El golpe del 76: dialéctica de un desastre

Por Enrique Lacolla

A 30 años del golpe, aun falta un examen circunstanciado y objetivo de los factores que enhebraron la catástrofe.

El 24 de marzo de 1976 significó para el país la inmersión en una noche negra. Pero no hay que incurrir en el error de considerar a esa fecha como la catástrofe decisiva de la historia nacional durante el siglo XX: más bien fue la derrota culminante en una serie de difíciles combates; el punto de arranque – que debía haber sido también el de no retorno – para el ordenamiento definitivamente retrógrado y dependiente de esta sociedad.

El legado del Proceso es la nación descoyuntada que tenemos, devastada en su aparato productivo y más aun en su capacidad de resistencia –práctica y psíquica– frente a los fenómenos que en el mundo acarrea la globalización. No significa esto que desdeñemos los esfuerzos que, mal que bien, se están cumpliendo para dar forma a la articulación nacional superior que podría verificarse a través del Mercosur, ni a la reacción popular que, en diciembre de 2001, sacó al Estado del carril neoliberal por el que se movía desde hacía 26 años y abrió una etapa en la cual el pueblo pudo decir aunque más no fuere su media palabra. Pero la combinación de castigos y derrotas que se acumularon en tiempos de la dictadura y que fueron prolongados por una democracia que encerró al electorado en opciones que, en el campo económico, no le dejaban otra alternativa que seguir al modelo, terminaron convirtiéndose en una lápida bajo la cual proliferaron el desconcierto, el cinismo, las actitudes renunciatarias y un atontamiento que no provenía sólo de las secuelas del golpe demoledor inferido por el régimen militar, sino también de un aparato comunicacional que se especializó en el sensacionalismo o el despropósito y que hizo de la navegación por la superficie de las cosas y de la elusión sistemática de los problemas de fondo, el recurso maestro para el lavado de cerebros.

Este factor fue y en cierto modo sigue siendo un elemento determinante de la incapacidad para asimilar y decantar la tenebrosa experiencia del '76. Pues los argentinos seguimos atrapados en una polémica superficial acerca de la bestialidad de los militares del proceso o del carácter diabólico de los elementos subversivos que pretendieron adueñarse de la sociedad a través de la comisión de asesinatos apuntados a exponentes del aparato de seguridad o del mundo sindical; o de operativos contra un universo empresario del cual pensaban alimentarse a través de secuestros extorsivos que a veces se saldaban con la muerte de quienes eran sus víctimas.

 Mucho se ha denostado a la “teoría de los dos demonios”, recusando a quienes pretenden equiparar a los contendientes de aquella guerra irregular y asimétrica, amén de sucia. Este rechazo es correcto, sin duda, pues los crímenes clandestinos cometidos por el régimen militar, que disponía de una gama de herramientas jurídicas para defender al Estado a la luz del día y no apeló a ellas, fueron, amén de aberrantes, gratuitamente crueles, envenenaron al país y a las propias Fuerzas Armadas y supusieron una transgresión a los derechos humanos de una magnitud muy superior a aquella en que incurrió la guerrilla.  En este sentido, esas dos dimensiones no son comparables.

Otra calificación posible

Ahora bien, ¿qué ocurre si, en vez de la teoría de los dos demonios, tomamos en consideración la “teoría de los dos locos”? ¿O de “las dos marionetas”, tal vez, si consideramos que los dos extremos de la ecuación que desgarró al país sirvieron objetivamente a los intereses de una configuración de poder de carácter global determinada desde arriba?

A riesgo de hacerme acreedor al reproche de petulancia o irreverencia, me parece que se trata una hipótesis que no debería ser descartada.

La locura o el extravío no suprimen la responsabilidad ni la perversidad, desde luego. Ni cancelan el crimen ni eximen de culpa. Ni, por supuesto, suprimen el dolor y el sufrimiento. Pero reconocerlos como factores capaces de jugar un papel importante en el desencadenamiento de una catástrofe como la vivida por el país en las últimas décadas, permite compensar con cierta ironía la rabia o la amargura que ese pasado inspira. Y con ello predisponernos a una consideración más temperada de las cosas, que sirva para medir mejor las acciones dirigidas a evaluar el pasado y a corregir el presente.

