La interesante relación "carnal" entre los judíos y la dictadura militar argentina en palabras de un judío. A confesión de

partes....  Que este artículo sirva de lección para aquellos "camaradas" que todavía defienden la actuación de los

militares durante el Proceso de Reorganización Nacional que fue, indudablemente, pro-judío y pro Israel.

 

EL JUDAÍSMO OFICIAL Y LA DICTADURA

 

por Hermann Schiller

 

 

  A principios del gobierno de Alfonsín, en una durísima discusión que tuvo lugar en un local del ala progre del sionismo

ubicado en Junín al 200, la inolvidable Renée Epelbaum, una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo que

tenía a sus tres hijos desaparecidos, acuñó aquella frase que durante mucho tiempo se hizo carne entre los familiares

de detenidos-desaparecidos de origen judío: “No quisiera enterarme que a mis hijos judíos los mataron con armas

israelíes”.

 

  En abril del ’99, después que testimonié ante el juez Baltasar  Garzón en Madrid, el Partido Socialista de Israel

(“Meretz”) me invitó a participar en su país de una serie de actos. En ese contexto tuve oportunidad de hablar en  la

Universidad Hebrea de Jerusalem y, por supuesto, me referi al papel nefasto que los distintos gobiernos israelíes y la

estructura institucional judeoargentina jugaron en la época de la dictadura.

 

  Sobre el tema de los pertrechos bélicos me respondió Alex Ben Tzví, ex consejero de la embajada de Israel en Buenos

Aires, con quien en 1996 había mantenido un altercado radial: “Nuestros enemigos exageran el tema, porque el Estado

de Israel solamente (sic) le vendió a los militares argentinos el 13% de sus necesidades armamentistas”.

 

  Aquellas palabras de Ben Tzví, que causaron sonrisas entre los presentes, deben haber sido seguramente la más clara

confesión  oficial israelí sobre ese sucio negocio.

 

  Hace unos cinco años, en un programa televisivo de la comunidad judía local conducido por Daniel Schnitman,

participaron Eduardo Luis Duhalde (entonces juez federal, hoy secretario de Derechos Humanos de la Nación), Oscar

Kuperman (uno de los líderes piqueteros), María Gutman (integrante de la Asociación Madres de Plaza de Mayo) y yo.

 

  Duhalde, en su intervención, narró de qué modo, sobre los finales de la dictadura y junto al poeta Vicente Zito Lema,

entrevistaron en Europa a Peregrino Fernández, un policía que se quebró y confesó buena parte de las atrocidades

cometidas por él y sus compinches durante la égida del terrorismo de Estado. Duhalde, en su intervención, transmitió

que Peregrino, durante la extensa confesión, dio pormenores de cómo Herzl Inbar, ministro consejero de la embajada

de Israel en la Argentina, les daba “instrucciones antisubversivas”.

 

   Las declaraciones del policía se registraron en 1983 y, al tomar estado público, familiares de desaparecidos judíos

se dirigieron a la embajada de Israel   --entre ellos Fanny Bendersky, que luego trabajara durante muchos años en

el Cels--  para que ratifiquen o rectifiquen la afirmación de Peregrino. Nunca hubo una respuesta.

 

  Pasó casi un cuarto de siglo. De un tiempo a esta parte estamos asistiendo a una feroz ofensiva del judaísmo oficial 

--israelí y local--  para autoblanquerase en este tema. No resulta fácil generar anticuerpos para contrarrestar esta

orgía de mentiras, porque no son pocos los cómplices fuera del judaísmo que, por cálculos pragmáticos u oportunistas,

se unieron a la farsa. Probablemente influya en ésto la reducción de la otrora poderosa izquierda judía a la minima

expresión. De todos modos hay algunos elementos puntuales que merecen señalarse. Por ejemplo, el libro de Marcel

Zohar “Shlaj et amí lazalzel” (Manda a mi pueblo al diablo) que en 1991 apareció en Israel con denuncias muy parecidas

a las mias y que fuera comentado en su momento por el matutino Pagina 12. Y, también, el incisivo articulo de un

escritor y docente universitario israelí como Itzjak Laor publicado en el matutino Haaretz de Tel Aviv muy pocos días

después de la masacre de la Amia.

 

  El artículo se titulaba “Zejer haneedarim bearguentina” (En memoria de los desaparecidos en Argentina) y fustigaba

con mucha energía la doble moral desarrollada por Israel, que envió urgentemente una delegación  de socorro en

oportunidad del atentado de la calle Pasteur, pero nada hizo, ni siquiera levantó el teléfono para protestar, “cuando

los militares asesinos se llevaban a los judíos por centenares durante la dictadura militar”.

 

   Durante toda la etapa aciaga del ’76 al ’83, el judaísmo oficial, allí y aquí  --eso incluye a los distintos gobiernos

israelíes y a la casi totalidad de las organizaciones judeoargentinas establecidas--,  solían caracterizar a los

desaparecidos como “antiisraelíes al servicio del terrorismo”. Inclusive los dirigentes del sector izquierdoso del

sionismo, cuando eran entrevistados en Israel en los primeros años del horror por algún familiar o amigo de

desaparecido que reclamaban desesperadamente “hagan algo” (hay varios testigos), respondían que “esto les había

pasado por no recibir educación sionista”(sic).

 

  Y como la vida institucional judía (religiosa, cultural, sociodeportiva) se desarrollaba en la Argentina  con absoluta

normalidad --y los famosos countrys judíos como los de Hebraica y Hacoaj se inauguraron precisamente en esa etapa

nefasta del país--  resultó normal, casi obvio, el alineamiento explícito del judaísmo oficial con los militares, “quienes

no sólo apoyan a Israel en los distintos foros internacionales, sino que también facilitan nuestra actividad comunitaria”.

