ECOLOGÍA
por
Denes Martos
La
tierra produce lo suficiente como para
satisfacer las necesidades de todos;
pero no tanto como para aplacar
la codicia de cada individuo.
Mahatma Gandhi
Si prestamos tan solo un poco de atención a las cosas que suceden en el
mundo, por poco que miremos nos toparemos casi inmediatamente con el
absurdo. La insensatez se ha apoderado de tal modo de amplias esferas de
nuestra civilización que hasta no resultaría exagerado decir que
Occidente ya no es. Simplemente está. No es, porque se encuentra a años
luz de lo que podría haber sido considerando su larga Historia y su
trayectoria. Y simplemente está, porque se mantiene fagocitando lo que
fue y lo que tiene, hipotecando su futuro con tales magnitudes de riesgo
que hasta su supervivencia como conjunto etnocultural puede ponerse en
duda.
En cuanto a los recursos de los que disponemos, los seres humanos que
vivimos sobre este planeta deberíamos tener en claro al menos una cosa:
no todo aquello que tenemos se debe a nuestro trabajo, a nuestro ingenio y
a nuestro esfuerzo. Muchas de las cosas de las que dependemos nos han sido
dadas. No fabricamos el aire que respiramos, no producimos el petróleo
que extraemos de las profundidades de la tierra, no generamos esa fuerza
misteriosa que hace germinar a las semillas, no tenemos ningún poder
sobre el sol alrededor del cual gira el planeta así como tampoco sobre la
trayectoria de ese planeta que hace que tengamos inviernos y veranos, otoños
y primaveras. Ni siquiera podemos evitar que llueva y que se produzcan
inundaciones; o que no lo haga y ocurran devastadoras sequías.
Además, no todo lo que existe es reemplazable por lo que nosotros mismos
hacemos. Varias de las cosas que procesamos simplemente las consumimos sin
poderlas reemplazar. A otras cosas a veces las consumimos a una velocidad
mayor de lo que la naturaleza puede renovarlas. Y también ensuciamos lo
que después no podemos limpiar. En muchos aspectos estamos destruyendo,
consumiendo, ensuciando, lo que nos sostiene; aquello que es la precondición
necesaria para nuestra propia existencia; aquello sin lo cual nuestra vida
sería imposible y terminaría hasta careciendo de sentido – como todo
lo imposible.
El mundo, el universo, nos ha sido dado. La vida misma nos es dada. Es
algo que hemos recibido; no es algo que hayamos hecho nosotros mismos. Y
necesitamos todo ello para ser, para existir, para vivir. Nuestra
existencia terrenal es posible solamente en tanto y en cuanto sepamos
cuidar y administrar eso que nos ha sido dado.
Desgraciadamente, la modernidad occidental ha venido haciendo exactamente
lo contrario. Y el absurdo está en que a esta tendencia básicamente
suicida se la llame "Progreso"; así, con mayúscula. Porque
mientras los bienes materiales y los servicios se multiplican y crecen
cuantitativamente a velocidades pasmosas, el mundo real de las sociedades
occidentales avanza hacia una cada vez menos disimulable decadencia. La
sociedad postmoderna occidental se violenta a sí misma por partida doble:
agrede y tiende a destruir su hábitat natural externo – es decir: su
medioambiente – al mismo tiempo en que también tiende a destruir su hábitat
interno – es decir: su propia cultura.
Lo gracioso es que los economistas y buena parte de los intelectuales a
este proceso lo llaman "crecimiento" y "desarrollo".
