A
30 años del golpe, aun falta un examen circunstanciado y objetivo
de los factores que enhebraron la catástrofe.
El
24 de marzo de 1976 significó para el país la inmersión en una
noche negra. Pero no hay que incurrir en el error de considerar a
esa fecha como la catástrofe decisiva de la historia nacional
durante el siglo XX: más bien fue la derrota culminante en una
serie de difíciles combates; el punto de arranque – que debía
haber sido también el de no retorno – para el ordenamiento
definitivamente retrógrado y dependiente de esta sociedad.
El
legado del Proceso es la nación descoyuntada que tenemos, devastada
en su aparato productivo y más aun en su capacidad de resistencia
–práctica y psíquica– frente a los fenómenos que en el mundo
acarrea la globalización. No significa esto que desdeñemos los
esfuerzos que, mal que bien, se están cumpliendo para dar forma a
la articulación nacional superior que podría verificarse a través
del Mercosur, ni a la reacción popular que, en diciembre de 2001,
sacó al Estado del carril neoliberal por el que se movía desde hacía
26 años y abrió una etapa en la cual el pueblo pudo decir aunque más
no fuere su media palabra. Pero la combinación de castigos y
derrotas que se acumularon en tiempos de la dictadura y que fueron
prolongados por una democracia que encerró al electorado en
opciones que, en el campo económico, no le dejaban otra alternativa
que seguir al modelo, terminaron convirtiéndose en una lápida bajo
la cual proliferaron el desconcierto, el cinismo, las actitudes
renunciatarias y un atontamiento que no provenía sólo de las
secuelas del golpe demoledor inferido por el régimen militar, sino
también de un aparato comunicacional que se especializó en el
sensacionalismo o el despropósito y que hizo de la navegación por
la superficie de las cosas y de la elusión sistemática de los
problemas de fondo, el recurso maestro para el lavado de cerebros.
Este
factor fue y en cierto modo sigue siendo un elemento determinante de
la incapacidad para asimilar y decantar la tenebrosa experiencia del
'76. Pues los argentinos seguimos atrapados en una polémica
superficial acerca de la bestialidad de los militares del proceso o
del carácter diabólico de los elementos subversivos que
pretendieron adueñarse de la sociedad a través de la comisión de
asesinatos apuntados a exponentes del aparato de seguridad o del
mundo sindical; o de operativos contra un universo empresario del
cual pensaban alimentarse a través de secuestros extorsivos que a
veces se saldaban con la muerte de quienes eran sus víctimas.
Mucho
se ha denostado a la “teoría de los dos demonios”, recusando a
quienes pretenden equiparar a los contendientes de aquella guerra
irregular y asimétrica, amén de sucia. Este rechazo es correcto,
sin duda, pues los crímenes clandestinos cometidos por el régimen
militar, que disponía de una gama de herramientas jurídicas para
defender al Estado a la luz del día y no apeló a ellas, fueron, amén
de aberrantes, gratuitamente crueles, envenenaron al país y a las
propias Fuerzas Armadas y supusieron una transgresión a los
derechos humanos de una magnitud muy superior a aquella en que
incurrió la guerrilla. En este sentido, esas dos dimensiones
no son comparables.
Otra
calificación posible
Ahora
bien, ¿qué ocurre si, en vez de la teoría de los dos demonios,
tomamos en consideración la “teoría de los dos locos”? ¿O
de “las dos marionetas”, tal vez, si consideramos que los dos
extremos de la ecuación que desgarró al país sirvieron
objetivamente a los intereses de una configuración de poder de carácter
global determinada desde arriba?
A
riesgo de hacerme acreedor al reproche de petulancia o irreverencia,
me parece que se trata una hipótesis que no debería ser
descartada.
La
locura o el extravío no suprimen la responsabilidad ni la
perversidad, desde luego. Ni cancelan el crimen ni eximen de culpa.
Ni, por supuesto, suprimen el dolor y el sufrimiento. Pero
reconocerlos como factores capaces de jugar un papel importante en
el desencadenamiento de una catástrofe como la vivida por el país
en las últimas décadas, permite compensar con cierta ironía la
rabia o la amargura que ese pasado inspira. Y con ello
predisponernos a una consideración más temperada de las cosas, que
sirva para medir mejor las acciones dirigidas a evaluar el pasado y
a corregir el presente.
