Vivimos desarmados, acorralados y amenazados por una idea y nada más que por una idea.

 

EL JURAMENTO ANTINEGACIONISTA

enviado por José Alfredo Posse

 

Sobre los inventores de los campos de concentración:

Salomón contó a todos los extranjeros que había en el país de Israel y cuyo empadronamiento había sido hecho por David, su padre. Encontró ciento cincuenta y tres mil seiscientos. Y tomó setenta mil para llevar los fardos, ochenta mil para tallar las piedras en la montaña y tres mil seiscientos para vigilar y hacer trabajar al pueblo. (Segundo Libro de las Crónicas 2, 17 – 18.)

 

El drama que más preocupa

Hacia mediados de febrero, circuló un escrito al que se tituló El otro negacionismo. Aludía el mismo a la tensa situación eclesiástica desatada a propósito de las declaraciones de Monseñor Richard Williamson, y al drama de que más preocupe hoy negar una versión historiográfica hebrea, que los fundamentos esenciales de la Fe Católica.

La nota tuvo su circulación, y como suele suceder, sus adherentes y sus objetores. Explicamos las primeras –Dios quiso que abundantes y gratas-, porque son muchas las personas que están esperando la mayor claridad sobre estas cuestiones, por dura que resulte. Una claridad que esperan de los sacerdotes, de los pastores, de los intelectuales prominentes. Y cuando de ellos no procede, agradecen con entusiasmo que hablen los simples laicos con el catecumenado aprobado. Y explicamos las calificadas objeciones, porque enhorabuena existen los lectores amigos –sacerdotes y laicos- que nos las hacen llegar con el mejor espíritu de corrección y de enmienda.

Pensando en unos y en otros, adherentes y críticos, es oportuno glosar aquí algunas aclaraciones.

I. La defensa del Papa

No desconocemos los esfuerzos del Papa Benedicto XVI en orden a lo que podríamos llamar –algo simplificadamente- el afán restaurador de la Tradición. Desde sus tiempos de Prefecto de la Sagrada Congregación para la  Doctrina de la Fe que viene dando concretos testimonios de este anhelo, estampado incluso en algunos hechos relevantes de los que muy pocos tomaron debida nota, como los sendos y magníficos prólogos a las dos obras del liturgista alemán Monseñor Klaus Gamber, traducidas al castellano como ¡Vueltos hacia el Señor! y La reforma de la liturgia romana. Esto sin contar su propia obra como liturgo, reseñada en su notable libro El espíritu de la liturgia.

El periodismo malicioso y ramplón, la feligresía ganada por los dislates modernistas, y aún cierto clero supuestamente ilustrado, fingen desagradable sorpresa, o veramente quedan perplejos en razón de su ignorancia, cuando el Pontífice ajusta ciertas clavijas destornilladas, reponiendo gravitantes cosas en su sitio.

O desconocen completamente su ideario –y el depósito de la Iglesia, claro- y reaccionan como si el Papa acabara de descolgarse con las medidas más insólitas; o por lo mismo que saben de quién se trata, no cesan de declararle la guerra. En cualquier caso, a la vista queda tanto el propósito restaurador del Santo Padre como el talante inmoral y corrupto de quienes lo maltratan, pertenezcan o no, formalmente, a la  Barca que preside.

Si fuera necesario ratificarlo, tras tantos años de andar hablando en público de estas cuestiones, digamos que en tan fiero trance el Santo Padre nos tiene de su lado, cual indignos y débiles escuderos. Como de incondicionales enemigos nos tienen quienes lo desacatan u ofenden, como los judíos llamados Karl Lehmann, Christoph Schönborn, Hans Küng, Ángela Merkel, Thomas Michel y un buen resto de la caterva satanista. A la izquierda: el Sello de Salomón, luego de los kabbalistas.

Para quienes creíamos casi imposible que del trono de Pedro, permitiera Dios en estos tiempos crepusculares, que emergiera un heredero capaz de restituirle su inobjetable vigencia al rito tridentino, Benedicto XVI, sin duda, se nos presenta como una señal de austera esperanza. Y al rito secular mentamos, apenas como un ejemplo representativo del buen criterio que nos place reconocer, como prevaleciente en sus frecuentes gestos pontificios.

II. La disolvente ambigüedad continúa

Pero no sería veraz nuestro diagnóstico si a la par de este bien que intentamos reseñar en prietas líneas, no señaláramos la persistencia paralela de males concretos, de larga data y dolorosa supervivencia. En menguadísima síntesis, y con dolor filial, limitaremos a dos estas penosas dificultades del pontificado de Benedicto XVI.

Por un lado, es dable constatar la continuación de los errores y de las confusiones doctrinales que parecen haber ganado desgarradora carta de ciudadanía en la Iglesia de las últimas cuatro décadas. No pocos de estos yerros lastiman la ortodoxia tradicionalmente enseñada en ámbitos en los que el Catolicismo supo señorear con luz admirable.

Pídasenos un ejemplo reciente de lo que decimos y mencionaremos el Prólogo que el Sumo Pontífice estampó en el libro Por qué debemos llamarnos cristianos, del senador italiano y masón sin abuela, Marcello Pera. Es inconcebible que el mismo contenga una justificación del liberalismo, y también su no disimulado elogio. Está fechado en Castel Gandolfo, el 4 de septiembre de 2008. A partir de este dato -esto es, del elogio y de la justificación del liberalismo; la próxima será, seguramente, el elogio y la justificación del marxismo- pueden atisbarse otras manifestaciones suyas igualmente desconcertantes, como la aceptación de una laicidad de los Estados, formalmente pregonada por la masonería en Francia, en el año 2008. Avanzando así por la misma y desubicada senda que lo hiciera su antecesor Juan Pablo II, cuando en la  Carta a los Obispos Franceses del 12 de febrero de 2005, ponderó la ley de 1905 de separación de la  Iglesia y del Estado (un caballito de batalla de las lacras locales: Juan B. Justo; Alfredo Palacios y el Pastor William Morris). La misma que había condenado San Pío X en la  Vehementer nos. Arriba, a la derecha: Cristo culmina La Pasión.

Sabemos que hay quienes podrían y desearían multiplicar largamente estos negativos ejemplos. Baste una  afligida cuanto escueta muestra, porque no está en nuestro ánimo ahora desgranar una sufriente nómina que haría ensombrecer a Roma en algo más de lo que ya procuran sus adversarios. Aunque a propósito de quienes hacen extensísimas enumeraciones de errores pontificios –comparando textos sin el debido contexto o sin la debida literalidad-, también hemos de estar en guardia preventiva. Ni hablar de los que suponen que todos los desgarramientos comenzaron el día después de convocado el Concilio Vaticano II.

La verdad es que los tales desaciertos existen, ora se manifiesten como tales o por vía de la ambigüedad, y que no alcanza para ponerle coto la socorrida recurrencia a la hermenéutica de la continuidad, pedida desde los tiempos de Juan Pablo II. Porque no hay interpretación a la luz de la tradición que valga si se pasa de la consideración del liberalismo como pecado, a su rehabilitación como virtud política. Léase al respecto –y es también un ejemplo de lo mucho que cabría analizar sobre el punto- el valioso ensayo de José María Purmuy Rey, La confesionalidad de los Estados: un deber moral universal e inmutable.

