(Obra Póstuma) Prólogo a un libro que no se ha escrito (1871) EL ESTADO GRIEGO por Friedrich Nietzsche
Los modernos tenemos respecto de los griegos dos prejuicios que son como recursos de consolación de un mundo que ha nacido esclavo y, que por lo mismo, oye la palabra esclavo con angustia: me refiero a esas dos frases la dignidad del hombre y la dignidad del trabajo. Todo se conjura para perpetuar una vida de miseria, esta terrible necesidad nos fuerza a un trabajo aniquilador, que el hombre (o mejor dicho, el intelecto humano), seducido por la Voluntad, considera como algo sagrado. Pero para que el trabajo pudiera ostentar legítimamente este carácter sagrado, sería ante todo necesario que la vida misma, de cuyo sostenimiento es un penoso medio, tuviera alguna mayor dignidad y algún valor más que el que las religiones y las graves filosofías le atribuyen. ¿Y qué hemos de ver nosotros en la necesidad del trabajo de tantos millones de hombres, sino el instinto de conservar la existencia, el mismo instinto omnipotente por el cual algunas plantas raquíticas quieren afianzar sus raíces en un suelo roquizo? En esta horrible lucha por la existencia sólo sobrenadan aquellos individuos exaltados por la noble quimera de una cultura artística, que les preserva del pesimismo práctico, enemigo de la naturaleza como algo verdaderamente antinatural. En el mundo moderno que, en comparación con el mundo griego, no produce casi sino monstruos y centauros, y en el cual el hombre individual, como aquel extraño compuesto de que nos habla Horacio al empezar su Arte Poética, está hecho de fragmentos incoherentes, comprobamos a veces, en un mismo individuo, el instinto de la lucha por la existencia y la necesidad del arte. De esta amalgama artificial ha nacido la necesidad de justificar y disculpar ante el concepto del arte aquel primer instinto de conservación. Por esto creemos en la dignidad del hombre y en la dignidad del trabajo. Los griegos no inventaban para su uso estos conceptos alucinatorios; ellos confesaban, con franqueza que hoy nos espantaría, que el trabajo es vergonzoso, y una sabiduría más oculta y más rara, pero viva por doquiera, añadía que el hombre mismo era algo vergonzoso y lamentable, una nada, la sombra de un sueño. El trabajo es una vergüenza porque la existencia no tiene ningún valor en sí: pero si adornamos esta existencia por medio de ilusiones artísticas seductoras, y le conferimos de este modo un valor aparente, aún así podemos repetir nuestra afirmación de que el trabajo es una vergüenza, y por cierto en la seguridad de que el hombre que se esfuerza únicamente por conservar la existencia, no puede ser un artista. En los tiempos modernos, las conceptuaciones generales no han sido establecidas por el hombre artista, sin por el esclavo: y éste, por su propia naturaleza, necesita, para vivir, designar con nombres engañosos todas sus relaciones con la naturaleza. Fantasmas de este género, como dignidad del hombre y la dignidad del trabajo, son engendros miserables de una humanidad esclavizada que se quiere ocultar a si misma su esclavitud. Míseros tiempos en que el esclavo usa de tales conceptos y necesita reflexionar sobre sí mismo y sobre su porvenir. ¡Miserables seductores, vosotros, los que habéis emponzoñado el estado de inocencia del esclavo, con el fruto del árbol de la ciencia! Desde ahora, todos los días resonarán en sus oídos esos pomposos tópicos de la igualdad de todos, o de los derechos fundamentales del hombre, del hombre como tal, o de la dignidad del trabajo, mentiras que no pueden engañar a un entendimiento perspicaz. Y eso se lo diréis a quien no puede comprender a qué altura hay que elevarse para hablar de dignidad, a saber, a esa altura en que el individuo, completamente olvidado de sí mismo y emancipado del servicio de su existencia individual, debe crear y trabajar. Y aún en este grado de elevación del trabajo, los griegos experimentaban un sentimiento muy parecido al de la vergüenza. Plutarco dice en una de sus obras, con instinto de neto abolengo griego, que ningún joven de familia noble habría sentido el deseo de ser un Fidias al admirar en Pisa el Júpiter de este