"¡Urgente!
Se requiere un gil, con cara y aspecto ario, para comerse un garrón de
aquellos con el fin de sentar un precedente". No, este no es
una truchada de aviso de laburo en un clasificado de matutino, sino que
implícitamente es una chanza aplicado a un caso judicial que conmovió
al país a mediados de la década del 90.
Corría la madrugada del sábado 1° de julio de 1995 en Belgrano, y un dealer
-vendedor de drogas- llamado Claudio Alejandro Salgueiro (alias el
Gaita) recorría los boliches de ese barrio porteño, repartiendo
felicidad en bolsita y fasito, acompañado en su rally
por sus amigos Jean Paul y Rodrigo Daks. El primero de los nombrados tenía
su centro de operaciones en un kiosco ubicado enfrente de la
Plaza Noruega, ubicada entre las calles Moldes y Mendoza, que sería
parte central del drama a continuación. En ella paraba una bandita de skinheads
-cabezas rapadas-, que habitualmente se cruzaban para comprarse algunas
cervezas. Esa noche, uno de ellos de nombre Esteban D?Alessandro (alias
El Moco), se tropieza con El Gaita y es agredido salvajemente por
el terceto aludido al principio.
Las acompañantes de los pelados alertan al resto, y le propinan una
feroz paliza al Gaita, quien es luego abandonado por sus valientes
acompañantes. Maltrecho, es llevado al Hospital Pirovano por un
empleado del kiosco. Allí, es atendido en la guardia por el doctor
Rubin, a quien dice que fue agredido pues "quizá lo
confundieron con un judío".
En la mañana, se apersonan al nosocomio un oficial y un agente de la
Comisaría 33°, interesados en por la situación de Salgueiro; éste
les repite el presunto motivo de odio racial : "Creo que me
confundieron con un judío, porque me gritaban judío hijo de mil
putas" (cuando en realidad, lo que le espetaban era "gaita
de mierda", pues lo conocían demasiado bien en el barrio).
Seguidamente, el comisario de la seccional en cuestión, telefonea a un
prominente rabino sobre "el tema de discriminación que me
encargó". Había transcurrido casi un año de la masacre de la
AMIA, y era imperioso para las huestes de Rubén Beraja sentar un
contundente precedente para llevar adelante la ley 23.592, creación del
ex presidente Fernando De la Rúa, para penar con rigor casos de
discriminación racial. Se vio el filón, y enseguida comenzó el
andamiaje para armar un lindo paquetito.
Y de paso, arrojar un poco de carne a las fieras.
Buscando un candidato
Si bien ya se tenía a una víctima -aunque ciertamente no era de la
colectividad hebrea, y para colmo, era un dealer drogón conocido
hasta por los taqueros de la 33°- faltaban necesariamente un par de
giles a quienes endilgarles el sayo de los violentos racistas. Y no se
precisó demasiado esfuerzo para encontrarlos, dado que estaban casi a
un tiro de pichón. Haciendo una recorrida habitual, los ocupantes de un
patrullero divisaron a Luciano Griguol -sobrino del famoso DT de fútbol-
en la aludida plaza. Este estaba en la mira pues su madre, propietaria
de un comercio de ropa de cuero, los había tratado de ineptos, luego de
sufrir reiterados atracos. Esto, por cierto, lo convertía en un
candidato ideal, además de que en ese momento estaba en compañía de
algunos pelados.
Relamiéndose de deleite, los efectivos policiales volvieron sobre sus
pasos, pensando traerse consigo al traficante citado, acompañado de dos
móviles de América TV para armar un circo de aquellos. En ese ínterin,
Andrés Pablo Paszkowski, quien tenía pensado ir a comprar unos artículos
en la Avenida Juramento, se cruza a la plaza para saludar a Griguol. Más
tarde, lo lamentaría con creces.