Declarar en el primer renglón de un documento eclesial que se conserva intacta la doctrina tradicional sobre tal o cual tema, y utilizar los cientos de renglones restantes para modificar esa doctrina, no admite la cura de la hermenéutica de la continuidad. Antes bien, admite el desconcierto y la queja fundada ante una conducta que Romano Amerio llamó bustrofédica, esto es, zigzagueante, pendular, anfibológica. Se manifiesta tanto en el terreno de las ideas sociales y políticas, como en otros terrenos aún más delicados y mucho menos opinables.

Todavía no entendemos a quienes ante la vista de estos desaciertos que inducen frecuentemente al error –sea  que se determinen por afirmación expresa o por anfibología- deciden hacer de cuenta que no existen, mirar hacia otro rumbo, minimizar su gravedad, o lo que es más grave, denostan a quienes se atreven a protestarlos bajo el cargo de que escandalizan o desobedecen al Santo Padre. Como si atacar los errores fuera atacar la autoridad per se. Como si ya no rigiera la enseñanza de San Gregorio Magno, estampada en sus Homilías sobre la profecía de Ezequiel: cuando alguien se escandaliza de la  Verdad, más vale consentir el escándalo que no el abandonar la Verdad. Como si no fuera  válida, en fin, la advertencia paulina según la cual, para ser siervo de Cristo hay que dejar de complacer a los hombres (Gálatas 1, 10). ¿Por cuánto tiempo más podrán permanecer tranquilos, o fingir y fingirse que nada ha cambiado, aquellos que ante la frecuente repetición de tantos errores, siguen aferrados a lo bueno, pero no quieren señalar ni que se les señalen los síntomas de la heterodoxia? ¿Por cuánto tiempo más será legítimo y conveniente celebrar y gozarse por las verdades rescatadas y preservadas, pero negarse a denunciar lo que todavía lastima y tergiversa  la fisonomía de nuestra Santa Madre?

Acertaba Juan Carlos Goyeneche, cuando iniciada la década del setenta –esto es, en plena irrupción de la anarquía postconciliar- nos recordaba que hay una unidad viviente y fecunda de la Iglesia, debida interiormente a la sangre redentora que corre por sus venas y la torna semper idem. Tal unidad interior es imposible de abolir. Pero fue también en aquellos tiempos, en la primera audiencia general de noviembre de 1969, cuando Paulo VI deploró que la tradición es una palabra que ya no dice nada a los innovadores de nuestros días. Si el mensaje encierra un pensado mea culpa –como algún otro que supo deslizar en las postrimerías de su mandato-, no podríamos decirlo. Podríamos decir en cambio, en consonancia con lo que venimos reflexionando, que los tales innovadores, a quienes nada dice la Tradición, están presentes ayer y hoy en los entresijos de la conducción de la Iglesia, comprometiendo dolorosamente su continuidad. Y que callarlo para no verse liado en problemas, o por la tentación de sacrificar la verdad entera en aras de la cómoda ubicuidad, es pecar contra el Verbo, como lo repetía el Padre Julio Meinvielle.

III. La debilidad del mando

De dos inconvenientes penosos hablábamos arriba para caracterizar el pontificado de Benedicto XVI. Quede lacónicamente señalado el primero con lo antedicho. Pero al segundo llamaremos lisa y llanamente debilidad y cesión ante las injustísimas presiones de los enemigos de la Iglesia. Si en este terreno bastara también con un ejemplo, recordaríamos la serie de episodios y de reacciones que protagonizó después de su famoso discurso en  la Universidad de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006.

El discurso, por cierto, tuvo la erudición y la lumbre a las que ya nos tiene acostumbrados el Pontífice. También, lamentablemente, tuvo sus sombras, como reprobar indistintamente toda defensa de la verdad por la espada o guerra justa al descalificar el concepto mahometano de yihad. Pero desatada en exceso la cólera de los mahometanos por aquella pieza académica, y alimentada dicha cólera por el aparato modernista internacional y la inquina multimediática, la reacción del Pontífice fue el repliegue, la explicación indebida, la rápida contemporización con el mundo islámico, los súbitos pedidos de disculpa, las increíbles majaderías dirigidas a gobernantes y teólogos de los países árabes, y un sinfín de salvedades lamentables que debieron haberse evitado.  Mientras los mahometanos dieron señales de desproporcionado encono –sin que faltaran los asesinatos de inocentes- en la Santa Sede se prefirió la orfebrería del efugio y de la elipsis, del aplacamiento de los enunciados taxativos para diluir cuanto antes los efectos de aquella importante pieza académica leída en la Universidad de Ratisbona.

Cuando lo mismo sucede ante las presiones judaicas –todas ellas fabricadas insidiosamente y sin motivos- las debilidades suelen ser todavía más lamentables y estridentes. Más lamentables porque es la misma doctrina sobre el fariseísmo judaico y sobre el deicidio la que entonces resulta escamoteada. Más estridente porque si Israel moviliza a todo el mundo a su favor, monopolizando el carácter de víctima, a todo ese mundo mentiroso, obsecuente y abyecto se dirigen también los incesantes pedidos de perdón. No es imposible ver en estas conductas otras tantas manifestaciones del temor mundano o del temor servil, cifrado en los respetos humanos, y que Santo Tomás reprobara como encarnaduras posibles de cobardía (Cfr. S.Th, II,II, q.19,a.1).

Difícil ha sido siempre el gobierno de la Iglesia, y va de suyo que más entiende de él no sólo quien posee la gracia de estado para ejercerlo, sino la familiaridad con las cuestiones operativas y prácticas. Admitimos en consecuencia que, en ocasiones, puede semejar doblez lo que es obligado opción por el mal menor, o que pueda resultar postergado lo que nuestra ansiedad de súbditos sin mando quisiera ver resuelto de un solo tajo. Mas aún cediendo a este razonamiento benévolo –como se debe juzgar el comportamiento de un padre-, nos resulta imposible no ver instalado en el ejercicio del mando pontificio una preocupante debilidad ante los enemigos de la Iglesia.

A casi cuarenta años de haber sido escritas, nos siguen causando temor y temblor aquellas palabras con las que el Padre Julio Meinvielle pusiera fin a su obra De la Cábala al Progresismo. Según el Padre Julio podría darse el doloroso caso de que convivieran en la historia la Iglesia de la Publicidad, gnóstica y judaizante, y la Iglesia de las Promesas, la verdadera y la de siempre. Un mismo Papa presidiría ambas Iglesias, que aparente y exteriormente no sería sino una. El Papa, con sus actitudes ambiguas, daría pie para mantener el equívoco. Porque, por una parte, profesando una doctrina intachable sería cabeza de la Iglesia de las Promesas. Por otra parte, produciendo hechos equívocos y aún reprobables, aparecería como alentando la subversión y manteniendo la Iglesia  Gnóstica de la Publicidad. A la izquierda: dibujo del padre Julio Meinvielle.

Sentir con la Iglesia de Cristo, no puede significar nunca sentir con la Iglesia de la Publicidad.

IV. El deber de los súbditos y la papolatría

Algunos nos dicen que no hemos de ser nosotros quienes le hagamos más pesada su ya densa tarea pedrina al Santo Padre, que callemos lo negro y apoyemos lo numinoso, aceptando que se trata del débil Simón llevando sobre sus espaldas una Iglesia devastada.

Cuando el mal ya no duele se puede callar; cuando el silencio conduce al esplendor de la palabra, será bueno el mutismo; cuando sellar los labios sea el homenaje de la boca clausa y la alabanza taciturna, ofrezcamos los labios sellados. Pero cuando se vive en este tiempo que describiera el Cardenal Danielou, signado por la necesidad de la santa cólera y del necesario coraje, callar equivale a pecar de omisión, a suicidio, a connubio consentido y ultrajante con el adversario.

