La exaltación de "El Roto Chileno" como un intento de construir un mito que legitime la separación de Chile del tronco hispanoamericano. La historiografía dominante desde el Siglo XIX, y canonizada por la ideología liberal, justifica el quiebre político de la sociedad hispana de America de comienzos del Siglo XIX; quiebre que se manifiesta en una seguidilla de guerras civiles, partiendo por las llamadas "Guerras de la Independencia" (bautizadas así por esa historiografía), siguiendo -en la parte occidental de Sudamérica- con la "Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana" (en ésta etapa se centra este artículo del Profesor Pedro Godoy) y la "Guerra del Pacífico". En todos estos conflictos, en cada parte hay gente de los paises hispanoamericanos implicados. No son guerras entre Chile y España o entre Chile y Perú. Son guerras entre españoles, chilenos y peruanos que están por la mantención o la reconfiguración de la unidad, por un lado, y españoles, chilenos y peruanos que están por la ruptura y por la disgregación de todo esfuerzo unificador. Una vez más, apreciamos en Godoy a un maestro en poner el dedo en la llaga. Podrán existir los rotos chilenos, pero levantar su figura como un monumento se puede entender como una manera de legitimar el separatismo portaliano en contra de ese intento reintegrador de los pueblos hispanoamericanos que fué la Confederación Peru-Boliviana.
YUNGAY: ¿FESTEJO O FUNERAL? por el Prof. Pedro Godoy Centro de Estudios Chilenos CEDECH http://educacionueva.blogspot.com
Cada 20 de enero se celebra el Día del Roto. El apetito de énfasis supone apellidar el sujeto. Entonces se alude a la Fiesta del Roto Chileno. Así -usando de fachada al hombre típico del país, aquel que nace y muere en la pobreza y al cual se atribuye un abanico de vicios y defectos- se evoca la batalla de Yungay. Con ese hecho de armas se finiquita la guerra de Chile contra la Confederación Perú-Boliviana. El «roto», es decir, Juan Verdejo conocido como el General Pililo -igual que en la Guerra del Pacífico- es carne de cañón en un choque armado urdido por nuestra oligarquía. Los blanquitos -pijes, futres o momios- usan a los mestizos en aquella reyerta iniciada en 1835 y culminada en 1839 con el luctuoso entrevero cuyo escenario fuera el Pan de Azúcar. He allí un dato toponímico que involucra colosal paradoja. Aquella carnicería ahoga la prosperidad que habría fluido de la integración preconizada por el Mariscal de Zepita y la gresca genera una situación amarga -perdurable hasta hoy -entre repúblicas fraternas. En suma, se evapora una posibilidad cierta de "pan" y el "azúcar" se convierte en agraz. HOMBRE DEL DESTINO Andrés Santa Cruz dispone de contundente prestigio. Su talento le permite aglutinar «los Perúes» como dirá O’Higgins. Desde Palacio Quemado gravita sobre el Cono Sur. Incluso en Ecuador el Presidente Vicente Rocafuerte le es adicto. Su esfuerzo unionista lo perfila como continuador de Bolívar y precursor del EAN y el MERCOSUR. El proyecto, no obstante, es desbaratado por las bayonetas de Manuel Bulnes y Ramón Castilla. El denominado Ejército Restaurador con jefatura mapochina demuele el experimento crucista. Se estima -en virtud del prisma orbitado por Haya de la Torre y Jorge Abelardo Ramos- que ese no fue un enfrentamiento de Chile contra Bolivia y Perú, sino una guerra civil al interior de Suramérica entre balcanizadores e integracionistas. Chilenos como Diego Portales, peruanos como Agustín Gamarra y bolivianos como José Ballivián se ubican en la trinchera fragmentadora. Entonces, la historiografía y la docencia tendrán que erradicar la óptica europeizante que presenta como si fuesen internacionales los conflictos interestatales. La conflagración contra el crucismo es tan interestatal como la Guerra de Secesión norteamericana. La diferencia: allá triunfa la fuerza centrípeta y aquí la centrífuga. CRUCISMO CHILENO La infausta reyerta amerita comentarios: es el preludio de la Guerra del Pacífico que, estallada 40 años después, origina el enclaustramiento