Las
atrocidades cometidas en los '70 pueden aparecer entonces como
expresiones de una inmadurez nacional que combinaba, curiosamente,
el infantilismo, el voluntarismo, la ignorancia y la pereza
intelectual. En efecto, pretender tomar el Estado por asalto desde
las universidades y a través del activismo adolescente, era una
ingenuidad confinante con la tontería, en especial si la sociedad
en cuestión era una como la nuestra, no predispuesta a las
aventuras revolucionarias y muy conforme con una movilidad social
que, por entonces, consentía pasar de un estrato inferior a otro
superior sin demasiadas dificultades o en el lapso de una o dos
generaciones.
Por
otro lado, ¿cómo fue posible que los cuadros militares se
encandilasen con la posibilidad de formar parte de la coalición
anticomunista y creyesen (antes que Carlos Menem, aunque en un plano
más expuesto) que era posible ingresar al primer mundo reeditando
la guerra sucia de los franceses en Argelia y de los norteamericanos
en Vietnam?
Esta
última composición de lugar implicaba dos cosas. Primero, que las
Fuerzas Armadas no entendían –o estaban decididas a no
entender– las corrientes del cambio que habían proliferado después
de la segunda guerra mundial y que a través del vector ideológico
del comunismo expresaban en muchos casos la insurgencia nacional de
los países coloniales y semicoloniales. Y, segundo, que volvían
contra su propia nación las metodologías practicadas por potencias
extranjeras contra las poblaciones de los países que se encontraban
bajo su bota.
Con
lo cual los altos mandos venían a confirmar, a posteriori, la
ecuación guerrillera que definía al ejército nacional como una
fuerza de ocupación; ecuación esta que era a su vez la base del
error fundamental que cometía la insurgencia, motivándola a
lanzarse a un ataque frontal contra el Ejército.
Esto
representó su suicidio, ya que aglutinó a la institución armada y
soldó las diferencias que podían existir, entre los militares, en
torno a la comprensión del pasado de la Argentina y al diseño de
su futuro. Lo cual implicó, a su vez, que las FF.AA. fueran
hegemonizadas por el sector dominante en ellas desde el ‘55,
antipopular por vocación, ideológicamente enfeudado al
imperialismo y, consecuentemente, ajeno a una definición nacional
de la política.
Un
desastre en gran escala
Esta
distorsión confirmó a las Fuerzas Armadas de ese momento en la
cadena de transmisión de la presión foránea y reforzó su papel
de valedoras de la coalición del establishment con el imperialismo,
redondeando el papel que los centros de decisión en Estados Unidos
habían asignado a las instituciones armadas en el Cono Sur.
El
golpe del '76, en efecto, supuso la supresión de las barreras que
restaban contra la irrupción del proyecto neoliberal que venía
pugnando por instalarse en el país desde 1955, pero que nunca había
logrado prevalecer del todo pues el contrapeso del aparato sindical
creado por el primer peronismo le complicaba las cosas y, a pesar de
sus insuficiencias, empataba la pugna social entre las minorías
poseedoras y el “demos”.
Esa
lucha venía arrastrándose desde la fundación de la República,
bajo distintas formas, pero había tomado un cariz favorable al
pueblo al promediar el siglo XX. En gran medida este curso había
sido enmendado por la contrarrevolución del ‘55, pero seguía
activo y, al alborear los '70, había fructificado en un nuevo
ascenso popular.
La
situación de impasse, a punto romperse en ese momento a favor de
las masas populares, invirtió dramáticamente su signo al
debilitarse un frente nacional muy heterogéneo, lastrado por las
contradicciones del peronismo. La loca pretensión de los sectores
de ultraizquierda en el sentido de “robar” el poder rodeando a
Perón y haciéndolo ir hacia donde no tenía ninguna intención de
ir –esto es, a la revolución socialista–, terminó de fracturar
el movimiento nacional, alienó a los sectores militares que podrían
haberlo acompañado y abrió las puertas a una represión sin límites
que devastó el país, aterró a las clases medias, redujo la
resistencia sindical y trazó los parámetros para una desregulación
de la economía que, en los años ‘90, acarrearía la liquidación
dolosa de las empresas del Estado y la práctica destrucción del
aparato productivo.
Estos
son, a mi entender, los temas profundos que plantea el '76, si
queremos verlo más allá de su exterioridad dramática y de sus
tragedias personales.
|