Vivimos desarmados, acorralados y amenazados por una idea y nada más que por una idea.
EL JURAMENTO ANTINEGACIONISTA enviado por José Alfredo Posse
Sobre los inventores de los campos de concentración: Salomón contó a todos los extranjeros que había en el país de Israel y cuyo empadronamiento había sido hecho por David, su padre. Encontró ciento cincuenta y tres mil seiscientos. Y tomó setenta mil para llevar los fardos, ochenta mil para tallar las piedras en la montaña y tres mil seiscientos para vigilar y hacer trabajar al pueblo. (Segundo Libro de las Crónicas 2, 17 – 18.)
El
drama que más preocupa Hacia
mediados de febrero, circuló un escrito al que se tituló El
otro negacionismo. Aludía el mismo a la tensa situación eclesiástica
desatada a propósito de las declaraciones de Monseñor
Richard Williamson, y
al drama de que más preocupe hoy negar una versión historiográfica
hebrea, que los fundamentos esenciales de la Fe
Católica. La
nota tuvo su circulación, y como suele suceder, sus adherentes y sus
objetores. Explicamos las primeras –Dios quiso que abundantes y gratas-,
porque son muchas las personas que están esperando la mayor claridad
sobre estas cuestiones, por dura que resulte. Una claridad que esperan de
los sacerdotes, de los pastores, de los intelectuales prominentes. Y
cuando de ellos no procede, agradecen con entusiasmo que hablen los
simples laicos con el catecumenado aprobado. Y explicamos las calificadas
objeciones, porque enhorabuena existen los lectores amigos –sacerdotes y
laicos- que nos las hacen llegar con el mejor espíritu de corrección y
de enmienda. Pensando
en unos y en otros, adherentes y críticos, es oportuno glosar aquí
algunas aclaraciones. I.
La defensa del Papa No
desconocemos los esfuerzos del Papa
Benedicto XVI en orden a lo que podríamos llamar –algo
simplificadamente- el afán restaurador de la Tradición.
Desde sus tiempos de Prefecto
de la Sagrada
Congregación para la Doctrina
de la Fe que viene dando concretos testimonios de este anhelo,
estampado incluso en algunos hechos relevantes de los que muy pocos
tomaron debida nota, como los sendos y magníficos prólogos a las dos
obras del liturgista alemán Monseñor
Klaus Gamber, traducidas al castellano como ¡Vueltos hacia el Señor! y
La reforma de la liturgia romana.
Esto sin contar su propia obra como liturgo, reseñada en su notable libro
El
espíritu de la liturgia. El
periodismo malicioso y ramplón, la feligresía ganada por los dislates
modernistas, y aún cierto clero supuestamente ilustrado, fingen
desagradable sorpresa, o veramente quedan perplejos en razón de su
ignorancia, cuando el Pontífice ajusta ciertas clavijas destornilladas, reponiendo
gravitantes cosas en su sitio.
O desconocen
completamente su ideario –y el depósito de la Iglesia,
claro- y reaccionan como si el Papa
acabara de descolgarse con las medidas más insólitas; o por lo mismo que
saben de quién se trata, no cesan de declararle la guerra. En cualquier
caso, a la vista queda tanto el propósito
restaurador del Santo Padre
como el talante inmoral y corrupto de quienes lo maltratan, pertenezcan o
no, formalmente, a la Barca que preside. Si
fuera necesario ratificarlo, tras tantos años de andar hablando en público
de estas cuestiones, digamos que en tan fiero trance el Santo
Padre nos tiene de su lado, cual indignos y débiles escuderos. Como
de incondicionales
enemigos nos tienen quienes lo desacatan u ofenden, como los judíos
llamados Karl Lehmann,
Christoph Schönborn, Hans Küng, Ángela
Merkel,
Thomas Michel
y un buen resto de la caterva satanista. A la izquierda: el Sello de Salomón,
luego de los kabbalistas. Para
quienes creíamos casi imposible que del trono de Pedro, permitiera Dios
en estos tiempos crepusculares, que emergiera un heredero capaz de
restituirle su inobjetable vigencia al rito
tridentino, Benedicto XVI, sin
duda, se nos presenta como una señal de austera esperanza. Y al rito
secular mentamos, apenas como un ejemplo representativo del buen criterio
que nos place reconocer, como prevaleciente en sus frecuentes gestos
pontificios. II.
La disolvente ambigüedad continúa Pero
no sería veraz nuestro diagnóstico si a la par de este bien que
intentamos reseñar en prietas líneas, no señaláramos la persistencia
paralela de males concretos, de larga data y dolorosa supervivencia. En
menguadísima síntesis, y con dolor filial, limitaremos a dos estas
penosas dificultades del pontificado de Benedicto XVI. Por
un lado, es dable constatar la
continuación de los errores y de las confusiones doctrinales que parecen
haber ganado desgarradora carta de ciudadanía en la Iglesia de las últimas
cuatro décadas. No pocos de estos yerros lastiman la ortodoxia
tradicionalmente enseñada en ámbitos en los que el Catolicismo supo señorear
con luz admirable. Pídasenos
un ejemplo reciente de lo que decimos y mencionaremos el Prólogo que el
Sumo
Pontífice estampó en
el libro Por
qué debemos llamarnos cristianos, del
senador italiano y masón sin abuela, Marcello
Pera. Es inconcebible que el mismo contenga una justificación
del liberalismo, y también su
no disimulado elogio. Está fechado en Castel
Gandolfo, el 4 de septiembre de 2008. A partir de este dato -esto es,
del elogio y de la justificación del liberalismo; la próxima será,
seguramente, el elogio y la
justificación del marxismo- pueden atisbarse otras
manifestaciones suyas igualmente desconcertantes,
como la aceptación de una laicidad
de los Estados, formalmente pregonada por la masonería en Francia, en
el año 2008. Avanzando así por la misma y desubicada senda que lo
hiciera su antecesor Juan Pablo II,
cuando en la Carta
a los Obispos Franceses del 12 de febrero de 2005, ponderó la ley de 1905
de separación de la
Iglesia y del Estado
(un caballito de batalla de las lacras locales: Juan
B. Justo; Alfredo Palacios y el Pastor
William Morris). La misma que había condenado San Pío X en la Vehementer
nos. Arriba, a la derecha: Cristo
culmina La Pasión. Sabemos
que hay quienes podrían y desearían multiplicar largamente estos
negativos ejemplos. Baste una afligida
cuanto escueta muestra, porque no está en nuestro ánimo ahora desgranar
una sufriente nómina que haría ensombrecer a Roma
en algo más de lo que ya procuran sus adversarios. Aunque a propósito de
quienes hacen extensísimas enumeraciones de errores pontificios
–comparando textos sin el debido contexto o sin la debida literalidad-,
también hemos de estar en guardia preventiva. Ni hablar de los que
suponen que todos los desgarramientos comenzaron el día después de
convocado el Concilio Vaticano II. La
verdad es que los tales desaciertos existen, ora se manifiesten como tales
o por vía de la ambigüedad, y que no alcanza para ponerle coto la
socorrida recurrencia a la hermenéutica
de la continuidad, pedida desde los tiempos de Juan
Pablo II. Porque no hay
interpretación a la luz de la tradición que valga si se pasa de
la consideración del liberalismo
como pecado, a su rehabilitación como virtud
política. Léase al respecto –y es también un ejemplo de lo
mucho que cabría analizar sobre el punto- el valioso ensayo de José
María Purmuy Rey, La
confesionalidad de los Estados: un deber moral universal e inmutable.