Y estará bien que hablemos los modestos laicos, los feligreses de a pie; como en su momento lo hicieron Eusebio, Francisco, Juana de Arco, Genoveva o Catalina, antes de que los conociéramos como santos o santas en los altares de nuestros templos. ¿Eran santos cuando protestaron con briosa energía, y por eso estaban habilitados moralmente a levantar la voz ante el mismo Santo Padre, o se santificaron por ser capaces de este último y audaz comportamiento? Ambas cosas. Aquella simplísima aldeana de Siena que exigió virilidad a dos Papas, con palabras impregnadas de fuego y aún de imperativos y de conminaciones, albergaba en su alma las potencias todas de la santificación, y las actualizó, si así cupiera hablar, con cada voglio suyo, reclamándole a Urbano VI y a Gregorio XI que se portaran como varones católicos.

En esto de que el simple bautizado testimonie oportuna e inoportunamente la Verdad, no habrá extravíos si seguimos la regla del Cardenal Newman en su Rambler : si saben de qué hablan, que los fieles hablen. Como no habrá mala recepción de parte de la Jerarquía, si quien recibe la admonición o el apercibimiento tiene la grandeza que manifestara San Pío X en su Carta al Cardenal Ferrari del 27 de febrero de 1910: el Papa agradece a los censores que le ayudan a conocer el mal que él no ha visto.

Pero además se equivocan los que quieren disculpar los errores pontificios contemplando en el Papa al débil Simón. Ha dejado de serlo cuando Jesucristo le cambia tal nombre por el de Pedro, que significa precisamente piedra (Jn. 1,40-42). Como en el mundo veterotestamentario, con  Abraham o con Jacob, cada vez que Dios cambia el nombre de uno de sus elegidos es porque quiere darle un destino, por decirlo marechalmente. El destino de la piedra es la dureza inquebrantable, no la fragilidad. La roca es basamento inmóvil, sustento firme, arrecife y sillar.

Así fue en el primer pontífice, signado personalmente por Jesucristo, y así les está exigido a los sucesores, porque la silla de Pedro exige la conducta de Pedro, al buen decir de San Norberto de Magdeburgo. Conducta heroica y martirial, que bellamente retratara el fraile Antonio Vallejo en su Cefas: él no aceptaba condenarse a sudar sobre un parejo ringlero de sudores. No concebía el buen placer, moroso, invernal, de trazar planes caseros a la luz de la lámpara. Y siendo viejo, se acordará del Viento ingobernable, para sujetar con sus manos pétreas, seguras y callosas el timón de la Nave. De él, de Cefas, conservamos un consejo que no es precisamente el del débil Simón que otrora había sido, sino el del valeroso timonel que regaría su sangre para corroborar la Buena Nueva: sed aptos, firmes, fuertes e inconmovibles; porque el demonio  ronda como león rugiente buscando a quien devorar, y es preciso resistirle firmes en la  Fe (1 Ped, 5, 9-10).

No somos tan temerarios como para andar diciendo –a secas y sin más-, que el Papa es un pecador; y si eso se entendió y en eso hay ofensa estamos prontos a retirarla. Conocemos el principio de internis non iudicat Ecclesia, y en su cumplimiento, ninguna intención osaríamos juzgar. De adentro del corazón salen las intenciones malas, enseña el Señor (Mt. 15, 19-20). Y adentro del corazón de nadie estamos. Tanto menos en el del Vicario de Cristo.

Pero es posible distinguir con Santo Tomás (S.Th, III, q. 96,a.4) entre el fuero interno y el fuero externo, siendo el primero aquel en el que habitan esas intenciones no sujetas a ningún juicio humano, y el segundo, el de las acciones públicas, visibles, evidentes. Si el primero refugia las disposiciones interiores, la comúnmente llamada vida privada, y es el fuero de Dios (forum Dei), el otro expresa las acciones y las reacciones públicas, es el forum ecclesiae y puede llegar a ser también, de existir dolo, el forum iudiciale. De allí que una acción o una reacción pontificia pública –como la que sucedió y sigue sucediendo respecto de la insolencia judía con ocasión del caso Williamson -por no mentar otros muchos casos-, pueda ser descalificada por pusilánime e impregnada de temor servil y mundano, o de respetos humanos reñidos con la virtud de la fortaleza. De hecho, y si se repasan los titulares de los grandes medios, sin excluir L’Osservatore Romano, es común que de movidas por el temor a irritar a los judíos se tilden estas acciones y reacciones romanas. Aunque para el mundo que así ofrece las noticias, ese temor se les antoje sacro y ponderable. No lo es, porque remoza aquel miedo a los judíos que tenían los apóstoles antes de la llegada del Espíritu (Jn. 20, 19). Pero el Espíritu Santo ha llegado, y no nos es lícito vivir como si Pentecostés no hubiera sucedido. Arriba a la izquierda Santo Tomás, el Doctor Angélico.

Se confunden los papólatras de toda laya –la mayoría de ellos espíritus simples y bien intencionados-, que creen ser ultramontanos porque gritan irresponsablemente santo súbito ante la muerte de Juan Pablo II, o porque no quieren distinguir entre infalibilidad e impecabilidad, suponiendo que un Papa no peca, ni necesita enmiendas, contriciones o pésames con el puño golpeado secamente contra el pecho.

Se confunden asimismo los que creen que, ante determinados y específicos casos, no existe el concepto de resistencia privada y pública, entendido como un derecho y un deber de los súbditos frente a la  Autoridad. El solo nombre de San Roberto Belarmino con su Del Romano Pontífice, podría ilustrar largamente el crucial asunto.

Y se confunden, al fin, los que sin horizonte histórico ni escriturístico para analizar el presente, e inmersos en un falso concepto de comunión eclesial que no es católico, ignoran que San Pedro fue amonestado en público por San Pablo, cuando el primero –cediendo precisamente a las contemporizaciones y a las presiones de los judíos-, se hizo pasible de una reconvención formal. Es el gran tema del capítulo dos de la Carta a los Gálatas, sabiamente analizado por Santo Tomás en su Super Epistolam Sancti Pauli Apostoli ad Galatas expositio.

Releídos con cautela tanto la Carta como el Comentario del Aquinate, es imposible no encontrar ciertas analogías y aplicaciones a la presente tragedia. Pedro peca de debilidad por temor a los judíos, y con su debilidad induce a otros al error. Pecó por la fragilidad humana, porque temía desordenadamente, porque abandonó la verdad por temor al escándalo. Pecó por falta de discreción que tuvo, adhiriéndose demasiado al partido de los judíos, de modo que no será cuerdo decir que no fue reprensible. Así lo enuncia Tomás. A la derecha San Gustín.

Citando luego  a 1 Jn. 1,8, y pensando en la actitud de Pedro, agrega: si dijésemos que no tenemos pecado, ni venial, nosotros mismos nos engañaríamos. Es más, dando por sentado que ha cometido un pecado público, no privado, no aplica el axioma de internis non iudicat Ecclesia, sino este argumento: A los pecadores repréndelos delante de todos (I. Tim 5, 20). Lo cual debe entenderse de los pecados públicos y no de los ocultos, en los que se debe guardar el orden de la corrección fraterna. Y corona la argumentación con esta nueva cita bíblica: No respetes a tu prójimo cuando cae (en pecado público), no reprimas tu palabra cuando puede ser saludable (Eccli 4, 27).

