UNA ELECCIÓN INESPERADA

por Denes Martos


En realidad, la Iglesia es demasiado única
para demostrar que es única.
Es que la prueba más popular y fácil
es por paralelismo.
Y la Iglesia no tiene paralelo.
G. K. Chesterton


 

Con la elección de un Papa argentino, a más de uno le saltaron los fusibles. De aquí en más podremos seguir discutiendo si es cierto, o no, aquello de que "Dios es argentino". El Papa, en todo caso, lo es.

Pero seamos honestos: a pesar de que, cuando resultó electo Benedicto XVI, el actual Papa "salió segundo" – según la jerga periodística que interpreta la designación de la suprema autoridad de la Iglesia como si fuera una competencia electoral común – a pesar de eso, prácticamente nadie, o por lo menos muy pocos, calculaban en serio y más allá de las especulaciones casi obligadas con la posibilidad de que Jorge Mario Bergoglio resultase electo Papa. Se volvió a verificar lo que tantas veces se ha dado: quien entra como papa sale como cardenal. Jorge Mario Bergoglio entró como cardenal y emergió como Papa.

Y Habemus Papam; como lo venimos teniendo desde hace 2.000 años, y como lo seguiremos teniendo por solo Dios sabe cuánto tiempo más, sea como fuere que se quiera interpretar la profecía de San Malaquías … si es que esa profecía es realmente de San Malaquías y si es que realmente se trata de una profecía.

No tiene mucho sentido repetir aquí la biografía y los antecedentes del hombre. Eso ya ha sido hecho con profusión y de seguro, durante un tiempo, volverá a ser reiterado unas cuantas veces. Quizás, incluso, hasta el cansancio. Lo que realmente importa de aquí en más no es tanto lo que Jorge Mario Bergoglio fue y lo que hizo, sino lo que el Papa Francisco será y lo que hará. O lo que tendrá que ser y tendrá que hacer.

Si bien en materia biográfica no podríamos hacer más que reiterar lo ya conocido, lo que puede resultar útil es tratar de dibujar un cuadro de situación del entorno en el cual el Papa Francisco deberá actuar. No es fácil por una cuestión muy simple: hay muchas maneras de hacerlo. Hay muchos enfoques posibles. Incluso hay muchos detalles que hoy quizás parezcan pequeños pero que pueden volverse tremendamente relevantes en el futuro. Así y todo hay al menos un aspecto que, en mi modesta opinión, merece ser considerado: el de los criterios que actúan sobre la post-modernidad (y quizás ya deberíamos hablar de una post-postmodernidad) moldeando la vida y la cosmovisión de las personas, tanto de los católicos como de quienes no lo son.

En una Historia de la humanidad occidental, dibujada con trazos gruesos, podríamos aislar tres concepciones de vida diferentes, cada una de ellas construida sobre una escala propia de valores.

Al principio observaríamos a un ser humano que se consideraba naturalmente incluido y comprendido en el entorno de una tradicionalidad sagrada. Este mundo, o cosmos como le decían los hombres de Esparta, podía en algunos casos carecer en buena medida de una trascendentalidad específicamente religiosa – aun cuando no de una religiosidad específica – pero conoció y era capaz de estudiar, entender y adquirir aquellos conocimientos que, puestos como fundamento del funcionamiento de los procesos institucionales y sociales, permitieron mantener el equilibrio espiritual del universo humano. En este cosmos resultaban realizables y hasta pensables en absoluto solamente aquellas cosas y proyectos de cuya continuidad posible estuviese convencida toda la comunidad involucrada. Para ponerlo en términos más simples: la Antigüedad grecorromana y los primeros catorce siglos de cristianismo no conocieron "saltos al vacío" propiamente dichos. Aun aceptando grandes innovaciones e importantes cambios – y el cristianismo como tal fue uno de ellos – el concepto de la edificación del cosmos fue el de poner una piedra sobre la otra, cuidando en cada caso que la nueva piedra encajara lo más perfectamente posible con las anteriores y que el edificio entero resultase satisfactoriamente imaginable en su proyectada totalidad. El símbolo quizás más ilustrativo de esta mentalidad es la catedral gótica europea que une en una armonía casi perfecta la audacia de la elevación con la solidez de la estructura.

