CAPITALISMO Y ESTADO

por Denes Martos

El capitalismo es la asombrosa convicción
de que el más perverso de los seres humanos
hará las cosas más perversas
y que ello redundará en en el mayor beneficio para todos
.
John Maynard Keynes

El poder no corrompe a los hombres.
Sin embargo, los idiotas,
cuando acceden a una posición de poder,
corrompen al poder
.
George Bernard Shaw



En algún momento todos tendremos que convencernos de una vez por todas de que el votar por un candidato político o por otro es algo completamente irrelevante. En la enorme mayoría de los casos y salvo excepciones realmente excepcionales – valga la redundancia – no importa cual candidato o cual partido llega al gobierno, el resultado será siempre el mismo. Nada va a ser diferente. Y, dada la orientación general que preside el sistema real de toma de decisiones, desgraciadamente no queda más remedio que prever un paulatino empeoramiento de la situación actual ya que todas las alternativas políticas con verdaderas posibilidades de acceder al poder se basan sobre el mismo dogma. Oficialismo u oposición son solamente los decorados que permiten dejar que el poder real siga operando detrás de las bambalinas y, para colmo, los mecanismos mentales de tanto el oficialismo como la oposición tolerada responden a los mismos criterios básicos: el mismo materialismo fundamental, el mismo dogmatismo económico y la misma supina ignorancia técnica y cultural.

Y no crean que me estoy refiriendo (solamente) a la Argentina. En la enorme mayor parte del planeta las cosas no funcionan de manera distinta, por más que varíen los "relatos" y los discursos que los políticos claman para consumo del rebaño de votantes. El hecho es que todo el sistema económico y social impuesto por lo que se ha dado en llamar "la globalización" está estructural y orgánicamente enfermo y muchos indicios apuntan a la posibilidad cierta de que esta enfermedad ya es terminal. Después del súbito derrumbe del socialismo marxista, el capitalismo liberal agoniza lentamente y ahora, a más de dos décadas de la demolición del Muro de Berlín, no parece contar con muchas posibilidades de comenzar a transitar por caminos distintos de aquellos que lo han conducido al actual callejón sin salida.

Sin embargo todavía hay muchísima gente que no lo entiende así. Y no lo entiende porque o bien pasa por alto, o bien directamente desconoce, el proceso que nos condujo hasta aquí. Sobre todo no se ha analizado lo suficiente el devenir de las ideologías dominantes que se fueron dando dentro del cuerpo dogmático del capitalismo liberal.

El liberalcapitalismo "clásico".

La época que podemos llamar "clásica" del liberalismo, con su cuerpo de ideas tendientes a imponer el "libre comercio" y la "libre empresa", se extendió por los siglos XVIII y XIX y se orientó por las ideas de Adam Smith (1723 - 1790) y David Ricardo (1772 - 1823), entre otros. Simplificando y resumiendo sus argumentos, lo esencial de esta concepción consistió en lograr la absoluta prescindencia del Estado en el ámbito económico bajo la hipótesis de que "el mercado" poseería la capacidad de autoregularse y de establecer por sí mismo el equilibrio y la armonía económica y social. El Estado tendría, pues, prohibido intervenir en los procesos económicos porque éstos, respondiendo a sus propias leyes "naturales", ya se encargarían de superar cualquier distorsión o desvío que eventualmente pudiese surgir.  

Lo que resultó de esto fue simplemente que las grandes empresas y los principales bancos pudieron hacer valer en forma despiadada sus ventajas competitivas en perjuicio de los más pequeños y menos poderosos. Algo que cualquiera con dos dedos de frente habría podido prever, porque lanzar a la arena del mercado a los grandes y poderosos contra a los pequeños y vulnerables vendría a ser lo mismo que encerrar a un tigre de Bengala junto con un gato siamés y después afirmar que la naturaleza ya se encargará de restablecer el equilibrio ecológico en la jaula. Es lo que Jules Guesde (1845 - 1922) calificó en su momento como "el zorro libre en el gallinero libre". Al final, esta supuesta filosofía socioeconómica desembocó en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y después en el gran colapso económico de 1929/1933.

