ROMA Y USA: DOS IMPERIOS, DOS MUNDOS por Marcos Ghio El profesor Marcos Ghio pronunció esta conferencia -cuyo texto hemos encontrado en la web del Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires- el pasado 5 de abril de 2006 en Buenos Aires al presentarse la edición castellana de "La Tradición Romana" de Julius Evola. Como se sabe, algunos teóricos del imperialismo de los EEUU tienen tendencia a enlazar su proyecto de dominación con el de "Roma la Grande". Es evidente que Berzezinsky, Kissinger y Runsfeld, se engañan. Este artículo se incluye en la serie de artículos y ensayos de Evola en la que manifiesta su profunda aversión hacia el "americanismo".
No podía Julius Evola, en todas las notas escritas sobre el problema romano, reducirlo meramente a una temática “nacionalista” en la que Roma, en razón de haber representado la realización exitosa de un ideal imperial, apareciera como el antecedente y la confirmación del sentimiento de potencia que en ese entonces, en la primera mitad del pasado siglo, se desplegaba vertiginosamente en el seno de la sociedad italiana a la que pertenecía. Del mismo modo que hoy en día no podría reputarse tampoco, siempre en concordancia con la perspectiva de nuestro autor, al “imperialismo” constituido en forma paradigmática por Norteamérica, como la manifestación actual y vigente de un mismo y recurrente ideal de dominio universal del que Roma habría constituido su principal antecedente en la antigüedad. Se trataba en cambio para el mismo de un concepto mucho más vasto del que tienden a reducirlo las mentalidades actualmente vigentes. Representaba por sobre todas las cosas un principio irreductible a categorías étnicas o geográficas, es decir “nacionalistas”, así como en consecuencia tampoco equiparable con el concepto moderno y degradado que hoy se tiene de imperio. Es verdad sin embargo que se manifestó en un determinado espacio y lugar y en el seno de una cierta raza, así como también es cierto que supo imponerse a los otros utilizando también la fuerza de las armas, pero todo ello no ha representado sino apenas vehículos e instrumentos utilizados en razón de algo superior, así como el cuerpo lo es respecto del alma, la cual lo usa como un medio propio para sus fines sin verse por ello reducida a su dimensión. Quienes ignoran tal realidad superior y todo lo reducen a la esfera de las meras apariencias deberían esforzarse por comprender que no tiene forzosamente por qué ser un dogma universalmente reconocido e irrebatible el considerar a la historia de la humanidad como el ámbito en el que se libra una incesante lucha y antagonismo entre pueblos y naciones rivales por lo que habría regido en todo tiempo y lugar un sentimiento de dominio que se encontraría como el trasfondo último de cualquier idea o concepción del mundo que se sustente. Aquellos que así piensan consideran que estas últimas, más allá de las metas universales que esgriman sus ejecutores, serían apenas los vehículos y los instrumentos justificatorios de los que se vale un impulso de poder impersonal e incoercible que las utiliza en manera astuta con la finalidad de doblegar y confundir la voluntad de los otros cuando se trata de evitar el uso doloroso de la fuerza militar o cuando también se pretende convertir a un dominio en una cosa más vasta y efectiva que la que se basa exclusivamente en la coerción. Un dominio sobre el otro que implique también lograr que éste llegue a compartir los mismos puntos de vista de quien lo posee, el que a su vez sea tan sutil y eficaz que muchas veces resulte inasible por parte del que lo padece. Por lo cual desde tal óptica sería totalmente irrelevante el tipo de concepción del mundo a la que se adhiriese, siendo las mismas, a pesar de los antagonismos diametrales que pudiesen contraponerlas, apenas las coberturas encargadas de esconder un sentimiento de dominio que a todos nos gobernaría en grados diferentes y maneras disímiles. Y como la realidad resultaría un proceso de incesante mutación en el que las naciones y los pueblos serían aquellos puntos de referencia encargados de asumir una posición frente a las variables circunstancias, de acuerdo a dicha perspectiva, por ejemplo, no serían factores relevantes las diferencias ideológicas que pudiesen haber tenido en el seno de alguna de ellas un Luis XIV respecto de un Napoleón Bonaparte en Francia por ejemplo, o un Pedro el Grande respecto de un Lenin en Rusia, etc., en tanto que los mismos, más allá de los puntos de vista antitéticos que sustentaron en épocas distintas, habrían bregado por igual y a su manera, conciente o inconscientemente, por un mismo fin consistente en el triunfo y realización de los “intereses históricos” de esa macro-individualidad que es la propia nación. La misma, así como la Idea hegeliana, sería aquella realidad trascendente que utiliza como medios e instrumentos a diferentes hombres y grupos, como simples mediaciones que actúan con independencia de las ideas e intenciones que sustenten y aunque desconociesen ingenuamente tal fatalidad, siendo por lo tanto todos los integrantes de una determinada comunidad en última