de Bolivia y la pérdida -para Perú- de Tarapacá y Arica. Por otro lado, es cierto que el gobierno de Chile impulsa la agresión. Sin embargo, no es menos efectivo que tropieza al interior del país con tenaz resistencia a su diplomacia cainita. La elite académica y la elite castrense exhiben simpatía por la gestión del Supremo Protector. Intelectuales como Andrés Bello votan contra la declaratoria de guerra en el Senado de la República. Pedro Félix Vicuña -fundador del periodismo criollo- redacta un ardoroso libelo pacifista. El cuerpo expedicionario acantonado en Quillota y próximo a embarcarse al Perú se insurrecciona. La oficialidad suscribe una proclama «Contra el despotismo y por la paz". El pronunciamiento aborta. No obstante, los uniformados insurrectos, encabezados por José Antonio Vidaurre, fusilan a Portales. Aún más, Manuel Blanco Encalada, Jefe de la I Expedición, opta por la paz suscribiendo el Tratado de Paucarpata. Tal instrumento es juzgado "insanablemente nulo" por los belicistas de La Moneda y quien lo suscribe degradado y sometido a proceso por alta traición. Bernardo O’Higgins quien vive en el «transtierro» peruano es otro enemigo declarado de esa política agresiva. Juzga la conflagración una maniobra demencial. La apostrofa como "la guerra portalina", deplora el derramamiento de sangre suramericana que implica, mientras defiende el derecho de integrarse como un todo al Alto y al Bajo Perú. El prócer -camarada de armas y doctrinas de San Martín y Bolívar- adhiere al integracionismo del Mariscal de Zepita. Después del derrumbe de la Confederación resiste el decreto de Gamarra -ya convertido en Presidente del Perú- ordenando confiscar la condecoración que le confiriera Santa Cruz. Otro héroe de la Independencia y también -en su momento, igual que Blanco, primer mandatario de Chile- Ramón Freire es crucista. Una flota con exiliados chilenos encabezada por dicho personero zarpa del Callao a Chiloé para sumarse al alzamiento. Su triunfo significa la paz con la Confederación. Así Suramérica se habría ahorrado una guerra torpe. Tan torpe como la del Chaco y tan sangrienta como de la Triple Alianza. BALANCE TRAGICO La batalla de Yungay -colofón amargo de aquella guerra civil entre conosureños- divorcia pueblos y frustra un contundente esfuerzo por reintegrar la meganacionalidad iberoamericana. La ocasión es propicia para señalar que guerras internacionales -acorde el enfoque propuesto- han existido pocas. Ni la guerra de la Independencia es de esa categoría. En la emancipación se enfrentan españoles europeos y españoles americanos. Aún más, unos y otros están escindidos entre adscritos al absolutismo y devotos de la tesis liberal. En cambio, sí son guerras internacionales la yanqui-mexicana que entre 1835 y 1848 significa para el país de Lucas Alamán y Octavio Paz la amputación de la mitad de su suelo. También internacional es la guerra entre Argentina y Gran Bretaña por Malvinas en 1982. Las batallas entre paisanos se conmemoran. Concón y La Placilla, por ejemplo, no se celebran. Son invitación a meditar y no motivo de jolgorio. Por eso en cada 20 de enero para los chilenos genuinamente patriotas no hay Fiesta del Roto Chileno, sino motivo para homenajear al estadista Andrés Santa Cruz. No nos tragamos aquello de su megalomanía incaica, sino lo visualizamos como un ilustre bolivariano. Al mismo tiempo, se rehabilita al coronel José Antonio Vidaurre quien -con sus camaradas de armas- echándose el miedo a la espalda se juega la guerrera y la vida en el pronunciamiento de Quillota. Proclamamos que, a través nuestro, se expresan quienes -en aquella época- con la pluma y con el sable se enrolan en la guerra por la paz repudiando aquel fratricidio culminado en Yungay. Tal hecho bélico tritura el experimento integrador. La victoria que inspira Portales e inmortalizan Manuel Renjifo y José Zapiola en el Canción de Yungay impone el aislacionismo de cuyo vientre provienen el subdesarrollo y la dependencia.
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