Como
tampoco pasa una hora sin que desde alguna instancia más o
menos jurídica, nacional o transnacional se intente o se
ejecute una nueva estrategia para mantener a los presuntos o
reales represores de la guerrilla en permanente estado de
acusación. Las respuestas y las reacciones que se suscitan
ante tal estado de cosas están lejos de ser satisfactorias.
Empezando por las respuestas de los jefes castrenses, que han
optado entre entregarse sin combatir, a expensas de su honor,
asociarse vergonzosamente al enemigo sirviéndole de guardia
pretoriana o de embajadores, o proferir discursos pacifistas.
El resultado es una confusión tan multiforme, una mentira tan
honda y una falsificación tan sistemática de la historia,
que nos parece oportuno presentar la siguiente enunciación de
olvidos:
1.- Se ha olvidado, en primer lugar, la existencia del
Comunismo Internacional, con su pecuela de cien millones de
muertos durante el siglo XX. La cifra no es arbitraria, ni retórica
ni antojadiza. Es el resultado de un cálculo científico,
corroborado tras prolijas y actualizadas investigaciones de
carácter demográfico, en una voluminosa obra escrita por
seis autores insospechados de antimarxismo: El libro negro del
Comunismo, Barcelona, Planeta-Espasa, 1998, en su versión
castellana. Los profesionales de la protesta antigenocida, tan
prontos a blandir cantidades más emblemáticas y falsas que
reales, (como las de los seis millones del Holocausto o la de
los treinta mil desaparecidos) , no han dicho una sola palabra
a propósito de tan monstruosa constatación. Entre el 12 y 14
de junio de 2000, en Vilnus, Lituania, tuvo lugar el Primer
Congreso Internacional sobre la Evaluación de los Crímenes
del Comunismo (CIECC), organizado por la Fundación de
Investigación de Crímenes Comunistas presidida por Vytas
Miliauskas. No se ha visto ni se verá jamás allí a
representante alguno de las agrupaciones defensoras de los
derechos humanos, ni al juez Garzón y sus múltiples secuaces
nativos y foráneos. Con lo que se constata una vez más -sin
que haga falta- que los invocados derechos no son más que un
recurso dialéctico de la Revolución, y que las tales
agrupaciones que los invocan no han nacido sino para custodiar
los intereses de la praxis marxista. Lo cual -pongámosnos de
acuerdo- no sería incoherente ni lo más grave si no mediara
el hecho de que los mencionados ideólogos y agitadores
insisten en presentarse como pacíficos ciudadanos preocupados
por cualquier atentado de lesa humanidad.
2.- Se ha olvidado, en segundo lugar, que al amparo de aquella
estructura ideológico-homicida apareció en la Argentina el
fenómeno del terrorismo marxista, responsable de innúmeros
actos delictivos y sanguinarios, y causa eficiente de la
guerra revolucionaria, a la que toda Nación así agredida está
obligada a enfrentar, aún con el concurso de sus Fuerzas
Armadas. No fue un hecho aislado ni eventual ni azaroso
ocurrido en nuestro país; fue parte de una planificada y
cruenta operación extendida -sucesiva y simultáneamente- por
toda América y por otras regiones del mundo. La Argentina no
vivió una guerra civil. Fue agredida desde las usinas
internacionales del marxismo con el concurso de subversivos
vernáculos..
3.- Se ha olvidado, en tercer lugar, que el susodicho
terrorismo no fue sólo ni principalmente físico, sino psicológico,
político, económico y moral, buscando como blanco antes las
almas que las armas. El término subversión -hoy olvidado- da
una idea exacta, en recta semántica, de lo que aquella
planificada ofensiva comunista quería conseguir y consiguió.
El terrorismo resultó derrotado, pero la subversión campea
victoriosa, gobierna y justifica y legitima ahora a los
terroristas. Este triunfo subversivo -que está instalado en
todos los ámbitos, desde el universitario hasta el eclesiástico,
desde el periodístico hasta el gubernamental- fue
consecuencia directa de la imperdonable ceguera e ignorancia
doctrinal de las Fuerzas Armadas, a través de sus sucesivas
conducciones, partícipes todas de la cosmovisión liberal,
progresista y moderna de la política. Prefirieron proclamar
que los argentinos eran derechos y humanos -pagando tributo a
las categorías mentales del enemigo- cuando lo que correspondía
era saber definirse contrarrevolucionar ios. Prefirieron tener
por fin la democracia antes que la patria. La paradoja es que
los titulares de aquellos gobiernos militares, miopes y cómplices
del error no son enjuiciados ni castigados, como debieran
serlo, por causa de esta derrota contra la subversión, sino
en razón de su victoria contra el terrorismo.
