LA
IMPOSTURA LIBERAL
por
Adriano Scianca (*) - Página Transversal
El
liberalismo tiene, como ideología, una función precisa en la historia
occidental: la de sustituir al marxismo en el papel de paradigma
dominante después del final de la Guerra Fría. Porque, efectivamente,
ha habido un momento en que las clases cultas europeas “no podían más
que proclamarse marxistas”, casi como si el sistema del filósofo de
Tréveris representase la vanguardia de todo el bloque igualitario. Las
cosas no han salido demasiado bien. El marxismo que, de hecho, se imponía
todavía de manera ideológica, era aun así una parte que aspiraba con
imperfecciones a ser el todo. Además, su verificación histórica ha
desagradado a la larga incluso a los más obtusos guardianes de la
ideología. ¿Y entonces? Entonces, se han redescubierto todos
liberales. Caído el Muro de Berlín, se ha descubierto que, en la práctica,
comunista no lo había sido nadie, que, en el fondo, todos han estado
siempre del lado de los derechos humanos, que el mercado no era, después
de todo, ese instrumento de Satán tal y como pensaban, que el Sol del
Porvenir quizás salía por la Gran Manzana y no por Leningrado. Todos
liberales y todos americanos. El pensamiento único se ha cambiado de
chaqueta. Y así volvemos a ser lo que éramos desde el principio.
Las
diversas corrientes
Pero, ¿qué es el liberalismo, este nuevo dogma ideológico de
principios de milenio? Hay que decir, ante todo, que existen diversas
corrientes en el interior de la nebulosa liberal, entre las que no
podemos más que citar, al menos, la utilitarista (Bentham: “mayor
felicidad para el mayor número de personas”), la
anarco-capitalista (el mercado es un orden espontáneo que se
autorregula y según tal modelo hay que reformular toda la sociedad) y
la liberal (la sociedad debe realizar lo justo-no el bien- y el
Estado debe garantizar que tal realización sea efectiva). Esta última-
la versión de los Rawls, de los Dworkin, de los Larmore, todos
profundamente deudores de Kant- es la que en mayor medida se ha impuesto
durante los últimos años en el debate académico. Las razones de este
éxito son obvias: “el pensamiento de Rawls (como el de Jürgen
Habermas) viene que ni pintado para legitimar la categoría emergente de
los ‘social-liberales’: los reformistas de una izquierda en crisis
que no quiere echar a perder las frutas frescas de la igualdad con las
frutas pochas de la revolución” (1). Por otra parte, los sectores
más pragmáticos de la alta finanza y de la política a esta última
sometida no han desdeñado la posibilidad de dejarse seducir por
escuelas liberales menos angelicales, como la corriente que se
desarrolla de von Mises a von Hayek y después de estos a Milton
Friedmann y sus tristemente célebres Chicago Boys, los cuales en
su momento ejercieron una destacada influencia sobre Reagan y Thatcher
(por no hablar de Pinochet).
El
individualismo liberal
Muchas familias de pensamiento, por tanto, pero una sola visión del
mundo, por lo menos, en lo esencial. Para Alain de Benoist, el
liberalismo se puede definir genéricamente como una doctrina económica
que tiende a hacer del modelo del mercado autorregulador el paradigma de
todos los hechos sociales (no siendo el liberalismo político otra cosa
que la aplicación a la política de tal esquema), y también como una
doctrina que se funda sobre una antropología de tipo individualista (2).
Estos dos aspectos tienen un punto en común: ambos están contra las
identidades colectivas. Ideología del individuo, de la masa y de la
“sociedad” (Gesellschaft), el liberalismo es por naturaleza
hostil a la persona (3), al pueblo y a la “comunidad” (Gemeinschaft).
Partiendo del individuo, el liberalismo tiende a desintegrar todos los vínculos
sociales que vayan más allá de éste. Dotado de una primacía “al
mismo tiempo descriptiva, normativa, metodológica y axiológica” (4)
sobre toda forma de comunidad, el individuo es visto como la única
realidad y el principio de toda evaluación, una mónada autosuficiente
respecto a la cual toda colectividad es derivada por simple añadidura
(perspectiva antiholística: el todo es sólo la suma de sus partes).
