LA REPÚBLICA SIN ESTADO
por Denes Martos
A veces, por motivos profesionales, me encuentro en la nada envidiable situación de tener que tratar de explicarle a algunos amigos de otros países lo que sucede en la Argentina. De la mano de eso, naturalmente, no hay más remedio que entrar a veces en el tema de cómo es la Argentina. Con lo cual uno inmediatamente se mete en el berenjenal de tener que tratar de dar razón de por qué en la Argentina pasan las cosas que pasan.
Créanme: no es nada fácil
La verdad es que, a veces, ni nosotros mismos tenemos la más pálida idea de cómo es que nos arreglamos para vivir como vivimos. Yo, por ejemplo, todavía me pregunto cómo hicimos para vivir durante años con la hiperinflación que tuvimos y cómo el país no se fue, definitiva y terminalmente, al demonio con estupideces de un calibre tan colosal como el del rodrigazo o el corralito. Tomen, digamos, a un suizo y traten de explicarle que, en la época de la hiper, a las diez de la mañana hacíamos una “vaquita” entre todos los empleados de la empresa, salíamos volando a comprar dólares y se los vendíamos después – a eso de las cinco de la tarde del mismo día – a los “arbolitos” de la Avenida Corrientes. Cuéntenle eso al suizo y fíjense la cara que pone. Y eso no es nada: todavía tendrán que conseguir ¡que el suizo les crea!
En el supuesto caso de que lo consigan, entenderán lo que quiero decir.
Lo que está sucediendo en estos días con el conflicto entre el campo y el gobierno es tan inconcebiblemente ridículo y grotesco que no sólo desafía la credibilidad de cualquier persona medianamente normal sino hasta la posibilidad de describirlo de un modo aceptablemente inteligible.
Veamos. Un país con 40 millones de habitantes que podría producir carne para casi 400 millones se queda sin carne en las carnicerías. En un país que podría producir leche como para inundar a media Europa, el gobierno subsidia los productos lácteos. En un país que podría perfectamente autoabastecerse de combustibles, los automovilistas compran nafta subsidiada y el campo (ese mismo que deja las carnicerías sin carne) compra gasoil subsidiado (si es que lo consigue). Un país que necesita miles de kilómetros de autopistas para reemplazar miles de kilómetros de rutas obsoletas que tienen apenas dos míseros carriles, se propone construir un “tren bala” justo entre dos de las pocas ciudades del país interconectadas precisamente por una autopista (de los proyectos del traslado de la capital a Viedma y de cosmódromo estratosférico de Córdoba ya nos bajamos, por suerte). En un país que pregona de ser federal, el gobierno se cobra unas retenciones descomunales a las exportaciones y la pila de dinero recaudado de esa manera, por algún inexplicable prurito porteño de unitarismo superviviente, no es coparticipable. ¿Quieren que siga?
Realmente no tengo ganas. Y eso que podría citar por lo menos cincuenta o sesenta disparates más. Para no hablar de los casos de dudosa moralidad, o hasta dudosa licitud, como los sobreprecios en las obras públicas del amigo De Vido, las valijas de Don Antonini, las valijas de Southern Winds, (las de Amira también, ya que estamos – parece que en la Argentina siempre tenemos un problemita con las valijas), los fondos de Santa Cruz (que vuelven – si vuelven – misteriosamente sin intereses), el enigma de los otros fondos que financian las campañas electorales de los políticos (la “caja”, que le dicen) y un larguísimo etcétera que, la verdad, me tiene harto.
¿Qué pasa con la Argentina?
Habría muchas cosas para analizar a fin de dar una respuesta realmente exhaustiva y, como en todo problema complejo – y el de la Argentina indudablemente lo es – la explicación terminaría siendo tan compleja como el problema. Pero, simplificando y yendo a lo esencial, yo diría que el principal problema de la Argentina es que no tiene Estado.