Bueno será recordar o saber, que Benedicto XVI, en la  Audiencia General del miércoles 1º de octubre de 2008, y a propósito justamente de esta famosa Controversia de Antioquía, hizo el elogio de San Pablo y de su libertad interior, de sus encendidas reacciones con las que llegó a acusar a Pedro y a los demás de hipocresía, pues este comportamiento (el de Pedro) amenazaba realmente la unidad y la libertad de la  Iglesia.

Tampoco entenderemos el por qué, los mismos que nos piden emular a los santos, nos inhabilitan por causa de nuestra falta de santidad a querer imitar la recia conducta paulina o el buen consejo entregado por Santo Tomás de Aquino. Volvemos al interrogante ya planteado: ¿era santo Pablo de Tarso cuando se enfrentó con Pedro, y por eso no se le aplicaba a él negativamente el argumento ad hominem? ¿O su camino de santidad estuvo jalonado de pruebas tremendas, no siendo la menor el tener que enfrentarse cara a cara con el mismísimo Pedro?

En su obra Las parábolas de Cristo, específicamente en el Capítulo 52, analizando la Parábola de las puertas de la polis, el Padre Leonardo Castellani vuelve a decir lo que es justo sobre tan espinosa cuestión: No es necesario para el gobierno de la Iglesia, y la guarda de la Revelación, que el hombre Pedro, o el hombre Pío, o el hombre Juan, sean puros e inmaculados, aunque sea deseable. Pedro representa a Cristo y está en lugar de Cristo; y cuando reconoce, confiesa, profesa y proclama a Cristo, habla con la voz de Dios; pero el mismo Pedro como persona privada, hablando por sus fuerzas naturales y con su entendimiento humano, puede decir y hacer cosas indignas, escandalosas e incluso satánicas. Existen entre nosotros fulanos que piensan es devoción al Sumo Pontificado decir que el Papa gloriosamente reinante en cualquier tiempo es un santo y un sabio, ese santazo que tenemos de Papa, aunque no sepan un comino de su persona. Eso es fetichismo africano, es mentir sencillamente a veces, es ridículo; y nos vuelve la irrisión de los infieles: lo que cumple es obedecer al Papa y respetarlo en cualquier caso, como Pontífice; y amarlo como persona, cuando merece ser amado. Los defectos y los pecados personales son pasajeros; la función social del Monarca Eclesiástico es permanente.  A la izquierda un dibujo del Padre Leonardo Castellani.

Y en San Agustín y nosotros, publicada largos años tras su muerte, en Mendoza, hacia el 2000, sigue Castellani especificando el candente tema: El Papa es infalible, pero no en todo. Cuando declara solemnemente las cosas de la  Fe, cosa que hace pocas veces, por cierto. Pero pretender como hace muchísima gente aquí que todos los Papas o tal Papa particular son maravillas de inteligencia y de rectitud, hasta llegar a renunciar al propio sentido moral, cerrar los ojos ante un error y una iniquidad manifiesta, y dar como anticatólico, o poco católico, o no católico al que no puede cerrar los ojos así, al que no puede renunciar a su sentido moral, eso es inventar un nuevo dogma, eso es rendirse a una superstición, eso es morar en plena exterioridad […] En otros tiempos, cuando el Papa se equivocaba, los santos de aquel tiempo le decían tranquilamente: Non lo sapevate un corno, y el Papa mismo rogaba que se lo dijeran. Había más caridad. Había comunión.

He aquí la doctrina católica, obediente y amante ante el Vicario de Cristo, respetuosa de su investidura y de su rango, pero tan lejos de la papolatría, de la incapacidad de distinguir los distintos modos de magisterio, de la creencia casi docetista en la inmaculada concepción de cada Papa, de la ceguera y cortedad ante la humana y pecadora natura, y tan cercana en cambio al verdadero amor de caridad. Porque ya sabemos con San Agustín que la mayor caridad es la  Verdad.

V. La mayor mentira de la mentira del Holocausto

A pesar de que lleva largo tiempo el alboroto inicuo armado ex profeso por el aparato judeo-modernista internacional contra las razonables declaraciones de Monseñor Richard Williamson, todavía no terminan de entender los católicos la verdadera gravedad de sostener la versión oficial del Holocausto. Incluso –y con pesar lo decimos- no terminan de entenderlo ciertos intelectuales católicos de orientación tradicionalista. A muchos de ellos el fastidio que les suscita la sola mención del NacionalSocialismo, y la posibilidad siquiera indirecta de que puedan quedar defendiéndolo, les impide ver la profundidad del mal que se está consumando ante nuestra vista. A la izquierda, la verdadera Bandera de la Patria.

Porque esta versión oficial del Holocausto, que desde antes del pontificado de Benedicto XVI ya Roma se había decidido a sostener y a preservar, y que ahora ha cuasi dogmatizado, no contiene sólo una inadmisible fábula histórica sino una horrenda falsificación teológica. El mito de la Shoá  no es principalmente inaudito porque se adulteren las cifras de los homicidios, las causas de las muertes o las condiciones edilicias de los campos de concentración. No radica su nocividad en hacer pasar por gases humanamente letales los desinfectantes del tifus, o en montar hornos crematorios después del triunfo aliado, o en trucar fotos, cifras, testimonios, juicios y acontecimientos. Ni siquiera es su peor culpa haber hecho un negocio multimillonario de esta mentira, como lo probó el judío Norman Finkelstein en su libro La industria del Holocausto. Todo esto y tantísimo más, describen la faz histórica, política y económica de este embuste basal del Siglo XX, asegurado por los verdugos inmisericordes de Nüremberg y sellado en las tenidas torvas de Yalta y de Potsdam. Y todo esto, claro, estará bien que se dirima en el ámbito de los estudios historiográficos, distante si se quiere de las cuestiones de Fe. Arriba a la derecha: Jesús Crucificado.

Pero todavía hay algo mucho más tenebroso, y es la teología judaica sobre el Holocausto. Una teología dogmática que enseñan y hacen suya las más renombradas agrupaciones hebreas que suelen tener ahora libre acceso al Vaticano, o viceversa, que suelen dar hospedaje al Santo Padre. Según esta teología, Israel, no Cristo, es el Cordero Inmolado. Perseguido durante siglos y ofreciéndose en sacrificio permanentemente, alcanza el punto culminante de su ofrenda cuando muere masivamente bajo las tropelías del Tercer Reich. Tropelías antisemitas que, en esta cosmovisión mesiánica del Israel carnal, no tendrían sino como fundamento último las mismas enseñanzas católicas que durante siglos y siglos habrían predicado la culpabilidad hebrea en la muerte de Cristo. Al nazismo se llega por culpa del cristianismo; y bajo el nazismo la oblación mesiánica de Israel alcanza su punto culminante. Cristo es el gran destronado de su trono de Víctima, y acusados sus seguidores de instigación secular al antisemitismo, colócase en ese trono sangrante el mismo Israel. Del Gólgota ya no pende Aquel cuya sangre pidieron un día que cayera sobre sus testas impías y las de sus propios hijos. Pende sacrílegamente la mano y la mente, el puño y la inteligencia de aquellos que fraguaron la crucifixión del Redentor.

Parodia endemoniada de la economía de la salvación, caricatura infernal del genuino mesianismo, subversión radical del sentido de la Historia de clara inspiración cabalística, esta versión teológica del Holocausto es la que debe saber todo católico honrado que está adquiriendo cada vez que le hacen creer que quien niega la Shoa no conoce el misterio de Dios ni de la Cruz de Cristo. Palabras insensatas pronunciadas el 30 de enero por el Padre Federico Lombarda (masón judaizante), Director de la Oficina de Información de la Santa Sede y que, lamentablemente, no fueron desmentidas ni enmendadas.

