REPORTAJE A MAQUIAVELO

por Denes Martos  -  http://www.denesmartos.com.ar

 

Tengo que admitir que llegué bastante nervioso a la entrevista. Había hecho mis deberes, había leído “El Príncipe”, “La Mandrágora” y varias cosas más, pero el lugar no me gustaba para nada y la idea de estar justo ante el portal de entrada, la verdad, me daba algo de miedo.

El cartel era enorme. Decía: “Abandonad toda esperanza ¡oh! vosotros los que entráis aquí." No era muy hospitalario que digamos. Sin querer me acordé de otro portal y de otro cartel con la leyenda “Arbeit macht frei” pero tuve que reconocer que el cartel que estaba viendo, si bien considerablemente más largo, era también más explícito. Y sobre todo más rotundo. Lo único que me sorprendió fue que estaba en castellano y no en italiano, pero supongo que cada uno lo ve en el idioma que conoce. De otro modo no tendría sentido. En su momento, al polaco que no sabía ni jota de alemán no le debe haber dicho absolutamente nada eso de “Arbeit macht frei”. Del mismo modo que al prisionero de guerra alemán metido a patadas en el Gulag de Vorkutá no le debe haber dicho nada el cartel de la entrada con la leyenda de: “El trabajo en la URSS es una cuestión de honor, de gloria, orgullo y heroísmo”. Escrito en ruso. Y con letras cirílicas.

La cuestión es que, desde el interior, se podía percibir un intenso, casi insoportable, olor a azufre y, de tanto en tanto, intensas llamaradas iluminaban el horizonte. Por fin, luego de una corta espera y en compañía de dos diablos, apareció Maquiavelo. Su aspecto era exactamente tal como lo había pintado Santi Di Tito, allá por el Siglo XVI. No había cambiado nada. El rostro afeitado, los grandes ojos muy expresivos, la boca de labios increíblemente finos, la alta frente . . . Todo era igual. Eso sí: me pareció que tenía un aspecto un poco más cansado y la sonrisa probablemente haya sido algo más amarga y no tan suavemente irónica. Pero es posible que eso sólo me lo imaginé. No estoy seguro.

Se detuvo ante el portal. Las reglas establecían que yo no podía entrar y él, por supuesto, no podía salir. Tampoco podíamos tener contacto físico. Así que nos tuvimos que saludar con respectivas inclinaciones de cabeza y yo saqué mi bloc de notas. Los grabadores están rigurosamente prohibidos allá abajo. El viejo Lucifer le tiene una aversión insuperable a cualquier cosa que algún día se pueda esgrimir como prueba.

— ¿Por qué aceptó la entrevista? – comencé

— Forma parte del suplicio. – me contestó – No se ofenda, pero conceder reportajes y contestar preguntas periodísticas figura en nuestro programa habitual de tormentos.

Pensó unos instantes y luego agregó:

— Además, es una forma de obligarnos a recordar y volver a enfrentar las cosas que hicimos. También como parte del suplicio, por supuesto.

— ¿Sabe exactamente por qué está aquí?

— Claro. Por escribir “El Príncipe”

— ¿Sólo por eso? No entiendo.

— Sí, me lo imagino. Es un poco complicado. Aunque también hubo un par de otras cosas algo menores . . . Pero, en realidad, lo principal ni siquiera fue por lo que está en el libro mismo. Eso me lo hubieran perdonado. Lo que pasa es que, en política, uno es responsable no sólo por lo que hace sino, además, por las consecuencias de lo que hace. A mí me condenó el haberle dado tantas buenas recetas a los políticos sin tener en cuenta la enorme irresponsabilidad y la increíble estupidez de esos mismos políticos. Me echaron en cara que un hombre tan inteligente como yo tendría que haber previsto los desastres que los políticos harían con mis recomendaciones. Indirectamente me hice cómplice de todo lo que sucedió después.

— Algo así como lo que pasa con el que le facilita el arma mortal a un asesino.

— Exactamente.

— Sobre todo después de decirle que el fin justifica los medios.

— ¡Yo nunca dije eso!

— ¿¡No!?

— No. Repase bien el libro. Lo que yo dije es que al que tiene éxito todo le es perdonado, que no es lo mismo en absoluto. Pero todos lo entendieron así como usted dice y a mí me acusaron de negligencia culposa. Porque tendría que haber previsto las consecuencias.

— Comprendo. Algo parecido a lo que pasó con aquello de “mentid, mentid, que algo siempre queda”.

— ¡Ah! ¡Lo del rengo Joseph . . .! Sí. Él también está aquí con nosotros. – se sonrió – Un tipo complicado. Pero fíjese en una cosa curiosa: él tampoco dijo eso.

— ¿Y qué dijo entonces?

— Según lo que me contó, y aquí entre nosotros ya no podemos mentir, sus casi exactas palabras fueron: “Una mentira dicha una vez es una mentira. Repetida mil veces se convierte en verdad.”

— ¿No es más o menos lo mismo?

