso? Este severo inconveniente intentó ser resuelto de dos maneras diferentes. En el primer caso fueron Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi en nuestro medio quienes plantearon la necesidad de establecer una distinción entre el pueblo racional, es decir aquel que elegía de acuerdo a lo que estaba bien y el irracional que en cambio se manejaba sólo por impulsos e instintos pasajeros. Solamente el primero podía votar y el segundo en cambio debía ser sometido a una educación democrática que con el tiempo lo convirtiera en apto para las urnas. Este concepto rigió hasta más de la mitad del siglo pasado cuando fuera proscripto el peronismo por considerárselo antidemocrático, es decir no racional. Pero como el hilo de separación entre el pueblo racional e irracional terminaba resultando demasiado sutil y los que pertenecían al segundo grupo se resistían a ser considerados como tales en tanto se les enseñaba el dogma de la soberanía popular fue que la democracia se fue haciendo cada vez más universal y omnicomprensiva. Ante esta situación fue que para conservarla ha habido que acudir a la doctrina de la doble verdad. La que consiste en considerar que cuando la 'verdad' del pueblo choca contra la pared de la realidad y éste termina decidiendo en contra de sí mismo, son los mismos pregoneros de la democracia los que terminan convirtiéndose en profundamente antidemocráticos y por lo tanto golpistas. Es decir demuestran así que no creen en ‘la noble Igualdad’ y en los distintos dogmas de la religión inaugurada tras la toma de la Bastilla. Queremos concluir que esta conducta con el tiempo desmboca en la erosión a la misma religión democrática. No se puede ser hipócrita y mentiroso por mucho tiempo aun si ello se lo hace invocando los más nobles principios. Ya desde el mismo Platón se ha demostrado que no puede vivirse siempre en la mentira es decir con la falta de consonancia entre lo que se piensa y la realidad en tanto que ello conduce necesariamente a la muerte del orden social. Por
contraste a tal conducta debería constituirse una clase política que se
diferenciara de la actual en tanto que abiertamente manifestara la
imposibilidad y absurdo de un sistema democrático y que la función de
gobierno no debe ser llevada a cabo por el pueblo sino por los que saben y
se encuentran calificados para ello. |