La tesis keynesiana

Ante la Gran Depresión de 1929 el liberalismo tuvo que revisar sus papeles y lo hizo principalmente de la mano de John Maynard Keynes (1883–1946). Se creó así un capitalismo regulado por el Estado que halló su expresión en el New Deal norteamericano y en varios otros experimentos llevados a cabo en diferentes países. Lo esencial de la filosofía económica keynesiana consistió en aceptar que los mercados debe ser regulados, al menos hasta cierto punto. Esto llevó a concebir la idea de que el Estado, a través de empresas estatales, podía llegar a desempeñar un papel activo en la economía. Complementariamente, se diseñaron esquemas impositivos progresivos que presionaron sobre las grandes empresas, se amplió el alcance y el espectro de las prestaciones sociales y se tendió a lograr el pleno empleo en el mayor grado posible.

Hay que reconocer que este nuevo modelo, aun con sus altibajos y sus aspectos criticables, funcionó razonablemente bien. El mayor problema para sus diseñadores fue que – haciendo adaptaciones y ajustes que en muchos casos ya lo alejaban sensiblemente del capitalismo liberal – terminó siendo adoptado por corrientes políticas muy escasamente manejables y controlables por parte de los dueños del dinero. De hecho, el de Keynes, a grandes rasgos y desde el punto de vista conceptual, fue el modelo de partida – aunque no el de llegada – para regímenes como el de Hitler en Alemania y el de Mussolini en Italia. Basta pensar en que la Alemania de 1933, completamente endeudada y destruida con un 40% de desocupados, ya en 1936 durante las olimpíadas de Berlín hizo que medio mundo ensayara explicaciones diversas para tratar de interpretar su notable recuperación.

Después de la Segunda Guerra Mundial y en los países capitalistas de Occidente, la ideología keynesiana siguió teniendo su peso. En buena medida gracias a sus criterios se logró el "Estado de Bienestar" y la "Sociedad de Consumo", implementados después de 1945. El período 1945-1975 es el del "Milagro Escandinavo" y el del "Milagro Alemán"; pero también los EE.UU., Canadá y los demás países de Europa Occidental lograron avances económicos importantes. A pesar del marco de un hedonismo materialista casi irrestricto, una inocultable esterilidad cultural y una marcada tergiversación de la política además de la explotación de la periferia de los "subdesarrollados", durante este período es innegable que, al menos en los países de lo que hoy se ha dado en llamar el "Primer Mundo", se expandió la clase media, disminuyeron las diferencias sociales, el poder de la casta de los económicamente muy poderosos también disminuyó en alguna medida y, por lo menos en ese "primer mundo", la miseria extrema quedó reducida a márgenes notablemente reducidos.

Ése es el "Occidente Capitalista" que millones de europeos y norteamericanos hoy añoran con nostalgia; por supuesto que recordando sus beneficios y olvidando piadosamente sus falencias. Pero, con todo, hay que reconocer que la plutocracia de aquella época percibió que resultaba conveniente ponerle algún límite al hambre de ganancias tan esencial al capitalismo, aunque más no fuese para garantizar el normal funcionamiento de la sociedad, lograr una tranquilidad social superando las tensiones sociales y evitando los grandes desbordes.

Obviamente el marco de la guerra fría, las inestabilidades políticas con sus efervescencias revolucionarias y los riesgos inherentes a la coyuntura influyeron mucho en esto, pero por lo menos existió cierto marco teórico que lo justificaba en alguna medida.

El "neoliberalismo"

Sin embargo, el mundo estaba destinado a cambiar. Ya en 1960, siendo asesor de la campaña presidencial de John F. Kennedy, Zbigniew Brzezinski previó el estancamiento definitivo de la URSS, su posible ruptura a lo largo de líneas etnoculturales, y una posible y progresiva "convergencia" entre capitalismo y comunismo. A partir de allí y durante la década siguiente, los principales analistas de los grandes "think tanks" que elaboran las estrategias alternativas para la plutocracia comenzaron a trabajar sobre modelos de "integración" que permitiesen expandir el sistema capitalista a una escala global extendiendo su dominio hacia las áreas que resultarían del previsible colapso soviético.

Así las cosas, a mediados de los 1970 Friedrich Hayek (1899-1992), Milton Friedman (1912-2006) y la llamada Escuela de Chicago lograron destilar las bases del sistema económico más perverso que ha conocido la humanidad hasta el día de hoy: el neoliberalismo.