instancia meros instrumentos de dicho “espíritu universal”, el que se les sobrepone de manera fatal y necesaria doblegando toda voluntad en contrario o utilizándola astutamente en provecho propio. El mismo aúna las diversidades con independencia de los puntos de vista dispares que pudiesen haberse formulado, los que no son otra cosa que un medio adecuado según las circunstancias para ejercer un mismo impulso hacia el dominio universal. Y aquí hasta puede intervenir la misma ciencia biológica que aporta también su cuota de determinismo “positivista”, el que como bien sabemos influyera durante tanto tiempo sobre nuestro “nacionalismo maurrasiano” y güelfo en la Argentina y en otras naciones. Desde tal punto de vista toda nación sería como un macroorganismo viviente que, cual una ameba insaciable, expresa su instinto a la supervivencia a través de una expansión ilimitada que tan sólo se detiene cuando encuentra ante sí a otro más fuerte con capacidad de doblegarlo. Ha sido justamente bajo el influjo de dicha óptica positivista y “nacionalista”, la que por otra parte no se encontraba muy lejos de los ideales modernos y carbonarios que hicieran la independencia italiana, cómo en la época en que Evola escribía estos artículos solía decirse también que Benito Mussolini no era para su contemporaneidad sino la actualización en el presente de un mismo impulso telúrico y cultural que lo tuviera a Julio César y a Augusto entre otros como a sus antecesores y modelos. Todos ellos habrían sido por igual las manifestaciones de una realidad común e impersonal cual era lo itálico o latino que siempre se manifestaba gestándose a partir de un mismo territorio y de una misma comunidad, y que ellos en tiempos diferentes no eran sino la realización histórica de tales “intereses” que los mancomunaban en razón de una misma pertenencia geográfica e histórica. En todos los casos aquí mencionados en el fondo lo que ellos habrían querido, con léxicos y lenguajes distintos, era la grandeza del propio pueblo y, en tanto la misma se plasmaba a través del señorío ejercido sobre los otros, utilizaban a la ideología como un mecanismo de dominación una vez que las armas no hubiesen sido lo suficientemente poderosas y efectivas para el logro de su fin, en aras de doblegar la voluntad del adversario. Justamente una de las características principales que distinguía a aquellas naciones que habían alcanzado a constituirse en imperios estribaba en el hecho de haber sido capaces de captar eficazmente la circunstancia de que un dominio efectivo, verdadero y universal no podía ser solamente físico, sino que debía estar acompañado necesariamente también de uno psicológico. Que un sometimiento fundado exclusivamente en el poder material era forzosamente efímero y limitado como la intensidad de fuerza de una mano que mantiene a un cuerpo apretado, la que desfallece luego de un cierto tiempo. Ello se lo ve hoy en día con claridad meridiana cuando observamos la manera como los Estados Unidos, el imperio actualmente vigente, pretenden ejercer tal señorío universal. Ellos no lo hacen simplemente con las armas, sino que acompañan el procedimiento militar, al que dejan habitualmente como alternativa última, con distintas sugestiones psicológicas ejercidas a través de una persistente e incesante penetración cultural con la que someten a las diferentes comunidades del planeta haciendo gala de una pluralidad de recursos dispares, tales como el cine, la televisión, la música, etc., acompañando todo ello con una verdadera acción de atontamiento colectivo efectuada sobre las multitudes inculcándoles un conjunto de quimeras que tanto las entusiasman, tales como la de la democracia absoluta, la que bien sabemos que nunca ha existido como tal y que es apenas la cobertura por la cual, a través de una sofisticada suma de engaños y halagos, se doblega a las diferentes comunidades haciéndoles creer a quienes las integran que se gobiernan a sí mismas cuando en realidad, justamente gracias a tal lavado de cerebro efectuado, son en cambio ellos los que efectivamente lo hacen, contando para tal fin con la complicidad de esa caterva de mediocridades que son nuestros políticos “demócratas” así como sus ideólogos y “comunicadores” de todas las especies. Por lo tanto todos los imperios serían aquellas naciones que, además de haber logrado imponer su voluntad a las restantes, también habrían sido capaces de someterlas psicológicamente a través de diferentes medios de opresión cultural. Sin embargo, debido a los “avances” de la ciencia y de la tecnología, el imperio norteamericano sería mucho más eficaz que el romano por la pluralidad de recursos a su alcance, en tanto que este último contaba apenas con un solo y muy precario instrumento de dominación, el “derecho romano”, que solamente se refería a la “superestructura” política no teniendo en cambio una verdadera influencia en el plano cultural. Roma desde dicha óptica sería un antecedente menor, más primitivo, de ese verdadero aparato sofisticado y moderno que es el imperialismo norteamericano. Y es también, de acuerdo a este punto de vista en el que