BATALLA
DE QUEBRACHO HERRADO - 28 DE NOVIEMBRE DE 1840
por La
Gazeta - www.lagazeta.com.ar
En
1840 el general Juan Lavalle, hostilizado por las tropas federales
combinadas de los generales Manuel Oribe y Juan Pablo López, se decidió
a tomar por asalto la ciudad de Santa Fe para abrir su comunicación con
el Paraná y con Montevideo.
El 23 de setiembre, Lavalle ordenó al coronel Rodríguez del Fresno que
iniciara el ataque de esa plaza con la legión Méndez. A esta fuerza se
unieron en seguida el batallón de infantería del coronel Díaz, la
artillería de Manterota y algunos piquetes de infantería santafesina,
todas las cuales se pusieron a las órdenes del general Iriarte.
El general Eugenio Garzón que comandaba en jefe la plaza, respondió con
denuedo el ataque, después de haberse negado a rendirse como se lo proponían
los asaltantes. Garzón era un bravo y experimentado militar, cuyos méritos
le habían granjeado consideraciones aún entre sus adversarios políticos;
y como tal se mostró una vez más en la defensa de Santa Fe. Obligado a
cubrir con sus escasas fuerzas los puntos más importantes de la ciudad,
resistió dos días el asalto que le trajeron los unitarios simultáneamente
por el lado de la costa y por las calles del norte y sur de la plaza.
Al segundo día los unitarios se apoderaron de algunas alturas. Entonces
Garzón, defendiendo el terreno palmo a palmo, se atrincheró en la Aduana
con las fuerzas que le quedaban, rechazando desde allí los ataques que le
llevaron. La infantería y artillería de Lavalle se estrellaron varias
veces contra esa posición que hacía formidable la pericia de Garzón.
Pero esta lucha no podía prolongarse. Garzón había perdido su mejor
fuerza en el estrecho recinto que defendía. Sus municiones se agotaban ya
cuando sus principales jefes acordaron nombrar un parlamentario ante el
coronel Rodríguez del Fresno. Este concedió al general Garzón y a sus
oficiales salir con los honores de la guerra si se rendían en el
perentorio tiempo de un cuarto de hora.
Empero, la misma noche de la toma del cuartel, el general Iriarte le
notificó a Garzón que él y sus compañeros eran prisioneros a discreción,
pues el coronel Rodríguez no tenía facultades para hacerle concesión
alguna. Garzón invocó con arrogancia la capitulación arreglada con el
jefe de la plaza, y alegó en términos duros que sus oficiales no podían
ser víctimas de la indisciplina del que tal notificación le hacía.
Iriarte se limitó a responderle que no había más que someterse a las
circunstancias que había creado la guerra, y que se preparasen a marchar
al cuartel general de Lavalle que estaba situado en la chacra de Andino en
las afueras de la ciudad.
Allí, en la chacra de Andino, se preparaba el complot contra la vida de
Garzón y de sus compañeros. El coronel Niceto Vega, que llevaba la
palabra en las solicitudes colectivas de los jefes del ejército
“libertador” al general Lavalle para arrancarle resoluciones violentas
con cuya responsabilidad cargaba éste exclusivamente, reunió sus compañeros
de armas momentos después de haber el general Garzón desalojado la
Aduana en virtud de la capitulación arreglada; y en esta reunión se
resolvió nombrar una comisión de jefes con el objeto de pedir al general
Lavalle que el general Garzón, el gobernador Méndez, el coronel Acuña,
su hijo, el capitán Gómez y demás oficiales capitulados fueran
conducidos al cuartel general y fusilados inmediatamente.
La comisión presidida por el coronel Vega llevó su cometido ante el
general Lavalle. Este visiblemente agitado les respondió a los que la
componían: "¿Y por qué no los mataron ustedes en el acto de
tomarlos? ¿Quieren que caiga sobre mi la muerte de todos ellos?.... Esta
bien, señores, los prisioneros serán fusilados”. E inmediatamente
dio orden de que la legión Avalos trajese bien asegurados los prisioneros
al cuartel general.
Y véase lo que a este respecto dice el coronel Rodríguez del Fresno:
“Al día siguiente de la toma de la plaza, me dirigí al campo del
general Lavalle, quien me hizo llamar por medio de su ayudante Lacasa; y
lo encontré en la loma de la chacra de Andino, sentado sobre su montura.
Lo saludé, y la primera pregunta que hizo fue si quedaban asegurados los
prisioneros. Le contesté que sí. “¿Están todavía con mucho
cogote?” me dijo. – “No les falta”, le contesté. – “Irá
usted a la Capital , agregó el general, y ordenará al mayor de plaza, o
al jefe encargado de la custodia de los prisioneros, que los entregue al
comandante Avalos, quien llevará mis instrucciones sobre la manera de
traerlos. Aquí les bajaré el cogote”.