El Renacimiento y la llamada "Ilustración" quebraron la continuidad de esta concepción constructiva. Exaltaron la libertad de lo pensable y lo realizable catalogando con cada vez mayor énfasis de irracionalidad y superstición a todo aquello que podía llegar a cuestionar sus audaces proyectos desde el punto de vista de la continuidad tradicional.

El quiebre tuvo su lado positivo, no hay por qué negarlo. Gracias a él las ciencias y las tecnologías derivadas de ellas recibieron un tremendo impulso y avanzaron hasta el nivel actual a un ritmo que difícilmente hubiera sido posible con el criterio anterior. Pero la moneda, como toda moneda, resultó tener dos caras. Junto con la expansión de nuestro conocimiento positivo se convirtieron en valores poco menos que sacrosantos los conceptos de una libertad prácticamente irrestricta. La libertad de pensamiento, de expresión, de prensa o, lo que resultó equivalente en la práctica, la libertad de "interpretar lo pensable como factible" en materia intelectual y la "libertad de los mercados" en materia socioeconómica, acapararon el pensamiento del mundo cultural de Occidente. Sobre todo se convirtió en dogma, justificador de la "occidentalización" forzosa del planeta entero, la noción de la libertad prácticamente irrestricta de las actividades socioeconómicas.

Lo siniestro de este dogma es que todas las construcciones ideológicas revestidas con la idea de la libertad "ilustrada" se convirtieron en instrumentos y en armas de una dictadura solapada. Bajo el manto de una liberalidad igualitaria formal, primero la economía terminó usurpando el ámbito político y luego, al consolidarse el régimen, el poder financiero usurpó el ámbito económico. Primero el pensamiento socioeconómico se adueñó del criterio político y luego lo financiero acabó sojuzgando tanto a la economía como a la política en la enorme mayor parte del ámbito occidental y toda su zona de influencia. Mayer Amschel Rotschild quizás no dijo más tarde aquello de "Dadme el control sobre el dinero de una nación y no me importará quién haga sus leyes"; pero la frase no por ello ha dejado de señalar una realidad innegable desde entonces.

Lo notorio es que los siguientes cambios de mentalidad y de estilos de vida se produjeron signados por dos Guerras de Treinta Años, aun cuando las Historias oficiales reconozcan con ese nombre solo una de ellas.

La primera, la de 1618-1648, consolidó definitivamente la victoria de la modernidad sobre la tradicionalidad sagrada europea. La costumbre de catalogar las crisis y los conflictos de esta época como "guerras religiosas" no deberían llamar a engaño. La Reforma misma no fue más que un pretexto; fallido por lo demás, ya que su intención primigenia, la de restaurar o re-formar la sacralidad, desembocó en el fracaso. En lugar de una restauración, Europa pudo comprobar el grado de enorme brutalidad con la que se llegaron a masacrar entre sí los individuos "liberados" por el Renacimiento y la Ilustración de un supuesto "oscurantismo medieval" el cual, con todos sus defectos, todavía los consideraba como personas eslabonadas entre un pasado y un futuro y no como meros individuos, habitantes de un presente de cara a una utopía. La primera Guerra de los Treinta Años puede considerarse como el primer fenómeno apocalíptico de la guerra total que ya en aquella época se llevó el 40% de la población europea y casi el 50% de sus bienes materiales.

La segunda Guerra de Treinta Años europea ocurrió en el Siglo XX, entre fines de julio de 1914 y mayo de 1945, desde el momento en que hoy resulta ya poco menos que obvio que las dos Guerras Mundiales europeas no fueron sino un mismo conflicto, apenas interrumpido por un intervalo de 21 años, siendo que la Segunda no fue más que consecuencia de los conflictos que la Primera dejó sin resolver o, lo que fue peor, resolvió mal. Y también esta guerra constituye un hecho-límite que marca un cambio de mentalidad y de estilo de vida.

Para cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la modernidad occidental ya se había expandido por vastas extensiones de la periferia de Occidente y en muchos lugares ya había generado reacciones contrarias que no podían ser manejadas con los medios usuales de la dictadura encubierta por la democracia. Al final, las dictaduras que surgieron después de esta segunda Guerra de Treinta años mostraron con intergiversable evidencia la verdadera esencia de la modernidad occidental que no es otra que la del capitalismo en sus diferentes variantes. Hoy ya es indisputable que el bolchevismo no constituyó más que un capitalismo político feroz bajo la forma del terror dictatorial impuesto por la estructura de una élite partidaria que se adueñó del Estado "privatizándolo" de hecho en beneficio de una nomenklatura privilegiada.