se preeminencia el trasfondo irracional e impersonal que regiría a la totalidad de los seres humanos, por el que se diría que tampoco en Rusia por ejemplo serían en el fondo cosas muy diferentes la religión cristiano ortodoxa que primara en la época de los zares, con su ideal de pueblo teóforo encargado de evangelizar al mundo entero, del marxismo leninismo que rigiera a tal país durante la casi totalidad del pasado siglo, el que formularía también esa misma inquietud de dominio universal, pero adaptada a las circunstancias variables del tiempo, en tanto que, en una época “científica”, positivista y unidimensional como la que vivimos, no era recomendable acudir a los argumentos “supersticiosos” de una religión de carácter trascendente, sino a una que poseyese por fundamento a la “ciencia” y entre éstas especialmente a la economía, que bien sabemos que las castas inferiores han convertido en forma obligatoria en el destino de los seres humanos. Por lo cual las dos serían expresiones diferentes y en circunstancias distintas de esa cosa impersonal actuante entre bastidores que es en tal caso el “alma rusa”. Del mismo modo que tampoco desde tal punto de vista el absolutismo monárquico francés o el despotismo ilustrado de los “filósofos” serían en el fondo algo tan antagónico respecto del liberalismo que triunfara luego con la Revolución Francesa, en la medida que también aquí todas ellas habrían sido las expresiones de una misma “alma” anidada en tal nación. Así también, siempre en concordancia con la aceptación de tal concepción reivindicativa de un sentimiento de dominio universal existente de manera natural en todas las comunidades humanas, aunque no siempre reconocido como tal por la totalidad de sus integrantes, no serían muy diferentes en el fondo lo que antiguamente fuera el imperio romano, con lo que hoy en día sería su actual expresión similar, los USA, los cuales se asemejarían muchísimo en tanto que en los dos casos nos encontraríamos con un despliegue casi absoluto del poder en el planeta y sin rival alguno que fuera capaz de hacerle frente. Por lo que la existencia de estos dos “imperios” en épocas tan dispares nos testimoniaría plenamente también la del sentimiento de poder como realidad excluyente y omnicomprensiva presente en todas las épocas y entre todas las naciones en un grado de diferente intensidad. Se trata aquí de una máxima universalmente aceptada e impuesta como un dogma entre todos los hombres, o al menos entre una inmensa mayoría de éstos, la de que los seres humanos en el fondo se movilizan principalmente por intereses y no por principios. Que las ideas, si bien se conciben y se poseen, son apenas instrumentos de los mismos y no factores determinantes de la acción. Éste es en el fondo el materialismo esencial a nivel antropológico que caracteriza a la modernidad en cualquier momento de la historia del que se trate y aquello por lo cual se puede calificar también al orden que la misma concibe como el de una sociedad de masas, en la medida en que se comprenda al sujeto como un simple instrumento de una potencia impersonal que lo trasciende, lo cual se ha convertido además en un dogma religioso asumido e impuesto en forma universal, obligatoria e incluso fastidiosa, aunque las deidades que se veneren puedan ser distintas de acuerdo a épocas, modas o naciones. Así como hoy en día se ha prácticamente aceptado que la libertad representa una quimera pues en el fondo seríamos un manojo de instintos que gobiernan a la totalidad de nuestras acciones, a pesar muchas veces de nuestra voluntad en contrario, que seríamos prácticamente marionetas de algún impulso irracional, trátese del instinto sexual (Freud) o del de dominio (Adler); de la misma manera se acepta también que a un nivel histórico y social, lo que hoy se denominaría con la palabra sincopada “macro”, existe una fuerza impersonal que lo hace en forma colectiva con todos nosotros utilizándonos como meros medios de realización de los fines de tal realidad superior. La misma ha adquirido con el tiempo una serie de denominaciones dispares aunque obedientes por igual a un mismo principio moderno: o es la economía en el caso sea del marxismo como del liberalismo, o la raza, o la “vida” si de lo que se trata es del nazismo biológico rosenbergiano o maurrasiano, o la historia si es en cambio el historicismo hegeliano, o la “Divina Providencia” a través de una determinada iglesia si es que se trata del güelfismo sea católico, judaico, etc.. A su vez tales cosmovisiones son tan categóricas en sus aseveraciones y creencias que conceptúan que aun el acto de negárselas en sus principios esenciales estaría manifestando también el carácter categórico y global de su sistema el que como tal tiene la capacidad de incluir en sí aun a las conductas contrarias al mismo. De tal modo que cada vez que alguno interviniera para negar o refutar tales puntos de vista materialistas, por ejemplo diciendo que no es el sexo, ni la raza, ni la economía, ni la Historia, ni el Dios providencial lo que nos gobierna y moviliza cual pasivas marionetas, sino que el hombre es libre y en el fondo