¡EL
MERCADO NO EXISTE!
por
Denes Martos
En las últimas décadas, especialmente luego de la moda de la globalización
y las privatizaciones, mis amigos economistas se han vuelto adictos a
frases tales como “eso no lo tolerará el mercado”, “eso el mercado
no lo soporta”, “eso es algo que el mercado castigará”, “no se
puede legislar contra el mercado por la misma razón por la cual no se
puede legislar contra la ley de la gravedad” . . . y cosas parecidas.
De ello se desprende – siempre según mis amigos economistas – que el
susodicho mercado debe ser un personaje muy influyente en nuestra vida
puesto que el acierto o el fracaso de cualquier medida social, económica
o política dependería exclusivamente de la opinión y de la decisión
del mercado. Como lógica consecuencia, pues, nuestra supervivencia
dependería, a su vez, de hacer todo lo humanamente posible e imposible
para que nuestras decisiones cotidianas coincidan puntualmente con las
opiniones y con el juicio definitivo de este mercado.
Es curioso pero, por otra parte, también se nos dice que la democracia es
el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Que el Estado
democrático es libre e independiente y, sobre todo, que sus tres poderes
deben ser libres e independientes. Que el poder emana del pueblo; que este
pueblo elige a sus representantes y que estos representantes gobiernan por
mandato del pueblo ejerciendo sus funciones a través de instituciones
democráticas soberanas. Y digo que es curioso porque en este discurso no
se dice absolutamente nada acerca del poder irrestricto e incontrolado del
mercado. Más aun: el mercado ni siquiera figura en la Constitución.
Aunque más curioso todavía es que, aparentemente al menos, al mercado el
discurso político y la laguna constitucional parecen no molestarle un
comino. Es como si el mercado y la democracia hubiesen firmado un convenio
de coexistencia pacífica en cuyo marco los políticos pueden hablar a sus
anchas de libertades e igualdades mientras mis amigos economistas no se
cansan de subrayar la ley de gravedad que hace respetar el mercado en
forma inevitable e inapelable. Aunque, también hay quienes opinan que,
bien mirada, parecería ser que esta coexistencia no es tan pacífica
después de todo.
De cualquier manera que sea ¿quién es este misterioso mercado que tiene
la última palabra en todo, independientemente de lo que piensen, digan o
decidan los representantes del pueblo soberano en el marco de sus democráticas
y soberanas instituciones? La pregunta no es tan sólo retórica porque,
como todos sabemos, el que tiene la última palabra ejerce también la
soberanía.
Otra cosa, quizás tan políticamente incorrecta como la anterior, sería
la de preguntarnos quién le confirió a este mercado el poder de juzgar y
emitir sentencia sobre la vida, obra y milagros de cualquier cosa que
decida el Estado. O bien, puesto de otra forma: ¿en virtud de qué
criterio se acepta que el mercado actúe de supremo juez de todas las
decisiones políticas?
Quizás una buena aproximación al misterio de la identidad del mercado
sería investigar un poco acerca de qué le ha gustado y qué le ha
disgustado al mercado en, digamos, los últimos 30 años. Un ejercicio
como ése revelaría, por ejemplo, que el mercado tiene una especial
aversión por cualquier cosa que sea gratuita. Uno de sus apotegmas
preferidos es que “no hay comidas gratis” – lo cual no es sino una
apenas pasable traducción del muy anglosajón dicho de: “there is no
such thing as a free meal”. Sea como fuere, según este apotegma o
corolario a la ley de gravedad mercantil, todo actor social, económico o
político tiene la ineludible obligación de pagar un precio por todo. En
otras palabras: según el mercado, la sociedad humana es una sociedad de
los que pagan. Y quienes no tienen con qué pagar entran automáticamente
dentro de la clasificación de “marginados”. Es decir: no forman parte
de la sociedad. Por definición de "marginado".
Por eso es que al mercado no le gusta que el Estado se ocupe, ni siquiera
un poco, de quienes no pueden pagar. Por ejemplo, creando trabajo para que
puedan pagar. Las empresas estatales son anatema porque, la ley de
gravedad mencionada establece en forma indiscutible que "el Estado es
mal administrador". Extrañamente sin embargo, al mercado le gusta
que el Estado apoye, ayude y hasta financie generosamente – ya sea en
forma abierta o implícita – a las empresas privadas, especialmente a
las grandes corporaciones internacionales y muy especialmente a los
bancos. Y no sólo le gusta sino que a veces hasta lo exige de bastante
mala manera. Con lo cual parecería ser que para este segmento de la
sociedad existen las “comidas gratis” después de todo. Aunque, claro
está, bajo el argumento que, de esta forma, el Estado promueve la
“competividad” y la “eficiencia”.
De ello se desprende que al mercado le encanta la competencia y la
competitividad. Además, adora la eficacia y la eficiencia. Quizás por
ello es que sus voceros repiten hasta el cansancio que la mejor forma de
fomentar la competividad y la eficiencia es invertir en lo que se llama el
“capital humano” porque – así se afirma – el desarrollo del
“capital humano” es la base de toda riqueza y de todo crecimiento. Al
margen ahora de la discusión algo metafísica sobre qué deberíamos
entender por “capital humano” y cuales son los límites naturales de
su “desarrollo”, la observación es demasiado obvia como para estar en
desacuerdo. Lamentablemente, sin embargo, al mercado le desagrada
sobremanera que aumenten los salarios o los impuestos porque, en su opinión,
esto arruina la competitividad. Con lo cual nos metimos olímpicamente en
un hermoso callejón sin salida. Porque, si no crecen los salarios, ¿con
qué pagarán los individuos la inversión en su desarrollo para ser
competitivos y eficientes? Recuerden: hay que pagar por todo. Incluso por
la capacitación. Nada debe ser gratis. Por el otro lado, si no crece la
recaudación impositiva, ¿con qué financiará el Estado las
instituciones, los planes y los servicios públicos tendientes a fomentar
el desarrollo del “capital humano”? Porque, de nuevo: hay que pagar
por todo. Si no pagan los individuos, lo paga el Estado. Es decir: lo
pagan los individuos que pagan los gastos del Estado.
