ALIMENTOS
PARA EL MUNDO PERO NO PARA BARBARITA
por
Oscar Taffetani
enviado
por la Agencia Pelota de Trapo
(APe).-
En 1959, con su libro Geopolítica del Hambre, el médico y
antropólogo brasileño Josué de Castro rompió el cerco de silencio
tendido, a nivel sociológico y político, sobre el problema del hambre.
Señalaba JDC la curiosa “indigencia bibliográfica” sobre el hambre,
que contrastaba con la vasta producción de libros sobre la guerra y sobre
las epidemias, flagelos que en gran medida se producían a causa del
hambre.
“¿Cuáles son los factores ocultos de esta conspiración de silencio en
torno al hambre?” se preguntaba en el prólogo a la primera edición de
su segundo libro, Geografía del hambre. “Se trata de un
silencio premeditado”, se respondía. “Son los intereses, los
prejuicios de orden moral o de orden político y económico de nuestra
civilización llamada occidental los que hacen del hambre un tema
prohibido, o por lo menos poco recomendable para ser abordado en público...”
Sin embargo, reconocía el antropólogo que los poetas y narradores,
aunque no en una perspectiva científica, habían tomado el hambre como núcleo
generador de conflictos externos e internos del hombre.
Finalmente, en aquel prólogo que bien merecería reeditarse y releerse,
citaba a Richard Temple, administrador colonial británico en la India:
“Mientras tantos desdichados se morían de hambre -decía el inglés sin
inmutarse- el puerto de Calcuta seguía exportando al extranjero
considerables cantidades de cereales. Los hambrientos eran demasiado
pobres como para poder comprar el trigo que les hubiera salvado la
vida...”
“Es lógico -acotaba JDC- que quienes lograban ingentes beneficios de
sus importaciones de la India, hicieran todo lo posible para sofocar en
Europa los rumores lejanos de aquellas hambres lejanas, que si hubiesen
sido consideradas como lo merecían, habrían perjudicado su lucrativo
comercio...”
Entre la cita de Temple y la acotación del brasileño, está la clave de
los sucesivos enmascaramientos del tema del hambre.
II
Al
promediar los ’70, gracias al trabajo de Josué de Castro, el hambre había
comenzado a ser el eje del trabajo mundial de la FAO, un organismo creado
en 1943, casi junto con las Naciones Unidas.
“El mundo tiene hambre”, titula en tapa la revista Leo Plan,
el 15 de julio de 1964. En la nota se volvía a agitar el fantasma
malthusiano de la merma de la superficie cultivable y del explosivo
crecimiento demográfico, que llevaría a una crisis mundial en el año
2000.
Diez años después, en 1974 (que fue declarado por la ONU Año Mundial de
la Población), la revista Correo de la Unesco se preguntaba en
tapa: “¿El hombre o el hambre?”
Pero hambre, a pesar de haber sido puesta en el centro de la escena por el
imprescindible Josué de Castro (y por una sostenida política de Naciones
Unidas, hay que agregar) no dejó de ser un flagelo para las tres cuartas
partes de la humanidad, ni siquiera después de producirse hacia el fin de
siglo el gran salto tecnológico en la producción de fertilizantes y de
semillas genéticamente modificadas.
III
En los
libros de Josué de Castro se habla muy poco de la Argentina. Una parte
del territorio nacional -en Patagonia y el NOA- es incluida en el Sector A
de América del Sur (“regímenes alimentarios habitualmente
insuficientes, incompletos e inarmónicos”) y otra parte del NOA, en el
Sector B (“condiciones alimentarias menos graves, donde apenas existen
las hambres específicas en ciertos principios nutritivos, siendo el régimen
alimentario cuantitativamente suficiente”).
Sin embargo, se aclaraba en esos trabajos que existía notable diferencia
entre el registro estadístico disponible y la realidad de las economías
familiares, que producían y consumían alimentos in loco (en el
lugar).
Y no escapaban a Josué de Castro las denuncias o alertas de ciertos
dirigentes argentinos de principios del siglo pasado. “Hace 10 años
-escribió- el senador argentino Alfredo Palacios denunciaba el hecho de
que 30.000 niños de Buenos Aires estaban incapacitados para frecuentar la
escuela, dado su estado de desnutrición...”
En abril de 1994, la revista argentina Nueva volvió a romper el
fuego con el tema del hambre, pero inscribiéndolo en el marco
acostumbrado: el hambre mundial, las proyecciones para Asia y Africa, y así.
No obstante, consultando fuentes alternativas como los estudios de la
antropóloga Patricia Aguirre, aquella edición revelaba un dato
importante, que vincula el hambre con la inequidad: “una familia
argentina en situación de extrema pobreza -decía Aguirre- gasta el 78%
de sus ingresos en alimentarse, mientras que las clases acomodadas gastan
el 20%...”
El velo sobre esa “hambre argentina” que tres décadas sucesivas de
destrucción económica habían causado, comenzó a descorrerse en mayo de
2001, cuando el Movimiento Chicos del Pueblo organizó su Marcha por
la Vida, uniendo La Quiaca con Buenos Aires.
Todavía
los medios de prensa regionales y nacionales -y los organismos
internacionales- desdeñaban las denuncias sobre el hambre y preferían
seguir mirando hacia un costado.
Pero
al año siguiente, cuando la pobreza extrema de millones de argentinos le
estalló en la cara a la dirigencia política, entonces sí, entonces
hubos ojos para ver el hambre.
En ese momento, la foto de Barbarita Flores, aquella niña tucumana que
debió ser internada con su hermanita tras un doble desmayo por hambre,
dio la vuelta al mundo, rebotó en la Luna y desde allí cayó sobre las
conciencias argentinas.
No
obstante, el poder político siguió manipulando los datos y mintiendo,
hacia fuera y hacia adentro, al punto de escandalizarse por las tasas de
mortalidad infantil argentina que Unicef -tomando los propios datos
suministrados por el Gobierno- dio a publicidad al comenzar 2008.
Paralelamente,
en un juego totalmente esquizofrénico, asociaciones de productores de
“Siembra Directa” (eufemismo para decir “transgénicos”), pagaban
costosas campañas mediáticas explicando que la siembra directa
representaba “alimentos para el mundo”.
“¿Alimentos para el mundo? -mascullábamos al escuchar esa frase- ¿Y
por qué los argentinos no empezamos por casa?” Respuesta elemental:
porque los alimentos no son para el mundo, sino para aquéllos
-diría Sir Richard Temple- que pueden comprarlos. Y no empiezan
por casa porque las niñas como Barbarita, ni sus padres, ni sus hermanos
ni sus amigos tienen dinero para comprarlos.
”Es el capitalismo, estúpido”, nos dijimos, parafraseando aquella
frase acuñada en los despachos del Potomac, durante la era Clinton.
O sea: sobra maíz, pero no esperes que la polenta baje de precio.
Entraron muchas vacas al mercado de Liniers, pero no esperes que la carne
se abarate.
En la Argentina, país líder en la producción de alimentos, no hay otra
explicación para el hambre que la despiadada planificación económica
capitalista, que no trepida en eliminar seres humanos si esos seres
humanos, con sus nudas vidas, amenazan con achicar su intocable tasa de
ganancia.
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