Declarar
en el primer renglón de un documento eclesial que se
conserva intacta la doctrina tradicional sobre tal o cual tema, y
utilizar los cientos de renglones restantes para modificar esa doctrina,
no admite la cura de la hermenéutica
de la continuidad. Antes bien, admite el desconcierto y la queja
fundada ante una conducta que Romano
Amerio llamó bustrofédica,
esto es, zigzagueante, pendular,
anfibológica. Se manifiesta tanto en el terreno de las ideas
sociales y políticas, como en otros terrenos aún más delicados y mucho
menos opinables. Todavía
no entendemos a quienes ante la vista de estos desaciertos que inducen
frecuentemente al error –sea que
se determinen por afirmación expresa o por anfibología- deciden hacer de
cuenta que no existen, mirar hacia otro rumbo, minimizar su gravedad, o lo
que es más grave, denostan a quienes se atreven a protestarlos bajo el
cargo de que escandalizan o desobedecen al Santo
Padre. Como si atacar los errores fuera atacar la autoridad per
se. Como si ya no rigiera la enseñanza de San Gregorio Magno, estampada en sus Homilías sobre la profecía de Ezequiel: cuando alguien se escandaliza de la
Verdad, más vale consentir el escándalo que no el abandonar la
Verdad. Como si no fuera válida,
en fin, la advertencia paulina
según la cual, para ser siervo de Cristo hay que dejar de complacer a los
hombres (Gálatas 1, 10). ¿Por cuánto
tiempo más podrán permanecer tranquilos, o fingir y fingirse que nada ha
cambiado, aquellos que ante la frecuente repetición de tantos errores,
siguen aferrados a lo bueno, pero no quieren señalar ni que se les señalen
los síntomas de la heterodoxia?
¿Por cuánto tiempo más será legítimo y conveniente celebrar y gozarse
por las verdades rescatadas y preservadas, pero negarse a denunciar lo que
todavía lastima y tergiversa la
fisonomía de nuestra Santa Madre?
Acertaba Juan
Carlos Goyeneche, cuando iniciada la década del setenta –esto es,
en plena irrupción de la anarquía postconciliar-
nos recordaba que hay una unidad viviente y fecunda de la Iglesia, debida interiormente a la sangre redentora que corre
por sus venas y la torna semper
idem. Tal unidad interior
es imposible de abolir. Pero fue también en aquellos tiempos, en la
primera audiencia general de noviembre de 1969, cuando Paulo VI deploró que la
tradición es una palabra que ya no dice nada a los innovadores de
nuestros días. Si el mensaje encierra un pensado mea culpa
–como algún otro que supo deslizar en las postrimerías de su mandato-,
no podríamos decirlo. Podríamos decir en cambio, en consonancia con lo
que venimos reflexionando, que los tales innovadores, a quienes nada dice
la Tradición, están
presentes ayer y hoy en los entresijos de la conducción de la Iglesia,
comprometiendo dolorosamente su continuidad. Y que callarlo para no verse
liado en problemas, o por la tentación de sacrificar la verdad entera en
aras de la cómoda ubicuidad, es
pecar contra el Verbo, como
lo repetía el Padre Julio Meinvielle. III.
La debilidad del mando De
dos inconvenientes penosos hablábamos arriba para caracterizar el
pontificado de Benedicto XVI. Quede lacónicamente
señalado el primero con lo antedicho. Pero al segundo llamaremos lisa y
llanamente debilidad y cesión
ante las injustísimas presiones de los enemigos de la Iglesia. Si
en este terreno bastara también con un ejemplo, recordaríamos la serie
de episodios y de reacciones que protagonizó después de su famoso
discurso en la Universidad
de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006. El
discurso, por cierto, tuvo la erudición y la lumbre a las
que ya nos tiene acostumbrados el Pontífice. También, lamentablemente, tuvo sus sombras, como reprobar
indistintamente toda defensa de la verdad por la espada o guerra justa al
descalificar el concepto mahometano de yihad. Pero desatada
en exceso la cólera de los mahometanos por aquella pieza académica, y
alimentada dicha cólera por el aparato
modernista internacional y la inquina
multimediática, la reacción del Pontífice
fue el repliegue, la
explicación indebida, la rápida contemporización con el mundo islámico,
los súbitos pedidos de disculpa, las increíbles majaderías dirigidas a
gobernantes y teólogos de los países árabes, y un sinfín de salvedades
lamentables que debieron haberse evitado.
Mientras los mahometanos dieron señales de desproporcionado encono
–sin que faltaran los asesinatos de inocentes- en la Santa
Sede se prefirió la orfebrería del efugio y de la elipsis, del
aplacamiento de los enunciados taxativos para diluir cuanto antes los
efectos de aquella importante pieza académica leída en la Universidad
de Ratisbona. Cuando
lo mismo sucede ante las presiones judaicas
–todas ellas fabricadas insidiosamente y sin motivos- las
debilidades suelen ser todavía más lamentables y estridentes. Más
lamentables porque es la misma
doctrina sobre el fariseísmo judaico y sobre el deicidio la que entonces resulta escamoteada. Más
estridente porque si Israel moviliza
a todo el mundo a su favor, monopolizando el carácter de víctima, a todo
ese mundo mentiroso, obsecuente y abyecto se dirigen también los
incesantes pedidos de perdón. No es imposible ver en estas conductas
otras tantas manifestaciones del temor
mundano o del temor
servil, cifrado en los respetos humanos, y que Santo
Tomás reprobara como encarnaduras
posibles de cobardía (Cfr. S.Th, II,II, q.19,a.1). Difícil
ha sido siempre el gobierno de la Iglesia, y va de suyo que más entiende
de él no sólo quien posee la gracia de estado para ejercerlo, sino la familiaridad con las cuestiones operativas y prácticas. Admitimos
en consecuencia que, en ocasiones, puede semejar doblez lo que es obligado
opción por el mal menor, o que pueda resultar postergado lo que nuestra
ansiedad de súbditos sin mando quisiera ver resuelto de un solo tajo.
Mas aún cediendo a este razonamiento benévolo –como se debe juzgar el
comportamiento de un padre-, nos
resulta imposible no ver instalado en el ejercicio del mando pontificio
una preocupante debilidad ante los enemigos de la Iglesia.
A casi cuarenta años
de haber sido escritas, nos siguen causando temor y temblor aquellas
palabras con las que el Padre Julio
Meinvielle pusiera fin a su obra De
la Cábala al Progresismo. Según el Padre
Julio podría darse el doloroso caso de que convivieran en la historia
la Iglesia de la Publicidad,
gnóstica y judaizante, y la Iglesia
de las Promesas, la verdadera y la de siempre. Un mismo Papa
presidiría ambas Iglesias, que
aparente y exteriormente no sería sino una. El Papa, con sus actitudes ambiguas, daría pie para mantener el equívoco.
Porque, por una parte, profesando una doctrina intachable sería cabeza de
la Iglesia de las Promesas. Por
otra parte, produciendo hechos equívocos y aún reprobables, aparecería
como alentando la subversión y manteniendo la Iglesia
Gnóstica de la Publicidad. A la izquierda: dibujo del
padre Julio Meinvielle. Sentir
con la Iglesia de Cristo,
no puede significar nunca sentir con la Iglesia
de la Publicidad. IV.