dueño y señor de su destino, capaz de evitar que los diferentes condicionamientos que existen a su alrededor se conviertan en él en modo necesario en determinismos, pues es esto lo que distingue al hombre del animal, estaría en cambio demostrando lo contrario. Frente a ello tales dogmas supersticiosos e institucionalizados nos responden que esto no significa otra cosa que dar un argumento adicional a sus fanáticas sugestiones. Ellos consideran que el acto de negación de tal fatalismo, en tanto el mismo representaría un hecho expresado por seres que son minoritarios, quedaría incluido como la excepción respecto de la regla, no representando por lo tanto otra cosa que una anomalía de sujetos que, ante el carácter omnicomprensivo y fatal de tal dogma “aceptado” y asumido por las “amplias mayorías populares”, presas de un infantilismo intentan “reprimirlo” con “inmadurez” debido a su incapacidad de “soportarlo” o “asumirlo”, como en cambio haría una persona adulta, informada, equilibrada y “realista”. Hegel llamaba a tales actitudes inmaduras como “conciencias infelices” que no querían “reconciliarse” con la realidad histórica, Freud los definía como productores de “censuras” y “represiones” (términos éstos que bien sabemos que, en razón de la publicidad masiva que han tenido tales panegíricos, se han convertido en malas palabras en todos los sentidos) surgidas vanamente para frenar la fuerza espontánea e irreversible del “ello” instintivo. Marx los llamaba los “sembradores de opios” que ocultaban los “intereses históricos” de una determinada clase fabricando “superestructuras” y alucinógenos para mantener así “la explotación del hombre por el hombre”, y podríamos extendernos aun más. De este modo, cuando se comprueba la existencia de personas que sostengan la primacía de la idea y el principio por sobre el mero interés material, ello es inmediatamente negado socarronamente por los pregoneros del instinto de dominio, de la soberanía de la “realidad empírica” y de la “vida” ilimitadamente expansiva y promiscua, brindándosenos el ejemplo de lo que acontece en la vida cotidiana. Vemos justamente allí que nuestros políticos y demás hombres “exitosos” que nos circundan, han dado pruebas cabales de tal “realismo” justamente no siendo principistas y jactándose en cambio de ser lo opuesto, en lo cual se encontraría la clave del “éxito”, es decir ser pragmáticos, maquiavélicos y “heterodoxos”, términos éstos que se han convertido hoy en día en cosas sumamente buenas y signos de “madurez” (en la actualidad la palabra ortodoxo, es decir la actitud de aquel que es fiel hasta las últimas consecuencias a los propios principios, es también sinónimo de algo feo asimilable a las ya mencionadas “censura” y “represión”). Efectivamente son ellos los que demuestran siempre el valor que poseen los ideales y los principios en su condición de “superestructuras”, es decir anzuelos idóneos para atrapar a los débiles y tontos a fin de poder alcanzar el poder sin preocuparse luego por contradecirlos, denotando así con tal conducta que es la satisfacción de los instintos y los intereses, y entre éstos principalmente el de dominio, aquello que nos gobierna a todos, aunque pueda haber algunos que no lo reconozcan. En todos los casos realizarse como personas (término que ellos capciosamente confunden con individuo) significa seguir el rumbo fatal e irreversible de tal realidad impersonal que siempre se sobrepone a nosotros y nos gobierna aun cuando nos opongamos a ella. Así como Dios se sirve del demonio y del pecado, así como la idea lo hace con las “conciencias infelices”, etc. para obtener sus fines, siendo vanas las oposiciones a tal fatalismo, por lo que es el más fuerte y astuto, el “realista”, el que comprende y acepta tal fatalidad, el que triunfa, del mismo modo que en la esfera interior del yo lo hace el instinto sexual sobreponiéndose y triunfando toda vez que elimina las distintas “censuras” que se establecen en su contra. Ante lo cual la primera y esencial pregunta que cabría hacerse sería la siguiente: ¿no es también sostener un principio determinado manifestar que los hombres son gobernados por intereses instintivos e inconscientes? Un principio que por supuesto se opone a aquel que expresa que no es la materia y el tiempo la única realidad que pueden “interesar” al hombre, sino también y principalmente el espíritu y la eternidad. Que el hombre no es necesariamente un esclavo de la “historia”, del instinto, del “Dios providente” o más sencillamente de la “realidad”, del mismo modo que no es cierto tampoco que todos los seres humanos provengan del animal, sino que puede haber también algunos que sean libres. Luego de lo cual cabe también esta otra objeción. ¿Por qué suponer obligatoriamente que quienes sostienen esta última posibilidad deban tratarse necesariamente de individuos desapegados de la “realidad” y por lo tanto “utopistas”, “apolíticos” y “ahistóricos”? o más todavía, ¿por qué debemos denominar “realidad” lo que ellos reputan como tal? ¿Por qué no pueden existir también seres que transitan por la política y por la historia con principios