Es por este carácter paródico y endemoniado del mesianismo de Israel, que sus principales ideólogos monopolizan la denominación de holocausto para lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial, no permitiendo que el término se use para los cien millones de cristianos masacrados por el Comunismo (obra judía) a lo largo de la casi totalidad del siglo XX, porque es bien sabido que la dirigencia comunista responsable de este martirio colectivo ha sido y fue en su casi totalidad de origen hebreo.

Y es porque este carácter paródico del mesianismo debe quedar asegurado universalmente, que la teología dogmática judía elabora o promueve en abundancia obras como de los judíos Yad Vashem (Jerusalém), M. Polakoff (Iom HaShoá VeHagvurá. Un manual para el recuerdo), Isajar Moshé Teijtel (Alegre madre de hijos), Pasión intacta, de George Steiner, Breviario del Odio, de León Poliakov –con su prólogo meaculpista del protojudío Francois Mauriac-,The destruction of the European Jews, de Raul Hilberg o la de Gustavo D. Perednik, Teología del holocausto, que con interés y  provecho puede consultarse en páginas de Intenet.

Precisamente en este ensayo dice Perednik , glosando a otros exegetas hebreos, que el Capítulo 53 de Isaías, llamado Del Siervo del Eterno, no sería una prefiguración de la Crucifixión de Jesucristo, sino que puede ser entendido perfectamente como una referencia al Holocausto, pues en él los sufrimientos son purificadores en dos sentidos: en lo personal y en un plano social (…) Aquí cabe evocar al filósofo que se basó precisamente en Isaías 53 para fundamentar su teología del Holocausto. Para el circunciso Ignaz Maybaum, el judío sufre a fin de despertar la conciencia del mundo gentil que es su victimario. A partir del martirio judío, la humanidad entera, por reflejo, ahonda su búsqueda en la senda del bien (…) Mira: yo pongo hoy delante de ti la vida y la bendición, la muerte y la maldición, concluye por decirnos la Torá. Berkovits, sostenedor de esta idea, agregará que en el tema del Holocausto, el contraste histórico es claro: desde los humos de Treblinka, irrumpe el Estado de Israel (un ladrón). Lo que Berkovitz denominaría, después del horror, la sonrisa suficiente. El retorno a Sión –asegura- da el significado a la historia judía.

Pero ni este texto representativo ni este artículo agotan lo que cabría saber al respecto. La nómina de expositores de este paródico mesianismo, se engrosaría si incluyéramos en ella a ciertos autores protestantes, aliado permanentes del judaísmo, como Robert McAfee Brown, o sedicentemente católicos como Harry James Cargas, mucho más entitativo, audaz y heterodoxo que el vocero vaticano Lombarda, que no vayan a creer es poco.

 

VI. La Iglesia debe pensar católicamente

Si se nos ha seguido benévolamente hasta aquí, con especial énfasis en la lectura del parágrafo anterior, un par de necesarias conclusiones podríamos ir elaborando.

La primera es que la Iglesia no puede asumir como propia la versión oficial sobre el Holocausto, ni mucho menos dotarla de la intangibilidad que se pretende.

Tiene esta versión un cúmulo inagotable de mentiras a designio, fruto principalmente de las llamadas campañas de desnazificación, manejadas exclusivamente por los judíos, con sus tribunales fiscalizadores, sus lavados de cerebro colectivos y sus programas de reeducación, cuya parcialidad antialemana y aliadófila jamás disimularon.  Terminada la guerra, en el Bundesland de Baden-Württemberg se publicó sin rubores: No debe ser dicho nada favorable sobre el Tercer Reich, y no debe ser dicho nada desfavorable sobre los aliados. Y en 1960, el Presidente de Alemania Federal, el masón Grado 33º Heinrich Lübke, hablando de los textos escolares referidos al lapso histórico alemán de 1933 a 1945, solicitó expresamente que trasmitieran aborrecimiento por el Tercer Reich.

Con sublevante patetismo se advierte que nadie pide estudiar la verdad histórica, investigar serenamente, escudriñar las fuentes, cotejar testimonios, fatigar archivos. Ningún rebelde librepensador se atreve al llegar aquí a pensar libremente. Lo que se pide es instalar de modo unánime y sacramental el pensamiento único elaborado por Israel. Ardid inmoral y escandaloso que viene siendo elaborado perseverantemente desde el infame juicio de Nüremberg, cuyas aberraciones de toda índole jamás se quieren mencionar. Empezando por la que señala Carlos Whitlock Porter en su Not guilty at Nurenberg: se desecharon sin escrúpulos las 312.022 declaraciones notariales presentadas por la defensa, se aceptaron como moneda de buena ley, en cambio, las 8 o 9 declaraciones presentadas por la fiscalía. Mención aparte significaría recordar la nómina de atentados judíos –algunos de ellos mortales- contra autores e instituciones dedicadas a la revisión histórica. Por probar este aserto, el 3 de enero de 1996, el embajador de Israel en la  Argentina, Israel Avirán, ordenó la captura y el secuestro de la revista Memoria que entonces era editada por un puñado de amigos.

El Santo Padre, precisamente por su doble condición de patriota alemán y de intelectual destacadísimo, debe ser la persona indicada para advertir que esta versión ruinosa y ficta no puede ser asumida por la Iglesia. Entiéndase bien: no se trata de exigirle a Roma que avale una determinada escuela historiográfica en contra de otra, ni de que tome partido por el revisionismo u otorgue rango de definición ex catedra a los asuntos meramente terrenos. Pero se trata sí, de rogarle con insistencia que busque celosamente la verdad del pasado, que promueva esa búsqueda con empeño y sabiduría, que apoye a los estudiosos serios y veraces, desdeñando interpretaciones facciosas, preñadas de adulteraciones y de embustes de grueso calibre. Se trata, en suma, de tener bien presente, que el último dogma fue el de la Asunción de María Santísima. A la derecha: estado en que quedó el Hotel Rey David de Tel Aviv, después del atentad perpetrado por los terroristas al mando de los sionistas Menajem Begin (luego Premio Nóbel de la Paz) y Chaim Weisman, todos ellos financiados por los judíos Rothschild de Inglaterra (Si el lector encuentra cierta similitud con la Embajada de Israel y la AMIA, no es mera coincidencia. N del E.)

No podemos conformarnos cada vez con menos, que es una de las definiciones de la tibieza; ni podemos tampoco aceptar la necesidad del doble discurso como constitutivo ineludible de las relaciones diplomáticas. Cierto es que el grueso de las sociedades vive bajo las falacias de la virtualidad y bajo el sometimiento de esos ídolos que supo describir Bacon. Cierto que al amparo de esos ídolos, que entenebrecen la realidad, pocos y cada vez menos son los que distinguen lo que las cosas son, como gustaba decir Gilson. Y cierto al fin, si se quiere, que no le corresponde al Pontífice hacer de historiador, ni andar dirimiendo sobre el Ziklon B o los alambrados de púas en Auschwitz. Pero si ya no hemos de pedirle al Vicario de Cristo que combata a los hijos de las tinieblas, y bregue por la Verdad en la totalidad de sus manifestaciones, ¿a quién entonces deberíamos acudir los católicos?

En su confortadora encíclica Spe Salvi , Su Santidad Benedicto XVI memora un texto del Sermón 340 de San Agustín, que parece contener toda una respuesta al dilema que estamos planteando. Explica allí el Obispo de Hipona que una misión se ha impuesto: corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los soberbios, apaciguar a los pendencieros, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos”. Todo un programa para estas cruciales circunstancias.