El deber de los súbditos y la papolatría Algunos
nos dicen que no hemos de ser nosotros quienes le hagamos más pesada su
ya densa tarea pedrina al Santo
Padre, que callemos lo negro
y apoyemos lo numinoso,
aceptando que se trata del débil Simón
llevando sobre sus espaldas una Iglesia
devastada. Cuando
el mal ya no duele se puede callar; cuando el silencio conduce al
esplendor de la palabra, será bueno el mutismo; cuando sellar los labios
sea el homenaje de la boca clausa y la alabanza taciturna, ofrezcamos los labios
sellados. Pero cuando se vive en este tiempo que describiera el Cardenal
Danielou, signado por la
necesidad de la santa cólera y del necesario coraje, callar
equivale a pecar de omisión, a suicidio, a connubio consentido y
ultrajante con el adversario. Y
estará bien que hablemos los modestos laicos, los feligreses de a pie;
como en su momento lo hicieron Eusebio,
Francisco, Juana de Arco,
Genoveva o Catalina, antes de que los conociéramos como santos o santas en los
altares de nuestros templos. ¿Eran santos cuando protestaron con briosa
energía, y por eso estaban habilitados moralmente a levantar la voz ante
el mismo Santo Padre, o se
santificaron por ser capaces de este último y audaz comportamiento? Ambas
cosas. Aquella simplísima aldeana de Siena
que exigió virilidad a dos Papas,
con palabras impregnadas de fuego y aún de imperativos y de conminaciones,
albergaba en su alma las potencias
todas de la santificación, y las actualizó, si así cupiera
hablar, con cada voglio
suyo, reclamándole a Urbano VI
y a Gregorio XI que se
portaran como varones católicos. En
esto de que el simple bautizado testimonie oportuna e inoportunamente la
Verdad, no habrá extravíos si seguimos la regla del Cardenal
Newman en su Rambler
: si saben de qué hablan, que
los fieles hablen. Como no habrá mala recepción de parte de la Jerarquía,
si quien recibe la admonición o el apercibimiento tiene la grandeza que
manifestara San Pío X en su Carta al Cardenal Ferrari del 27 de febrero de 1910: el
Papa agradece a los censores que le ayudan a conocer el mal que él no ha
visto. Pero
además se equivocan los que quieren disculpar los errores pontificios
contemplando en el Papa al débil
Simón. Ha dejado de serlo cuando Jesucristo
le cambia tal nombre por el de Pedro,
que significa precisamente piedra
(Jn. 1,40-42). Como en el mundo
veterotestamentario, con
Abraham o con Jacob,
cada vez que Dios cambia el
nombre de uno de sus elegidos es porque quiere darle un destino, por
decirlo marechalmente.
El destino de la piedra es la dureza
inquebrantable, no la
fragilidad. La roca es basamento
inmóvil, sustento firme, arrecife y sillar. Así
fue en el primer pontífice,
signado personalmente por Jesucristo,
y así les está exigido a los sucesores, porque la
silla de Pedro exige la conducta de Pedro, al buen decir de San
Norberto de Magdeburgo. Conducta heroica y martirial, que bellamente
retratara el fraile Antonio Vallejo en su Cefas:
él no aceptaba condenarse a sudar sobre un parejo ringlero de sudores.
No concebía el buen placer, moroso, invernal, de trazar planes caseros a
la luz de la lámpara. Y siendo viejo, se acordará del Viento
ingobernable, para sujetar con sus manos pétreas, seguras y callosas
el timón de la Nave. De él, de Cefas,
conservamos un consejo que no es precisamente el del débil Simón
que otrora había sido, sino el del valeroso timonel que regaría su
sangre para corroborar la Buena
Nueva: sed aptos, firmes, fuertes e inconmovibles; porque el
demonio ronda como león
rugiente buscando a quien devorar, y es preciso resistirle firmes
en la Fe (1 Ped, 5, 9-10). No somos tan
temerarios como para andar diciendo –a secas y sin más-, que el Papa es un pecador; y si eso se entendió y en eso hay ofensa
estamos prontos a retirarla. Conocemos el principio de
internis non iudicat Ecclesia,
y en su cumplimiento, ninguna intención osaríamos juzgar. De adentro del corazón salen las
intenciones malas, enseña el Señor
(Mt. 15, 19-20). Y adentro del
corazón de nadie estamos. Tanto menos en el del Vicario de Cristo. Pero
es posible distinguir con Santo Tomás (S.Th, III, q.
96,a.4) entre el fuero
interno y el fuero
externo, siendo el primero aquel en el que habitan esas
intenciones no sujetas a ningún juicio humano, y el segundo, el de las
acciones públicas, visibles, evidentes. Si el primero refugia las
disposiciones interiores, la comúnmente llamada vida
privada, y es el fuero de Dios
(forum
Dei), el otro expresa las acciones
y las reacciones públicas, es el forum
ecclesiae y puede llegar a ser también, de existir dolo, el forum
iudiciale. De allí que una acción o una reacción pontificia pública
–como la que sucedió y sigue sucediendo respecto de la insolencia judía
con ocasión del caso Williamson
-por no mentar otros muchos casos-, pueda
ser descalificada por pusilánime e impregnada de temor servil y mundano,
o de respetos humanos reñidos con la virtud de la fortaleza. De hecho,
y si se repasan los titulares de los grandes medios, sin excluir L’Osservatore Romano, es
común que de movidas por el temor a irritar a los judíos se tilden estas
acciones y reacciones romanas. Aunque para el mundo que así ofrece las
noticias, ese temor se les antoje sacro y ponderable. No lo es, porque
remoza aquel miedo a los judíos que tenían los apóstoles antes de la
llegada del Espíritu (Jn. 20, 19).
Pero el Espíritu Santo ha llegado,
y no nos es lícito vivir como si
Pentecostés no hubiera sucedido. Arriba a la izquierda Santo
Tomás, el Doctor Angélico. Se
confunden los papólatras de toda laya –la mayoría de ellos espíritus
simples y bien intencionados-, que creen ser ultramontanos porque gritan
irresponsablemente santo
súbito ante la muerte de Juan
Pablo II, o porque no quieren distinguir entre infalibilidad
e impecabilidad, suponiendo que un Papa
no peca, ni necesita enmiendas, contriciones o pésames con el puño
golpeado secamente contra el pecho. Se
confunden asimismo los que creen que, ante determinados y específicos
casos, no existe el concepto de resistencia privada y pública,
entendido como un derecho y un deber de los súbditos frente a la
Autoridad. El solo
nombre de San Roberto Belarmino
con su Del Romano Pontífice,
podría ilustrar largamente el crucial asunto.
Y se confunden, al fin, los que sin horizonte histórico
ni escriturístico para analizar el presente, e inmersos en un falso
concepto de comunión eclesial que no es católico, ignoran que San
Pedro fue amonestado en público por San Pablo, cuando el primero
–cediendo
precisamente a las contemporizaciones y a las presiones de los judíos-,
se hizo pasible de una reconvención formal. Es el gran tema del capítulo
dos de la Carta a los Gálatas,
sabiamente analizado por Santo Tomás
en su Super Epistolam Sancti Pauli Apostoli ad Galatas expositio. Releídos
con cautela tanto la Carta como el Comentario
del Aquinate, es imposible no
encontrar ciertas analogías y aplicaciones a la presente tragedia. Pedro peca de debilidad por temor a los judíos, y con su debilidad
induce a otros al error. Pecó por
la fragilidad humana, porque temía
desordenadamente,
porque abandonó la verdad por temor al escándalo. Pecó por
falta de discreción que tuvo, adhiriéndose demasiado al partido de los
judíos, de modo que no será cuerdo decir que no fue reprensible. Así lo enuncia Tomás.
A la derecha San Gustín. Citando
luego a 1
Jn. 1,8, y pensando en la actitud de Pedro,
agrega: si dijésemos que no tenemos
pecado, ni venial, nosotros mismos nos engañaríamos. Es más,
dando por sentado que ha cometido un pecado público, no privado, no
aplica el axioma de
internis non iudicat Ecclesia, sino este argumento: A
los pecadores repréndelos delante de todos (I.
Tim 5, 20). Lo cual debe entenderse de los pecados
públicos y no
de los ocultos, en los que se debe guardar el orden de la corrección
fraterna. Y corona la argumentación con esta nueva cita bíblica:
No
respetes a tu prójimo cuando cae (en pecado público), no reprimas tu palabra cuando
puede ser saludable (Eccli
4, 27). Bueno
será recordar o saber, que Benedicto XVI, en la Audiencia
General del miércoles 1º de octubre de 2008, y a propósito
justamente de esta famosa Controversia de Antioquía, hizo el elogio de San Pablo y de su libertad
interior, de sus encendidas
reacciones con las que llegó
a acusar a Pedro y a los demás de hipocresía, pues este
comportamiento (el de Pedro) amenazaba
realmente la unidad y la libertad de la
Iglesia.