Obnubilados por la producción de cantidades cada vez mayores de bienes y
servicios, que a su vez generan por supuesto ganancias financieras cada
vez mayores, estos teóricos pasan por alto el enorme precio que estamos
pagando con la depredación de los recursos y la devastación de la
cultura. Y lo absurdo es que sigamos llamando "capitalismo" a un
sistema de producción cuya enorme cantidad de productos se logra al
precio de destruir, tanto nuestro capital natural de recursos no
renovables, como el capital cultural de los logros morales, intelectuales
y espirituales que hemos creado con el fin de organizar sociedades armónicas
y estables en las que sea posible una vida humana más plena y
satisfactoria. Pero el colmo de lo absurdo es que hagamos todo esto
reivindicando la "Ilustración" y el iluminismo enciclopédico
del "Siglo de las Luces" cuando para cualquier ser humano
medianamente pensante se ha hecho evidente que el proceso histórico
iniciado allá por el Siglo XVIII nos ha conducido a una declinación de
valores esenciales pocas veces vista en Occidente.
Considerando todo lo anterior uno podría pensar que nuestros principales
políticos deberían dedicarse seriamente al análisis de la situación
planteada. Lamentablemente no es así. Hace unas semanas atrás, entre el
20 y el 22 de junio de 2012 tuvo lugar en Río de Janeiro la Conferencia
de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable, bautizada como "Cumbre
de la Tierra Río+20", veinte años después de la primera cumbre
histórica de Río de Janeiro en 1992 y diez años después de la de
Johannesburgo en 2002. Por desgracia, quedó confirmado lo que sospechábamos
todos los que de una forma u otra seguimos con cierta atención las
cuestiones relativas al riesgo ambiental: la conferencia terminó con un
rotundo fracaso. Más allá de grandes declaraciones de principios y de
buenas intenciones, lo logrado de manera efectiva es prácticamente nulo.
Algo a lo cual, sin duda alguna, contribuyeron los principales países
industriales como los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania al sabotear
encuentro con las notorias ausencias de Barack Obama, David Cameron y
Angela Mekel quienes solamente enviaron sus representantes. [1].
La Cumbre de Río de Janeiro volvió a confirmar – una vez más – dos
cosas que ya sabíamos: A)- Que nuestros principales dirigentes políticos
reconocen al menos la existencia del problema y B)- Que no tienen ni el
poder ni los medios para solucionarlo.
Encima de ello, también carecemos de un planteo racional y viable que
haga posible un diálogo positivo orientado a la implementación de
medidas concretas realmente factibles. Por un lado, el debate sobre la
cuestión ecológica está en manos de "ecologistas" cuyo interés
fundamental es ponerle palos en la rueda a las empresas capitalistas
siendo que su objetivo real es más un sabotaje político y mediático
contra el capitalismo que una acción coherente en materia de ecología.
Por el otro lado, el debate se arrastra entre políticos que no consiguen
pasar de una declamación más o menos elegante de buenos deseos sin casi
ningún resultado concreto apreciable. Tenemos así dos debates
perfectamente estériles: el uno impulsado por activistas políticos
muchas veces completamente ignorantes de las serias cuestiones
industriales involucradas, y el otro, desarrollado entre políticos que, a
los efectos concretos, no saben ni pueden hacer más que relativamente
bienintencionados comentarios al respecto. Los resultados están a la
vista: ni los activistas de la Asamblea Ambiental de Gualeguaychú han
conseguido en la Argentina su verdadero propósito de cerrar y eliminar la
pastera Botnia instalada del lado uruguayo, ni tampoco la Conferencia de Río
ha conseguido un acuerdo sobre medidas serias y prácticas.
Mientras los activistas ecologistas son rehenes de una ideología
completamente carente de propuestas económica y socialmente viables de
producción alternativa para cubrir las necesidades de una población
mundial de 7.000 millones de habitantes, los políticos de las democracias
occidentales son simplemente rehenes de la plutocracia financiera
internacional que financia sus campañas y sus privilegios. Somos rehenes
de una estructura financiera global que determina en lo esencial todos
nuestros procesos de producción principales y le impone a la cuestión
ecológica un falso marco de conceptualización al aplicar una batería de
conceptos igualmente falsos.