escultor; ni de ser un Policleto cuando contemplaba la Hera de Argos; ni tampoco habría querido ser un Anacreonte, ni un Filetas, ni un Arquiloco, por mucho que se recrease en sus poesías. La creación artística, como cualquier otro oficio manual, caía para los griegos bajo el concepto poco significado de trabajo. Pero cuando la inspiración artística se manifestaba en el griego, tenía que crear y doblegarse a la necesidad del trabajo. Y así como un padre admira y se recrea en la belleza y en la gracia de sus hijos, pero cuando piensa en el acto de la generación experimenta un sentimiento de vergüenza, igual le sucedía al griego. La gozosa contemplación de lo bello no le engañó nunca sobre su destino, que consideraba como el de cualquiera otra criatura de la naturaleza, como una violenta necesidad, como una lucha por la existencia. Lo que no era otro sentimiento que el que le llevaba a ocultar el acto de la generación como algo vergonzoso, si bien, en el hombre, este acto tenía una finalidad mucho más elevada que los actos de conservación de su existencia individual: este mismo sentimiento era el que velaba el nacimiento de las grandes obras de arte, a pesar de que para ellos estas obras inauguraban una forma más alta de existencia, como por el acto genésico se inaugura una nueva generación. La vergüenza parece, pues, que nace allí donde el hombre se siente mero instrumento de formas o fenómenos infinitamente más grandes que él mismo como individuo. Y con esto hemos conseguido apoderamos del concepto general dentro del que debemos agrupar los sentimientos que los griegos experimentaban respecto del trabajo y de la esclavitud. Ambos eran para ellos una necesidad vergonzosa ante la cual se sentía rubor, necesidad y oprobio a la vez. En este sentimiento de rubor se ocultaba el reconocimiento inconsciente de que su propio fin necesita de aquellos supuestos, pero que precisamente en esta necesidad estriba el carácter espantoso y de rapiña que ostenta la esfinge de la naturaleza, a quien el arte ha representado con tanta elocuencia en la figura de una virgen. La educación, que ante todo es una verdadera necesidad artística, se basa en una razón espantosa; y esta razón se oculta bajo el sentimiento crepuscular del pudor. Con el fin de que haya un terreno amplio, profundo y fértil para el desarrollo del arte, la inmensa mayoría, al servicio de una minoría y más allá de sus necesidades individuales, ha de someterse como esclava a la necesidad de la vida a sus expensas, por su plus de trabajo, la clase privilegiada ha de ser sustraída a la lucha por la existencia, para que cree y satisfaga un nuevo mundo de necesidades. Por eso hemos de aceptar como verdadero, aunque suene horriblemente, el hecho de que la esclavitud pertenece a la esencia de una cultura; ésta es una verdad, ciertamente, que no deja ya duda alguna sobre el absoluto valor de la existencia. Es el buitre que roe las entrañas de todos los Prometeos de la cultura. La miseria del hombre que vive en condiciones difíciles debe ser aumentada, para que un pequeño número de hombres olímpicos pueda acometer la creación de un mundo artístico. Aquí esta la fuente de aquella rabia que los comunistas y socialistas, así como sus pálidos descendientes, la blanca raza de los “liberales” de todo tiempo, han alimentado contra todas las artes, pero también contra la Antigüedad clásica. Si realmente la cultura quedase al capricho de un pueblo, si en esta punto no actuasen fuerzas ineludibles que pusieran coto al libre albedrío de los individuos, entonces el menosprecio de la cultura, la apoteosis de los pobres de espíritu, la iconoclasta destrucción de las aspiraciones artísticas sería algo más que la insurrección de las masas oprimidas contra las individualidades amenazadoras; sería el grito de compasión que derribara los muros de la cultura; el anhelo de justicia, de igualdad en el sufrimiento superaría a todos los demás anhelos. De hecho, en varios momentos de la historia un exceso de compasión ha roto todos los diques de la cultura; un iris de misericordia y de paz empieza a lucir con los primeros fulgores del cristianismo, y su más bello fruto, el