Tampoco entenderemos
el por qué, los mismos que nos piden emular a los santos, nos inhabilitan
por causa de nuestra falta de santidad a querer imitar la recia conducta
paulina o el buen consejo entregado por Santo Tomás de Aquino. Volvemos al
interrogante ya planteado: ¿era santo Pablo
de Tarso cuando se enfrentó con Pedro,
y por eso no se le aplicaba a él negativamente el argumento ad hominem? ¿O su camino
de santidad estuvo jalonado de pruebas tremendas, no siendo la menor el
tener que enfrentarse cara a cara con el mismísimo Pedro? En
su obra Las
parábolas de Cristo, específicamente en el Capítulo
52, analizando la Parábola de las puertas de la polis, el Padre Leonardo Castellani vuelve a decir lo que es justo sobre tan
espinosa cuestión: No es necesario
para el gobierno de la Iglesia, y la guarda de la Revelación, que el hombre Pedro,
o el hombre Pío, o el hombre Juan,
sean puros e inmaculados, aunque sea deseable. Pedro
representa a Cristo y está en
lugar de Cristo; y cuando
reconoce, confiesa, profesa y proclama a Cristo,
habla con la voz de Dios; pero
el mismo Pedro como persona privada, hablando por sus fuerzas naturales y
con su entendimiento humano, puede decir y hacer cosas indignas,
escandalosas e incluso satánicas. Existen entre nosotros fulanos
que piensan es devoción al Sumo Pontificado decir que el Papa
gloriosamente reinante en
cualquier tiempo es un santo y un
sabio, ese santazo que tenemos
de Papa, aunque no sepan un comino de su persona. Eso es fetichismo
africano, es mentir sencillamente
a veces, es ridículo; y nos vuelve la irrisión de los infieles:
lo que cumple es obedecer al Papa y respetarlo en cualquier caso, como Pontífice; y amarlo como
persona, cuando merece ser amado. Los defectos y los pecados personales
son pasajeros; la función social del Monarca
Eclesiástico es permanente.
A la izquierda un dibujo del Padre Leonardo Castellani. Y
en San
Agustín y nosotros, publicada largos años tras su muerte, en
Mendoza, hacia el 2000,
sigue
Castellani
especificando el candente tema: El
Papa
es infalible, pero no en todo. Cuando declara solemnemente las cosas de la
Fe,
cosa que hace pocas veces, por cierto. Pero pretender como hace muchísima
gente aquí que todos los Papas
o tal Papa
particular son maravillas de inteligencia y de rectitud, hasta llegar a
renunciar al propio sentido moral, cerrar los ojos ante un error y una
iniquidad manifiesta, y dar como anticatólico, o poco católico, o no católico
al que no puede cerrar los ojos así, al que no puede renunciar a su
sentido moral, eso es inventar un nuevo dogma, eso es rendirse a una
superstición, eso es morar en plena exterioridad
[…] En
otros tiempos, cuando el Papa
se equivocaba, los santos de aquel tiempo le decían tranquilamente: Non lo sapevate un corno,
y el Papa mismo rogaba que se lo dijeran. Había más caridad. Había
comunión. He
aquí la doctrina católica, obediente y amante ante el Vicario de Cristo,
respetuosa de su investidura y de su rango, pero tan lejos de la papolatría,
de la incapacidad de distinguir los distintos modos de magisterio, de la
creencia casi docetista en la inmaculada concepción de cada Papa,
de la ceguera y cortedad ante la humana y pecadora natura, y tan cercana
en cambio al verdadero amor de caridad. Porque ya sabemos con San Agustín
que la mayor caridad es la Verdad. V.
La mayor mentira de la mentira del Holocausto
A
pesar de que lleva largo tiempo el alboroto inicuo armado ex profeso por
el aparato judeo-modernista internacional contra las razonables
declaraciones de Monseñor Richard Williamson, todavía no terminan de
entender los católicos la verdadera gravedad de sostener la versión
oficial del Holocausto. Incluso –y con pesar lo decimos- no terminan
de entenderlo ciertos intelectuales católicos de orientación
tradicionalista. A muchos de ellos el fastidio que les suscita la sola
mención del NacionalSocialismo, y la posibilidad siquiera indirecta de
que puedan quedar defendiéndolo, les impide ver la profundidad del mal
que se está consumando ante nuestra vista. A la izquierda, la
verdadera Bandera de la Patria.
Porque
esta versión oficial del Holocausto, que desde antes del
pontificado de Benedicto XVI ya Roma se había decidido a sostener y a
preservar, y que ahora ha cuasi dogmatizado, no contiene sólo
una inadmisible fábula histórica sino una horrenda falsificación
teológica. El mito de la Shoá
no es principalmente inaudito porque se adulteren las cifras de los
homicidios, las causas de las muertes o las condiciones edilicias de los
campos de concentración. No radica su nocividad en hacer pasar por
gases humanamente letales los desinfectantes del tifus, o en montar hornos
crematorios después del triunfo aliado, o en trucar fotos, cifras,
testimonios, juicios y acontecimientos. Ni siquiera es su peor culpa haber
hecho un negocio multimillonario de esta mentira, como lo probó el
judío Norman Finkelstein en su libro La industria del Holocausto.
Todo esto y tantísimo más, describen la faz histórica, política y económica
de este embuste basal del Siglo XX, asegurado por los verdugos
inmisericordes de Nüremberg y sellado en las tenidas torvas de Yalta y de
Potsdam. Y todo esto, claro, estará bien que se dirima en el ámbito de
los estudios historiográficos, distante si se quiere de las cuestiones de
Fe. Arriba a la derecha: Jesús Crucificado. Pero
todavía hay algo mucho más tenebroso, y es la teología judaica sobre
el Holocausto. Una teología dogmática que enseñan y hacen suya las
más renombradas agrupaciones hebreas que suelen tener ahora libre
acceso al Vaticano, o viceversa, que suelen dar hospedaje al Santo
Padre. Según esta teología, Israel, no Cristo, es el Cordero
Inmolado. Perseguido durante siglos y ofreciéndose en sacrificio
permanentemente, alcanza el punto culminante de su ofrenda cuando muere
masivamente bajo las tropelías del Tercer Reich. Tropelías
antisemitas que, en esta cosmovisión mesiánica del Israel carnal, no
tendrían sino como fundamento último las mismas enseñanzas católicas
que durante siglos y siglos habrían predicado la culpabilidad hebrea en
la muerte de Cristo. Al nazismo se llega por culpa del
cristianismo; y bajo el nazismo la oblación mesiánica de Israel
alcanza su punto culminante. Cristo es el gran destronado de su
trono de Víctima, y acusados sus seguidores de instigación secular al
antisemitismo, colócase en ese trono sangrante el mismo Israel. Del Gólgota
ya no pende Aquel cuya sangre pidieron un día que cayera sobre sus testas
impías y las de sus propios hijos. Pende sacrílegamente la mano y la
mente, el puño y la inteligencia de aquellos que fraguaron la crucifixión
del Redentor. Parodia
endemoniada de la economía de la salvación,
caricatura infernal del genuino mesianismo, subversión radical del
sentido de la Historia de clara inspiración cabalística, esta versión
teológica del Holocausto es la que debe saber todo católico honrado
que está adquiriendo cada vez que le hacen creer que quien niega la
Shoa no conoce el misterio de Dios ni de la Cruz de Cristo. Palabras
insensatas pronunciadas el 30 de enero por el Padre Federico Lombarda (masón
judaizante), Director de la Oficina de Información de la Santa Sede y
que, lamentablemente, no fueron desmentidas ni enmendadas. Es
por este carácter paródico y endemoniado del mesianismo de Israel,
que sus principales ideólogos monopolizan la denominación de holocausto
para lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial, no permitiendo que el
término se use para los cien millones de cristianos masacrados por el
Comunismo (obra judía) a lo largo de la casi totalidad del siglo
XX, porque es bien sabido que la dirigencia comunista responsable
de este martirio colectivo ha sido y fue en su casi totalidad de origen
hebreo. Y
es porque este carácter paródico del mesianismo debe quedar asegurado
universalmente, que la teología dogmática judía elabora o promueve en
abundancia obras como de los judíos Yad
Vashem (Jerusalém), M.