 

   El genocidio pareció  importarles muy poco y priorizaban que el “ishuv” pudiera expresar su identidad judía sin

inconvenientes. Y este cuadro de situación se ahondó aún más cuando el gran rabino de la comunidad Shlomo

Benhamú, luego de participar a principios de 1977 de una reunión de religiosos de distintos credos con Videla,

elogió la personalidad del dictador y enfatizó especialmente que, en plena Casa Rosada, le habían servido comida

“casher”.

 

   En declaraciones que, en su momento, merecieron el repudio de Marshall Meyer y mío y la publicación de comunicados

muy críticos por parte de algunos familiares como Gregorio Lerner; el presidente de la DAIA, doctor Mario H.

Gorenstein, llegó a decir por lo menos dos veces (una en la “kehilá” de Bahía Blanca y otra en el Centro de Estudios

Judaicos que funcionaba en la calle Ayacucho donde hoy está el Instituto Científico Judío IWO) que a la comunidad judía

le convienen más los gobiernos de facto que los constitucionales “porque los militares tienen mayor capacidad operativa

para controlar el antisemitismo y el antisionismo”.

 

   La izquierda y los terroristas están junto a quienes anhelan destruir al Estado judío, solían expresar los dirigentes

judíos una y otra vez. Y, a través de sus declaraciones, discursos, comunicados, notas en la prensa adicta y demás,

surgía claramente que sus posiciones a favor del régimen autoritario no era un tema táctico, sino de íntima convicción:

“Los militares se encuentran de nuestro lado; en cambio, los subversivos alientan a nuestros enemigos”.

 

   Eso se potenció hasta el hartazgo cuando Firmenich y Vaca Narvaja se fotografiaron junto a Arafat en el Líbano (y

los dirigentes judeoargentinos corrieron a decirle a los militares “ven, ven, los enemigos de ustedes también son

nuestros enemigos”) y algo parecido ocurrió en 1978, cuando el teniente general israelí Jaim Laskov se entrevistó

con Videla y luego tuvo palabras de encomio hacia el gobierno militar en el Luna Park, en oportunidad de celebrarse

el trigésimo aniversario del Estado de Israel. Acto, dicho sea de paso, que fue la única expresión permitida en esos

días de persecución y muerte, con la presencia estelar y ovacionada del integrante de un gobierno de facto anterior:

el almirante Isaac Francisco Rojas.

 

   En esa misma línea también debe inscribirse al general Ariel Sharón que, en 1980, cuando era ministro de Defensa

de Israel, dijo sin ruborizarse en oportunidad de visitar al general Policarpo Paz, jefe de la dictadura hondureña, que

en esos días era denunciada en todo el mundo por su política criminal en materia de derechos humanos: “Israel no

sólo le vende armas a Honduras por negocios, sino porque está con nosotros en la lucha común contra el comunismo

internacional”.

 

   En ese momento llegó a Buenos Aires Menajem Hacohen, un rabino ortodoxo que integraba en la Knéset el bloque

opositor laborista. Al preguntarle en una entrevista acerca de esas declaraciones de Sharón, Hacohen me respondió:

“Hemos creado el Estado judío para que sea distinto, justo y socialista, y no para convertirlo en proveduría de

armamentos para las dictaduras militares de América latina”.

 

   Durante mi mencionada visita a Israel de abril del ’99, estaba pronunciando una conferencia en “Tzavta” de Tel Aviv

sobre la caracterología fascista y antisemita (NdR:  SIC !!) de la represión dictatorial en Argentina, cuando

sorpresivamente se presentaron dos ex ministros del gobierno de Itzjak Rabín: Iosi Sarid y Amnón Rubinstein. Ambos

señalaron que no sólo habían concurrido para “rendirle homenaje a un luchador por los derechos humanos que dignifica

al pueblo judío”   --lo que para mí resultó una abrumadora gratificación en contraste con los palos que habitualmente

recibo por parte de la reaccionaria dirección comunitaria judía local--,  sino también para denunciar “el papel nefasto

de Israel como cómplice de las peores dictaduras latinoamericanas y del apartheid sudafricano”.

 

   Y Iosi Sarid, que en aquellos días todavía era considerado como el líder del ala izquierda de su partido, agregó:

“Israel debería pedir perdón a todos los familiares de las víctimas de esos regímenes sangrientos”.

 

   Quiero puntualizar dos cosas antes de concluir: no estoy tratando de levantar mi persona y de disminuir todo lo que

esté enfrente. No es que en esa época yo era bueno y ellos eran malos --a lo mejor, y seguramente, debe haber sido

al revés, porque no puedo ni debo omitir que cometí muchos errores--,  sino que se trataba de los criterios filosóficos

e ideológicos, absolutamente antagónicos, con que se tomó el asunto desde el principio: para mí los desaparecidos

eran mis compañeros de lucha, muchos de ellos combatientes de las organizaciones armadas populares, mientras

que para el judaísmo oficial eran terroristas que estaban en la vereda de enfrente.

 

   Todos los desaparecidos judíos (hasta ahora se llevan contabilizados alrededor de 2000), que entregaron su vida

generosamente, y aunque no lo supieran o dijeran lo contrario, estaban para mí infinitamente más cerca de las

utopías de justicia social de los antiguos profetas de Israel que de los corruptos burgueses que desde añares vienen

conduciendo las instituciones judías locales.