HABLEMOS DE DEMOCRACIA

por Denes Martos

 

La democracia es una forma de gobierno
que emplea la elección de muchos incompetentes
para la designación de unos pocos corruptos.

Si la mente inferior pudiese medir a la superior
del mismo modo en que una regla puede medir
la altura de una pirámide, entonces el sufragio universal
tendría alguna finalidad. Así como están las cosas,
el problema político sigue sin resolver.
George Bernard Shaw

 

No es que lo haya inventado Francis Fukuyama por completo. Si bien escribió todo un libro al respecto, en realidad una de las verdades básicas más sacrosantas del régimen político actual siempre fue la suposición de que el régimen demoliberal – vale decir, eso que hoy conocemos, o creemos conocer, bajo el término genérico de “democracia” – constituye el Fin de la Historia. En términos simples, la teoría sostiene que la democracia postmoderna sería algo así como la culminación de un desarrollo más allá del cual ya no quedaría margen para desarrollos ulteriores. Más aun: en realidad, ni siquiera resultaría posible ni deseable ir “más allá” de la democracia porque se supone que, con ella, está garantizado el establecimiento del mejor de los mundos posibles. La democracia sería así un “estadio final” para la humanidad entera.

Curiosamente, este pensamiento postmoderno contradice otro de los dogmas fundamentales de su propia teoría existencial según el cual el Progreso indefinido resulta axiomáticamente inevitable. En algún momento los intelectuales del régimen, o bien tendrán que optar por el mantenimiento de la democracia tal como hoy existe – y entonces tendrán que renunciar al dogma del Progreso – o bien deberán optar por ese Progreso pero entonces el progresismo tendrá que admitir que la democracia es apenas una construcción temporal tan sujeta al cambio como todo lo demás. Porque, si seguimos sosteniendo la tesis del Progreso indefinido, entonces no se ve muy bien por qué la democracia misma habría de quedar exenta de ese Progreso y por qué no podría ser suplantada en el futuro por algún régimen mucho mejor. Eso de que "la democracia será un mal sistema pero es el menos malo de todos los demás" es un chascarrillo retórico que, o bien nos invita a conformarnos con algo defectuoso, o bien nos revela la impotencia y la incapacidad de los políticos para evolucionar hacia algo más acorde con las necesidades de los tiempos actuales.

La Ilustración en su momento trató de diferenciarse de la “oscura Edad Media” definiéndose como "Iluminismo". Tuvo la declarada in tención de "iluminar" lo que consideraba como la "oscura" época medieval, desechando despectivamente todo el enorme edificio filosófico y teológico construido, entre muchos otros, principalmente por Santo Tomás de Aquino. Si bien no deja de ser cierto que algunos de los discípulos de Santo Tomás se fueron por las ramas y cayeron en exageraciones, calificando las creencias del Medioevo de simples supersticiones el Iluminismo instauró la supremacía total e ilimitada de la lógica de la razón prometiendo que, con ella, se construiría el mejor de los mundos. Y seamos justos: aplicando el criterio racional puro, nadie puede negar que se construyó una gran civilización poseedora de una fenomenal tecnología que no deja de ser extraordinaria solo porque ya nos acostumbramos tanto a ella que nada nos asombra. Pero en todo lo demás y especialmente en lo cultural, considerando los acontecimientos de los últimos doscientos años y a la luz de la situación mundial actual, no hacen falta muchos argumentos para demostrar que este mundo que hoy tenemos simplemente no es, ni puede ser, el mejor de los mundos posibles. A menos, por supuesto, que se deseche la teoría del Progreso y se acepte que este mundo de hoy es un callejón final del cual no hay salida. Pero entonces, que nadie nos venga con eso del "progresismo". O bien hay progreso auténtico y, en ese caso, la democracia es mejorable; o bien la democracia es el Fin de la Historia y, en ese caso, ya no hay progreso posible.

La izquierda – o al menos parte de ella – con los activos intelectuales que tiene, se ha dado cuenta de este problema y para salir del atolladero propone una democracia participativa como estadio superior de la actual democracia representativa. Es un buen intento. Lástima tan solo que eso no sería progreso. Significaría, no un avance, sino un retroceso de por lo menos 2.300 años, hasta la época de Aristóteles o incluso más lejos aun. Porque la democracia participativa es la de los griegos y ni siquiera se puede decir que a ellos les funcionó demasiado bien: fue la que condenó a muerte a Sócrates y la que se desgastó inútilmente en una guerra civil tan estéril como fratricida contra Esparta. Con el hecho no menor que, mirándola en detalle, está sembrada de tiranos y dictadores por largos períodos.