4.- Se ha olvidado, en cuarto lugar, que tanto la subversión
como el terrorismo contaron con el apoyo explícito e
incondicional de las genéricamente llamadas agrupaciones
internacionales de solidaridad. Principalmente de la célula
Madres de Plaza de Mayo, cuyas integrantes -que manejan ahora
hasta el funcionamiento de una “universidad”, y que han
sido insensatamente promovidas, homenajeadas y hasta recibidas
en los ámbitos presidenciales- no dejan posibilidad alguna de
duda sobre sus propósitos a favor de la lucha armada..
Tampoco esto nos parece incoherente o lo más grave, sino el
hecho de que se preterida presentar a las Madres como modelos
de la defensa de la vida y de la libertad. Hay que decirlo de
una buena vez: Madres, Abuelas e Hijos son tres agrupaciones
terroristas que gozan de impunidad, y hasta cuentan en algunos
casos con subsidios estatales, llamados eufemísticamente
indemnizaciones. Si las cosas se hubieran hecho bien, si una
inteligencia cristiana hubiera comandado aquellas acciones bélicas,
y una voluntad auténticamente castrense las hubiera
consumado, no habrían existido desaparecidos sino
ajusticiados, como consecuencia de una límpida, pública y
responsable acción punitiva. Es posible, se dirá, que las
Madres de Plaza de Mayo hubieran existido igual sin
desaparecidos, pues su propósito institucional -quedó después
en claro- no era recuperarlos sino apoyarlos y encubrirlos,
desde la apelación a lo emocional hasta el uso de las armas.
Pero si quienes libraron la guerra justa contra la subversión
se hubieran abstenido de utilizar algunos de los mismos
procedimientos perversos del adversario, su triunfo moral
sobre ellos sería hoy apabullante e incuestionable.
5.-
Se ha olvidado, en quinto lugar, que los soldados argentinos
que combatieron en la ciudad o en los montes, bajo las formas
más o menos clásicas de la guerra o las atípicas que el
partisanismo impone, perdiendo por ello sus vidas o arriesgándose
a perderlas, merecen la gratitud y el aplauso, el trato
heroico y el reconocimiento de su valor. Ellos y sus familias
vivieron múltiples peripecias y situaciones de riesgo, hasta
que -muchos- cayeron en combate o quedaron gravemente
mutilados. Libraron el buen combate sin ensuciar sus uniformes
ni sus conductas. Sus nombres y los de las batallas en las que
actuaron no pueden ser suprimidos de la memoria nacional, como
vilmente viene sucediendo.
6.- Se ha olvidado, en sexto lugar, que no toda acción
represiva es inmoral, y que aún del hecho de una represión
ilícita no se sigue la inocencia de quienes la hayan
padecido. Ambas cosas sucedieron en nuestro país. Hubo una
represión del terrorismo perfectamente legítima y
encuadrable dentro de los cánones de la guerra justa. Y hubo
una represión -aconsejada por los eternos asesores de imagen
que continuamente proporciona el poder mundial para estas
ocasiones- que violó las normas éticas, siempre vigentes, aún
en tiempos de conflagración, desnaturalizando aquella
contienda y enlodando a quienes la ordenaban. Mas por enorme
que resulte el repudio a aquel modo torcido de reprimir el
accionar terrorista, ello no convierte en inocentes a todos
aquellos sobre los cuales se ejecutó, ni en torturadores a
todos aquellos militares que pelearon. Sin mengua de que hayan
podido resultar lesionados algunos inocentes, hubo culpables
reprimidos lícitamente y culpables reprimidos ilícitamente.
. Pero lo más penoso, es que hubo grandes culpables
protegidos. Después, y hasta hoy, ocuparían los cargos más
encumbrados del Estado. Muchos altos jefes de las FF.AA. deberían
responder por esta altísima traición a la patria.
7.- Se ha olvidado, en séptimo lugar, que no existió ninguna
dictadura militar ni ningún genocidio. Debió existir la
primera -posibilidad prevista en la vida política de una nación
y en las formas gubernamentales de emergencia en tiempos de
anarquía- como respuesta necesaria y oportuna a la situación
extraordinaria que se vivía entonces. Contrariamente, las
sucesivas cúpulas castrenses procesistas se declararon en pro
de “una democracia moderna, eficiente y estable”, y se
comportaron como una variante más del Régimen: la del
partido militar. Hasta que trasladaron mansamente el poder al
más conocido picapleitos del sanguinario jefe erpiano. La
imagen de Bignone entregando satisfecho el mando a Alfonsín,
defensor de Santucho, es el símbolo más elocuente de la
inexistencia de dictadura castrense alguna, y la prueba más
patética de la existencia de una connivencia oprobiosa entre
aquellas mencionadas cúpulas procesistas y los mandos
subversivos. Así como no hubo dictadura no hubo genocidio,
pues muertos por procedimientos lícitos o ilícitos, los
guerrilleros abatidos no fueron perseguidos por cuestiones
raciales o étnicas, sino por constituir un ejército invasor,
de raigambre internacionalista, durante una contienda iniciada
formalmente por ellos.. Todas las comparaciones que se hacen
entre el Proceso y el Nacionalsocialismo, resultan ridiculas,
falaces, desproporcionadas y carentes de sustento.. Tanto por
la falsificación que comporta de los hechos argentinos como
por la exageración de los hechos ocurridos en la Alemania del
Tercer Reich. La estúpida analogía no es más que
propaganda comunista para consumo de ignorantes y de mendaces.