que trascienden sus puntos de vista y que por lo tanto no se agotan en ellos? Si esto es así formulémonos esta última pregunta decisiva: Si es verdad -y no lo rebatimos- que actualmente rige el principio de la soberanía del interés material en la vida política e histórica y la economía hoy resulta el destino universal ¿por cuál razón es que debemos decir que ello siempre ha sido así? ¿Por qué tenemos que reducir todos los tiempos históricos al actual? ¿Por qué tiene que existir forzosamente una “Historia” y no diferentes historias, diferentes tipos de hombre y consecuentemente diferentes modos de percibir lo real? O más sencillamente: ¿Por qué debemos manifestar que en todo momento el hombre fue moderno? O también: ¿por qué no concebir algún tipo de orden en el cual lo moderno, que siempre existió como una forma determinada de ser y no como se cree actualmente la única posible, no fue sin embargo el principio que rigió en todo momento a las sociedades, que hubo otras en las cuales las que estuvieron vigentes fueron categorías diametralmente diferentes, de carácter tradicional, es decir principios en los cuales la experiencia que captan nuestros sentidos externos, la “realidad material” o “vital” no fue concebida como la única posible, como algo que se agotaba en sí mismo y ante la cual nos debíamos plegar y venerar como si se tratara de la única y excluyente en la que se reducía la totalidad de nuestro ser y destino, sino en vez apenas un momento, un símbolo de una cosa superior que la trascendía y que se consideró a la vida no como una realidad concluida y acabada y en la cual estábamos condenados a estar fatalmente a la manera de un individuo o parte encargado de perpetuarla, sino como una instancia provisoria a transitar en función de otra cosa superior, aquello que es más que la mera vida. Es exclusivamente dentro de esta óptica que debe entenderse la romanidad en Julius Evola. Roma tuvo importancia en él no como la confirmación de que imperialismos como el norteamericano representan una cosa natural y explicable por la naturaleza siempre “interesada” e instintivamente dominadora del hombre, sino todo lo contrario. Fue en cambio el último intento con una cierta continuidad de querer establecer un orden universal no moderno y de carácter sagrado en donde el cosmos no fuera concebido como en la actualidad como una cosa a poner a nuestra absoluta disposición para llegar a ser “felices”, sino como una escala jerárquica ordenada hacia la eternidad. En donde se comprendió a la vida como teniendo sentido en tal función superior, y no como una cosa que se agotaba en sí misma. Es decir que Evola concibe que hay un modo moderno y un modo tradicional de percibir una misma realidad. Lo actitud moderna consiste esencialmente en el materialismo a nivel de concepción del mundo y la sociedad de masas a nivel de concepción social y política. Materialismo, de su raíz mater, principio femenino que consiste en concebir la relación del hombre con las cosas de una manera pasiva y de subordinación. Desde tal óptica el materialismo es un fenómeno muy vasto y no limitado tan sólo a las expresiones fragmentarias que habitualmente se conocen como tales (materialismo histórico, dialéctico, mecanicista, etc., las que no son sino modos diferentes de manifestación de un mismo fenómeno) siendo todas ellas maneras de expresar un mismo hecho por el que se concibe al hombre como un mero medio o instrumento de una cosa reputada como superior a él frente a la cual él permanece en estado de subordinación y dependencia. La misma puede ser Dios, la Historia, la Naturaleza, la Raza, la Sociedad, la especie humana, o algún tipo de Instinto irracional como podría ser el sexual, etc. Y a su vez concibe a la existencia del sujeto como teniendo sentido únicamente integrándose o reconociéndose en tales realidades superiores a las que hay que adaptarse en manera pasiva, dependiendo de ello nuestra “felicidad”, estando relacionado a las mismas así como un instrumento lo está respecto de aquel que lo utiliza. Este tipo de hombre, el individuo en serie, repetitivo y que se disuelve en los momentos espacio-temporales de la historia, no es propiamente persona, sino masa, es decir un ser incapaz de encontrar en sí mismo la propia razón de ser, sino que en cambio la remite a otra cosa que se le sobrepone como algo superior y respecto de la cual él acepta cumplir con la función de simple medio o instrumento. Por supuesto que la modernidad ha tenido grados diferentes de manifestación en tal tendencia materialista y masificadora a lo largo de toda su historia por lo que no es una misma cosa el proceso de masificación que tuviera el Occidente en la edad Antigua del que en cambio acontece en esta era terminal en la que nos hallamos en la cual el proceso hacia la despersonalización y por ende hacia la incesante masificación ha alcanzado niveles realmente aterradores. Acotemos además que la masificación debe tener como correlato necesario en primer término la igualdad ya que la masa se caracteriza por ser un compuesto de seres casi idénticos y sin un carácter propio que los singularice. En