Polakoff (Iom HaShoá
VeHagvurá. Un manual para el recuerdo), Isajar Moshé Teijtel (Alegre
madre de hijos), Pasión
intacta, de George
Steiner, Breviario del Odio,
de León Poliakov –con su prólogo
meaculpista del protojudío
Francois Mauriac-,The destruction
of the European Jews, de Raul
Hilberg o la de Gustavo
D. Perednik, Teología del
holocausto, que con interés y
provecho
puede consultarse en páginas de Intenet. Precisamente
en este ensayo dice Perednik , glosando a otros exegetas hebreos, que el Capítulo 53 de
Isaías, llamado Del Siervo del Eterno, no
sería una prefiguración de la Crucifixión
de Jesucristo, sino que puede
ser entendido perfectamente como una referencia al Holocausto,
pues en él los sufrimientos son purificadores
en dos sentidos: en lo personal y en un plano social (…) Aquí
cabe evocar al filósofo que se basó precisamente en Isaías 53 para fundamentar su teología del Holocausto. Para el circunciso Ignaz
Maybaum, el judío sufre a fin de despertar la conciencia del mundo gentil que es
su victimario. A partir del
martirio judío, la humanidad entera, por reflejo, ahonda su búsqueda en
la senda del bien (…) Mira:
yo pongo hoy delante de ti la vida y la bendición, la muerte y la maldición,
concluye por decirnos la Torá.
Berkovits, sostenedor de esta idea, agregará que en el tema del Holocausto,
el contraste histórico es claro: desde los humos de Treblinka, irrumpe el Estado
de Israel (un ladrón). Lo que Berkovitz
denominaría, después del horror, la
sonrisa suficiente. El
retorno a Sión –asegura-
da el significado a la historia judía. Pero
ni este texto representativo ni este artículo agotan lo que cabría saber
al respecto. La nómina de expositores de este paródico mesianismo, se
engrosaría si incluyéramos en
ella a ciertos autores protestantes, aliado permanentes del judaísmo,
como Robert McAfee Brown,
o sedicentemente católicos como Harry
James Cargas, mucho más entitativo, audaz y heterodoxo que el vocero
vaticano Lombarda, que no vayan a creer es poco. VI.
La Iglesia debe pensar católicamente Si
se nos ha seguido benévolamente hasta aquí, con especial énfasis en la
lectura del parágrafo anterior, un par de necesarias conclusiones
podríamos ir elaborando. La
primera es que la Iglesia
no puede asumir como propia la versión oficial sobre el Holocausto, ni mucho menos
dotarla de la intangibilidad que se pretende. Tiene
esta versión un cúmulo inagotable de mentiras a designio, fruto
principalmente de las llamadas campañas de desnazificación,
manejadas exclusivamente por los judíos, con sus tribunales fiscalizadores, sus lavados
de cerebro colectivos y sus programas
de reeducación, cuya parcialidad antialemana y aliadófila jamás
disimularon. Terminada la
guerra, en el Bundesland de Baden-Württemberg se publicó sin rubores: No debe ser dicho nada favorable
sobre el Tercer Reich, y no debe ser dicho nada desfavorable sobre los
aliados. Y en 1960, el
Presidente de Alemania Federal,
el masón Grado 33º Heinrich Lübke,
hablando de los textos
escolares referidos al
lapso histórico alemán de 1933 a 1945, solicitó expresamente que
trasmitieran aborrecimiento por el Tercer Reich. Con
sublevante patetismo se advierte que nadie pide estudiar la verdad histórica,
investigar serenamente, escudriñar las fuentes, cotejar testimonios,
fatigar archivos. Ningún rebelde librepensador se atreve al llegar aquí
a pensar libremente. Lo
que se pide es instalar de modo unánime y sacramental el pensamiento único
elaborado por Israel. Ardid inmoral
y escandaloso
que viene siendo elaborado perseverantemente desde el infame juicio de Nüremberg,
cuyas aberraciones de toda índole jamás se quieren mencionar. Empezando
por la que señala Carlos Whitlock
Porter en su Not
guilty at Nurenberg: se
desecharon sin escrúpulos las 312.022
declaraciones notariales presentadas por la defensa, se aceptaron como
moneda de buena ley, en cambio, las 8
o 9 declaraciones presentadas por la fiscalía. Mención aparte
significaría recordar la nómina de atentados judíos –algunos de ellos mortales-
contra autores e instituciones dedicadas a la revisión histórica. Por
probar este aserto, el 3 de enero de 1996, el embajador de Israel en la Argentina,
Israel Avirán, ordenó
la captura y el secuestro de la revista Memoria
que entonces era editada por un puñado de amigos.
El Santo Padre,
precisamente por su doble condición de patriota
alemán y de intelectual destacadísimo,
debe ser la persona indicada para advertir que esta versión ruinosa y
ficta no puede ser asumida por la Iglesia.
Entiéndase bien: no se trata de exigirle a Roma
que avale una determinada escuela historiográfica en contra de otra, ni
de que tome partido por el revisionismo u otorgue rango de definición ex
catedra a los asuntos meramente terrenos. Pero se trata sí, de rogarle con
insistencia que busque celosamente la verdad del pasado, que promueva esa
búsqueda con empeño y sabiduría, que apoye a los estudiosos serios y
veraces, desdeñando interpretaciones facciosas, preñadas de
adulteraciones y de embustes de grueso calibre. Se trata, en suma,
de tener bien presente, que el último dogma fue el de la Asunción
de María Santísima. A la derecha: estado en que quedó el Hotel Rey David de Tel Aviv,
después del atentad perpetrado por los terroristas al mando de los
sionistas Menajem Begin (luego Premio
Nóbel de la Paz) y Chaim Weisman, todos ellos financiados por los judíos Rothschild
de Inglaterra (Si el lector encuentra cierta similitud con la Embajada
de Israel y la AMIA, no es
mera coincidencia. N del E.) No
podemos conformarnos cada
vez con menos, que es una de las definiciones de la tibieza;
ni podemos tampoco aceptar la necesidad del doble discurso como
constitutivo ineludible de las relaciones diplomáticas. Cierto es que el
grueso de las sociedades vive bajo las falacias de la virtualidad y bajo
el sometimiento de esos ídolos que supo describir Bacon.
Cierto que al amparo de esos ídolos, que entenebrecen la realidad, pocos
y cada vez menos son los que distinguen lo que las cosas son, como gustaba decir Gilson. Y cierto al fin, si se quiere, que no le corresponde al Pontífice
hacer de historiador, ni andar dirimiendo sobre el Ziklon
B o los alambrados de púas en Auschwitz. Pero si ya no hemos de pedirle al Vicario de Cristo que combata a los
hijos de las tinieblas, y bregue por la Verdad en la totalidad de sus
manifestaciones, ¿a quién entonces deberíamos acudir los católicos? En
su confortadora encíclica Spe
Salvi , Su Santidad
Benedicto XVI memora un texto del Sermón
340 de San Agustín, que parece contener toda una respuesta al dilema que
estamos planteando. Explica allí el Obispo
de Hipona que una misión se ha impuesto: corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a
los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos,
instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los
soberbios, apaciguar a los pendencieros, ayudar a los pobres, liberar a
los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos”. Todo un
programa para estas cruciales circunstancias.