Lo primero que cabría apuntar sobre esto es que no se termina de comprender demasiado por qué a esta corriente se le adjudicó el prefijo de "neo". Porque, en realidad y en esencia, no significó sino un retorno al viejo liberalismo original del Siglo XIX con sus teorías sobre la libertad de los mercados y el comercio libre sin fronteras políticas, solo que esta vez potenciado por enormes flujos de dinero y una preeminencia cada vez mayor del capital financiero. Analizado en profundidad, el "neo"-liberalismo del último tercio del Siglo XX y principios del XXI no es sino el viejo liberalismo del Siglo XIX llevado hasta sus últimas consecuencias y expandido hasta sus máximas posibilidades en una extensión global con aprovechamiento de las posibilidades financieras y sobre todo tecnológicas de las últimas décadas.

Según esta concepción, la política es la adversaria – cuando no la enemiga declarada – de la economía. Los Estados-Nación soberanos son un obstáculo al desarrollo económico según el apotegma de que "el Estado es mal administrador". Las fronteras políticas no tienen sentido porque solamente impiden la libre circulación de los bienes y servicios, siendo que, de cualquier manera, la tecnología informática salta por sobre ellas sin mayores dificultades. En general, toda la política debe estar al servicio de la economía porque ella, y solo ella, constituye el núcleo central de la vida social alrededor del cual gira todo lo demás. "Es la economía, estúpido", según la famosa y bastante ofensiva frase acuñada por el equipo de campaña de Bill Clinton en su campaña presidencial de 1992.

En nombre de esta hegemonía de lo económico, todo se subordina a la "rentabilidad" y a la "competitividad", es decir: todo queda supeditado a las expectativas de lucro del inversor financiero. Con ello se destruye de hecho cualquier consideración por el interés nacional, a pesar de que la expresión siga figurando en los discursos demagógicos. Más todavía, se le niega validez al concepto mismo de "Nación" desmantelándose en la mayor medida posible todas las estructuras sociopolíticas tradicionales: las redes de contención social, el sistema educativo, la salud pública, las obras públicas y los servicios públicos. Todo queda sujeto a las "privatizaciones"; eufemismo por no decir que todo se convierte en un negocio que debe ser rentable por definición, con bienes y prestaciones solamente disponibles para quienes pueden pagarlos.

La debilidad del esquema "neo"-liberal residió precisamente en el elemento que pretendía favorecer: el sector financiero. Para lograr la usurpación, la ocupación y el desmantelamiento de los Estados fue necesario movilizar y hasta crear de la nada enormes masas de dinero; un dinero que – como era de prever – resultó puramente especulativo y creador de "burbujas" que no tardaron en explotar. El resultado está a la vista: desocupación, crisis sociales, crisis económicas y financieras en todas las regiones que adoptaron el sistema, amortiguadas solamente por la anestesia idiotizadora de las grandes masas por medio de escapismos hedonistas y una prédica mediática constante cuyo mayor argumento, aparte de la distorsión sistemática de la realidad, fue la mentira de que no existen alternativas válidas a la hegemonía plutocrática. 

Llegamos así al año 2008 y a la mayor crisis del capitalismo en toda su Historia cuyo punto más bajo con alta probabilidad todavía está por venir. De todos modos y sea como fuere una cosa es segura: mientras no abandonemos este sistema destructivo y usurario todos los que estamos de alguna manera sujetos al mismo estamos sentados sobre una bomba de tiempo activada que puede explotar en cualquier momento. Y en esto es completamente intrascendente quien ocupa transitoriamente los cargos meramente formales del ámbito político demoliberal, tanto en nuestro país como en los EE.UU., en Europa o en cualquier parte del mundo globalizado. Los políticos actuales, en su enorme mayoría, o bien son simples teorizantes de utopías inviables, o bien meros gerentes generales dependientes del poder plutocrático real. O bien simples megalómanos que, en muchos casos, son corruptos por añadidura.

El camino de salida

Salir del pozo no será fácil ni rápido.