segundo lugar la democracia concebida en esta fase terminal como una forma totalitaria de gobierno y de sociedad en donde las simples mayorías debidamente domesticadas por la propaganda y los medios subliminales de atontamiento colectivo es la que determina lo que debe hacerse en detrimento de la libertad de aquellos que son verdaderamente personas en tanto que, como tales, piensan y reflexionan y por lo tanto poseen un carácter propio. Esta democracia coercitiva y masificadora en sus tiempos finales adquiere también la forma de “imperialismo”, tal como acontece en nuestros días a través del despliegue invasivo de los USA por el mundo entero, por el que invade a las naciones, encarcela a las personas en cualquier lugar del planeta en que se encuentren, transgrede hasta la más elemental norma de derecho en aras de imponer coercitivamente la “democracia”, tal como ha acontecido en los casos Irak, Afganistán, etc.. Frente a tal tipo de hombre y cosmovisión se yergue la figura antitética del hombre tradicional para el cual se es persona únicamente en tanto se encuentre en sí mismo y no en otra cosa la razón última del propio ser. Es decir que, a diferencia del mundo animal, lo propio del hombre es ser persona, lo cual no es una realidad encontrada y ya hecha naturalmente, sino algo que debe construirse uno mismo a lo largo de la propia existencia. Mientras que ser individuo, que es lo que se trae al nacer, significa ser dependiente de otra cosa, persona es en cambio ser independiente, esto es, libre. En tanto es la libertad lo que categoriza esencialmente a las personas, distinguiéndolas de los restantes individuos y en tanto la misma representa una conquista realizada por uno mismo, ésta no es igual en todos los seres por lo que éstos se distinguen entre sí por el grado que han desarrollado de la misma. Por tal motivo una sociedad regulada en función de la libertad que puedan poseer las personas no puede ser nunca igualitaria y debe contraponerse necesariamente a la actual y masificada propia de la modernidad. Frente a la nivelación igualitaria de una humanidad sin nombre ni carácter propio, como la existente en la actual sociedad democrática, se yergue su antagonista absoluta que es la sociedad jerárquica, graduada en función de la libertad que hayan conquistado los seres. Ante el igualitarismo masificador la sociedad tradicional impuso un orden de castas de tipo jerárquico en donde las personas hallaban una tipificación respecto del grado de libertad al que alcanzaban a desplegar en su existencia. El moderno en su materialismo ha equiparado ilícitamente el concepto de persona con el mero hecho de estar vivo, por lo cual hoy en día son reputados como sinónimos los conceptos de individuo y de persona. La gran diferencia que existe con la concepción tradicional es que para ésta no solamente se trata de conceptos distintos y antitéticos sino que se es persona o individuo de acuerdo al grado de libertad que se haya desplegado. Individuo es el sujeto que se reduce simplemente al papel de parte de un todo que lo trasciende, persona es en cambio aquel que se constituye a sí mismo como ese todo. Y así como se es más o menos persona de acuerdo al grado de libertad que se posea, se es más o menos individuo a la inversa de acuerdo al grado de dependencia. Individuo y persona son los equivalentes a los dos polos ideales en que se constituye lo real, la materia y la forma, el cuerpo y el espíritu. Y así como no existe ni la materia ni la forma absoluta, sino grados de mayor o menor aproximación a las mismas, las dos polaridades en que se ordena una sociedad jerárquica y de castas son el paria, lo más cercano al mero individuo y el Emperador que es en cambio aquel que se encuentra más cerca de la persona absoluta pues es el único totalmente libre. Tales dos polaridades constituyen pues dos órdenes distintos y antitéticos: el Imperio, símbolo de la persona absoluta y la Democracia, símbolo y sociedad del paria o del individuo absoluto. El imperialismo Norteamérica es de carácter impersonal en tanto desconoce la figura del emperador, es por lo tanto el dominio abusivo y estrepitoso del paria. 2) Lo ario y lo semítico en la historia universal Ahora bien, volviendo a la obra sobre La Tradición Romana que nos convoca en esta fecha, digamos que para Evola resulta de singular importancia poder indicar el significado histórico que ha tenido Roma justamente dentro del contexto de antagonismo entre estos dos tipos de humanidad antes mentada: aquella que se asienta en la masa, que sostiene como sistema político la democracia y que tiene como concepción del mundo al materialismo, y la que en cambio lo hace en la persona, en el imperio como forma política, y en la Tradición como concepción del mundo. En tanto fundado en la metafísica su planteo es consecuentemente metahistórico, es decir fundado en una metafísica de la historia que interpreta al mito como un ente significativo que indica orientaciones existenciales paradigmáticas diferentes y presentes en todo tiempo y lugar. En toda época histórica los hombres han tenido siempre en mayor o menor grado