8.- Se ha olvidado, en octavo lugar, que no hubo un terrorismo
de Estado sino una cobardía de Estado; del Estado Liberal
concretamente, incapaz de hacerse responsable -con nombres y
apellidos al pie de las sentencias- de las sanciones penales públicas
más drásticas, perfectamente aplicables en tiempos de guerra
contra un invasor externo con apoyos nativos. Pero más allá
de esta cobardía repudiable, no puede establecerse ninguna
simetría entre el Estado agredido que justamente se defiende
y preserva, y la acción disociadora de las células
guerrilleras, que pretendían constituirse en un Estado dentro
del Estado. Hubo acciones represivas del Estado Argentino
perfectamente plausibles, como la intervención militar en
Tucumán con el Operativo Independencia. Y otras medrosas e
indignas, según las cuales, la clandestinidad y la
“ofensiva por izquierda” eran preferibles a la reacción
diestra y nítida.
9.- Se ha olvidado, en noveno lugar, que no existieron campos
de concentración ni holocaustos de ninguna especie. En todo
caso, tan mal pudieron pasarla los guerrilleros detenidos como
los secuestrados en las cárceles del pueblo. Los casos de
Larrabure e Ibarzábal seguirán siendo terriblemente paradigmáticos
al respecto. La tortura es un procedimiento inmoral, aunque
quepan algunas distinciones casuísticas sobre la aplicación
de los castigos físicos. Mas no existe un determinismo que
convierte a todo militar en un torturador, sino una naturaleza
humana caída que puede degradar al hombre, cualquiera sea el
bando al que pertenezca. La dialéctica que hace del militar
un torturador y un secuestrador de criaturas y del guerrillero
una víctima mansa e indefensa, no resiste la menor
confrontación con la realidad y es parte constitutiva de una
nueva y grosera leyenda negra. Pero también debe decirse que
no toda medida de contención física de un delincuente es
tortura, ni lo es todo interrogatorio de un culpable, y que
resulta una hipocresía inadmisible escandalizarse por la
falta de un trato humano después de habérselo negado a
otros.
10.- Se ha olvidado, en décimo lugar, que no eran alegres
utopías las que movilizaban a los cuadros guerrilleros sino
un odio visible sostenido en una ideología intrínsecamente
perversa. No eran tampoco desprotegidos y desguarnecidos
corderos, a merced de una jauría desenfrenada de soldados,
sino tropas fríamente adiestradas y entrenadas para matar y
morir. Ninguna inocencia los caracterizaba. Ningún atenuante
los alcanza. Secuestraron y maltrataron a sus víctimas
horrorosamente; extorsionaron y se desempeñaron como
victimarios de su propio pueblo; practicaron el sadismo entre
sus mismos compañeros de lucha; tuvieron sus centros
clandestinos de detención; arrojaron a muchos jóvenes y
hasta adolescentes al combate, utilizando después sus muertes
como propaganda partidaria y como argumentos sentimentales
contra la represión. Y no se privaron de escudarse en sus
propios hijos para propiciar sus fugas o para cubrirse en las
refriegas, dejándolos abandonados en no pocas ocasiones. Esos
hijos por los que hoy se reclama fueron, en algunos casos,
abandonados por sus mismos padres, después de haberlos usado
como coartada, tal como surge con toda claridad de muchas de
las actuaciones judiciales respectivas. No todo hijo de
desaparecido fue arrancado de sus padres, adulterado en su
identidad y entregado en tenencia a una familia sustituta.
Muchos fueron abandonados por la pareja de guerrilleros que
eventualmente los tenía consigo o que los había engendrado.
Y fueron recogidos, adoptados y criados con las mejores
intenciones por abnegados ciudadanos o por solícitas familias
castrenses.
Queden señalados esquemáticamente estos olvidos. No son los
únicos sino los que conviene recordar en los duros momentos
actuales. Queden señalados, porque recordar es un deber, y
olvidar es una culpa. Queden señalados, porque sin la memoria
intacta y alerta no se puede marchar al combate.