Las atrocidades cometidas en los '70 pueden aparecer entonces como expresiones de una inmadurez nacional que combinaba, curiosamente, el infantilismo, el voluntarismo, la ignorancia y la pereza intelectual. En efecto, pretender tomar el Estado por asalto desde las universidades y a través del activismo adolescente, era una ingenuidad confinante con la tontería, en especial si la sociedad en cuestión era una como la nuestra, no predispuesta a las aventuras revolucionarias y muy conforme con una movilidad social que, por entonces, consentía pasar de un estrato inferior a otro superior sin demasiadas dificultades o en el lapso de una o dos generaciones.

Por otro lado, ¿cómo fue posible que los cuadros militares se encandilasen con la posibilidad de formar parte de la coalición anticomunista y creyesen (antes que Carlos Menem, aunque en un plano más expuesto) que era posible ingresar al primer mundo reeditando la guerra sucia de los franceses en Argelia y de los norteamericanos en Vietnam?

Esta última composición de lugar implicaba dos cosas. Primero, que las Fuerzas Armadas no entendían –o estaban decididas a no entender– las corrientes del cambio que habían proliferado después de la segunda guerra mundial y que a través del vector ideológico del comunismo expresaban en muchos casos la insurgencia nacional de los países coloniales y semicoloniales. Y, segundo, que volvían contra su propia nación las metodologías practicadas por potencias extranjeras contra las poblaciones de los países que se encontraban bajo su bota.

Con lo cual los altos mandos venían a confirmar, a posteriori, la ecuación guerrillera que definía al ejército nacional como una fuerza de ocupación; ecuación esta que era a su vez la base del error fundamental que cometía la insurgencia, motivándola a lanzarse a un ataque frontal contra el Ejército.

Esto representó su suicidio, ya que aglutinó a la institución armada y soldó las diferencias que podían existir, entre los militares, en torno a la comprensión del pasado de la Argentina y al diseño de su futuro. Lo cual implicó, a su vez, que las FF.AA. fueran hegemonizadas por el sector dominante en ellas desde el ‘55, antipopular por vocación, ideológicamente enfeudado al imperialismo y, consecuentemente, ajeno a una definición nacional de la política.

Un desastre en gran escala

Esta distorsión confirmó a las Fuerzas Armadas de ese momento en la cadena de transmisión de la presión foránea y reforzó su papel de valedoras de la coalición del establishment con el imperialismo, redondeando el papel que los centros de decisión en Estados Unidos habían asignado a las instituciones armadas en el Cono Sur.

El golpe del '76, en efecto, supuso la supresión de las barreras que restaban contra la irrupción del proyecto neoliberal que venía pugnando por instalarse en el país desde 1955, pero que nunca había logrado prevalecer del todo pues el contrapeso del aparato sindical creado por el primer peronismo le complicaba las cosas y, a pesar de sus insuficiencias, empataba la pugna social entre las minorías poseedoras y el “demos”.

Esa lucha venía arrastrándose desde la fundación de la República, bajo distintas formas, pero había tomado un cariz favorable al pueblo al promediar el siglo XX. En gran medida este curso había sido enmendado por la contrarrevolución del ‘55, pero seguía activo y, al alborear los '70, había fructificado en un nuevo ascenso popular.

La situación de impasse, a punto romperse en ese momento a favor de las masas populares, invirtió dramáticamente su signo al debilitarse un frente nacional muy heterogéneo, lastrado por las contradicciones del peronismo. La loca pretensión de los sectores de ultraizquierda en el sentido de “robar” el poder rodeando a Perón y haciéndolo ir hacia donde no tenía ninguna intención de ir –esto es, a la revolución socialista–, terminó de fracturar el movimiento nacional, alienó a los sectores militares que podrían haberlo acompañado y abrió las puertas a una represión sin límites que devastó el país, aterró a las clases medias, redujo la resistencia sindical y trazó los parámetros para una desregulación de la economía que, en los años ‘90, acarrearía la liquidación dolosa de las empresas del Estado y la práctica destrucción del aparato productivo.

Estos son, a mi entender, los temas profundos que plantea el '76, si queremos verlo más allá de su exterioridad dramática y de sus tragedias personales.

Fuente
Enrique Lacolla
Publicado en "La Voz del Interior" - Córdoba
19/03/06
Suplemento en Conmemoración del golpe cívico-militar de 1976