Esa segunda Guerra de Treinta Años, superficialmente relatada como Primera y Segunda Guerra Mundial, trajo consigo el fracaso del modo de vida hasta entonces seguido por la modernidad occidental y abrió el camino para el desarrollo del nuevo cosmos de la globalización. Esa visión de un mundo globalizado, construida en buena medida sobre el poder traductor y sugerente de los medios masivos de difusión, instituyó una nueva forma de dictadura fáctica, incomparablemente más brutal que las anteriores y también incomparablemente más peligrosa puesto que consiguió mantenerse en un discreto segundo plano detrás de la máscara de toda una larga serie de derechos y libertades formales al tiempo que cuestionaba y relativizaba prácticamente todos los valores tradicionales con el objetivo no solo de "disolver" las estructuras del Estado-Nación de cuño occidental sino también todo el tejido social y cultural de Occidente.

El resultado está hoy a la vista de cualquiera que se atreva a mirar el cosmos actual con sus propios ojos y no a través del "relato" de los medios o de las interpretaciones distorsionadas por utopías caprichosas.  Una humanidad estafada y expoliada de un modo cada vez más salvaje ha caído en una crisis económica, social, ecológica, política y sobre todo cultural y moral de tales dimensiones y alcances que ya hace rato hubiera desembocado en una verdadera guerra civil global si el poder disciplinador de los medios masivos y el aparato cultural del sistema no tuviesen éxito en presentar todo esto como el único de los mundos posibles o, en todo caso, como una situación mejorable según las propuestas utópicas y prácticamente inviables de una crítica tolerada que, en esencia, hasta comparte y afirma la misma escala básica de principios que hacen a la fachada de derechos y libertades que – teóricamente al menos – concurren a justificar el poder actual.

En última instancia, todo lo anterior desemboca en el sutil reemplazo de la realidad objetiva por un "relato" cultural-ideológico redactado con básicamente dos elementos: una evidente demagogia desarrollada sobre toda una serie de abstracciones mentales concebidas – o al menos presumidas – como deseables por grandes mayorías de seres humanos y la relativización ad infinitum (hasta podríamos decir ad nauseam) de cualquier verdad que pueda poner en evidencia precisamente la realidad objetiva del cosmos en el que estamos viviendo.

La pretensión de exaltar lo pensable y lo realizable, disociándolo según conveniencias coyunturales de lo ya pensado y lo ya realizado, tapando además y al mismo tiempo la realidad con lo deseable y lo relativo, ha conducido a la post-modernidad a la aceptación masiva de un reemplazo de la realidad por el "discurso". Esto, en los hechos concretos, posibilita el diseño y la implementación casi irrestricta de cambios constantes mediante los cuales los bienes materiales del mundo post-moderno son casi ilimitadamente explotables sin oposición relevante, y con un beneficio neto fácil de concentrar en las manos de una pequeña élite plutocrática que domina el aparato financiero y, a través de él, tanto el aparato político como el ámbito cultural.

Frente a todo esto, la Iglesia Católica constituye la única institución con 2.000 años de trayectoria y experiencia ininterrumpida en Occidente. Es la única institución que – con los avatares inevitables de la Historia – ha sobrevivido estructuralmente a los tres grandes estilos de vida que hemos reseñado. No lo ha hecho sin quedar herida y, en alguna medida, contaminada. Pero es la única que sigue en pie. Es el único y quizás último eslabón concreto que el Occidente actual todavía tiene con aquella columna vertebral constituida por su tradición, sus valores, su cultura y su Fe. La Iglesia es, a pesar de todos los problemas y conflictos que se le pueden señalar, el último fundamento sólido que todavía sobrevive en medio de una decadencia generalizada de hedonismos, descreimientos, relativizaciones, corrupciones y demagogias.

Esa Iglesia es la que Jorge Mario Bergoglio ha aceptado conducir.

Por eso, el Papa Francisco es más que un Papa inesperado.

Es un Papa con una misión. Una misión muy especial.

Quizás la más difícil y compleja que le haya tocado a Papa alguno en veinte siglos.