DERECHO
Y JUSTICIA
por
Denes Martos
Una
cosa no es justa por el hecho de ser ley.
Debe ser ley porque es justa.
Montesquieu
n relación con la justicia hay algo que muchas personas no tienen en
claro y se confunden: eso que normalmente los diarios y los abogados
llaman "La Justicia" – entendiendo por ello a jueces, fiscales,
tribunales y leyes – no es la justicia. Es simplemente la administración
del derecho vigente. Y ni ese aparato administrativo, ni tampoco el
derecho en sí, tienen con frecuencia mucho que ver con la justicia como
valor y como concepto.
El derecho y la justicia son como dos parientes que se conocen pero no
viven bajo el mismo techo. Básicamente, en la comunidad humana real la
idea de la justicia gira alrededor del principio de disponer la
convivencia de tal modo que cada uno obtenga lo que le corresponde.
Naturalmente, qué es lo que – en justicia – "le
corresponde" a cada uno es algo que admite debates y depende
fuertemente de criterios, filosofías, escalas de valores, usos y
costumbres etnoculturales. Pero, al menos a grandes rasgos, la idea
general que la comunidad tiene de lo que es justo, es que todos deberían
tener la posibilidad concreta de desarrollarse hasta el máximo de sus
posibilidades individuales y de poder organizar satisfactoriamente sus
vidas sin interferencias, daños o imposiciones arbitrarias.
Lógicamente también en el Estado puede (y debería) existir el deseo de
que el derecho se aproxime a lo que la comunidad percibe como justo. Lo
que no se puede esperar es que ese derecho sea realmente en un todo
equivalente a la justicia. Mucho menos que lo sea siempre y en todos los
casos.
Por de pronto, la justicia como tal y entendida en términos rigurosos es
un valor absoluto. En realidad de verdad no admite, estrictamente hablando,
términos intermedios. Algo es justo, o es injusto. La idea es básicamente
binaria. Ni siquiera tenemos una palabra concreta y precisa para designar
lo que sería tan solo "parcialmente justo" o "medianamente
justo". Es más: no solo no tenemos la palabra; ni siquiera tenemos
el concepto de lo "casi justo". La justicia en sí, no es
negociable, aun cuando las sentencias del derecho puedan serlo en ciertos
casos.
Consecuentemente, siendo algo absoluto en esencia, a la justicia solo la
puede conocer otro absoluto; que es lo mismo que decir que solo la conoce
Dios. Por eso es que la sociedad se ve forzada a suplantar la justicia de
cada individuo particular por el denominador común del derecho de todos
los miembros de la comunidad. Lo que popularmente se conoce como "el
imperio de la justicia" no es sino el imperio del derecho que se
expresa en concreto a través de la ley, de la norma – sea ésta escrita
o consuetudinaria. Considerándolo objetivamente, si bien todos aspiramos
al imperio de la justicia, lo único que podemos tener en realidad, y en
el mejor de los casos, es el imperio de la ley. Y la ley no es sino la
expresión concreta – ya sea por escrito o por tradición – de una
decisión eminentemente política a punto tal que una ley es ley solo en
tanto y en cuanto haya un poder capaz de hacerla cumplir. Sin ese poder,
cualquier ley no es más que letra muerta sobre un pedazo de papel, o mera
declamación retórica que quizás todos aplauden pero nadie cumple.
El aparato dispuesto para la gestión y administración de ese derecho es
un aparato burocrático – en el sentido técnico del término – igual
a cualquier otro. El dogma demoliberal de la división del poder lo
designa como "Poder Judicial" y lo pretende independiente. En la
realidad de los hechos, sin embargo, no es un Poder desde el momento en
que no decide las normas que aplica y para el cumplimiento de sus propias
decisiones requiere del concurso, del apoyo y de la fuerza coercitiva de
otro poder que no controla. Con lo cual tampoco puede pretender
independencia y solo llega a estar relativamente libre de presiones
externas cuando los demás actores del poder político están firmemente
de acuerdo en mantenerse al margen y acatar sin discusión las decisiones
de la burocracia judicial. Cosa que, por supuesto, muy rara vez ocurre.
Lo que sí puede suceder, y de hecho está sucediendo en la Argentina y en
varios otros países, es que el concepto de justicia de la burocracia
administradora del derecho difiera del concepto que la propia comunidad
tiene de la justicia. En teoría y en principio, los criterios de las
burocracias judicial y legislativa deberían ser un razonablemente fiel
reflejo de los criterios colectivamente aplicados a las formas de vida, a
las acciones y a los comportamientos tradicionalmente aceptados por la
sociedad. Es decir: deberían ser acordes a la moral social. Pero puede
ocurrir – como de hecho ocurre – que la filosofía o ideología de los
redactores de normas y de los burócratas encargados de la administración
del derecho sea tan diferente del sentido moral de la comunidad que las
interpretaciones de lo justo entren en conflicto. Cuando esto sucede, el
resultado, inevitablemente, es que la comunidad percibe al derecho como
algo demasiado estrecho para expresar a la justicia y el comportamiento
comunitario pasa a buscar caminos y alternativas para saltear las normas
jurídicas e incluso desconsiderar las decisiones judiciales que ya no
satisfacen el sentido de justicia que dicta la moral social.