Lo que sucede con la izquierda marxista es que el asambleísmo de la democracia participativa es lo que más se parece al soviet de la Revolución de Octubre y la apuesta de esos intelectuales es retrotraerse a la época anterior a Stalin para, desde allí, hacer el intento de arrancar con el marxismo de nuevo. Dejando de lado que Stalin no es un opositor externo del asambleísmo bolchevique sino su directa consecuencia interna, el problema está en que esta estrategia tampoco puede ser llamada progreso. El intentarla no implicaría retroceder 2.300 años como en el caso anterior, es cierto; pero así y todo significaría retrotraer la situación a 1918 – o sea: prácticamente un siglo para atrás. Todo ello sin entrar en la cuestión fundamental que es establecer, desde el punto de vista de la psicología de las masas, la real autenticidad del asambleísmo democrático así como su viabilidad práctica en organismos políticos de millones de habitantes y millones de kilómetros cuadrados de extensión. Porque no nos engañemos: las asambleas no deliberan; a lo sumo discuten las propuestas establecidas de antemano por unos pocos líderes. Y cómo harían para coordinarse literalmente centenares (o acaso miles) de asambleas en un país como la Argentina en donde ni 30 políticos consiguen ponerse de acuerdo es una nebulosa que ningún intelectual de izquierda ha despejado más que con intentos muy poco efectivos de retórica dialéctica.

En realidad, si miramos las cosas objetivamente, lo que sucedió en Occidente a partir del Iluminismo y la Enciclopedia fue que, en el lugar de las concepciones tradicionales que se siempre esforzaron por armonizar lo racional con lo sagrado, se implantaron los nuevos dogmas de fe de la modernidad occidental. De estos dogmas, hay cuatro que se destacan: 1)- el positivismo cientificista; 2)- el evolucionismo progresista;  3)- el materialismo hedonista y 4)- el igualitarismo democrático.

El positivismo cientificista se basa en la hipótesis de que la ciencia occidental, con sus métodos y sus criterios racionales, tarde o temprano será capaz de responder a todas las cuestiones existenciales, siendo que, si quedan cuestiones a las que eventualmente la ciencia nunca podrá responder, eso es porque dichas cuestiones simplemente no existen. El evolucionismo progresista está construido sobre la hipótesis de que todo lo que actualmente existe es la culminación temporaria de todo lo que ha existido hasta ahora. El materialismo hedonista toma por hipótesis que el mundo es esencial y determinadamente material y que el fin último del ser humano es disfrutar de las maravillas que es posible obtener de la materia. Y por último, la esencia del igualitarismo democrático es la suposición que todos los seres humanos son iguales y que una mayoría numérica de estos seres humanos iguales automáticamente resulta poseedora de la verdad. Una verdad que, en todo caso, siempre se considera relativa; en parte porque se supone que no hay verdades absolutas y en parte porque, como tampoco existen unanimidades absolutas, la verdad democrática no puede ser absoluta por definición.

El problema es que, aun admitiendo cierto grado de metáfora en aquello de la verdad de las mayorías democráticas, toda la hipótesis no resiste el análisis. Basta abrir cualquier manual de Historia básico para constatar que el  ser humano que construyó culturas y civilizaciones enteras no vivió bajo condiciones democráticas durante la enorme mayor parte de los últimos 10.000 años. La enorme mayoría de la humanidad, durante la enorme mayoría de esos 10.000 años, vivió en sociedades que no tenían absolutamente nada de democráticas en el actual sentido del término. Y, sin embargo, así y todo, en varios casos ciertos seres humanos fueron capaces de logros culturales que aun hoy resultan deslumbrantes. La democracia actual cuenta, a lo sumo, con uno o dos siglos de Historia y ya presenta múltiples signos de decadencia y descomposición. En comparación, el antiguo Egipto fue capaz de sostener durante 4.000 años una cultura que aun hoy resulta admirable y cuyos logros profundos no solo no podemos imitar sino que, en su mayor parte, ni siquiera llegamos a comprender porque insistimos en querer analizarlos a través de nuestros prejuicios actuales.