El comandante Avalos sacó en efecto a los prisioneros de sus calabozos y
los condujo maniatados y bien asegurados al cuartel general de Andino;
pero varias damas santafecinas, y principalmente doña Joaquina Rodríguez
de Cúllen, hermana del coronel Rodríguez del Fresno, y viuda de Domingo
Cúllen, y que debía servicios importantes a Garzón, se apresuraron a
pedirle gracia a Lavalle por la vida de este último y la de sus compañeros.
Esta súplica, por una parte; las reflexiones que le hicieron sobre que
era el gobernador de Santa Fe quien debía juzgar a los prisioneros, y las
que él mismo se hizo acerca del alcance y trascendencia que tendría en
las provincias la tremenda resolución que le habían arrancado los jefes
de su ejército, decidieron al general Lavalle a devolver los prisioneros
al gobernador Rodríguez del Fresno, levantando así la sentencia que había
fulminado sobre sus cabezas.
En estas circunstancias cayó como un rayo en el campo del general Lavalle
la noticia de la convención celebrada entre Rosas y el barón Mackau.
Todos los cálculos y planes de los emigrados unitarios quedaban
desbaratados a consecuencia de esa convención. Lejos de contar con el
auxilio y el apoyo de Francia, que nunca les eran más necesarios que en
estos críticos momentos, se encontraban desde luego reducidos a sus
escasos recursos propios, y frente a frente a todo el poder de Rosas,
aumentado moral y materialmente a causa de la paz que acababa de pactar
con esa nación.
Las fuerzas de Juan Pablo López y de Manuel Oribe, por otra parte,
empezaban a hostilizar formalmente a las de Lavalle; y como éste ya no
tuviera mayor interés en sostenerse en la ciudad de Santa Fe, pues dado
el giro que habían tomado los sucesos, su objeto no podía ser otro que
el de presentarle a Oribe una batalla en las condiciones más favorables
para él, evacuó esa ciudad a mediados de noviembre, sacando de ella toda
la gente que pudo y siguiendo camino de Córdoba por el paso de Aguirre.
Otro era el aspecto de las cosas en Córdoba. La Coalición del Norte hacía
camino, a pesar de sus primeros descalabros. El general Lamadrid,
reforzado con algunos contingentes se dirigió sobre Córdoba, mientras
unitarios de nota como los doctores José Francisco Alvarez, Paulino Paz,
Ramón Ferreira, Mariano López Cobo, Francisco Lozano, Bernabé Ocampo,
Miguel de Igarzábal, Posse, Soage y otros, hacían estallar una revolución
en la capital de esa provincia, la cual dio por resultado el derrocamiento
del gobernador Zavalía, delegado del propietario don Manuel López, que
se encontraba en campaña reuniendo sus fuerzas; y el nombramiento del
doctor Alvarez para ejercer ese cargo. Al día siguiente, el 11 de
octubre, el general Lamadrid entró con su ejército en la capital, en
medio del entusiasmo y regocijo de sus partidarios, y en seguida fue
nombrado comandante en jefe de todas las fuerzas de la provincia, dándole
un buen contingente de fuerzas y las milicias de Santa Rosa, Río Primero,
Tercero arriba, etc.
Lamadrid le comunicó todo esto a Lavalle, con el objeto de que combinasen
ambos sus operaciones; y Lavalle al retirarse de Santa Fe le dio cuenta de
la posición de Oribe, como de su resolución de dirigirse a Córdoba,
pidiéndole que, en vista de esto último, viniese a situarse con sus
fuerzas en el Quebrachito, en el límite de estas dos provincias, o que,
por lo menos, le remitiese tres mil caballos, pues su ejército estaba
casi a pie. Porque la permanencia de Lavalle en Calchines había sido
fatal para sus caballadas. Los malos pastos de esos parajes, y la poca
vigilancia que dio margen a continuas disparadas, redujeron a una cifra
insignificante los veinte y tantos mil caballos que llevó de Buenos
Aires. Y careciendo de este medio de movilidad no podía pensar por
entonces, en presentarle a Oribe una batalla. Al moverse de Calchines,
contando con que Oribe lo seguiría, se propuso pues, esquivar el combate
hasta que se incorporase con Lamadrid, o pudiese montar todas sus fuerzas.
Oribe lo siguió en efecto, y dos días después empezó a hostigarlo por
retaguardia. Lavalle proseguía su marcha en dos columnas paralelas,
cubriendo su retaguardia con la división Vega y el batallón de infantería
desplegados, y llevando en el centro las carretas y bagajes del ejército.
Cuando los tiradores de Oribe amenazaban sus flancos y se aproximaban las
fuerzas que lo perseguían, Lavalle hacía alto y desplegaba sus dos
columnas sobre la base de la infantería y de la división Vega. Oribe hacía
otro tanto y formaba su línea como para entrar en combate; y cuando lo
iniciaba, Lavalle doblaba sus dos alas, tomando su anterior formación, y
proseguía su retirada.
Pero esta situación no podía prolongarse para Lavalle, tenazmente
perseguido por un militar tan bravo y tan experto como él.