La Argentina no tiene un Estado. Apenas si tiene un gobierno, y por regla general uno bastante mediocre. Un gobierno que se pone en subasta electoral cada cuatro años y termina ocupado por alguno de los que se matan haciendo fila para anotarse en la lista de candidatos al curro. Un gobierno a cuyos cargos políticos acceden abogaditos de cuarta, médicos sin pacientes, algún contador sin cartera y, ocasionalmente, algún ingeniero sin ideas y/o sin trabajo. Luego, esos funcionarios (o funcionarias, que no es cuestión de sexo – y digo “sexo” porque “género” tienen las palabras; los seres humanos tenemos sexo); esos funcionarios/as, decía, llaman a los/las amigos/as que supuestamente les deberán brindar el debido “asesoramiento técnico” porque resulta ser que los/las funcionario/as electos/as son tan absolutamente brutos/as, ignorantes e ineptos/as que no tienen la más recóndita idea de cómo se construye un país en lo interno y cómo se lo defiende en el endiabladamente complejo contexto internacional.
Con lo cual llegamos siempre a un gobierno que nunca se constituye en Estado porque una de las tantas diferencias entre gobierno y Estado es que – entre muchas otras cosas – el gobierno administra la coyuntura y el Estado planifica el futuro. Lo que se espera de un gobierno es que tenga (buenas) políticas administrativas. Lo que se espera de un Estado es que tenga, como su nombre mismo lo indica, (acertadas) políticas de Estado. Políticas a mediano y largo plazo que, arraigadas en la tradición histórica real de una nación, respondan a una visión coherente del país y se traduzcan en planes concretos orientados a metas y objetivos necesariamente positivos. La Argentina no tiene políticas de Estado porque, para tenerlas, una nación necesita de una institución que cumpla con las funciones básicas de síntesis, conducción y planificación que toda sociedad políticamente organizada requiere. La Argentina simplemente no tiene un Estado capaz de cumplir con esas funciones y los políticos argentinos no tienen ni la capacidad ni la voluntad de construirlo.
Además, ¿por qué habrían de tenerla? ¿Quién de ustedes, con cuatro años de gestión a la vista (u ocho a lo sumo), haría planes integrales para, digamos, veinticinco o cincuenta años? Sabiendo, como cualquiera sabe, que la primera cosa que hará el próximo que venga es desmantelar todo lo que ustedes hicieron, no sea cosa que el prestigio de ustedes le arruine las posibilidades de una reelección. Los Kirchner optaron por salvar este escollo por medio de una estrategia de alternancia marital, pero todavía queda por ver si el truco funciona y, aunque funcione, todavía sigo sin ver por parte alguna una política de Estado digna de ese nombre que nos ahorraría por lo menos el 50% de los disparates e incoherencias apuntadas más arriba.
Lo peor de todo es que creo que nos moriremos todos sin verla. La Argentina no tiene, como otros países, una Plutocracia que al menos se encarga en cierto modo de las funciones básicas mencionadas financiando a políticos que se encargan de la parte administrativa. No es que yo esté deseando una de esas Plutocracias para la Argentina. Para nada. Pero ésa es la explicación de por qué este sistema, en otros países, funciona pasablemente bien – aunque con buenos porrazos como el que les tocó últimamente a los norteamericanos – mientras que en la Argentina nunca termina de funcionar.
En última instancia, el problema no está ni en los políticos ni – mucho menos – en la gente de este hermoso país.
El problema está en el sistema. Elijan ustedes el sistema que más les guste, o que menos les disguste: se puede tener una república autoritaria (como en China); se puede tener una república plutocrática (como en los EE.UU); se puede tener una república presidencialista (como en Francia) y se puede tener una república parlamentarista (como en Alemania o Italia). Hasta se puede tener esa especie de seudo-república que es la monarquía constitucional (como en España o Inglaterra).
Lo que no se puede tener es una república sin Estado.
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