De todos modos, lo que al mercado le gusta es que los salarios sean bajos,
los impuestos sean muy bajos y las regulaciones sean escasas. Lo último
significa que al mercado lo saca de las casillas que el Estado lo jorobe
con reglamentaciones, medidas en defensa del medioambiente, normas de
seguridad laboral, disposiciones sobre salarios mínimos y – sobre todo
– con controles bancarios, regulaciones financieras y supervisiones de
la calidad de los servicios.
Claro que esta actitud del mercado genera, después, algunos pequeños
problemas. Como consecuencia de estos criterios, la tendencia de los
salarios es la de caer por debajo de la línea de pobreza con lo cual los
afectados no sólo no pueden invertir en el desarrollo de su "capital
humano" sino ni siquiera en una subsistencia aproximadamente
satisfactoria. Los impuestos bajos obligan al endeudamiento del Estado a
tasas que convierten los préstamos de la deuda pública en impagables y
las instituciones internacionales de crédito se encargan luego de
maniatar a ese mismo Estado hasta el punto de hacerle imposible el
cumplimiento de sus funciones esenciales. La “desregulación” permite
que las grandes corporaciones dicten las ganancias que pretenden obtener
por sus productos o sus servicios, minimizando las inversiones y
maximizando las ganancias. La misma “desregulación”, pero en este
caso de las operaciones bancarias y financieras, permite que las
megacorporaciones y los megabancos armen enormes “burbujas” con dinero
inexistente.
Pero, según el mercado, todo esto no importa. Es más: todo eso está
bien. Porque, como no hay mal que dure cien años ni cristiano que lo
aguante, las “oscilaciones” del mercado tarde o temprano se
equilibran. Porque, como todo el mundo sabe, “la mano invisible del
mercado” termina arreglándolo todo. Al mercado no hay que regularlo –
perdón: NO SE DEBE regular al mercado – porque, he aquí mis queridos
amigos la clave de todo: ¡el mercado se autoregula! No en última
instancia ésa es la esencia misma de la libertad: todo se paga, pero el
precio lo impone libremente el mercado y el mercado se halla autoregulado
por su propia libertad.
Sería interesante poder discutir esta capacidad autoregulatoria de la
mano invisible del mercado libre a la luz de los colapsos financieros de
las últimas décadas. Sería interesante, digo, si habría con quién.
Porque resulta que no hay con quién. Mis amigos economistas recitan
obedientemente las lecciones que aprendieron en la facultad y que, en
esencia, consisten en admitir la modificación de una o dos variables
mientras suponen fijas todas las demás. La macana está en que en todas
las demás estamos todos nosotros. Y, mientras esas variables
supuestamente fijas se mueven que da calambre, el mercado se niega a
someterse a debate. No sólo la mano del mercado es invisible. El mercado
mismo es inhallable a la hora de responder a ciertas preguntas incómodas
y deslindar responsabilidades.
Considerando todo lo anterior, debo confesar que en los últimos tiempos
he estado jugueteando con una teoría que seguramente será algo
estrafalaria pero que, por más esfuerzos que hago, no consigo sacármela
de la cabeza. Según esta trasnochada teoría mía – y por favor no se
escandalicen – el mercado . . . ¡no existe! Es un fantasma creado por
los autores de los libros de economía a pedido de ciertas personas que
tienen muchísimo dinero y muchísimo interés en hacernos creer que lo
que ellos hacen es obra del mercado. Mi teoría es que existe la
plutocracia y, paralelamente a ella, en muchos países existe también la
cleptocracia. Existe la mano, no demasiado visible pero visible al fin, de
los dueños del dinero y de los dueños del fraude y la corrupción. Pero
el mercado no existe. Y la prueba de que no existe está en que, si
existiera – desde el momento en que no nos está permitido dudar de su
honorabilidad – ya se habría hecho responsable por todas las decisiones
que ha tomado. Es especial por las consecuencias. Pero no lo ha hecho. Por
lo tanto, no existe.
A menos que se nos quiera hacer creer que el mercado somos nosotros
mismos. Pero, en ese caso, me resisto a creer que seamos tan estúpidos.
¿Aceptamos préstamos a tasas de interés impagables? ¿Aceptamos pagar
ganancias usurarias incontroladas? ¿Aceptamos pagar precios dictados por
monopolios y oligopolios? ¿Aceptamos que la política dependa de una
economía muy poco transparente? ¿Aceptamos bovinamente que el dinero
pague campañas, que las campañas determinen los votos y que estos votos
determinen el poder? ¿Aceptamos que nos gobiernen, directa o
indirectamente, los dueños del dinero; ya sea que lo obtengan legalmente,
lo roben o lo “consigan” por otros medios?
No. No podemos ser tan estúpidos.
Pero, como dije: lo mío es tan sólo una teoría.
Seguramente alguno de ustedes tiene otra mucho mejor.
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