El 26 de noviembre hubo de verse envuelto por las fuerzas de Oribe, en un
momento en que se detuvo a refrescar sus exhaustas caballadas. Su mirada
estaba fija en el Quebrachito, donde debía esperarlo Lamadrid.
Incorporado con éste, ya estaba seguro de obtener una ventaja sobre
Oribe. Pero ningún aviso recibía de Lamadrid.
La fantasía de este jefe que jamás calculaba sus operaciones, ¿lo habría
conducido a otra parte? Esto valía la ruina del ejército
“Libertador”. El 28 llegó a los montes del Quebrachito. Allí no
estaba Lamadrid. Este había mandado días antes a ese punto una buena
división al mando del coronel Salas, y caballadas de refresco; pero como
no llegara el ejército de Lavalle el día 20, creyó que estaba sitiado
por Oribe en Calchines, y la hizo retirar de aquel punto para marchar con
ella a Fraile Muerto (actual ciudad de Bell Ville). Lavalle vio entonces
que tenía que disputarle él sólo a Oribe, no ya la victoria, sino los
pocos recursos que pudiera salvar de su desastre.
A la una de la tarde del 28 de noviembre la vanguardia de Oribe cayó
sobre la infantería de Lavalle, y poco después todo su ejército,
compuesto de unos cinco mil hombres, de los cuales mil seiscientos eran
infantes, envolvían al ejército enemigo sin darle el tiempo para tomar
la formación más conveniente. Oribe llevó por su derecha una formidable
carga de caballería con casi toda su fuerza de esta arma; y Lavalle
efectuó una operación semejante por la izquierda. La de Oribe obtuvo un
éxito completo; y aquí fue del rudo batallar de los escuadrones de
Lavalle que alentados con la palabra entusiasta de este general, pugnaban
desesperadamente por romper el círculo de jinetes de Oribe que los
estrechaban por retaguardia, mientras la infantería y artillería los
diezmaba por su frente y por uno de sus flancos.
Dos horas después la Batalla del Quebracho Herrado quedó circunscripta
en el cuadro que formó el coronel Pedro José Díaz en el extremo
izquierdo, donde permanecía Lavalle mandando las cargas supremas de los
últimos restos que le quedaban.
El coronel Vega, viendo inminente el momento en que Lavalle caía muerto o
prisionero con el último de sus oficiales, se abalanzó con doscientos
hombres como movido por el prodigio, contuvo una carga decisiva que le traía
la caballería federal, y alguno de sus compañeros aprovecharon de esto
para sacar de allí a su general.
Todavía permanecía en medio de su cuadro el coronel Díaz. Cuando hubo a
su alrededor otro cuadro de cadáveres; cuando aquellos valientes no
pudieron hacer uso de sus armas porque las municiones estaban en poder de
las tropas federales, y sólo se servían de las bayonetas o de las
culatas de los fusiles para esgrimirlos sobre los que tenían más cerca,
recién se sometieron a la dura ley de los vencidos; y el mismo Oribe, tan
parco en elogios como fiero en la victoria no pudo menos que felicitar públicamente
al coronel Díaz y a sus denodados compañeros.
Lavalle perdió en esta batalla mil trescientos hombres entre muertos y
heridos, cerca de seiscientos prisioneros, de los cuales sesenta eran
jefes y oficiales, toda su artillería, bagajes, parque, su
correspondencia, etc. Del campo de Quebracho Herrado se dirigió a Córdoba
por la frontera del Tío con los restos dispersos que le quedaban del ejército.
El triunfo del Quebracho era tan importante para los federales como el que
acababa de obtener la diplomacia de Juan Manuel de Rosas por medio de la
convención con Francia, la cual puso término a las diferencias entre ese
gobierno y el de la Confederación Argentina.
Diezman la fila unitaria
tantas cargas federales,
prometiendo a sus rivales
largas horas funerarias.
Cada vez más solitaria
la bandera de sus huestes,
en el panorama agreste,
triste de Quebracho Herrado,
el campo queda sembrado
de chaquetillas celestes.
Quebracho Herrado (gato)
I
El General Lavalle
y el correntino
en el Quebracho Herrado
fueron vencidos.
Fueron vencidos, si,
¡qué mala suerte!
rumbiaba ya su estrella
hacia la muerte.
II
El General Lavalle
y el correntino
ya marchan derrotados
por los caminos.
Por los caminos, si,
¡qué mala suerte!
para encontrar la calma
sólo en la muerte.
Fuente:
Antook – La Batalla de Quebracho Herrado – Buenos Aires (2007).
Bagnera, Hugo Eduardo – Juan Lavalle y Quebracho Herrado.
Saldías, Adolfo - Historia de la Confederación Argentina.
Oscar J. Planell Zanone – Oscar A. Turone - Efemérides Históricas
Ver tambien Lavalle:
"La Espada sin cabeza"
Puede ver más efemérides de la patria en http://www.lagazeta.com.ar/efemerides.htm
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