LA GUERRA QUE NO TERMINÓ por
Denes Martos No
hay forma de evitar una guerra;
La explicación de la crisis económica actual es, en realidad, relativamente simple: los dueños del dinero resolvieron intensificar sus operaciones y pasaron – escalonada y progresivamente – a la ofensiva. Los poseedores de las armas financieras decidieron escalar la presión sobre la economía real para controlarla mejor a través del dinero. La verdad es que no estamos en crisis. Estamos bajo ataque. Estamos en guerra. O, mejor dicho, SEGUIMOS en guerra. La afirmación puede sonar algo bombástica pero el escepticismo de quienes no quieren creerlo es solamente el resultado del ocultamiento de la realidad detrás de los titulares de los medios y detrás de los discursos de los políticos. Para percibir esa realidad basta con darse cuenta de que los factores que desencadenaron las dos grandes guerras europeas siguen exactamente tan vigentes hoy como lo estuvieron a principios y mediados del Siglo XX. Con el agravante que ahora operan a escala global. Así como el período entre 1918 y 1939 no fue un período de paz sino tan solo un alto el fuego entre dos guerras, del mismo modo el período iniciado en 1945 tampoco ha sido de paz. Si bien es cierto que las guerras se volvieron más localizadas y de menor envergadura, no menos cierto es que, después de Mayo de 1945, los conflictos bélicos continuaron de un modo prácticamente ininterrumpido. Corea, Vietam, Kosovo, Medio Oriente, Afganistán, Iraq, son solamente los picos visibles del iceberg que tapó literalmente docenas de otros conflictos sangrientos librados por todo el planeta. Con la actual histeria belicista desatada por el caso de Irán y ante el creciente peligro de vernos envueltos en otro conflicto de gran envergadura se habla ya con bastante frecuencia de la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial. En realidad, quienes hablan de Primera, Segunda y Tercera guerra mundial, segmentando los acontecimientos con esa nitidez compartimentadora que tanto agrada a muchos historiadores, cometen un error conceptual. Por de pronto, la guerra de 1914, así como la de 1939, que figuran en los libros de Historia como Guerras Mundiales, no lo fueron en realidad. Fueron guerras EUROPEAS, en las que, de la mano de Gran Bretaña, terció su ex-colonia norteamericana. En esas dos guerras no se jugó el destino de ningún interés extra-europeo. Todo lo contrario: se libraron para lograr el control de Europa que – mal que bien – seguía siendo el núcleo geopolítico y cultural de la Civilización Occidental. La estrategia seguida, tanto en 1914 como en 1939, fue la de desplazar ese centro de gravedad geopolítico y etnocultural hacia FUERA de Europa. Se lo logró, exportando en 1918 la revolución social hacia Rusia y luego hacia Asia, convirtiéndola en una permanente amenaza sobre el flanco Este de Europa. Volvió a lograrse en 1945 desplazando el poder financiero hacia los EE.UU. y dejando a Europa en la dependencia financiera de una potencia transatlántica, prácticamente inatacable con la tecnología de ese momento, desplegada sobre su flanco Oeste y con Gran Bretaña como cabeza de puente eventual. Pero, con todo, en Europa quedaron muchos problemas sin resolver y varios de ellos se resolvieron mal. Como, por ejemplo, la construcción artificial de países enteros, el desplazamiento territorial de otros, y la división no menos artificiosa de algunos más. De esta forma, así como la llamada Segunda Guerra Mundial no fue sino continuación de la Primera por los problemas que ésta dejó sin resolver, la Tercera Guerra Mundial, si se produce, no sería sino continuación de la Segunda por los problemas que ésta, a su vez, también dejó sin resolver. Hablando en términos estrictos, es una misma guerra la que se arrastra hasta nuestros días y que amenaza con estallar una tercera vez. Y esta vez, sí, con efectos y consecuencias prácticamente mundiales. El fin de la guerra de 1939/45 estuvo supeditado al éxito de la implementación de las pautas establecidas en Yalta y Potsdam por aquél extraño trío de vencedores unidos más por el espanto que por el amor. Quienes diseñaron el mundo posterior a 1945 recurrieron a una pésima copia – para colmo distorsionada – del esquema fascista italiano. Así como el Estado de Mussolini se estructuró en lo básico con una cámara empresaria, una cámara sindical y el Estado actuando de pieza de encaje superior, del mismo modo los arquitectos de Yalta se imaginaron un mundo capitalista por un lado, comunista por el otro, y una plutocracia económica internacional actuando de árbitro y decisor de última instancia. Pero el esquema fracasó. Funcionó relativamente bien durante los múltiples conflictos localizados de la llamada "Guerra Fría" pero resultó inviable a largo plazo, especialmente después de la