Es simplemente absurdo aceptar el concepto políticamente correcto del
"desarrollo sustentable" como bello ideal con proyección futura
mientras, por otra parte, la construcción de ese supuesto ideal futuro
implica necesariamente la in-sustentabilidad como característica
operativa real. En un marco así, cualquier intención, por más noble y
bienintencionada que sea, estará irremisiblemente condenada al fracaso
mientras no consiga romper el poder de la plutocracia y el interés que la
hegemonía financiera tiene en la in-sustentabilidad.
Y la solución al dilema no es tan sencilla como lo presupone el
romanticismo infantil de la mayoría de los ecologistas. Con reducir drásticamente
el consumo de las sociedades industrializadas el problema subsistiría si,
como abiertamente lo proponen estos mismos activistas, incorporáramos
como consumidores – aun a niveles individuales de consumo menores – a
los millones de seres humanos que actualmente vegetan en la periferia del
sistema. Porque producir para 7.000 millones de habitantes en lugar de
hacerlo para algunos millones privilegiados no implicaría una estructura
industrial y de servicios menor que la que tenemos en la actualidad. Y,
por el otro lado, si eliminamos la tecnología productiva actual y
retrocedemos a estructuras y procesos más artesanales, nos resultaría
completamente imposible satisfacer a niveles aceptables el consumo básico
de 7.000 millones de seres humanos.
En otras palabras, el dilema tal como está planteado por el marco
conceptual vigente es: o bien reducimos el consumo del primer mundo pero
mantenemos la marginalidad de casi dos tercios de la población mundial ;
o bien incorporamos a los marginados pero, en ese caso, no solo tendríamos
que mantener sino muy probablemente incluso expandir nuestra estructura
productora de bienes y servicios. En el primer caso habríamos reducido el
impacto ambiental al precio de mantener la marginalidad mientras que, en
el segundo caso, eliminaríamos la marginalidad pero mantendríamos – y
probablemente hasta aumentaríamos – el impacto ambiental. Ni hablemos
del hecho que, con robótica y automación electrónicamente controlada
para mantener niveles altos de eficacia y eficiencia, seguiría sin
resolver el otro problema grave que tenemos que es el de la desocupación
laboral.
Naturalmente, planteado en estos términos, el problema es insoluble.
Por desgracia, la verdadera solución tampoco es simple.
Por de pronto, una de las primeras cosas que podríamos hacer es aumentar
drásticamente nuestras capacidades de reciclaje y mejorar nuestras
tecnologías de reciclado. Mientras más y mejor reciclemos (por ejemplo
los materiales plásticos) menos presión extractora ejerceremos sobre el
medio ambiente y los recursos no renovables. Con todo, hay que saber que
el reciclado tiene sus bastante estrechos límites. El papel, por ejemplo,
admite un número muy limitado de reciclados ya que con cada proceso se
produce la ruptura de las fibras y al final solo sirve para obtener papel
tisú. Además de ello, la selección del material a reciclar es toda una
cuestión en sí misma. Siguiendo con el ejemplo del papel, en la basura
no basta con separar el papel de los demás materiales. Para reducir los
costos de reciclado habría que separar además el papel blanco del de
color y apartar por otro lado todos los papeles cubiertos con otros
materiales y los encerados o engomados. El reciclado de los materiales plásticos
presenta dificultades similares.
Otra línea de ataque al problema podría consistir en revisar nuestra política
de durabilidad de los productos. Por ejemplo, los productos hogareños, (lavarropas,
heladeras, licuadoras, aspiradoras, etc. etc.) en su enorme mayoría están
actualmente fabricados con una "obsolescencia programada" de
unos 5 años en promedio, dependiendo del fabricante y de las condiciones
de uso. En otras palabras: los electrodomésticos están diseñados para
durar unos 5 años aproximadamente suponiendo un uso "normal".