Evangelio de San Juan, nace a esta luz. Pero se dan también casos en que, durante largos períodos, el poder de la religión ha petrificado todo un estadio de cultura, cortando con despiadada tijera todos los retoños que querían brotar. Pero no debemos olvidar una cosa: la misma crueldad que encontramos en el fondo de toda cultura, yace también en el fondo de toda religión y en general, en todo poder, que siempre es malvado; y así lo comprendemos claramente cuando vemos que una cultura destroza o destruye, con el grito de libertad, o por lo menos de justicia, el baluarte fortificado de las reivindicaciones religiosas. Lo que en esta terrible constelación de cosas quiere vivir, o mejor, debe vivir, es, en el fondo, un trasunto del entero contraste primordial, del dolor primordial que a nuestros ojos terrestres y mundanos debe aparecer insaciable apetito de la existencia y eterna contradicción en el tiempo, es decir: como devenir. Cada momento devora al anterior, cada nacimiento es la muerte de innumerables seres, engendrar la vida y matar es una misma cosa. Por esto también debemos comparar la cultura con el guerrero victorioso y ávido de sangre que unce a su carro triunfal, como esclavos, a los vencidos, a quienes un poder bienhechor ha cegado hasta el punto de que, casi despedazados por las ruedas del carro, exclaman aún: ¡dignidad del trabajo! ¡Dignidad del hombre! La cultura, como exuberante Cleopatra, echa perlas de incalculable valor en su copa: estas perlas son las lágrimas de compasión derramadas por los esclavos y por la miseria de los esclavos. Las miserias sociales de la época actual han nacido de ese carácter de niño mimado del hombre moderno, no de la verdadera y profunda piedad por los que sufren; y si fuera verdad que los griegos perecieron por la esclavitud, es mucho más cierto que nosotros pereceremos por la falta de esclavitud; esclavitud que ni al cristianismo primitivo, ni a los mismos germanos les pareció extraña, ni mucho menos reprobable. ¡Cuán digna nos parece ahora la servidumbre de la Edad Media, con sus relaciones jurídicas de subordinación al señor, en el fondo fuertes y delicadas, con aquel sabio acotamiento de su estrecha existencia - ¡cuán digna-, y cuán reprensible! Así, pues, el que reflexione sin prejuicios sobre la estructura de la sociedad, el que se la imagine como el parto doloroso y progresivo de aquel privilegiado hombre de la cultura a cuyo servicio se deben inmolar todos los demás, ese ya no será víctima del falso esplendor con que los modernos han embellecido el origen y la significación del Estado. ¿Qué puede significar para nosotros el Estado, sino el medio de realizar el proceso social antes descrito, asegurándole un libre desarrollo? Por fuerte que sea el instinto social del hombre, sólo la fuerte grapa del Estado sirve para organizar, a las masas de modo que se pueda evitar la descomposición química de la sociedad, con su moderna estructura piramidal. ¿Pero de dónde surge este poder repentino del Estado cuyos fines escapan a la previsión y al egoísmo de los individuos? ¿Cómo nace el esclavo, ese topo de la cultura? Los griegos nos lo revelaron con su certero instinto político, que aun en los estadios más elevados de su civilización y humanidad no cesó de advertirles con acento broncíneo: “el vencido pertenece al vencedor, con su mujer y sus hijos, con sus bienes y con su sangre. La fuerza se impone al derecho, y no hay derecho que en su origen no sea demasía, usurpación violenta”. Aquí volvemos a ver con qué despiadada dureza forja la naturaleza, para llegar a ser sociedad, el cruel instrumento del Estado, es decir, aquel conquistador de férrea mano, que no es más que la objetivación del mencionado instinto. En la indefinible grandeza y poderío de tales conquistadores, vislumbra el observador que sólo son un medio del que se sirve un designio que en ellos se revela, pero que a la vez ellos mismos desconocen. Corno si de ellos emanase un efluvio mágico de voluntad, misteriosamente se les rinden las otras fuerzas menos poderosas, las cuales manifiestan, ante la repentina hinchazón de aquel poderoso alud, bajo el hechizo de aquel núcleo creador, una