implosión del imperio soviético. Presuponía la existencia y la continuidad de Estados artificiales, prácticamente dibujados sobre el mapa al capricho de quienes se creyeron con derecho a repartirse el mundo a su antojo. Sucedió sin embargo que, ni bien aflojó un poco la presión de las fuerzas que los mantenían ficticiamente aglutinados, varios de esos Estados estallaron y se fragmentaron en sus partes constitutivas. En otros casos, las tensiones que se creían superadas volvieron a emerger y, a veces, con mayor violencia que antaño. Sarajevo, la ciudad que fue el epicentro del conflicto serbo-bosnio de 1992/1995, es exactamente la misma ciudad en la que se disparó la Primera Guerra Mundial en 1918. Los chechenos deportados en masa a Kazajistán por los soviéticos en 1944 fueron exactamente los mismos chechenos que enfrentaron a los rusos en 1994/1996 y en 1999. En otros casos, los nuevos Estados armados artificiosamente en las trastiendas políticas de la segunda postguerra generaron más conflictos que los existentes antes de su creación. La guerra en Medio Oriente comenzó en 1948 con la implantación del Estado de Israel en un territorio en dónde, como Estado, había dejado de existir hacía más de 1.800 años atrás. El resultado del injerto trajo consigo la primera guerra árabe-israelí de 1948, la guerra del canal de Suez en 1956, la Guerra de los Seis Días en 1967, la guerra del Yom Kippur en 1973, y eso solamente para citar los conflictos más notorios porque los enfrentamientos han sido continuos hasta el día de hoy. Decididamente, la guerra no terminó en 1945. Como es obvio, los acuerdos de Yalta y Potsdam han tenido que ser reconsiderados. El tercer socio participante de los acuerdos, la URSS, ya no existe y Gran Bretaña ha pasado a desempeñar un papel secundario en la escena mundial. Pero el vacío dejado por estas dos potencias resultó rápidamente ocupado por los EE.UU. Mejor dicho: por las centrales financieras que gobiernan a los EE.UU. y que operan hoy en todo el mundo exactamente de la misma forma – y con mayor libertad aun – en que operaban en 1914 y en 1939. Y pueden hacerlo porque, para esta operación, los dueños del dinero cuentan con tres sistemas complementarios. El primer sistema está formado por las empresas multinacionales globales y, sobre todo, por los bancos y los mercados de valores que controlan a las empresas. Este sistema no solamente tiene por misión generar la dependencia financiera y tecnológica de los Estados sino que, además, actúa de canal de retiro de ganancias e intereses de ciertas zonas y de vía de canalización hacia ciertas otras de interés estratégico. El segundo sistema lo constituyen las instituciones de control y regulación. Al mismo pertenecen, por ejemplo, las calificadoras de riesgo, las grandes consultoras, las más importantes auditoras y, por supuesto, las instituciones internacionales de crédito como el Fondo Monetario Internacional. La función de este sistema es doble: por un lado sirve de amenaza – aumento del riesgo país, empeoramiento de la calificación, elevación de las tasas, recomendaciones compulsivas, etc. – y por el otro lado, si lo anterior no surte efecto, se aplican las represalias: denegación de créditos, bloqueos, sanciones económicas, fuga de capitales, y medidas similares. El tercer sistema es el reaseguro de los dos anteriores y está constituido, a su vez, por dos ramas operativas. Por un lado, una de estas ramas operativas es la montada para las ofensivas "blandas" a cargo de agencias internacionales de noticias, corporaciones multi-mediáticas, aparatos de inteligencia y contrainteligencia, intercambios académicos, etc. Este aparato está destinado a "fabricar el consenso" mediante la presión psicológica e intelectual necesaria para lograr la aquiescencia voluntaria tanto de los dirigentes como de las grandes masas. La segunda rama operativa es la estrictamente coercitiva – dispuesta tanto para la guerra convencional como para la irregular – especializada en las ofensivas "duras" que se emplean, según conveniencia o bien, si todo lo anterior falla, para aplastar directamente y por la fuerza cualquier tendencia discordante o "políticamente incorrecta" que amenace al poder global, siempre y cuando, claro está, la relación objetiva de fuerzas permita hacerlo sin poner a riesgo la totalidad de la estructura o a ciertas partes más críticas de la misma. La enorme mayoría de las personas – es decir: la enorme mayoría del rebaño de votantes – no tiene ni idea de cómo operan estos sistemas interrelacionados. La plutocracia trata de desechar toda explicación acerca de su funcionamiento acusando a quienes la describen de estar difundiendo "teorías conspirativas". Obviamente, si nos imaginamos una "conspiración" como algo que se desarrolla en los oscuros sótanos de una sociedad