— No. Una cosa es que yo le diga que juntando potasio, azufre y carbón en polvo se produce una mezcla explosiva. Otra muy distinta es que directamente lo exhorte a juntar esos elementos y lo incite a construir bombas para hacer volar por el aire a medio mundo. 

— Pero de cualquier modo, según lo que me acaba de decir, Goebbels también está con ustedes.

— Sí, por supuesto. Y un montón de gente más. Creo que se sorprendería si supiera cuantos han venido a parar aquí.

— ¿Por ejemplo?

— Por ejemplo el Adolfo, claro. Pero también lo tenemos a Stalin y hasta a Churchill y a Roosevelt. En realidad, ahora que lo pienso, todo Yalta está con nosotros. Y no sólo la primera línea.

— ¡No me diga! 

— Pues así es.

— Pero, entonces, ¿cómo es que todos ellos tienen fama de haber sido los buenos de la Historia?

— Mi estimado amigo, la fama y las estatuas allá en el mundo no tienen nada que ver con el destino final aquí. Los aplausos, los honores, las medallas y la promoción de los medios masivos de difusión no cuentan en este lugar. Lo único que cuenta en dónde estamos ahora es lo que una persona realmente fue y la responsabilidad que le cabe por lo que realmente hizo. La opinión de los mortales no se considera para nada. Que la opinión pública lo considere un villano no significa que allá arriba no lo aceptarán y que usted figure como héroe en los libros de Historia no es ninguna garantía de que aquí abajo Mefi no lo reclame.

— ¿Mefi?

Echó una mirada de soslayo a los dos diablos que lo acompañaban y los tres sonrieron como cómplices que comparten un pequeño secreto.

— Mefistófeles. A veces le decimos así. Al fin y al cabo, a esta altura de las cosas somos algo casi parecido a una gran familia.

— Y dígame, ¿Churchill por qué está con ustedes?

— ¡Entregó media Europa al ateismo bolchevique! ¿Le parece poco? Mefi le organizó toda una recepción triunfal cuando apareció por aquí. Estaba rebosante de alegría. Y la verdad es que resulta comprensible: los tres de Yalta le arrimaron más gente que todos los alemanes juntos. Y ni hablemos de la cantidad que le mandaron directamente.

— No entiendo.

— Sin embargo es simple. Piénselo un poco. El Adolfo y sus muchachos cometieron unas cuantas salvajadas pero, en general, con eso de la raza superior y el Uebermensch no convencieron mucho más que a los propios alemanes. O a tipos muy parecidos a los alemanes. En cambio Marx, Lenin, Trotzky, Stalin y todos ellos, con el cuento ése de la solidaridad internacional del proletariado y lo de la religión como el opio para los pueblos arrastraron en su momento a media humanidad. Para gran alegría del Mefi.

— Me refería a lo de mandar directamente.

— ¡Ah eso! Pues, tampoco eso es demasiado complicado. En realidad, si se fija usted bien, Adolfo y sus muchachos tienen unos cuantos cadáveres en el ropero pero de “tropa propia”, digámoslo así, ¿cuantos mandaron? Menos de un centenar o cosa así en la Noche de los Cuchillos Largos y alguno que otro después. En cambio el georgiano liquidó a toda la plana mayor de la Revolución Bolchevique, Trotzky incluido. Y ni hablemos de los miles de miembros del partido comunista que también cayeron en la redada de las purgas como una especie de daño colateral. Con lo que nadie calculó, claro, es que después todos ellos se iban a volver a encontrar aquí abajo.

— ¿Incluido Trotzky?

— Incluido Trotzky, Kamenev, Zinoviev, Radek, Sverdlov, Yeshov, Beria y todos los demás. Hasta el pobre Gramsci terminó viniendo. Este último por razones muy similares a las de mi caso. Es que los juicios y los castigos que los hombres se inflingen cuando se pelean entre ellos por un puesto de poder, aquí no valen. Lo único que cuenta es el juicio del Altísimo allá arriba y si Él manda a alguno para este lado, asunto sellado. No hay nada que discutir.

— ¿No hay ninguna consideración por los sufrimientos y las penas sufridas en el mundo?

— Sí. Claro que la hay. Pero eso lo decide el Altísimo. De todos modos, los padecimientos que se inflingen entre sí los que pactaron con el diablo no tienen ningún valor. Ahí lo tiene usted a Arnaldo Ochoa, por ejemplo. Está asándose a fuego lento como todos nosotros y no le sirvió de nada el que lo haya mandado fusilar Fidel a quien, dicho sea de paso, ya lo estamos esperando. Se dice que puede llegar en cualquier momento.

— No obstante, supongo que algunos de estos grandes deben gozar de ciertos privilegios por parte de Lucifer.

— No crea. La cosa no funciona tan así. Con el diablo no podemos negociar gran cosa en este lugar. Es que, por un lado, Lucifer tampoco tiene un gran margen de negociación. No se olvide que a él también lo envió aquí el Altísimo después de aquella rebelión de los ángeles, de modo que será el gerente general, sí, todo lo que quiera, pero de última es un condenado más. Por el otro lado, tiene poder solamente sobre el mundo material. Lo único que tiene para ofrecer es dinero, prostitutas, mansiones, riquezas, placeres, un puesto de presidente, de ministro o de secretario general. Cosas así.