afinidad desconocida hasta entonces. Cuando ahora vemos qué poco se preocupan los súbditos de las naciones del terrible origen del Estado, hasta el punto de que sobre ninguna clase de acontecimientos nos instruye menos la historia que sobre aquellas usurpaciones violentas y repentinas, teñidas de sangre, y por lo menos en un punto inexplicables; cuando vemos que antes bien la magia de este poder en formación alivia los corazones, con el presentimiento de un oculto y profundo designio, allí donde la fría razón sólo ve una suma de fuerzas; cuando se considera el Estado fervorosamente como punto de culminación de todos los sacrificios y deberes de los individuos, nos convencemos de la enorme necesidad del Estado, sin el cual la naturaleza no podría llegar a redimirse por la virtud y el poder del genio. Este goce instintivo en el Estado, ¡cuán superior es a todo conocimiento! Podría creerse que una criatura que reflexionase sobre el origen del Estado buscaría su salud lejos de éste. ¿Y dónde no hallaríamos las huellas de su origen, los países devastados, las ciudades destruidas, los hombres convertidos en salvajes, los pueblos destruidos por la guerra? El Estado, de vergonzoso origen, y para la mayor parte de los hombres manantial perenne de esfuerzos, tea devastadora de la humanidad en períodos intermitentes, es, sin embargo, una palabra ante la cual nos olvidamos de nosotros mismos, un grito que ha impulsado a las más heroicas hazañas, y quizá-, el objeto más alto y sublime para la masa ciega y egoísta, que sólo se reviste de un gesto supremo de grandeza en los momentos más críticos de la vida del Estado. Pero los griegos aparecen ante nosotros, ya a priori, precisamente por la grandeza de su arte, como los hombres políticos por excelencia; y en verdad, la historia no nos presenta un segundo ejemplo de tan prodigioso desarrollo de los instintos políticos, de tal subordinación de todos los demás intereses al interés del Estado, si no es acaso, y por analogía de razones, el que dieron los hombres del Renacimiento en Italia. Tan excesivo era en los griegos dicho instinto, que continuamente se vuelve contra ellos mismos y clava sus dientes en su propia carne. Ese celo sangriento que vemos extenderse de ciudad en ciudad, de partido en partido; esta ansia homicida de aquellas pequeñas contiendas; la expresión triunfal de tigres que mostraban ante el cadáver del enemigo; en suma, la incesante renovación de aquellas escenas de la guerra de Troya, en cuya contemplación se embriagaba Homero como puro heleno, ¿qué significa toda esta barbarie del Estado griego, de dónde saca su disculpa ante el tribunal de la eterna justicia? Ante él aparece altivo y tranquilo el Estado y de su mano conduce a la mujer radiante de belleza, a la sociedad griega. Por esta Helena hizo aquella guerra, ¿qué juez venerable la condenaría? En esta misteriosa relación que aquí señalarnos entre Estado y Arte, instintos políticos y creación artística, campo de batalla y obra de arte, entendemos por Estado, como ya hemos dicho, el vínculo de acero que rige el proceso social; porque sin Estado, en natural bellum omnium contra omnes, la sociedad poco puede hacer y apenas rebasa el círculo familiar. Pero cuando poco a poco va formándose el Estado, aquel instinto del bellum omnium contra omnes se concentra en frecuentes guerras entre los pueblos y se descarga en tempestades no tan frecuentes, pero más poderosas. En los intervalos de estas guerras, la sociedad, disciplinada por sus efectos, va desarrollando sus gérmenes, para hacer florecer, en épocas apropiadas, la exuberante flor del genio. Ante el mundo político de los helenos, yo no quiero ocultar los recelos que me asaltan de posibles perturbaciones para el arte y la sociedad en ciertos fenómenos semejantes de la esfera política. Si imagináramos la existencia de ciertos hombres, que por su nacimiento estuvieran por encima de los instintos populares y estatales, y que, por consiguiente, concibieran el Estado sólo en su propio interés, estos hombres considerarían necesariamente como última finalidad del Estado la convivencia armónica de grandes comunidades políticas, en las cuales se