secreta con estrafalarios personajes que ocultan sus rostros detrás de máscaras rituales y se reconocen mediante señas furtivas, la explicación desemboca necesariamente en el ridículo. Pero si por "conspiración" entendemos una simple y pedestre – aunque no necesariamente menos siniestra – asociación ilícita con ilimitados fines de lucro y poder, el panorama se hace bastante diferente. Lograr la coordinación y el trabajo organizado de las miles de personas que requiere cada uno de los tres sistemas mencionados y lograr, además, la coordinación y la sintonía de los tres sistemas entre sí, y todo ello tan solo bajo la invocación de alguna doctrina esotérica o pasión ideológico-mística, es algo decididamente imposible, sobre todo en el mundo actual en el que tanto el idealismo como la mística se hallan fuertemente devaluados. Pero esa misma coordinación y esa misma sintonía se logran con algo mucho más simple y común: con dinero. Y, por supuesto, con el poder y el prestigio que automáticamente otorga el dinero en una cultura dispuesta a adorarlo y a considerarlo tan omnipresente, necesario e inevitable como el oxígeno del aire o la ley de la gravedad. Es cierto que el dinero es necesario y conveniente como herramienta económica. Pero, apenas se lo analiza tan solo un poco, se ve inmediatamente que – confinándolo estrictamente a los límites de su función práctica – hay muchas otras maneras, diferentes de las actuales, de generarlo y de establecer su valor. Son esas "otras maneras" las que, a toda costa, necesita evitar la usura global. Y para lograrlo está dispuesta a atacar y a destruir cualquier intento de escape del corral financiero establecido. Según la óptica de la plutocracia, los Estados DEBEN someterse al sistema financiero internacional sencillamente porque, de no hacerlo, ese sistema perdería el poder que ha conquistado. Por eso es que, si de pronto se generan millones de desocupados y millones más caen en la ruina, a los administradores del sistema ni se les mueve el amperímetro. Pero en el momento en que un banco, o peor todavía: varios bancos, quedan al borde de la quiebra, todos estos administradores se ponen histéricos y hacen cualquier malabarismo de ingeniería financiera para tratar de salvarlos. Es que la fuente del poder no son las personas; es el dinero. Nuestros supuestos demócratas deberían empezar a entenderlo. Pero lo que hay que comprender además, es que este poder real de los dueños del dinero es el mismo que impulsó la Primera Guerra Mundial para asegurarse el acceso irrestricto a todas las fuentes de materia prima del planeta; es el mismo que impulsó la Segunda Guerra Mundial para eliminar a todos los competidores posibles y es exactamente el mismo que ahora está buscando la forma de reestructurarse para lograr un único sistema financiero, un único sistema productivo de bienes y servicios y un único mercado global para cerrar el circuito económico. Lo otro que también debe ser entendido es que, además de la hegemonía del poder financiero, el Siglo XXI heredó por lo menos otras tres cuestiones vitalmente importantes que tendrá que resolver de un modo u otro ya que, si no las resuelve, todo intento de ponerle límites al imperio de la usura plutocrática se vuelve ilusorio. Por un lado arrastramos un sistema político obsoleto – diseñado en los Siglos XVIII y XIX para otros contextos y otras condiciones – que ha terminado prisionero de los dueños de la economía y cuyo fracaso fue el que, en absoluto, posibilitó la actual hegemonía plutocrática. Por el otro lado, conservamos del Siglo XX el criterio materialista, hedonista y relativista que nos lleva a una decadencia cultural de tal magnitud que no solo aplasta y degenera la creatividad de las vanguardias culturales sino que se retroalimenta con los valores negativos del propio sistema en un círculo cada vez más vicioso. Y finalmente, heredamos un fenomenal problema de espacio y de recursos, con una población planetaria constantemente creciente y la necesidad cada vez mayor de fuentes de energía, alimentación y materias primas que – dada una orientación a ganancias económicas pretendidamente cada vez mayores – conduce a la depredación de los recursos naturales del planeta y a la destrucción de nuestro hábitat natural. La cuestión financiera, la cuestión política, la cuestión cultural y la cuestión de los recursos constituyen la fuente de múltiples posibles conflictos futuros frente a los cuales la actual élite dirigente no tiene más respuesta que tratar de imponer de un modo coercitivo aquellos factores heredados que son, precisamente, los generadores de la enorme mayoría de los conflictos. La guerra no ha terminado. Lo que me pregunto es si esta vez habrá vencedores después de la última batalla.
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