Capitalismo
y derechos humanos
Ahora, este átomo social no es ni más ni menos que el homo
oeconomicus, el individuo que calcula los propios intereses gracias
a una racionalidad “pura”, economicista, distanciada de todo
contexto y de toda tradición y está además dotado de originarios
derechos “inalienables”. Se puede ver cómo el liberalismo tiene en
el capitalismo su “forma” y en la religión de los derechos del
hombre su “contenido”. Los derechos pertenecen al individuo en
cuanto tal, no derivan de ninguna cultura particular ni son conferidos
por ninguna autoridad. La autoridad, al contrario, debe sólo encargarse
de garantizarlos. “Al ser anteriores a cualquier forma de vida
social, (los derechos individuales) no vienen acompañados
inmediatamente de deberes, ya que los deberes implican, precisamente,
que exista un inicio de vida social” (5). Por tanto, derechos sin
deberes. De ahí una visión necesariamente conflictiva de las
relaciones intersubjetivas: yo tengo el “derecho” de hacer valer mi
interés respecto a los otros, mientras que con respecto a ellos no
estoy obligado por ningún vínculo, autoridad o norma. El escenario que
se configura es el de la ley de la jungla de marca capitalista. No por
casualidad el primero de los derechos inalienables es el de la
propiedad. El interés material es el primer motivo de preocupación
para el individuo liberal y es sólo para satisfacer mejor esta “búsqueda
de la felicidad” por lo que decide asociarse en una colectividad. Así
Locke: “el fin mayor y principal por el que los hombres se unen en
Estados y se someten a un gobierno es la salvaguardia de la propiedad”
(6).
El
contrato originario
Toda forma de vida asociada, por tanto, es elegida racionalmente por el
individuo en relación con la propia conveniencia utilitarista. Se
estrechan relaciones sociales si y cuando conviene. Por esto el problema
del Estado es abordado por los liberales desde el mero punto de vista de
la eficiencia, con independencia de toda pertenencia concreta y vivida.
El constante recurso, desde Locke a Rawls (pero no en Hayek) a la ficción
del “contrato originario” se justifica desde esta óptica: en una
hipotética situación originaria de igualdad, los individuos elegirían
la sociedad más justa sin estar condicionados por “irracionales”
influjos culturales. Y ni que decir tiene que los principios
determinados de esta forma serán válidos universalmente, en todo lugar
y en toda época. He aquí lo que significa el hecho de que para los
liberales lo justo prevalece sobre el bien: la moralidad determinada con
la ficción contractualista expresa una justicia universal que debe ser
garantizada por el Estado, mientras las ideas particulares del bien se
sitúan en la esfera privada en la que el ciudadano es libre de
adherirse al estilo de vida que quiera. La concepción del estado, por
tanto, queda empobrecida: al no tener que promover un proyecto político
centrado en una idea de bien común, el Estado se convierte en una máquina,
una empresa, cuyo fin es puramente burocrático y administrativo. La política
es entonces sólo una técnica de gestión que apunta a la eficiencia.
Estado
y mercado
Para las corrientes anarco-liberales, además, el estado debe ser casi
suplantado por el mercado. Este último, para los distintos Friedmann,
von Hayek, von Mises, es el modelo por excelencia de toda organización
social, siendo considerado inocente, justo y tendente hacia el
equilibrio espontáneo. Oponiéndose a los modelos organizativos de tipo
jerárquico (en los que la decisión se toma en los niveles más altos
de manera arbitraria- así lo creen los anarco-liberales – y se
comunica gradualmente a los niveles inferiores, imponiéndose sólo por
autoridad), el mercado sería naturaliter democrático: un
cliente entra en una tienda y pide un producto, el vendedor lo pide al
distribuidor, el distribuidor a la fábrica y así sucesivamente. Una
organización de tipo mercantil parece, por tanto, mucho más justa y
eficiente que una organización clásicamente política, cuya naturaleza
“decisionista” sería irracional y precursora de catástrofes.
Incluso un Constant o un Kant estuvieron, en su momento, convencidos de
que el mercado, imponiéndose de manera total, eliminaría las guerras y
establecería una paz perpetua; ilusiones del siglo XVIII, se dirá. Y
sin embargo, un Habermas o un Antiseri han tenido el valor de afirmar
ingenuidades similares incluso en nuestros días, después de casi dos
siglos de agresiones y guerras emprendidas por el país mercantil por
excelencia. Pero, como se sabe, una religión no teme las refutaciones
de la realidad.
El
Yo pobre
Ahora, lo que en el liberalismo aparece ante todo como aberrante es sin
duda el planteamiento individualista. La idea liberal del Yo es pobre,
irreal, deshistorizada. El “¿quién soy yo?”, en la concepción
liberal, es totalmente olvidado y reemplazado por un abstracto “¿qué
fines debo elegir?” o por un “¿cómo puedo maximizar mis
ganancias?”; pero estas últimas preguntas no tienen razón de ser
sin la primera. En primer lugar, la idea de la “elección racional”
orientada de forma utilitarista se basa en una concepción de la psique
humana simplista y reduccionista, en neta contraposición a los
resultados más recientes de las ciencias neurocognitivas (7). No se
entiende, además, qué puedo decidir sobre mi existencia y sobre las
metas que quiero alcanzar si no estoy situado ya en un horizonte de
sentido, en una cultura, en una tradición. Nacemos siempre en una
determinada situación, en un cierto contexto, en medio de una tradición
particular con la que tendremos que medirnos, aunque sea incluso para
distanciarnos de ella. En la realidad, los individuos tal y como los
concibe el liberalismo- sin memoria, inmunes a la casualidad y fuera de
la historia, agentes morales que “durante todo el curso de su vida
son seres perfectamente racionales, que gozan de plena salud y nunca se
ven afectados por ningún problema” (8) - no han existido jamás.
