LAS MIL CARAS DEL LIBERALISMO

por Denes Martos



El liberalismo es una doctrina política que, entre varios otros aspectos, se caracteriza también por su capacidad de mímesis. Según los momentos y las circunstancias, adopta el aspecto más conveniente para conceder lo secundario manteniendo férreamente lo esencial. Para facilitar sus camaleónicas adaptaciones, desde hace ya cosa de siglo y medio, ha desarrollado un disfraz con toda una serie de máscaras diferentes que lo hacen atrayente ante los incautos mientras lo mantienen inflexible para los iniciados.

Su primera máscara consiste en su misma denominación que inequívocamente hace referencia a la libertad. Por supuesto, ¿quién no quisiera ser libre? ¿Quién se atrevería denigrar o a aborrecer abiertamente a la libertad? Tenemos antepasados históricos que combatieron y murieron por ella. Su nombre está escrito con grandes letras doradas en el blasón de todas nuestras repúblicas y hasta en el de las monarquías sobrevivientes. Y, sin embargo, aquello que imaginaron los "filósofos" que impulsaron esa gran revuelta de 1789 que terminó pasando a la Historia como la Revolución Francesa no fue sino una mera caricatura de lo que es la libertad real, concreta y posible.

Justamente por eso, porque resultó completamente inviable, la libertad de los liberales originales – pensada en primer término para los individuos pero prometida también a los pueblos, a las naciones y a los países – ya es cosa del pasado. Sobrevive tan solo como una utopía pero, después de 150 años de reiterado intentos, lo concreto es que sigue siendo tan inalcanzable como lo fue al principio. Con el correr del tiempo, el liberalismo se ha convertido en un disfraz que, a medida en que se fue desgastando con sus propios atascos y excesos, se fue volviendo también cada vez más transparente. Hoy en día no es más que el atavío de un círculo muy reducido de personas cuya ambición de poder, instrumentada a través del dinero, ha adquirido dimensiones globales. Pero sigue siendo flexible. Porque el disfraz tiene mil máscaras, mil caras diferentes, aun cuando todas miran hacia el lucro en aras del cual se disgregan, destruyen, pauperizan, desquician y corrompen personas, pueblos, naciones y hasta civilizaciones enteras.

Una de estas máscaras presenta el rostro de la racionalidad y de la libertad económica en una atrayente amalgama. En esencia, lo que sugiere es que, en un mercado libre, las mercaderías y los capitales fluirían libremente por todo el mundo; sin fronteras, sin impedimento alguno. El problema es tan solo que, con ello, los Estados quedan indefensos, no pueden defender sus economías, sus productores y sus productos. Porque el flujo es regulado por el mercado, pero al mercado lo regulan los capitales y, por ende, los dueños de esos capitales. Hoy en día cualquiera puede constatar en qué medida el Estado, el gobierno y hasta la sociedad misma deben doblegarse ante el poder de estos capitales. Los países ya perciben el costo del endeudamiento porque el mismo los asfixia y continuará asfixiándolos por generaciones. Claro que para este sojuzgamiento también hicieron falta políticos y gobiernos que aceptaran las reglas de este juego, que aceptaran el liberalismo y sus postulados con la consecuente entrega del país a la codicia de la plutocracia.

Otra de las máscaras del liberalismo, muy bien instalada y conocida, es el Estado de Derecho que, a los efectos prácticos y reales, no es sino el Estado que surge de la manipulación y la distorsión del Derecho. Con lo que hoy tenemos cuerpos jurídicos y jurisprudencias que protegen más al delincuente que a la persona honesta. Y sentencias que invocan hasta al ridículo para minimizar la gravedad de los hechos y la pena aplicada al delincuente. Pero, a pesar de sentencias y permisivismos que son verdaderos atentados contra el orden social – y hasta contra el sentido común – los jueces siguen siendo inamovibles si cuentan con el respaldo del poder. Incluso los ostensiblemente inmorales y corruptos. O quizás, especialmente los inmorales y los corruptos. Sobre todo aquellos que ponen en libertad lo más pronto posible a condenados que vuelven a delinquir y, dado el caso a matar, apenas 48 horas después de salir de la cárcel.