Pasado ese lapso de tiempo, la reparación comienza a no justificarse
considerando el costo de un aparato nuevo. Aumentando la durabilidad de
los productos (por supuesto que no solo de los electrodomésticos) reduciríamos
tanto el desecho como la necesidad de una constante reposición por
productos nuevos; y si a esto le sumáramos una menor publicidad
instigadora de un consumo compulsivo idólatra del "último
modelo", se necesitarían volúmenes de producción sensiblemente
menores para cubrir las mismas necesidades.
Una tercera vía de aproximación sería el establecimiento de un sistema
de premios y castigos orientado a fomentar el cuidado ambiental. En esto,
hay algo que no puede ser soslayado: industrias que no contaminan tienen
costos de producción mayores que las que sí lo hacen. Contaminar, por
regla general, abarata el producto ya que, por ejemplo, siempre será
mucho más barato tirar sencillamente los efluentes al río que instalar,
mantener y operar una compleja planta de procesamiento de efluentes. Para
esto, los activistas ecologistas suelen tener una respuesta pueril: que
las empresas se conformen con ganar menos y gasten más en cuidar el
medioambiente. Sugerencia muy loable, por cierto, pero que no tiene en
cuenta en absoluto el comportamiento natural de los seres humanos que no
se dedican a la actividad económica ni por puro altruismo ni por afán de
hacer beneficencia.
Será todo lo lamentable que se quiera pero desde la época de los
fenicios el que se dedica a una actividad económica pretende que la misma
sea rentable y, si no hemos podido cambiar esa actitud humana en 3.200 años
pocas esperanzas quedan de que lo consigamos en los próximos 50 o 100. En
esto, como en tantas otras cosas, somos hijos del rigor. En la actualidad
la contaminación está (en algunos países) penada con multas, con lo que
las empresas en muchos casos simplemente pagan la multa que les permite
seguir contaminando siendo que este costo es mucho menor que lo que les
costaría no contaminar. Los políticos, por supuesto, tampoco son del
todo inocentes en esto ya que, con frecuencia, las multas se "negocian"
o hasta se "comparten" y, en todo caso, el sistema opera con
castigos previstos – al menos nominalmente – para los que contaminan
pero ningún premio real para quienes no lo hacen.
La alternativa es poco menos que obvia: ¿por qué no hacerlo a la
inversa? Supongamos tan solo por un momento que premiamos – por ejemplo
– con menor carga impositiva y con mayores facilidades de crédito a
quienes no contaminan y recargamos los impuestos y enduremos los créditos
a quienes pretenden seguir contaminando. Eso reduciría los costos de los
primeros y aumentaría los de los segundos. Con una estrategia de ingeniería
financiera bien diseñada se podría tender a lograr que los productos
fabricados por procesos no-contaminantes sean incluso más económicos que
los fabricados con contaminación. Hasta que eso no se haga,
lamentablemente poca colaboración se puede esperar del mundo empresario.
Especialmente cuando, en última instancia, este mundo empresario no es
sino el brazo ejecutor de las estrategias diseñadas por los inversores y
accionistas del poder financiero global para satisfacer las exigencias de
una codicia y de una usura que no reconoce límites.
Porque – y esto también debe ser dicho – el problema no está tanto
en las empresas en sí sino en la plutocracia internacional que les exige
ganancias, y cada vez mayores ganancias, a toda costa y sin importar las
consecuencias.
Va de suyo que las breves alternativas apenas apuntadas más arriba no
resolverían la totalidad del complejo problema ambiental. Un verdadero
Plan Estratégico a tal efecto requeriría, por supuesto, una extensión
considerablemente mayor y un desarrollo técnico que, incluso, debería
abarcar más de una disciplina, mucho más allá de un mero análisis de
riesgo.
Pero, en todo caso, un criterio PRÁCTICO como el que inspira esas
sugerencias produciría resultados al menos un poco más positivos que un
corte de ruta, o una Conferencia en la que se reúnen personas que saben
que el problema existe pero que no tienen ni idea de cómo hacer para
resolverlo.
Notas
1 )- Cf. http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/06/19/actualidad/1340127312_162340.html
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