les permitiera, sin limitación de ninguna clase, abandonarse a sus propias iniciativas. Imbuidos de estas ideas fomentarían aquella política que mayor posibilidad de triunfo ofreciera a estas iniciativas, siendo, por el contrario, increíble que se sacrificaran por algo contrario a sus ideales; por ejemplo, por un instinto inconsciente, porque en realidad carecerían de tal instinto. Todos los demás ciudadanos del Estado siguen ciegamente su instinto estatal; sólo aquellos que señorean este instinto saben lo que quieren del Estado y lo que a ellos debe proporcionar el Estado. Por esto es completamente inevitable que tales hombres adquieran un gran influjo, mientras que todos los demás sometidos al yugo de los fines inconscientes del Estado no son sino meros instrumentos de tales fines. Ahora bien, para poder conseguir por medio del Estado la consecución de sus fines individuales, es ante todo necesario que el Estado se vea libre de las convulsiones de la guerra, cuyas consecuencias incalculables son espantosas, para de este modo poder gozar de sus beneficios; y por esto procuran del modo más consciente posible, hacer imposible la guerra. Para esto es preciso, en primer término, debilitar y cercenar las distintas tendencias políticas particulares, creando agrupaciones que se equilibren y aseguren el buen éxito de una acción bélica, para hacer de este modo altamente improbable la guerra; por otra parte, tratan de sustraer la decisión de la paz y de la guerra a los poderes políticos, para dejarla entregada al egoísmo de las masas o de sus representantes, por lo que a su vez tienen necesidad de ir sofocando paulatinamente los instintos monárquicos de los pueblos. Para estos fines, utilizan la concepción liberal-optimista, hoy tan extendida dondequiera que tiene sus raíces en el enciclopedismo francés y en la Revolución francesa, es decir, en una filosofía completamente antigermana, netamente latina, vulgar y desprovista de toda metafísica. Yo no puedo menos de ver, en el actual movimiento dominante de las nacionalidades, y en la coetánea difusión del sufragio universal, los efectos predominantes del miedo a la guerra; y en el fondo de estos movimientos, los verdaderos medrosos, esos solitarios del dinero, hombres internacionales, sin patria, que dada su natural carencia de instinto estatal han aprendido a utilizar la política como instrumento bursátil, y el Estado y la sociedad como aparato de enriquecimiento. Contra los que de este lado quieren convertir la tendencia estatal, en tendencia económica, sólo hay un medio de defensa: la guerra y cien veces la guerra. En estos conflictos se pone de manifiesto que el Estado no ha nacido por el miedo a la guerra y como una institución protectora de intereses individuales egoístas, sino que inspirado en el amor de la patria y del príncipe, constituye, por su naturaleza eminentemente ética, la aspiración hacia los más altos ideales. Si, por consiguiente, señalo como peligro característico de la política actual el empleo de la idea revolucionaria al servicio de una aristocracia del dinero egoísta y sin sentimiento del Estado, y la enorme difusión del optimismo liberal igualmente como resultado de la concentración en algunas manos de la economía moderna y todos los males del actual estado de cosas, juntamente con la necesaria decadencia del arte, nacidas de aquellas raíces o creciendo con ellas, he de verme obligado a entonar el correspondiente Pean en honor de la guerra. Su arco sibilante resuena terrible, y aunque aparezca como la noche, es, sin embargo, Apolo, el dios consagrador y purificador del Estado. Pero primero, como sucede al principio de la Ilíada, ensaya sus flechas disparando sobre los mulos y los perros. Luego derriba a los hombres, y de pronto las hogueras elevan su llama al cielo repletas de cadáveres. Por consiguiente, debemos confesar que la guerra es para el Estado una necesidad tan apremiante como la esclavitud para la sociedad; ¿y quién podría desconocer esta verdad al indagar la causa del incomparable florecimiento del arte griego? El que considere la guerra y su posibilidad uniformada, la profesión militar, respecto de la naturaleza