Pero además, y como quedó dicho, existe otra razón
superior para que la Iglesia rechace
enfáticamente la versión oficial del Holocausto, y es que tras la misma asoma una teología dogmática judía
groseramente anticristiana, burdamente paródica del genuino mesianismo,
deliberada mueca hostil de inspiración talmúdica contra la misión salvífica
de Nuestro Señor Jesucristo, y su Divina Majestad. Llama
poderosamente la atención que en estos agitados días alrededor del caso Williamson,
haya pasado inadvertida toda voz eclesial, empezando por la de Benedicto XVI (su fotografía a la izquierda), que nos haya remitido
a la Mit
brennender sorge de Pío XI.
Allí está todo lo que un católico debe saber para tomar distancias del NacionalSocialismo,
y de cuanto aquella ideología y su concreción política pudieron haber
tenido de injusto y aún de ominoso. Pero está todo lúcida y
corajudamente explicado en perspectiva católica, para que ningún
bautizado confunda el rumbo y la finalidad. La Cruz de Cristo –dice Pío
XI- aunque su solo nombre haya llegado
a ser para muchos locura y escándalo, sigue siendo para el cristiano la
señal sacrosanta de la redención, la bandera de la grandeza y de la
fuerza moral. A su sombra vivimos, besándola morimos; sobre nuestro
sepulcro estará como pregonera de nuestra fe, testigo de nuestra
esperanza, aspiración hacia la vida eterna (Nº 31). Los
argentinos, además, hemos tenido la gracia del magisterio
del Padre Julio Meinvielle. En
su opúsculo Entre la Iglesia y el Reich, publicado en el mismo año 1937
de la encíclica de Pío XI,
abundan las razones por las que un católico no puede dar su adhesión al Nacionalsocialismo.
Pero, insistimos, son las razones de la teología católica, no de la cábala hebrea; y
de la historia veraz, no de la fábula del Holocausto. VII.
El juramento antinegacionista
La segunda
conclusión que debemos ir sacando es que Monseñor
Williamson se quedó muy corto.
Enhorabuena se haya atrevido a desenmascarar algunos aspectos de la faz
histórica de la gran mentira pagando el alto precio de un linchamiento
tan injusto cuanto deleznable, sin que las mismas autoridades de la Fraternidad
Sacerdotal San Pío X hayan atinado a algo más que a sacarlo de
escena, al compás de las exigencias vaticanas, de las coacciones rabínicas y de
las inmundas disposiciones kirchneristas. Pero lo más importante para un católico,
y sobre todo si se trata de un Obispo, es la faz teológica de esta ficción
hebrea. Y sobre eso nada se dijo. A la derecha el verdadero Escudo
Nacional. Entiéndase
que no es esto un reproche hacia un clérigo que, en este momento de su
vida, antes necesita y reclama con equidad un homenaje público que un
reto. Pero si le estamos reprochando amablemente todo lo contrario de lo
que el mundo le espeta, es para
protestar por vía de paradoja, la indignación que nos causa el que no
haya prácticamente un solo analista católico y bienpensante
de esta cuestión que no haya pagado su tributo a la corrección política,
diciendo que Monseñor Williamson
estuvo imprudente o inoportuno. No faltó tampoco quien le atribuyó la responsabilidad directa en la reacción blasfema
de la judería propalada por la televisión del Estado
de Israel. Caído el árbol,
los incapaces de la altura se abajan dócilmente para fabricar su propia
leña. No
hay nada de cierto en lo que se dice contra Monseñor
Williamson; y seguir repitiéndolo agrega estulticia a la ofensiva
mundana contra este digno Pastor. Bien y sobradamente se sabe hoy que si
no hubiera pronunciado sus traídas y llevadas palabras, cualquiera
hubiera sido la excusa para
presionar a Benedicto XVI e
inculpar al Tradicionalismo
hasta impedir su formal inserción en la Iglesia.
Bien y sobradamente conocemos también la capacidad del enemigo para
instalar un tema, inventándolo, y torcer el rumbo de la realidad hasta
sustituirla por la virtualidad. De hecho, no son pocos los informes que
vienen circulando desde hace años, incluyendo a Monseñor
Lefevbre como una de las
cabezas de una supuesta Internacional
Negra. ¿Qué hubiera costado cambiar de chivo expiatorio? Sin el
reportaje de marras, el montaje judeo
-modernista estaría igual en todo su rabioso esplendor. Monseñor
Williamson fue la ocasión y la excusa, el pretexto y la coartada. El
objetivo era y es mantener en permanente estado de sospecha, de culpa y de
marginación a todo lo que represente al Tradicionalismo
Católico. Algunos,
movidos por la más noble preocupación, han visto en las declaraciones de
Monseñor Williamson
un obstáculo para que el Papa
pudiera seguir adelante con sus intenciones restauradoras, ya
no de los cuatro obispos en apuros canónicos sino de lo que ellos
representan desde el punto de vista del resguardo del magisterio
tradicional. Pero por lo que llevamos dicho, no sólo es injusto
convertir a Monseñor Williamson
en un obstáculo -porque desde el
instante en que así lo han presentado, artificial e insidiosamente, él
no ha hecho otra cosa más que poner la otra mejilla-, sino que clama al
cielo escamotear a los verdaderos obstaculizadores que se muestran desfachatadamente
en centenares de declaraciones judeo-modernistas.