No imaginaban ni por las tapas que eran acechados por policías
de civil, acompañados por El Gaita y un par de camarógrafos del
citado canal. Los camuflados de civil se acercaron al grupo y oficiaron
de testigos de una detención ilegal, ya que la supuesta víctima ni
siquiera pudo identificarlos como sus agresores de aquella noche. No
importaba : bastó que se parecieran a estos y fueron para adentro.
También la ligó Paszkowski, a pesar de ser nieto de polacos que
combatieron en la Francia ocupada por los nazis -de manera encubierta-
en el contraespionaje británico. Sin embargo, por ser rubio, alto y de
ojos claros, daba el tipo de ario que necesitaban para consumar la
infamia.
El circo
"La noticia (de la liberación de los detenido esa tarde) había
corrido como reguero de pólvora; los medios de radio, televisión y
diarios estaban presentes. Todos querían ser los primeros. Con
seguridad no sabían que eran partícipes de uno de los fraudes más
espectaculares realizados en la Argentina", narra André
Materon, padre de Andrés, en su libro La otra verdad. En él, se
narra cómo se destruyó el buen nombre y se arrojó una vida por la
cloaca para congratulación y regocijo de unos cuantos buitres. El
primero de ellos, el entonces Ministro del Interior Carlos Vladimiro
Corach, quien vio el filón y lo aprovechó muy bien. El segundo, quien
fuera titular de la AMIA-DAIA, Rubén Beraja, acosado por malversación
de fondos en el Banco Mayo, y por la falta de respuesta en torno al
atentado a la mutual judía. Ambos necesitaban imperiosamente sentar
jurisprudencia para distraer a la opinión pública, y de paso, mostrar
que en la Argentina, la impunidad no es tal cosa.
Así, el caso pasó automáticamente al fuero federal; se limpiaron los
gruesos antecedentes de Salgueiro; se le inventó una pareja con bebé
incluido y de paso, como frutilla de la torta, Beraja le proporcionó
una casa de su propiedad en Villa Pueyrredón y un empleo en el
Cementerio Israelita. Y así, con tal de impresionar y movilizar a las
masas para que ley de marras sea efectivizada, en un tramo del juicio el
drogota Salgueiro, convenientemente asesorado, llegó a derramar
lágrimas al afirmar que su desventura era "comprobable al
holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial". El 17 de abril de
1998, el Tribunal Oral Federal Número 3, compuesto por los jueces
federales Larrambebere, Andina Allende (presidente) y Gordo, condena a
Andrés Pablo Paszkowski a la pena de tres años de prisión, junto a
los otros dos imputados Da Silva y Griguol. Así, fueron llevados al
penal de Caseros (que estaba en las últimas), ya que dos años después
era definitivamente raleado de servicio.
Mientras Paszkowski hijo purgaba una pena por un delito no cometido, su
padre emprendía un viaje de no retorno buscando datos de peso para
lograr su libertad. Así fue como se enteró de la patraña urdida en
torno a las actividades de Salgueiro, un narco devenido en ciudadano
modelo, y apaleado por su apariencia. También se enteró de la
manipulación que se hiciera de la verdad por parte de los medios y la
forma en que a la Justicia se le cayó la venda. También tomó
conocimiento de la relación de la barra brava del club Excursionistas
con la venta de cocaína, y con el garrón que se comió el
aludido Griguol y la transa espuria, que continúa hoy, entre los medios
y la justicia.
Si bien luego de tanto esfuerzo Paszkowski salió en libertad, luego de
padecer grandes sufrimientos, a su padre, el esfuerzo le costó su
empresa de productos eléctricos, a la vez que también debió pagar con
el naufragio de su matrimonio.
La causa jamás se reabrió, impidiendo que la sociedad conociera la
otra verdad.
En el camino, queda la lucha de un padre desesperado, que llega a la
ruina económica removiendo cielo y tierra buscando que todo se sepa;
ese otro lado que nunca sale en TV o en la primera plana de los
matutinos.