del Estado, que acabamos de describir, debe llegar al convencimiento de que por la guerra y en la profesión militar se nos da una imagen, o mejor dicho, un modelo del Estado. Aquí vemos, como efecto, el más general de la tendencia guerrera, una inmediata separación y desmembración de la masa caótica en castas militares, sobre la cual se eleva, en forma de pirámide, sobre una capa inmensa de hombres verdaderamente esclavizados, el edificio de la sociedad guerrera. El fin inconsciente que mueve a todos ellos los somete al yugo y engendra a la vez en las más heterogéneas naturalezas una especie de transformación química de sus cualidades singulares, hasta ponerlas en afinidad con dicho fin. En las castas superiores se observa ya algo más, a saber, aquello mismo que forma la médula de este proceso interior, la génesis del genio militar, en el cual hemos reconocido el verdadero creador del Estado. En algunos Estados, por ejemplo, en la constitución que Licurgo dio a Esparta, podemos ya observar la aparición de esta idea fundamental, la génesis del genio militar. Si ahora nos representamos el Estado militar primitivo en su más violenta efervescencia, en su trabajo propio, y recordamos toda la técnica de la guerra, no podremos menos de rectificar los tan difundidos conceptos de la dignidad del hombre y de la dignidad del trabajo, preguntándonos si el concepto de dignidad no corresponde también al trabajo que tiene por fin destruir a ese hombre digno y a los hombres a quienes está encomendado este trabajo, o si debemos dejar a un lado este concepto, por lo contradictorio, siquiera cuando se trata de la misión guerrera del Estado. Yo creía que el hombre guerrero era un instrumento del genio militar y su trabajo un medio también de este genio; y que no como hombre absoluto y no genio, sino como instrumento de este genio, el cual puede arbitrar su destrucción como medio de realizar la obra de arte de la guerra, le correspondía un cierto grado de dignidad, a saber, ser un instrumento digno del genio. Pero lo que aquí exponemos en un ejemplo particular tiene una significación universal: cada hombre, en su total actividad, sólo alcanza dignidad en cuanto es, consciente o inconscientemente, instrumento del genio; de donde se deduce la consecuencia ética de que el “hombre en sí”, el hombre absoluto, no posee ni dignidad, ni derechos, ni deberes; sólo como ser de fines completamente concretos, y al mismo tiempo inconscientes, puede el hombre encontrar una justificación de su existencia. Según esto, el Estado perfecto de Platón es algo más grande de lo que imaginan sus fervientes admiradores, para no referirme a la ridícula expresión de superioridad -con que nuestros hombres cultos, históricamente hablando, rechazan este fruto de la antigüedad. El verdadero fin del Estado, la existencia olímpica y la génesis y preparación constante del genio, respecto del cual todos los demás hombres sólo son instrumentos, medios auxiliares y posibilidades, es descubierto en aquella gran obra y descrito con firmes caracteres por una intuición poética. Platón hundió su mirada en el campo espantosamente devastado de la vida del Estado y adivinó la existencia de algo divino en su interior. Creyó que esta partícula divina se debía conservar y que aquel exterior rencoroso y bárbaro no constituía la esencia del Estado; todo el fervor y sublimidad de su pasión política se condensó en esta fe, en este deseo, en esta divinidad. El hecho de que no figurara en la cima de su Estado perfecto el genio en su concepto general, sino como genio de la sabiduría y de la ciencia, y arrojara de su República al artista genial, fue una dura consecuencia de la doctrina socrática sobre el arte, que Platón, aun luchando contra sí mismo, hubo de hacer suya. Esta laguna meramente exterior y casi casual no nos debe impedir reconocer en la concepción total del Estado platónico el maravilloso jeroglífico de una profunda doctrina esotérica de significación eterna de las relaciones entre el Estado y el Genio; y lo que acabamos de exponer en este proemio es nuestra interpretación de aquella obra misteriosa.
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