Que ante este obstáculo real y concreto –un verdadero montaje
internacional contra la Tradición-
nada se diga, intramuros o extramuros romanos, es lo verdaderamente
preocupante e irritante. Cambiando la premisa
clásica de Tertuliano, se nos quiere
hacer creer ahora, que ya no la Sinagoga
sino Monseñor Williamson en un
reportaje televisivo, es la causa de todos nuestros males. Quienes
en vez de defenderlo a capa y espada -no tanto por la literalidad de lo
que dijo, sino por lo que representa y encarna el que haya osado, y el que
por eso mismo quieran exterminarlo los honorables criminales de paz-, quienes en vez de sostenerlo,
reiteramos, lo han llevado al convencimiento de que debe humillarse hasta
el anonadamiento, removiéndolo de sus funciones, se confunden si
creen que pueden hacerlo en nombre de la prudencia, de los arreglos
temporales, o sencillamente porque lo que debería retractar no es una
verdad de Fe. Lo que en el fondo está en debate aquí, encarnado en la figura
de este Obispo, no es si existieron o no las cámaras
de gas; es si a partir de ahora son los judíos o es la Jerarquía Católica
la que manda en la Iglesia y decide la suerte de sus hijos, de su
magisterio y de su teología dogmática. Si es el báculo recio
del Vicario de Cristo el que
tiene que resonar imperativamente entre los fieles, o el cotorreo pérfido
de los que siguen vociferando: ¡No
queremos que Éste reine sobre nosotros! Una vez más lo repetimos: es
la integridad del Antiguo y del
Nuevo Testamento lo que nos moviliza; no el Manifiesto del NSDAP. Esta
es nuestra abominable justicia. Sus formas son perfectas y nunca
justicia más perversa y discutible obró con tanta corrección. Para ellos
siempre habrá un lugar en el banquillo de los acusados: el Tiempo se
acerca. Hemos
escuchado y leído decenas de veces el fatídico reportaje que convirtió
a Monseñor Williamson
en un paria, y al caso que él
encarna en un casus belli internacional en el que los litigantes y fiscales se
amontonan para castigarlo, pero nunca para debatir académicamente lo que
sostuvo. Es curioso. Se trata literalmente de un puñado de palabras
racionales, mesuradas, matizadas, dichas sin el menor compromiso con una
ideología y sin el mínimo asomo de odio racial o religioso. Sólo
una hipocresía de inspiración satánica, y un plan maldito de idéntico
origen, pudo convertir ese manojo de serenas, acotadas y eventuales
reflexiones históricas en la piedra de escándalo para poner en
entredicho la decisión pontificia
a favor de la Fraternidad
Sacerdotal San Pío X, por un
lado, y el derecho del Tradicionalismo
a pertenecer a la Iglesia, por otro. La
reacción de Roma fue la peor
de todas. Con fecha 4 de febrero
de 2009, la Secretaría de
Estado del Vaticano hizo público un Comunicado
que, en la parte que nos concierne dice: Las posturas de monseñor
Williamson sobre la Shoá son absolutamente inaceptables
y firmemente rechazadas por el Santo Padre, como él mismo ha recordado el
28 de enero pasado, cuando, refiriéndose a aquel
salvaje genocidio, reafirmó su plena e indiscutible solidaridad con
nuestros hermanos destinatarios de la Primera Alianza, y afirmó que
la memoria de aquel terrible genocidio debe inducir a
la humanidad a reflexionar sobre el poder imprevisible del mal cuando
conquista el corazón del hombre, añadiendo que la Shoá permanece
para todos como advertencia contra el olvido, contra la negación o el
reduccionismo, porque la violencia hecha contra un solo ser humano es
violencia contra todos. El obispo Williamson, para ser admitido a las funciones episcopales en la Iglesia, deberá
también tomar de modo absolutamente inequívoco y público distancias a
sus posturas sobre la Shoá,
desconocidas por el Santo Padre en el momento de la remisión de la
excomunión. Es una declaración de pésima factura doctrinaria y prudencial,
que en vano se podrá atemperar adjudicándosela al Secretario de Estado,
mientras desde instancias más altas se la refrende, sea tácitamente, por
omisión de rectificaciones, o con hechos concretos. Se
trata, en rigor, de la puesta en práctica de un nuevo juramento que
sustituye al ya tristemente dado de baja en 1967, y que impusiera en 1910
San Pío X en el Motu Proprio Sacrorum Antistitum. A partir de ahora no es contra el
conglomerado de todas las herejías que los religiosos deben jurar
rechazo y animadversión, sino contra el
negacionismo, ridículo efugio de la neoparla hebrea para calificar
bajo tal mote a todo aquello que ose poner en discusión racional la amañada
versión preponderante del Holocausto, con
su doble mitología , la histórica y la teológica.
Y a partir de ahora, repetimos, Monseñor Williamson y todo aquel que quiera ser admitido a las funciones episcopales en la
Iglesia, deberá hacer profesión
pública de que admite y tiene por válida esta flamante dogmática,
incorporada al Syllabus, en tiempos en que este glorioso vademécum de las heterodoxias
condenables ha cedido su lugar a la libertad irrestricta de pensamiento. Las
nuevas y escandalosas declaraciones del protojudío Padre
Federico Lombardi –director de la Oficina
de Información de la Santa Sede, recordémoslo-, no hacen sino
ratificar hasta qué punto las autoridades romanas se han decidido a conferir carácter dogmático al antinegacionismo. En efecto, el
viernes 27 de febrero de 2009, la precitada Oficina hace público un comunicado, en el cual –a la par que
rechaza las disculpas ofrecidas por Monseñor
Williamson, teniéndolas por
insuficientes-, le ordena que, de acuerdo con
las condiciones establecidas por la nota de la Secretaría de Estado del 4
de febrero de 2009, tendrá que tomar de modo absolutamente inequívoco y
público distancias a sus posturas sobre la Shoá.
No encontramos palabras para calificar tamaña
obsecuencia al poder judío, tamaña falta
de caridad para con el derrumbado Monseñor
Williamson, y tamaña osadía como para configurar de
hecho este nuevo juramento antinegacionista,
a todas luces contrario a la verdad histórica y teológica, y funcional
en todo a
la estrategia israelita de victimización perpetua. Ni
con el tema de la Inquisición
se llegó tan lejos. Urgido Juan Pablo II tras la Memoriali
Domini a que aquel Santo Tribunal fuera condenado enérgicamente, el
Papa respondió creando una Conferencia Internacional de Estudios, en
1998, asesorada por tres Cardenales y presidida por el Profesor Agostino
Borromeo. Seis años después, un enorme volumen titulado precisamente La
Inquisición, recogía los resultados de aquellos académicos e investigadores,
llegando a la conclusión de que la vilipendiada institución está
lejos de ser como opinan los enemigos de la Iglesia. Al Holocausto, en
cambio, no se le puede conceder este rango de objeto de estudio. Por eso,
no nos equivocamos cuando llamamos irreflexiva
a la decisión de incorporarlo, de facto, al Símbolo
de los Apóstoles, con un status cuasi dogmático, que no se trepidó,
por ejemplo, en rechazar para la creencia en el limbo. Extraño
caso el de la Santa Madre Iglesia. No se conoce otra religión con una legítima
estructura jerárquica bimilenaria, en la cual, agentes externos, y tradicionalmente tenidos por repugnantes impugnadores de la Fe que
esa estructura jerárquica preserva, le indiquen imperativamente a quiénes
se puede canonizar, qué oraciones se deben rezar en los oficios
cuaresmales, cómo y bajo cuáles formas se han de aplicar sanciones y der
excomuniones, y al fin, en qué nuevos dogmas habrá que depositar la
certeza a priori e inconcusa como conditio
sine qua non para pertenecer al rebaño, ser admitido
a las funciones episcopales y, perseverando mansamente en esa línea,
tal vez, algún día, alcanzar la salvación eterna. Y
extraño caso además, el de esta Iglesia, que
asfixiada y coaccionada por estos agentes externos –repetimos:
tradicionalmente tenidos, y con razón, por infames impugnadores de su
doctrina- los convoca para darles
satisfacciones, concesiones y aún perdones, pero no recibe de ellos gesto
equivalente alguno sino mayores e insolentes destemplanzas. Cuando el
12 de febrero, el Santo Padre convocó humildemente a su sede a las
autoridades de la Fundación
Judía Appeal of Consciente
(financiada por la Fundación
Rockefeller y de la Fundación Ford), y –tal vez a los efectos de descongestionar
tanto entredicho- llamó a los israelitas ya
no hermanos mayores sino padres
en la Fe. El judío Arthur Schneier, presidente de la entidad
invitada le dijo textualmente: Las víctimas del Holocausto no nos han dado el derecho de perdonar a
los culpables ni a los que niegan el Holocausto. Y cuando Monseñor
Williamson, acosado hasta el límite de sus fuerzas, en soledad absoluta y
bajo la presión de quienes debieron respaldarlo, escribió el 26 de febrero, al llegar a Londres: A
todas las almas que quedaron honestamente escandalizadas por lo que dije,
ante Dios, les pido perdón, contestó
inmediatamente el vicepresidente
del Consejo
Central del Judíos en Alemania, Dieter
Graumann, diciendo que no
aceptaba el perdón. Otras cabezas rabínicas emularon su actitud. ¡Ellos,
los deicidas, los criminalistas rituales, los responsables de homicidios
innúmeros, los martirizadores de pueblos cristianos, los apedreadores de
Esteban y los acuchilladores del Santo Niño de la
Guardia, los cruentos despojadores de Palestina, los recientes
invasores de Gaza a sangre y fuego!
¡Ellos, los
carceleros de los soviets, los instigadores de las chekas, los verdaderos
dueños de los gulags, los sicarios de San Simón de Trento, los
crucificadores de San Guillermo de Norwich, los que hace dos mil años
gritaron crucíficale al Justo entre los justos!.
Ellos, los sepulcros blanqueados, los hijos del homicida desde el
principio, los que por dentro están llenos de huesos de muertos y de
podredumbre (Mt. 23, 27-24), no pueden perdonar ante quien se prosterna
para pedirles un perdón ¡que no merecen ni corresponde ni cabe!