El "neo"-liberalismo – o bien y digámoslo sin tantas vueltas: el liberalismo a secas – ha tenido demasiado éxito en destruir la esfera humana y los sanos criterios productivos. Ha recurrido durante demasiado tiempo a ajustes salvajes, a presiones tributarias extorsivas y a estupidizar sistemáticamente a enormes masas de seres humanos. Millones y más millones de personas se hallan hoy íntimamente convencidas de que "el Estado es mal administrador" siendo que, lamentablemente, esta convicción se apoya y se refuerza por experiencias históricas concretas que parecerían demostrarlo. Pocos han percibido que el Estado "mal administrador" ha sido siempre el Estado mal organizado y no hay ninguna razón objetiva para afirmar que el Estado será SIEMPRE Y NECESARIAMENTE un mal administrador de aquello que realmente le compete – que es el bien común – con la obvia condición de no invadir esferas de actividad que, o bien no le competen en absoluto, o bien hacen innecesaria su intervención cuando las actividades socioeconómicas existentes cubren perfectamente las necesidades de la sociedad.

Simplemente no es cierto que el Estado no debe intervenir NUNCA en la actividad socioeconómica. Lo único cierto es que no debe pretender USURPARLA haciéndose cargo de la misma en su totalidad, como ha ocurrido con las diferentes variantes del capitalismo de Estado en que terminó desembocando la utopía marxista y tampoco debe intervenir SIEMPRE Y CONSTANTEMENTE en ella, como ha ocurrido en varios países de la periferia capitalista en donde políticos ineptos de diferentes orientaciones e ideologías han insistido en querer dirigir lo que no deben dirigir o bien – lo que es peor – ni siquiera saben dirigir.

Ni el Estado debe adueñarse de la economía, ni la economía debe teledirigir al Estado. La discusión de "estatismo o privatismo", planteada en términos excluyentes, es completamente estéril. Ninguna de las dos alternativas es una panacea. Ninguna de las dos, tomada en sí misma, constituye una solución infalible a prueba de distorsiones graves. Tanto el estatismo como el privatismo tienen sus propios problemas e inconvenientes. Básicamente, el talón de Aquiles del privatismo es la voracidad de lucro; el del estatismo es la corrupción con su secuela de ineficacias e ineficiencias. Aunque, de hecho y si vamos al fondo de la cuestión, el problema en última instancia es la condición humana misma porque tanto la voracidad de lucro como la corrupción nacen de la misma lacra: la codicia. Pero, más allá de la cuestión moral de base, la cuestión política práctica es la de establecer cuál de las dos debilidades inmanentes es la más viable de ser controlada; y en esto no caben demasiadas dudas: mantener bajo control y verificación el lucro es – al menos comparativamente – más practicable que tratar de cambiar un vicio de la condición humana que nos viene de la noche de los tiempos y que en más de 10.000 años de Historia nadie ha conseguido erradicar del todo.

Naturalmente, el punto de partida para una solución política de la cuestión debe partir de la concepción del Estado mismo. En este sentido, es notorio que seguimos manejándonos con conceptualizaciones del Estado que son obsoletas; como que tienen cerca de 200 años de atraso. Tanto la visión liberal como la marxista del Estado, constituyen herencias que venimos arrastrando desde el Siglo XIX. Ya sería hora de "aggiornar" esos conceptos y entender de una vez por todas que el Estado, como institución, tiene tres funciones básicas: la de SINTETIZAR los conflictos, la de PLANIFICAR el futuro y la de CONDUCIR esa planificación dentro del marco de una armonía social lograda a través de la síntesis de fuerzas y tendencias divergentes y a veces hasta contrapuestas.

Ninguna sociedad puede funcionar desgarrada por conflictos internos; ninguna sociedad puede funcionar sin una visión y misión de futuro; y ningún grupo humano grande o pequeño ha funcionado jamás sin liderazgos y sin conducción. Si no entendemos y aceptamos eso, jamás tendremos un Estado eficaz; y sin un Estado eficaz, jamás tendremos una sociedad bien organizada.

Y sin una sociedad bien organizada jamás tendremos ni justicia social, ni paz social, ni desarrollo sustentable, ni seguridad, ni estabilidad, ni ninguna de todas esas cosas que hoy constituyen el reclamo unánime – y cada vez más ruidoso – de millones y más millones de "indignados" y desconformes.

El repiqueteo de cacerolas no cambiará la actual situación. Las protestas sin propuestas, o con propuestas inviables, tampoco lo harán.

Pero un Estado bien constituido, concentrado en sus reales funciones esenciales, dirigido por personas capaces y verdaderamente comprometidas, puede lograrlo.

En realidad, es el único que lo puede lograr.