— Justamente. ¿Y no reparte algo de esas cosas a cierta gente aquí?

— No, no lo hace. No lo puede hacer. Solamente en el mundo puede conceder esas cosas a quienes pactan con él y le venden el alma. Aquí ya no. Además, no nos servirían de nada. Lo único que nos podría interesar es lo relacionado directamente con nuestra condena. Pero el diablo no puede ofrecer indultos, ni la conmutación o la reducción de la pena ni, mucho menos, la absolución. De última, estoy convencido de que el cochino se divierte haciéndonos sufrir.

— ¿Y Usted? ¿Está arrepentido? – se me ocurrió preguntar de pronto para cambiar de tema.

Hizo una mueca y señaló hacia atrás con el pulgar. Entre las nubes de azufre las llamaradas arrojaban un calor cada vez más intenso y se oían gritos escalofriantes a lo lejos.

— ¿Qué le parece? No hay nadie aquí que no lamente lo que hizo o lo que ocasionó. Pero ya no hay nada que hacer. Esto es por toda la eternidad. Ahora ya es tarde para arrepentirse.

Se quedó unos instantes pensando y de pronto preguntó:

— ¿De dónde es usted?

— De Argentina

— ¡Argentina! Nunca estuve allá pero tenemos a unos cuantos de sus compatriotas aquí. Si no me equivoco, hasta tuvimos un importante nuevo ingreso últimamente; aunque no estoy muy seguro . . .  La verdad es que algunos de ustedes son bastante difíciles. Dicho sin ánimo de ofender . . .

— ¿Qué le diría Usted hoy a los argentinos?

— Si va para la Argentina, dígale a todos los que leyeron mi libro que lo vuelvan a hacer pero teniendo en cuenta una cosa: todo lo que dice allí del Príncipe es válido solamente si después el Príncipe hace algo positivo por la gente que le ha tocado gobernar.

—  Pero, su libro habla sólo del poder.

—  ¡Ése fue justamente mi error! ¡Justamente por eso estoy aquí! Le dije a los príncipes cómo conquistar el poder, pero no les previne sobre las obligaciones que asumían al conquistarlo.

Quedó en silencio por algunos segundos y después, en un tono manifiestamente triste, agregó:

— Sobre todo, omití decirles lo que NO tenían que hacer con el poder. Y los muy estúpidos no dejaron cretinadas por cometer.

— Debió haberles dicho para qué existe el poder. Qué es lo que lo justifica.

— Sí. Debí habérselos dicho. Pero ¿sabe una cosa? No es por disculparme, pero creo que de todos modos no les hubiera importado. Es más: la gran mayoría de todos ellos ni siquiera hubiera querido el poder si hubieran sabido que tenían que aceptar las responsabilidades que van con su ejercicio. Se olvidaron de que el éxito no está en la conquista, la consolidación o el aumento del poder, sino en lo que se hace con él después.

— Por eso es que tantos poderosos terminaron aquí abajo.

— Al menos en gran medida por eso es. Por no aceptar la responsabilidad. Se creyeron que los honores, los privilegios, la impunidad, el boato, los lujos, la fama, las adulaciones y los placeres – especialmente el placer de tomar decisiones y ver cómo se cumplen – valían la pena.

— ¿Y no valen la pena?

— Valen la pena, o pueden llegar a valer la pena, si vienen como premio por un trabajo bien hecho en beneficio de los demás. Valen la pena si el éxito que se logra es realmente auténtico. De otro modo . . .

En ese momento uno de los diablos miró su reloj y le dio un codazo al otro. Los dos hicieron un gesto como asintiendo con la cabeza, interrumpieron a mi entrevistado y lo tomaron del brazo. Maquiavelo todavía intentó completar la frase pero los diablos no se lo permitieron. El tiempo se había terminado.

Sin embargo, mientras se lo llevaban todavía alcanzó a dar vuelta la cabeza para gritarme:

— . . . ¡de otro modo no valen la pena! ¡Dígaselo a todos allá en su país! ¡El poder por el poder mismo y sus privilegios no valen la pena! . . . no valen la pena . . . .

A medida en que se alejaban y los perdía de vista mientras se internaban en la niebla sulfurosa no pude menos que sentir lástima por mi interlocutor. ¡Pobre Maquiavelo! Tuvo que terminar dándose cuenta de que toda su obra consistió en dar excelentes consejos a la gente equivocada.

Después, a lo largo de todo mi viaje de regreso, una idea no se me quiso ir de la mente. Una idea que me surgió de pronto, con esa espontaneidad con la que surgen las ideas cuando uno de repente cae en la cuenta de algo que, después de todo, debería ser casi obvio. 

“El Príncipe” de Maquiavelo es una obra inconclusa.

Le falta el último capítulo.

El de la responsabilidad.