Pero además, y como quedó dicho, existe otra razón superior para que la Iglesia rechace enfáticamente la versión oficial del Holocausto, y es que tras la misma asoma una teología dogmática judía groseramente anticristiana, burdamente paródica del genuino mesianismo, deliberada mueca hostil de inspiración talmúdica contra la misión salvífica de Nuestro Señor Jesucristo, y su Divina Majestad.

Llama poderosamente la atención que en estos agitados días alrededor del caso Williamson, haya pasado inadvertida toda voz eclesial, empezando por la de Benedicto XVI (su fotografía a la izquierda), que nos haya remitido a la Mit brennender sorge de Pío XI. Allí está todo lo que un católico debe saber para tomar distancias del NacionalSocialismo, y de cuanto aquella ideología y su concreción política pudieron haber tenido de injusto y aún de ominoso. Pero está todo lúcida y corajudamente explicado en perspectiva católica, para que ningún bautizado confunda el rumbo y la finalidad. La Cruz de Cristo –dice Pío XI- aunque su solo nombre haya llegado a ser para muchos locura y escándalo, sigue siendo para el cristiano la señal sacrosanta de la redención, la bandera de la grandeza y de la fuerza moral. A su sombra vivimos, besándola morimos; sobre nuestro sepulcro estará como pregonera de nuestra fe, testigo de nuestra esperanza, aspiración hacia la vida eterna (Nº 31).

Los argentinos, además, hemos tenido la gracia del magisterio del Padre Julio Meinvielle. En su opúsculo Entre la Iglesia y el Reich, publicado en el mismo año 1937 de la encíclica de Pío XI, abundan las razones por las que un católico no puede dar su adhesión al Nacionalsocialismo. Pero, insistimos, son las razones de la teología católica, no de la cábala hebrea; y de la historia veraz, no de la fábula del Holocausto.

VII. El juramento antinegacionista

La segunda conclusión que debemos ir sacando es que Monseñor Williamson se quedó muy corto. Enhorabuena se haya atrevido a desenmascarar algunos aspectos de la faz histórica de la gran mentira pagando el alto precio de un linchamiento tan injusto cuanto deleznable, sin que las mismas autoridades de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X hayan atinado a algo más que a sacarlo de escena, al compás de las exigencias vaticanas, de las coacciones rabínicas y de las inmundas disposiciones kirchneristas. Pero lo más importante para un católico, y sobre todo si se trata de un Obispo, es la faz teológica de esta ficción hebrea. Y sobre eso nada se dijo. A la derecha el verdadero Escudo Nacional.

Entiéndase que no es esto un reproche hacia un clérigo que, en este momento de su vida, antes necesita y reclama con equidad un homenaje público que un reto. Pero si le estamos reprochando amablemente todo lo contrario de lo que el mundo le espeta, es para protestar por vía de paradoja, la indignación que nos causa el que no haya prácticamente un solo analista católico y bienpensante de esta cuestión que no haya pagado su tributo a la corrección política, diciendo que Monseñor Williamson estuvo imprudente o inoportuno. No faltó tampoco quien le atribuyó la responsabilidad directa en la reacción blasfema de la judería propalada por la televisión del Estado de Israel. Caído el árbol, los incapaces de la altura se abajan dócilmente para fabricar su propia leña.

No hay nada de cierto en lo que se dice contra Monseñor Williamson; y seguir repitiéndolo agrega estulticia a la ofensiva mundana contra este digno Pastor. Bien y sobradamente se sabe hoy que si no hubiera pronunciado sus traídas y llevadas palabras, cualquiera hubiera sido la excusa para presionar a Benedicto XVI e inculpar al Tradicionalismo hasta impedir su formal inserción en la Iglesia. Bien y sobradamente conocemos también la capacidad del enemigo para instalar un tema, inventándolo, y torcer el rumbo de la realidad hasta sustituirla por la virtualidad. De hecho, no son pocos los informes que vienen circulando desde hace años, incluyendo a Monseñor Lefevbre como una de las cabezas de una supuesta Internacional Negra. ¿Qué hubiera costado cambiar de chivo expiatorio? Sin el reportaje de marras, el montaje judeo -modernista estaría igual en todo su rabioso esplendor. Monseñor Williamson fue la ocasión y la excusa, el pretexto y la coartada. El objetivo era y es mantener en permanente estado de sospecha, de culpa y de marginación a todo lo que represente al Tradicionalismo Católico.

Algunos, movidos por la más noble preocupación, han visto en las declaraciones de Monseñor Williamson un obstáculo para que el Papa pudiera seguir adelante con sus intenciones restauradoras, ya no de los cuatro obispos en apuros canónicos sino de lo que ellos representan desde el punto de vista del resguardo del magisterio tradicional. Pero por lo que llevamos dicho, no sólo es injusto convertir a Monseñor Williamson en un obstáculo -porque desde  el instante en que así lo han presentado, artificial e insidiosamente, él no ha hecho otra cosa más que poner la otra mejilla-, sino que clama al cielo escamotear a los verdaderos obstaculizadores que se muestran desfachatadamente en centenares de declaraciones judeo-modernistas. Que ante este obstáculo real y concreto –un verdadero montaje internacional contra la Tradición- nada se diga, intramuros o extramuros romanos, es lo verdaderamente preocupante e irritante. Cambiando la premisa clásica de Tertuliano, se nos quiere hacer creer ahora, que ya no la Sinagoga sino Monseñor Williamson en un reportaje televisivo, es la causa de todos nuestros males.

Quienes en vez de defenderlo a capa y espada -no tanto por la literalidad de lo que dijo, sino por lo que representa y encarna el que haya osado, y el que por eso mismo quieran exterminarlo  los honorables criminales de paz-, quienes en vez de sostenerlo, reiteramos, lo han llevado al convencimiento de que debe humillarse  hasta el anonadamiento, removiéndolo de sus funciones, se confunden si creen que pueden hacerlo en nombre de la prudencia, de los arreglos temporales, o sencillamente porque lo que debería retractar no es una verdad de Fe. Lo que en el fondo está en debate aquí, encarnado en la figura de este Obispo, no es si existieron o no las cámaras de gas; es si a partir de ahora son los judíos o es la Jerarquía Católica la que manda en la Iglesia y decide la suerte de sus hijos, de su magisterio y de su teología dogmática. Si es el báculo recio del Vicario de Cristo el que tiene que resonar imperativamente entre los fieles, o el cotorreo pérfido de los que siguen vociferando: ¡No queremos que Éste reine sobre nosotros! Una vez más lo repetimos: es la integridad del Antiguo y del Nuevo Testamento lo que nos moviliza; no el Manifiesto del NSDAP.

Esta es nuestra abominable justicia. Sus formas son perfectas y

nunca justicia más perversa y discutible obró con tanta corrección. Para

ellos siempre habrá un lugar en el banquillo de los acusados: el Tiempo se acerca.

Hemos escuchado y leído decenas de veces el fatídico reportaje que convirtió a Monseñor Williamson en un paria, y al caso que él encarna en un casus belli internacional en el que los litigantes y fiscales se amontonan para castigarlo, pero nunca para debatir académicamente lo que sostuvo. Es curioso. Se trata literalmente de un puñado de palabras racionales, mesuradas, matizadas, dichas sin el menor compromiso con una ideología y sin el mínimo asomo de odio racial o religioso. Sólo una hipocresía de inspiración satánica, y un plan maldito de idéntico origen, pudo convertir ese manojo de serenas, acotadas y eventuales reflexiones históricas en la piedra de escándalo para poner en entredicho la decisión pontificia a favor de la  Fraternidad Sacerdotal San Pío X, por un lado, y el derecho del Tradicionalismo a pertenecer a la  Iglesia, por otro.