El
Nosotros está antes que el Yo
Tampoco la realidad parece que confirme los absurdos del “contrato
originario”. Aunque este último sólo fuese un mero expediente
metodológico, de todas formas, queda por explicar cómo se puede
formular una teoría política partiendo de una hipotética situación
que, aunque no se considere que haya sucedido realmente, contradice en
cualquier caso todos los datos histórico-antropológicos en nuestra
posesión acerca de la naturaleza del ser humano. Que los liberales
crean o no en la naturaleza histórica del contrato originario es
secundario; la cuestión es que tal contrato traza una antropología
totalmente falsa y que, por tanto, no puede ni siquiera admitirse como
hipótesis. El hombre se encuentra desde siempre inmerso en la
historicidad y, por tanto, desde siempre tiene experiencia del otro. El
Nosotros es más originario que el Yo. El hombre nunca ha “decidido”
de forma utilitarista ser el animal político que es, pero siempre lo ha
sido. Hay que partir de este punto, de que el hombre es un ser
concretamente situado en una tradición histórica y en una red de
relaciones intersubjetivas. Cualquier otro punto de partida es onírico,
irreal, utópico.
Tecnocracia
La idea del Estado y de la sociedad que deriva lógicamente de tal
perspectiva distorsionada tiene, además, todos los rasgos de la
pesadilla tecnocrática.Reducido a protegernos de los ladrones y del
fuego, como decía Nietzsche, el Estado liberal ya no es portador de una
idea de vida buena y de bien común, debe tan sólo concebir la mejor
forma de alcanzar unos fines que ya se dan por sentados. Nada más. Por
tanto, es obvio que gobernar es cada vez más un factor de competencia técnica,
cosa de pocos “expertos”, con muchas alusiones a la pretendida
soberanía del pueblo “ignorante”. Todavía se organizan elecciones,
pero cada vez son más inútiles, ya que la política se convierte en
asunto exclusivo del banquero Ciampi, del empresario Berlusconi, del
oligarca Dini, del gestor Prodi y de sus innombrables superiores que,
por lo menos, ni siquiera fingen que son demócratas. Desterrada queda
toda voluntad de Grosse Politik: “uno no se presenta en Maratón o
en Salamina con ejércitos formados por consumidores” decía ya
Jean Thiriart (9). Imaginemos la respuesta de un interlocutor liberal à
la Popper: “¡Pero la Gran Política sólo genera desastres!”;
y bien, por cuanto a nosotros respecta, no somos capaces de pensar en
desastres mayores que la rapiña y la usura institucionalizadas en el
Nuevo Orden liberal que depreda y asesina hombres, pueblos y almas.
(1)
Charles Champetier, I comunitaristi contro il liberalismo, en
Diorama n. 203, abril 1997.
(2) Alain de Benoist, Il liberalismo contro le identità
collettive, en Trasgressioni n. 28, Mayo-Agosto 1999
(3) Para la diferencia entre persona e individuo véase , entre otros ,
Julius Evola, Los hombres y las ruinas.
(4) Alain de Benoist, op. cit.
(5) Alain de Benoist, op. cit.
(6) John Locke, Il secondo trattato sul governo, Rizzoli, Milano
1998
(7) Cfr George Lakoff (Il sé neurocognitivo, in Pluriverso, vol.
1, num. 5, 1996): “Kahnemann y Tversky han demostrado, en una
amplia serie di experimentos, que en varias situaciones el pensamiento
basado en prototipos y marcos va contra los intereses del sujeto (tal y
como es definido por las teorías del autointerés fundadas en la teoría
de la probabilidad y de la lógica). Por tanto, la naturaleza específica
de nuestros sistemas conceptuales elimina la eventualidad de que podemos
actuar sólo con vistas a maximizar nuestros intereses”
(8) Alasdiar MacIntyre, Animales racionales y dependientes: por qué
los seres humanos necesitamos las virtudes, Paidós, Barcelona,
2001.
(9) Jean Thiriart, La Grande Nazione, 65 tesi sull’Europa, SEB,
Milán, 1993
(*) Adriano
Scianca es responsable de cultura de CasaPound Italia
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