Aunque, probablemente, lo peor de todo de este supuesto Estado de Derecho es que la enorme mayoría de las decisiones políticas – decisiones que afectan la vida y el futuro de millones de personas – sencillamente no son "judiciables". Por lo que la idea misma del Estado de Derecho, que es la de un Estado que se subordina voluntariamente a normas jurídicas, resulta por completo tergiversada. Porque el sistema jurídico del Estado de Derecho que existe en la realidad no solo suelta sobre la sociedad lo más pronto posible a los criminales que la atacan sino que ni siquiera separa de la sociedad a aquellos criminales que más daño le hacen, dado el poder que tienen de tomar impunemente decisiones políticas que dañan a toda la sociedad en su conjunto. Más allá de tecnicismos jurídicos, el Estado de Derecho real que hoy tenemos es un Estado cuyos funcionarios son inimputables "de facto" e irresponsables "de jure". Porque ni se los puede juzgar de hecho, ni hay tampoco normas jurídicas que hagan posible el hacerlos responsables por las decisiones que toman.

Tampoco podemos pasar por alto la máscara de la libertad religiosa. Porque, no seamos ingenuos: no se trata de que cada uno pueda creer en lo que quiera – o pueda – ni tampoco de que cada cual cumpla sin ser molestado con el ritual que le exige su fe. De lo que se trata en realidad es de garantizarle vía libre e impunidad a la militancia atea que ataca virulentamente a todas las religiones por igual, con especial predilección por aquellas que sustentan valores no compatibles con el racionalismo materialista que constituye la base filosófica de toda la doctrina liberal y sus derivados ideológicos. Aunque, por supuesto, también significa que cualquier delirante sectario fundador de cualquier nueva superchería pueda extender su mano y hacer que el Estado lo subvencione con garantías y subsidios varios. Cosa que el ateísmo militante – escondiéndose detrás de la máscara del Estado de Derecho y el de la libertad – concede de mil amores, puesto que mientras más ridícula y estrambótica sea la nueva superchería sectaria, tanto más generosamente brindará argumentos que luego podrán esgrimirse para denostar a la fe religiosa como tal y a la Iglesia que la sostiene.

Es obvio que las indicadas son solamente algunas de las caras del liberalismo. Hay muchas más: la cara pacifista, la negociadora, la igualitarista, la permisiva, la relativizadora, la consumista, la prestamista, la hedonista, y todo un carnaval de varias otras. Combatir el liberalismo resulta, así, equivalente a tratar de vencer a la proverbial hidra de las mil cabezas.

Según la mitología griega, el segundo de los trabajos encargados a Hércules fue el de dar muerte a la Hidra de Lerna, un monstruo de muchas cabezas y aliento venenoso, que tenía una particularidad: si le cortaban una de esas cabezas, inmediatamente le crecían otras dos. Según Apolodoro, Hércules venció la dificultad llamando en su ayuda a su sobrino Yolao quien, a medida en que Hércules cortaba una cabeza, fue cauterizando la herida con el fuego de una antorcha para evitar que brotasen las nuevas cabezas.

El mito de la Hidra de Lerma, al igual que la mayoría de los mitos, viene con su moraleja. Por de pronto, el vencer a una hidra como la liberal requiere un trabajo de equipo. Ni siquiera Hércules pudo hacerlo solo. Y el trabajo en equipo requiere, si ha de ser eficaz, una buena idea correctamente planificada y bien ejecutada. Sin más improvisaciones que las impuestas por lo imprevisible.

Los héroes solitarios enfrentados con una Hidra podrán, si tienen suerte, eliminar una cabeza o dos con sus espadas; pero inmediatamente surgirán otras dos, u otras cuatro, con lo cual el monstruo hasta puede salir fortalecido del combate. Para que ello no suceda tiene que haber otro – u otros – actuando en forma coordinada, que cautericen con fuego la herida infligida.

Por eso, al lado de los portadores de espadas tienen que estar siempre los portadores de antorchas.

Y, de todas las antorchas posibles, hay una cuyo fuego es particularmente eficaz para evitar la multiplicación de las cabezas de la Hidra.

Es la antorcha de la Verdad.

Que, bien aplicada, en épocas de grandes mentiras se convierte en un arma revolucionaria.