dos metas y direcciones diferentes: la persona o el individuo, es decir la de tener como paradigma a un ser autosuficiente y libre capaz de darse a sí mismo una ley o en cambio reducirse a la comprensión de sí como mera parte de un proceso o de un todo que lo trasciende. Las diferentes mitologías de los diversos pueblos, sea arios como semitas, occidentales u orientales, nos hablan siempre de un antagonismo esencial que habría existido desde los orígenes mismos de la humanidad y que, de la resolución que las diferentes culturas han dado del mismo, se han recabado también distintas direcciones siendo la una hacia el determinismo representado en la figura del individuo-masa comprendido y reducido al papel de parte de un todo y la otra hacia el individuo-persona es decir un ser libre y autosuficiente por participación y grados. Y ello estaría determinado de acuerdo al tipo de elección realizada. Todo pueblo, todo tipo de humanidad ha estado sometido a una decisión trascendental consistente en la superación de un obstáculo. Algunos triunfan, mientras que en cambio otros sucumben. En esto él considera que los pueblos arios han expresado históricamente una ventaja en tanto que, ante un mismo antagonismo, han dado una resolución diferente que la acontecida en el caso de los pueblos semitas. Mientras que ante una misma prueba consistente en la superación de un obstáculo el hombre semita arquetípico, Adán, sucumbe ante el mismo (el árbol, la manzana, etc.) y es doblegado al ser sometido a una existencia posterior de pecado y dependencia, a una situación de simple criatura en la que la muerte se convierte en él en su estado natural, quedando así reducido al rol de mera parte subordinada a un proceso superior. El ario en cambio, a través de figuras arquetípicas como la de Heracles, pasa también por esa misma prueba, pero el resultado es en el mismo diferente, pues sale victorioso. Se recuerda que en los dos casos está presente la figura de la mujer como tentación (Eva en el primero y las Hespérides en el segundo) y de una manzana como un límite que debe ser sorteado, aunque los resultados son distintos en los dos casos. La misma semejanza aparece también en las sagas de los hermanos antagónicos representando los mismos dos posibilidades diferentes: Caín y Abel entre los semitas y en el ámbito Romano aparecen en cambio las figuras de Rómulo y Remo, en donde el primero representa un principio sagrado de elevación espiritual e inmortalidad olímpica, la política comprendida como una misión redentora, en cambio el segundo representa el asentamiento en la mera “vida”, en el bienestar, en la economía y la administracion y el acto de asentarse y reducirse a tales dimensiones inferiores. En los dos casos al verificarse el antagonismo irreversible, el uno mata al otro imponiendo su propia ley. Pero los resultados son una vez más diferentes. Mientras que entre los pueblos semitas triunfa el principio impuro, meramente telúrico representado por Caín, entre los arios es en cambio Rómulo, es decir el principio sidéreo y celestial el que triunfa sobre el lunar y terrestre representado por Remo. Pero lo interesante a señalar aquí es que, si bien en Roma ha tenido una resolución favorable la victoria definitiva de un principio superior sobre uno inferior, no significará ello que se haya producido una aniquilación del que fuera vencido. Lo telúrico y moderno existirá como una posibilidad siempre lista a eclosionar en el momento de debilidad de la otra. Es decir que no significa en manera alguna que el triunfo de un principio implique una determinación fatal para la descendencia. Ni un semita está condenado a subordinarse a una religión lunar, ni el ario siempre participará de un espíritu sidéreo. Si bien se encontrarán ciertas ventajas por la existencia de un ámbito propio que así lo favorece, la existencia es concebida como una lucha entre ambos principios la que será de carácter incondicional y sólo se resolverá con el triunfo de uno de los dos términos. El principio telúrico representado por Remo estará siempre presente en la plebe, teniendo incluso una localización geográfica en el monte Aventino, por contraposición al principio sidéreo, representado por Rómulo, cuyos herederos serán los patricios y su sede el monte Palatino. El principio plebeyo y telúrico tendrá sucesivas confirmaciones en otros pueblos, principalmente de origen asiático y semítico, como los Etruscos, los Cartaginenses, los Egipcios y finalmente el judeo-cristianismo. En síntesis lo propio de lo semita es el sustentar una religiosidad fundada en un estado de servilismo y dependencia del hombre-masa o simple individuo, sometido a una divinidad trascendente ante la cual su condición es la de mera “criatura” o “parte”, o “mediación” de un todo superior que puede ser la especie, la Historia, la Idea, etc. de acuerdo a los tiempos o modas que se sucedan. Por contraposición a ello se yergue el hombre-persona, creador y no criatura, divino e incondicionado y no mortal y condicionado, compañero y colaborador de Dios y no siervo y dependiente del mismo, ante el cual se le reza de pie y no de rodillas y postrado, ante el cual se permanece con la frente alta y no en estado de humillación, al cual hay que ser capaz de hacer descender hacia sí y no de “aniquilarse a sí mismo”. Todo ello no es otra cosa que el antagonismo que hoy en día se ha sintetizado con la dicotomía entre el hombre moderno y el tradicional. 