En un caso ideal, cuando se vulneran las normas del derecho, sea que lo
haga el Estado o el ciudadano, podemos hacer referencia a que se han
alterado las normas aceptadas por consenso comunitario y, por lo tanto, se
impone la necesidad de restablecer el orden jurídico. Pero se puede hacer
referencia a la justicia de la administración del derecho solamente en
tanto y en cuanto quienes la ejercen incluyan en los considerandos de sus
sentencias también a la moral social y tengan, simultáneamente,
autoridad moral suficiente para dictar las sentencias que dictan. De otro
modo, aun cuando el derecho haya sido técnicamente bien administrado,
nadie lo percibirá como justicia.
Es cierto que la moral social es difícilmente determinable y no menos
cierto es que – dentro de ciertos límites – cambia con las épocas y
las generaciones. En especial, su componente de usos y costumbres mundanas
suele ser bastante volátil. No obstante, por más compleja que sea su
definición y formulación, la moral social es un factor real, objetivo,
existente y vivo, que contribuye a estructurar la convivencia y las
relaciones interpersonales mucho más allá de las normas del derecho. La
administración del derecho, en sus sentencias y disposiciones,
normalmente debería validar los principios regidores de la moral social
siendo que el acto jurídico expreso revela el nivel y la intención moral
del magistrado. Cuando el cuerpo de magistrados posee un alto nivel moral
y sus integrantes conocen profundamente las mejores tradiciones de su
pueblo, el servicio brindado por la burocracia judicial puede llegar a
alcanzar muy altos grados de excelencia. En el caso opuesto, la falta de
compromiso y relación con la moral social desmerece y hasta podría
decirse que en la práctica nulifica ante la opinión pública real hasta
la acción jurídica técnicamente más correcta.
Por supuesto que aquí nos topamos con una cuestión que podríamos
catalogar de "filosófica". ¿Debemos realmente esperar una
moral – cualesquiera que fuere – de la administración del derecho? ¿O
más bien deberíamos exigir que los magistrados juzguen conforme a
derecho y de un modo absolutamente neutro en cuanto a lo moral? Si desde
el punto de vista "neutral" la diferencia entre el bien y el mal
solo está dada por las normas del derecho positivo, se fortalece la
efectividad del derecho y merma la medida moral. Por el contrario, si en
los casos conflictivos o dudosos el magistrado decide darle preeminencia a
lo moral, su sentencia puede quedar desautorizada por el derecho positivo.
La pregunta del millón por supuesto es: ¿deseamos realmente que los
jueces actuantes tengan y expresen un criterio moral? El hecho es que difícilmente
alguien se atrevería a contestar esta pregunta en un sentido negativo,
aun cuando de seguro surgiría un enorme debate acerca de exactamente cuáles
criterios morales serían aceptables y cuáles no. La ambivalencia y el
relativismo moral – por no decir la decadencia moral – en que ha caído
nuestra cultura hace que las expectativas morales se ubiquen en una
especie de "tierra de nadie" y lo máximo que hoy puede exigir
la comunidad es que los magistrados al menos respeten en sus sentencias
aquellas normas morales que gozan de amplio consenso en la sociedad. De
todas formas, lo que la comunidad exige es que las sentencias sean
conformes a derecho pero, simultáneamente, conformes también al criterio
moral mayoritariamente aceptado. Es que el juez, para dictar una buena
sentencia, debe respetar ese criterio moral desde el momento en que de eso
depende la aceptación de la sentencia por parte de la comunidad. O bien y
en otras palabras: de eso depende de que su sentencia sea percibida como
justa y por ende como un acto de verdadera justicia.
Pero ¿qué puede aplicar un juez cuando los hechos puestos a su
consideración son conformes a un derecho inmoral? ¿Cómo debe sentenciar
un juez cuando debe aplicar una ley que ha sido formalmente bien
promulgada pero que es inmoral en sus objetivos o en su misma esencia?
Ése es precisamente el dilema con el cual se encuentra la administración
del derecho en nuestro país y en varios otros países del mundo. Por un
lado tenemos leyes, dictadas por contubernios políticos, destinadas a
favorecer a determinados círculos de "amigos del poder" cuando
no a los mismos funcionarios que lo detentan. Y por el otro lado tenemos
leyes inspiradas en teorías jurídicas, filosóficas o políticas que no
se condicen en absoluto con lo afirmado por el consenso moral de la
sociedad y que en ciertos casos hasta resultan increíblemente
disparatadas. Y en ambos casos esas leyes han sido – al menos por regla
general – promulgadas y reglamentadas sin fallas formales, cumpliendo
los pasos establecidos para su sanción. ¿Qué puede hacer un juez en
esos casos, por más "independencia" que le garantice la teoría
liberal del Estado tripartito con sus tres "poderes" teóricamente
separados?
En estos casos es donde el derecho empuja a la justicia a un callejón sin
salida. Y la única manera de rescatarla es reformulando ese derecho y
reestructurando a la burocracia jurídica que lo administra. Para ello sin
embargo, la burocracia jurídica misma carece de las herramientas
adecuadas para autodepurarse. Por lo cual todo el problema revierte hacia
el único auténtico Poder del Estado: el poder político.
De él, y sólo de él, depende el restablecimiento de la moral en el ámbito
jurídico. Y más vale que la restablezca, porque puede haber un derecho
sin moral, pero sin moral no hay justicia.
La justicia inmoral sencillamente no existe.
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