La igualdad de los seres humanos es una teoría exclusiva de la modernidad occidental que irrumpió en la realidad sociopolítica recién con la Revolución Francesa. Agreguemos que la maquinaria igualadora más eficaz de aquella revolución fue el patíbulo – es decir, la guillotina – cuyo carácter democrático no es precisamente demasiado evidente, por decir lo menos. Sin embargo, esa guillotina y el baño de sangre resultante cumplió con su función. Hoy sabemos que el 14 de Julio de 1789 fue un desastre que solo se sostiene con la falsificación histórica. Únicamente quienes no conocen más que las Historias oficiales ignoran que, bajo el declamado lema de la “Igualdad”, se hizo posible que una minúscula minoría burguesa usurpara el poder a espaldas de una muchedumbre manipulable para implantar con ello la aristocracia del dinero en una de las más hábilmente construidas autocracias que se hayan instaurado jamás.

Se nos dice que el objetivo de los revolucionarios de 1789 fue el de derrocar a una aristocracia decadente. Lo cierto en esto es que la aristocracia cortesana europea de aquella época se hallaba ya tan lejos de su original nivel y condición que la Revolución se hizo posible.  Pero el principal y fundamental objetivo del igualitarismo democrático no consistió en deshacerse de esa aristocracia sino en eliminar la visibilidad jerárquica del sistema político tradicional. En las prácticas políticas tradicionales – hayan sido buenas o malas, acertadas o equivocadas, justas o injustas – todavía imperaba una jerarquía visible e identificable. Quienes tomaban las decisiones resultaban directamente responsables de sus actos. Los funcionarios del gobierno monárquico español, por ejemplo, todavía tenían que someterse al Juicio de Residencia al terminar su mandato. Si el Príncipe ordenaba, el Príncipe tenía que firmar la orden dada.  Si el ministro ejecutaba, el ministro tenía que firmar personalmente la orden de ejecución.

El régimen democrático eliminó esta transparencia. Le encargó formalmente las decisiones normativas a un sistema en el cual aparentemente decide la asamblea de unos iguales que, a lo sumo, resultan iguales en su egocentrismo demagógico y en su falta de poder real con lo que terminan siendo irrestrictamente manipulables por el poder financiero.  Y en esto, la existencia de controles, frenos y contrapesos no cambia nada en absoluto porque las instituciones que deberían aplicarlos tienen el mismo interés en sostener y mantener el sistema manipulador tal como está constituido. Además, y por si fuera poco, las decisiones políticas – incluso las que llevan firma con nombre y apellido – no son judiciables en el actual régimen; solamente las gruesas transgresiones específicamente delictivas lo son … relativamente.

La democracia liberal es, pues, en realidad y desde sus mismos orígenes, la autocracia más astutamente implementada que ha conocido la Historia. Y es, simultáneamente, una de las más peligrosas porque el verdadero poder se vuelve completamente invisible y, por lo tanto, incontrolable. La plutocracia no tiene que asumir responsabilidad alguna, ni por sus decisiones ni por sus actos. Si las consecuencias se vuelven demasiado graves, pues entonces a lo sumo sacrificará las piezas más visibles de la institucionalidad formal y pondrá en su lugar a otras figuras con distintos nombres pero con las mismas funciones. Y después llamará “alternancia en el poder” al resultado. Durante un tiempo podrá intercambiar así las figuras de un elenco estable pero después, cuando ya todos se hayan desgastado, hará surgir una nueva serie de figuras y a ese resultado lo llamará “renovación”. Y si todo falla, sus verdaderos directores pondrán el dinero que hace falta para comprar las leyes que necesitan a fin de poder seguir operando, o bien financiarán una guerra que les permitirá volver a acomodar las piezas del tablero. Incluso han invertido dinero en revueltas y revoluciones apostando al gatopardismo de cambiarlo todo para que nada cambie.

La actual y cada vez más grave crisis global indica que sobre esta autocracia financiera incontrolable comienzan a recaer las consecuencias negativas de su insaciable codicia. Por supuesto, no podemos esperar que en un futuro cercano la situación cambie demasiado.

Pero al menos podríamos tratar de empezar a no creer a ciegas en todo lo que se nos dice.