La reacción de Roma fue la peor de todas. Con fecha 4 de febrero de 2009, la  Secretaría de Estado del Vaticano hizo público un Comunicado que, en la parte que nos concierne dice: Las posturas de monseñor Williamson sobre la Shoá son absolutamente inaceptables y firmemente rechazadas por el Santo Padre, como él mismo ha recordado el 28 de enero pasado, cuando, refiriéndose a aquel salvaje genocidio, reafirmó su plena e indiscutible solidaridad con nuestros hermanos destinatarios de la Primera Alianza, y afirmó que la memoria de aquel terrible genocidio debe inducir a la humanidad a reflexionar sobre el poder imprevisible del mal cuando conquista el corazón del hombre, añadiendo que la Shoá permanece para todos como advertencia contra el olvido, contra la negación o el reduccionismo, porque la violencia hecha contra un solo ser humano es violencia contra todos. El obispo Williamson, para ser admitido a las funciones episcopales en la Iglesia, deberá también tomar de modo absolutamente inequívoco y público distancias a sus posturas sobre la Shoá, desconocidas por el Santo Padre en el momento de la remisión de la excomunión.

Es  una declaración de pésima factura doctrinaria y prudencial, que en vano se podrá atemperar adjudicándosela al Secretario de Estado, mientras desde instancias más altas se la refrende, sea tácitamente, por omisión de rectificaciones, o con hechos concretos.

Se trata, en rigor, de la puesta en práctica de un nuevo juramento que sustituye al ya tristemente dado de baja en 1967, y que impusiera en 1910 San Pío X en el Motu Proprio Sacrorum Antistitum. A partir de ahora no es contra el conglomerado de todas las herejías que los religiosos deben jurar rechazo y animadversión, sino contra el negacionismo, ridículo efugio de la neoparla hebrea para calificar bajo tal mote a todo aquello que ose poner en discusión racional la amañada versión preponderante del Holocausto, con su doble mitología , la histórica y la teológica.  Y a partir de ahora, repetimos, Monseñor Williamson y todo aquel que quiera ser admitido a las funciones episcopales en la Iglesia, deberá hacer profesión pública de que admite y tiene por válida esta flamante dogmática, incorporada al Syllabus, en tiempos en que este glorioso vademécum de las heterodoxias condenables ha cedido su lugar a la libertad irrestricta de pensamiento.

Las nuevas y escandalosas declaraciones del protojudío Padre Federico Lombardi –director de la Oficina de Información de la Santa Sede, recordémoslo-, no hacen sino ratificar hasta qué punto las autoridades romanas se han decidido a conferir carácter dogmático al antinegacionismo. En efecto, el viernes 27 de febrero de 2009, la precitada Oficina hace público un comunicado, en el cual –a la par que rechaza las disculpas ofrecidas por Monseñor Williamson, teniéndolas por insuficientes-, le ordena que, de acuerdo con las condiciones establecidas por la nota de la Secretaría de Estado del 4 de febrero de 2009, tendrá que tomar de modo absolutamente inequívoco y público distancias a sus posturas sobre la Shoá. No encontramos palabras para calificar tamaña obsecuencia al poder judío, tamaña falta de caridad para con el derrumbado Monseñor Williamson, y tamaña osadía como para configurar de hecho este nuevo juramento antinegacionista, a todas luces contrario a la verdad histórica y teológica, y funcional en todo a la estrategia israelita de victimización perpetua.

Ni con el tema de la  Inquisición se llegó tan lejos. Urgido Juan Pablo II tras la Memoriali Domini a que aquel Santo Tribunal fuera condenado enérgicamente, el Papa respondió creando una Conferencia Internacional de Estudios, en 1998, asesorada por tres Cardenales y presidida por el Profesor Agostino Borromeo. Seis años después, un enorme volumen titulado precisamente La Inquisición, recogía los resultados de aquellos académicos e investigadores, llegando a la conclusión de que la vilipendiada institución está lejos de ser como opinan los enemigos de la Iglesia. Al Holocausto, en cambio, no se le puede conceder este rango de objeto de estudio. Por eso, no nos equivocamos cuando llamamos irreflexiva a la decisión de incorporarlo, de facto, al Símbolo de los Apóstoles, con un status cuasi dogmático, que no se trepidó, por ejemplo, en rechazar para la creencia en el limbo.

Extraño caso el de la Santa Madre Iglesia. No se conoce otra religión con una legítima estructura jerárquica bimilenaria, en la cual, agentes externos, y tradicionalmente tenidos por repugnantes impugnadores de la Fe que esa estructura jerárquica preserva, le indiquen imperativamente a quiénes se puede canonizar, qué oraciones se deben rezar en los oficios cuaresmales, cómo y bajo cuáles formas se han de aplicar sanciones y der excomuniones, y al fin, en qué nuevos dogmas habrá que depositar la certeza a priori e inconcusa como conditio sine qua non para pertenecer al rebaño, ser admitido a las funciones episcopales y, perseverando mansamente en esa línea, tal vez, algún día, alcanzar la salvación eterna.

Y extraño caso además, el de esta Iglesia, que  asfixiada y coaccionada por estos agentes externos –repetimos: tradicionalmente tenidos, y con razón, por infames impugnadores de su doctrina- los convoca para darles satisfacciones, concesiones y aún perdones, pero no recibe de ellos gesto equivalente alguno sino mayores e insolentes destemplanzas. Cuando el 12 de febrero, el Santo Padre convocó humildemente a su sede a las autoridades de la  Fundación Judía Appeal of Consciente (financiada por la Fundación Rockefeller y de la Fundación Ford), y –tal vez a los efectos de descongestionar tanto entredicho- llamó a los israelitas ya no hermanos mayores sino padres en la  Fe. El judío Arthur Schneier, presidente de la entidad invitada le dijo textualmente: Las víctimas del Holocausto no nos han dado el derecho de perdonar a los culpables ni a los que niegan el Holocausto. Y cuando Monseñor Williamson, acosado hasta el límite de sus fuerzas, en soledad absoluta y bajo la presión de quienes debieron respaldarlo, escribió el  26 de febrero, al llegar a Londres: A todas las almas que quedaron honestamente escandalizadas por lo que dije, ante Dios, les pido perdón, contestó inmediatamente el  vicepresidente del Consejo Central del Judíos en Alemania, Dieter Graumann, diciendo que no aceptaba el perdón. Otras cabezas rabínicas emularon su actitud.

¡Ellos, los deicidas, los criminalistas rituales, los responsables de homicidios innúmeros, los martirizadores de pueblos cristianos, los apedreadores de Esteban y los acuchilladores del Santo Niño de la  Guardia, los cruentos despojadores de Palestina, los recientes invasores de Gaza a sangre y fuego! ¡Ellos, los carceleros de los soviets, los instigadores de las chekas, los verdaderos dueños de los gulags, los sicarios de San Simón de Trento, los crucificadores de San Guillermo de Norwich, los que hace dos mil años gritaron crucíficale al Justo entre los justos!. Ellos, los sepulcros blanqueados, los hijos del homicida desde el principio, los que por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre (Mt. 23, 27-24), no pueden perdonar ante quien se prosterna para pedirles un perdón ¡que no merecen ni corresponde ni cabe!  Qué razón tenía el Padre Castellani cuando decía que si se hacen manteca los leales, se salen de la vaina los protervos. Qué razón mayor tenían los honrosos hermanos, los judíos Lehmann, cuando ya conversos y sacerdotes ambos, se dirigían a los aún circuncisos de cuerpo y de alma para asegurarles que un día, en reparación de sus muchas ignominias, tendrán que acercar sus labios a las llagas de Cristo, y dejar caer sobre ellas torrentes de lágrimas.