Qué razón tenía el Padre Castellani cuando decía que si
se hacen manteca los leales, se salen de la vaina los protervos.
Qué razón mayor tenían los honrosos hermanos, los judíos Lehmann,
cuando ya conversos y sacerdotes ambos, se dirigían a los aún circuncisos de cuerpo y de alma
para asegurarles que un día, en reparación de sus muchas ignominias,
tendrán que acercar sus labios a las llagas de Cristo, y dejar caer sobre
ellas torrentes de lágrimas. VIII.
La patria es un dolor que no tiene bautismo Por
esos extraños designios de la Providencia, el caso Williamson puso a la
Argentina en el centro de las observaciones mundiales, por las obvias
razones de que aquí, en estos lares, residía circunstancialmente el
Obispo agraciado primero por la des-excomunión pontificia, y caído en cósmica
desgracia después, al adjudicársele el pecado mortal de haber leído el Informe
Leutcher (que dicho sea al pasar nunca rebatido
con la seriedad que fue escrito; N. del E.). Era
toda una ocasión para que la Jerarquía Eclesiástica Nacional estuviera
a la altura de las circunstancias, aclarando, distinguiendo, definiendo,
ponderando razones, personas, intenciones, circunstancias y fines. Una vez
más, sin embargo, mostraron sus miembros la cobardía inmensa que los
caracteriza, el contubernio judeomásonico
que practican, la ignorancia crasa que los inunda, la complicidad con los
enemigos de Cristo y la pusilanimidad
femenil para jugarse por la Fe de Siempre. Algo más grave aún
mostraron en la ocasión: la incapacidad de alegrarse por la unidad de la Iglesia,
propiciada por Benedicto XVI al levantar las excomuniones, y la paralela
aunque torva capacidad para irritarse sin disimulos ante la sola
posibilidad de que el Tradicionalismo ya no constituyera un cisma formal
sino una integración eclesial plena. Desde el Cardenal Primado (Monseñor
Bergagoglio) hasta un imbécil que supo ser su vocero e insiste en
llamarse Marcó (Marcó: hasta las cucarachas de casa saben que eres un
judío perdulario), todos cuanto mal
hablaron o peor callaron merecen nuestro profundo desprecio.
Por culpa de sus defecciones y de sus deserciones, de sus mutismos
perrunos o sus verborreas medrosas, la
patria sigue siendo ese dolor que no tiene bautismo,
como llorara Marechal, nuestro poeta nacional, en versos casi póstumos. A
estos no hay que escupirles las caras. No. Hay que escupirles dentro de la
boca, y cerrándosela, obligarlos a que traguen el salibazo. Monseñor
Williamson fue echado por la tiranía
masónica y marxista de los Kirchner. Empezaba
la Cuaresma, literalmente
hablando, cuando la vil determinación se dio a conocer. No hubo un solo
pastor que acompañara al cadalso a la víctima, con su palabra, con su
gesto, con su pecho fraterno. No hubo un solo pastor despidiéndolo y
resguardándolo en el espacio cochambroso donde recibió su último
vejamen por un judío disfrazado de periodista.
Esta marca de la iniquidad difícilmente la perdone y la borre el Señor
del rostro ya llagado de la Iglesia en la Argentina. Los inicuos lo
declararon persona no grata en el territorio nacional. Los argentinos bien
nacidos, esto es, a la vera de la Cruz Fundadora, habrán de considerarlo
algún día un compatriota digno y respetable, cuya presencia ya se avisora. IX.
¿Quo vadis, Domine? Conocida
es la antiquísima leyenda, según la cual, Pedro escapaba asustadizo de
Roma para ponerse a salvo de las persecuciones ordenadas por el demente
Nerón y su corte pletórica de judíos. En medio de la crispada fuga, se
le habría aparecido Jesucristo, colocándosele frente a frente con
imperativa mansedumbre. Entonces, cubierto por la perplejidad y el temblor,
la pregunta petrina brotó espontáneamente de los labios: ¿Adónde vas, Señor? Y el
Señor le contesta, con la misma potestad con que lo convenció una tarde
sobre el mejor destino de sus redes: Voy
a Roma, a hacerme crucificar por segunda vez, porque tú y mis propios
discípulos me abandonan. No hizo falta abundar
más en palabras. Pedro selló la respuesta rotunda de su fidelidad,
regresando hacia donde huía para abrazarse al martirio. Con la tierra
como cabecera de su torturante cruz, habrá visto más diáfano el cielo
ya sin sombras que lo aguardaba victorioso (N. del E.: la versión que dice que Cristo
le habría dicho a Pedro, voy a la Argentina donde los políticos y
gobernantes me crucifican cada diez minutos, no debe ser tenida por válida y deber ser reemplazada
por: me
crucifican todas las veces que pueden). Que
nadie se confunda ni se escandalice entonces. Que no haya perturbaciones
indebidas ni sobresaltos reñidos con la fortaleza que la hora exige. Que
cesen los planteos estratégicos, inmanentistas, casuistas. La prudencia
falsa, el remilgo presto, la majadería abundante: acaben cuanto antes.
Que no sigamos ya debatiendo posibilidades condicionantes: si puede un
simple laico –paria en su tierra y huero de todo poder- salirle al cruce
al mismo Papa con reconvenciones duras o expresiones terminantes; sí
puede un simple laico andar recordando la posibilidad de un tiempo parusíaco;
sí puede un simple laico pedirle al Pontífice que
sea piloto heroico atado al timón en la borrasca inclemente;
sí puede un simple laico, hijo huérfano de padres vivos, rogarle que
apaciente a su rebaño, refugiado hoy en el páramo y acorralado por la
Sinagoga; sí puede un simple laico proclamar el derecho a la
Iglesia Triunfante, sin las debilidades de la iglesia de Éfeso que perdió
su primer amor, ni la mundana de Pérgamo que mezcló doctrinas, ni la
tibia de Laodicea, que no quiso elegir ni lo frío ni lo caliente, ni la
de Argentina, que es una albóndiga embrujada, con
curas que son flanes, y el que no, es sibarita. Sí,
podemos y debemos los simples laicos hacer todo lo posible por resguardar
el honor de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Sí, la que
sobrevivirá a toda esta mugre. Reconocemos
en el Papa -en Benedicto XVI, en quien le antecedió y en quien le suceda-
al Vicario de Cristo. En tanto tal, es suyo nuestro amor, nuestro
vasallaje, nuestro respeto y nuestra obediencia. Suya también, con el
auxilio de la gracia, nuestra decisión irrevocable de vivir
y morir en la Iglesia que preside y gobierna,
que fue la de nuestros padres, abuelos, tatarabuelos y hasta donde se
pierde la genealogía. Pero
precisamente porque el amor nos mueve, es que queremos para el Papa el más
alto de los destinos en esta hora de prueba. El destino de Pedro, que
tentado por la comprensible y humana debilidad a una fuga indecorosa -como
temió antes por la presión judía, como temió aquel viernes cuando el
gallo resoplaba tres veces-, reciba al Cristo recio
e impasible
en su camino. Y ya no pueda fugarse sino
arraigarse a la sangre redentora. ¿Adónde
vas, Señor? No; ya no vayas tú, El
que ha de volver. Es mi turno y mi puesto, mi
guardia, mi honor, mi misión indeclinable. No vayas Tú, Dios mío. Pero
dame las fuerzas para que en mi viaje hacia el Calvario, mi
ejemplo arrebate a los bautizados fieles, saque a los débiles de la
molicie, a los felones de su ruina, y resulte aguijón punzante con que la
voluntad de los virtuosos se despierte aún más resuelta, se enderece
como una lanza en la vanguardia, y se disponga sin regreso a la batalla
final. |