3) Ética aria y ética semita De los dos mitos antes mentados emanan dos antropologías diferentes, la que ensalza al hombre persona, tal la concepción ario-romana y patricia y por contraposición a ella la plebeya que reduce a la humanidad a la condición de individuo-masa. Espiritualismo y materialismo, modernidad y tradición son las dos posibilidades existentes de las cuales derivan dos éticas distintas propias de dos humanidades, de dos razas diferentes, una patricia y otra plebeya, en una misma colectividad. ¿Qué es lo que distingue a la una y a otra? Ambas son antagónicas e irreconciliables, tal como el agua y el aceite. Pues bien en el primer caso la ética aria y patricia se caracteriza por tenemos un amor por las distancias, por un estilo rudo, severo y viril de la existencia para el cual el contenido y la intención valen más que las formas externas. Es máxima esencial de tal forma de moral que es preferible ser antes que tener. El estilo patricio es “monumental”, el plebeyo en cambio coreográfico y teatral. Este último, al cual denomina también como mediterráneo, se caracteriza por una constante inclinación hacia la exterioridad, hacia el individualismo que se distingue por la insufribilidad respecto de cualquier autoridad superior, de cualquier ley general de orden. Es una característica propia del plebeyo el desesperado afán por ponerse insistentemente de relieve. Ante el estilo severo de aquel que preeminencia la manifestación del principio por encima de todo y ante el cual está dispuesto a sacrificarse a sí mismo y a su “interés”, el plebeyo insiste en cambio en resaltarse constantemente a sí mismo no importándole si en aras de ello puede echar por la borda a más de un principio. A tal respecto resulta ser un crítico a ultranza y más que la verdad le interesa siempre destacarse y es habilísimo en encontrar siempre algún recoveco para escapar de un obstáculo o una ley, así como poseedor de un gusto estrepitoso por mostrarse sumamente inteligente aun a costa de convertir al otro en estúpido, tal como lo vemos cotidianamente entre nuestros periodistas o comunicadores sociales preocupados por mostrase siempre como muy vivos e inteligentes ante el público. Se destaca también por una descontrolada fiebre romántica, por un deseo exacerbado por comunicarse y exteriorizar los propios sentimientos, por ser extremadamente expansivos. La segunda característica de lo moderno es lo cuantitativo, lo cual determina su carácter dual y con dobles y hasta triples mensajes y discursos formulados de acuerdo a las circunstancias variables. Frente a ello encontramos las máximas de Séneca: “Mantenerse firme en el ser”, nos decía, lo cual equivale a mantener la propia coherencia y la unidad de sí mismo en todas las circunstancias múltiples. Al respecto él opinaba que “Es más grave mentir que matar”. Matar es en efecto un acto que puede tener significados distintos, en cambio mentir tiene un solo significado: significa una degradación, una lesión de la unidad interior, el pasaje de la cualidad de quien es “derecho” a la de quien es “oblicuo”. Es importante manifestar aquí que desde tal perspectiva relativa a la unidad de la persona, las proporciones no cuentan. La pequeña traición es igual absolutamente a la gran traición. No mantener la palabra empeñada en una cuestión secundaria relativa a la vida práctica es lo mismo que hacerlo en una cuestión de honor. Infringir una promesa en algo en apariencias secundario como dejar de fumar puede tener un valor semejante a no cumplir con un compromiso dirigido hacia los otros. De la misma manera es tan grave robar una caja de fósforos a un compañero de trabajo que asaltar un banco. Más aun lo primero resulta más grave que lo segundo pues en el primer caso se trata de algo carente de riesgos, como en cambio puede serlo asaltar un banco que exige tener una cierta valentía. “Mejor padecer una injusticia antes que cometerla” o también: “Lo que no es honesto ni siquiera puede reputarse como útil”. Tal como vemos, y podríamos extendernos muchos más, estas dos humanidades diferentes y antitéticas se caracterizan por éticas diametralmente opuestas. Con esto hemos tratado de resaltar algunos valores propios de lo romano en contraposición con lo norteamericano, modalidad democrática impuesta en nuestro mundo moderno. Podría decirse que mientras uno es simplemente un “imperialismo” que pretende imponer el modo de ser moderno y democrático, el otro es en cambio un imperio, en tanto expresión exacta de lo que es opuesto a la democracia, es decir la expresión de una sociedad tradicional y jerárquica. (Conferencia dictada el pasado 5-4-06 en la ciudad de Buenos Aires en ocasión de presentarse la edición castellana de La Tradición Romana, de Julius Evola)
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