VIII. La patria es un dolor que no tiene bautismo

Por esos extraños designios de la Providencia, el caso Williamson puso a la Argentina en el centro de las observaciones mundiales, por las obvias razones de que aquí, en estos lares, residía circunstancialmente el Obispo agraciado primero por la des-excomunión pontificia, y caído en cósmica desgracia después, al adjudicársele el pecado mortal de haber leído el Informe Leutcher (que dicho sea al pasar nunca rebatido con la seriedad que fue escrito; N. del E.).

Era toda una ocasión para que la Jerarquía Eclesiástica Nacional estuviera a la altura de las circunstancias, aclarando, distinguiendo, definiendo, ponderando razones, personas, intenciones, circunstancias y fines. Una vez más, sin embargo, mostraron sus miembros la cobardía inmensa que los caracteriza, el contubernio judeomásonico que practican, la ignorancia crasa que los inunda, la complicidad con los enemigos de Cristo y la pusilanimidad  femenil para jugarse por la Fe de Siempre. Algo más grave aún mostraron en la ocasión: la incapacidad de alegrarse por la unidad de la Iglesia, propiciada por Benedicto XVI al levantar las excomuniones, y la paralela aunque torva capacidad para irritarse sin disimulos ante la sola posibilidad de que el Tradicionalismo ya no constituyera un cisma formal sino una integración eclesial plena. Desde el Cardenal Primado (Monseñor Bergagoglio) hasta un imbécil que supo ser su vocero e insiste en llamarse Marcó (Marcó: hasta las cucarachas de casa saben que eres un judío perdulario), todos cuanto mal hablaron o peor callaron merecen nuestro profundo desprecio. Por culpa de sus defecciones y de sus deserciones, de sus mutismos perrunos o sus verborreas medrosas, la patria sigue siendo ese dolor que no tiene bautismo, como llorara Marechal, nuestro poeta nacional, en versos casi póstumos. A estos no hay que escupirles las caras. No. Hay que escupirles dentro de la boca, y cerrándosela, obligarlos a que traguen el salibazo.

Monseñor Williamson fue echado por la tiranía masónica y marxista de los Kirchner. Empezaba la  Cuaresma, literalmente hablando, cuando la vil determinación se dio a conocer. No hubo un solo pastor que acompañara al cadalso a la víctima, con su palabra, con su gesto, con su pecho fraterno. No hubo un solo pastor despidiéndolo y resguardándolo en el espacio cochambroso donde recibió su último vejamen por un judío disfrazado de periodista. Esta marca de la iniquidad difícilmente la perdone y la borre el Señor del rostro ya llagado de la Iglesia en la Argentina. Los inicuos lo declararon persona no grata en el territorio nacional. Los argentinos bien nacidos, esto es, a la vera de la Cruz Fundadora, habrán de considerarlo algún día un compatriota digno y respetable, cuya presencia ya se avisora.

IX. ¿Quo vadis, Domine?

Conocida es la antiquísima leyenda, según la cual, Pedro escapaba asustadizo de Roma para ponerse a salvo de las persecuciones ordenadas por el demente Nerón y su corte pletórica de judíos. En medio de la crispada fuga, se le habría aparecido Jesucristo, colocándosele frente a frente con imperativa mansedumbre. Entonces, cubierto por la perplejidad y el temblor, la pregunta petrina brotó espontáneamente de los labios: ¿Adónde vas, Señor? Y el Señor le contesta, con la misma potestad con que lo convenció una tarde sobre el mejor destino de sus redes: Voy a Roma, a hacerme crucificar por segunda vez, porque tú y mis propios discípulos me abandonan. No hizo falta abundar más en palabras. Pedro selló la respuesta rotunda de su fidelidad, regresando hacia donde huía para abrazarse al martirio. Con la tierra como cabecera de su torturante cruz, habrá visto más diáfano el cielo ya sin sombras que lo aguardaba victorioso (N. del E.: la versión que dice que Cristo le habría dicho a Pedro, voy a la Argentina donde los políticos y gobernantes me crucifican cada diez minutos, no debe ser tenida por válida y deber ser reemplazada por: me crucifican todas las veces que pueden).

Que nadie se confunda ni se escandalice entonces. Que no haya perturbaciones indebidas ni sobresaltos reñidos con la fortaleza que la hora exige. Que cesen los planteos estratégicos, inmanentistas, casuistas. La prudencia falsa, el remilgo presto, la majadería abundante: acaben cuanto antes. Que no sigamos ya debatiendo posibilidades condicionantes: si puede un simple laico –paria en su tierra y huero de todo poder- salirle al cruce al mismo Papa con reconvenciones duras o expresiones terminantes; sí puede un simple laico andar recordando la posibilidad de un tiempo parusíaco; sí puede un simple laico pedirle al Pontífice que sea piloto heroico atado al timón en la borrasca inclemente; sí puede un simple laico, hijo huérfano de padres vivos, rogarle que apaciente a su rebaño, refugiado hoy en el páramo y acorralado por la  Sinagoga; sí puede un simple laico proclamar el derecho a la Iglesia Triunfante, sin las debilidades de la iglesia de Éfeso que perdió su primer amor, ni la mundana de Pérgamo que mezcló doctrinas, ni la tibia de Laodicea, que no quiso elegir ni lo frío ni lo caliente, ni la de Argentina, que es una albóndiga embrujada, con curas que son flanes, y el que no, es sibarita.

Sí, podemos y debemos los simples laicos hacer todo lo posible por resguardar el honor de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Sí, la que sobrevivirá a toda esta mugre.

Reconocemos en el Papa -en Benedicto XVI, en quien le antecedió y en quien le suceda- al Vicario de Cristo. En tanto tal, es suyo nuestro amor, nuestro vasallaje, nuestro respeto y nuestra obediencia. Suya también, con el auxilio de la gracia, nuestra decisión irrevocable de vivir y morir en la Iglesia que preside y gobierna, que fue la de nuestros padres, abuelos, tatarabuelos y hasta donde se pierde la genealogía.

Pero precisamente porque el amor nos mueve, es que queremos para el Papa el más alto de los destinos en esta hora de prueba. El destino de Pedro, que tentado por la comprensible y humana debilidad a una fuga indecorosa -como temió antes por la presión judía, como temió aquel viernes cuando el gallo resoplaba tres veces-, reciba al Cristo recio e impasible en su camino. Y ya no pueda fugarse sino arraigarse a la sangre redentora.

¿Adónde vas, Señor? No; ya no vayas tú, El que ha de volver. Es mi turno y mi puesto, mi guardia, mi honor, mi misión indeclinable. No vayas Tú, Dios mío. Pero dame las fuerzas para que en mi viaje hacia el Calvario, mi ejemplo arrebate a los bautizados fieles, saque a los débiles de la molicie, a los felones de su ruina, y resulte aguijón punzante con que la voluntad de los virtuosos se despierte aún más resuelta, se enderece como una lanza en la vanguardia, y se disponga sin regreso a la batalla final.