Era
sabido que, una vez el Frente Amplio en el gobierno, las distintas
asociaciones de izquierda, con vinculación o no con el tema de los
derechos humanos, harían suficiente presión para obtener información
sobre desaparecidos y, en forma paralela, lograr que los supuestos
involucrados en esas desapariciones desfilaran por los juzgados para ser
finalmente encarcelados.
En un segundo plano de análisis podían preverse medidas para acotar la
libertad de acción de los mandos militares, dentro de la lógica política
de una fuerza nueva en el gobierno y distante de la confianza que
siempre han ofrecido los mandos castrenses a los partidos en el poder.
Finalmente, aparecía la interrogante acerca de hasta dónde podrían
ejercer los ex sediciosos, ex terroristas y ex subversivos alguna acción
derivada de los sentimientos guardados contra los militares por haber
sido sus represores en la época de los enfrentamientos y hasta dónde
serían capaces de avanzar en el camino del odio, el resentimiento y la
venganza. También, como era lógico, se dudaba sobre cuál sería la
reacción militar ante esta situación.
Hoy, estas interrogantes, preguntas y dudas se han disipado. Los
acontecimientos se fueron dando de manera progresiva a lo largo de estos
casi dos años y medio. Primero fueron las lógicas pretensiones del
gobierno de encontrar los cuerpos de los desaparecidos y las promesas a
los mandos militares de un final definitivo en cuanto se cumplieran
determinadas exigencias. Luego, ante las previsibles dificultades, que
cualquiera con un mínimo de sentido común habría anticipado, se desató
el operativo revancha de aquella guerra que todos creímos que había
terminado.
Para sintetizar este segundo capítulo, se puede decir que una fuerza
ayer derrotada militarmente está hoy en el gobierno y quiere vengarse
destruyendo a su antiguo enemigo que, no solo no está en condiciones de
defenderse porque no se lo permiten las reglas de juego, sino que no
previó esta instancia.
Las Fuerzas Armadas, a diferencia de los demás órdenes de la sociedad,
y contra su propia esencia, se muestran absolutamente indefensas si las
agrede el propio Estado al cual sirven. No tienen herramientas de
protesta como fuerza agremiada porque su estructura disciplinaria
vertical impide toda acción por fuera de los canales jerárquicos. Además,
sus valores fuertemente arraigados son, al mismo tiempo, su fortaleza y
su debilidad. Las hacen confiables para los que caminan por la senda del
honor, la lealtad y la nobleza de procedimientos y temibles para los
impedidos de entender la razón del verdadero patriotismo, pero las hace
vulnerables a la seducción del cinismo y la hipocresía.
Por eso la realidad las viene golpeando duramente. El gobierno las
lastima usando el poder absoluto de sus mayorías parlamentarias que le
permiten disponer discrecionalmente de la ley: interpretándola como
quiere y creándola cómo y cuando le sirve.
Ante esta realidad, nada han podido hasta ahora las Fuerzas Armadas más
que intentar mostrar a la población sana del país el grado de
humillación a que están siendo sometidas por un gobierno que ha
olvidado que nada humano es eterno, que sabe que todo cambia, como bien
dijo su presidente, y que debería reaccionar, para bien de todos,
abandonando cuanto antes esa actitud vengativa tan despreciable.