MINORÍAS
Y MAYORÍAS
por
Denes Martos
Vivimos en un mundo agresivo. Un mundo que, en buena medida, le está
dando la razón a Hobbes en aquello de homo homini lupus; el hombre
es el lobo del hombre, y que está debilitando, cada vez más, el
optimismo antropológico de aquella generación que creyó poder
resolverlo todo haciendo el amor y no la guerra. Pues, aquella generación
se dio el gusto: hizo el amor a toda máquina envuelta en una nube de
marihuana y toneladas de LSD protestando por la guerra de Vietnam. Con
todo, el amor y el LSD no acabaron con esa guerra. Los que terminaron con
ella fueron los vietcongs de Ho Chi Minh y Vo Nguyen Giap que no fumaban
marihuana, ni salían de viaje con LSD, ni creían demasiado en el amor
tampoco. Y la historia volvió a repetirse en Palestina, Kosovo, Irak,
Chechenia, Osetia del Sur, Afganistán, y seguramente en otros lados
dentro de un tiempo. Lo dije muchas veces y pueden ustedes estar de
acuerdo o en desacuerdo conmigo; pero no sé si el hombre es bueno o malo;
de lo que no me cabe duda alguna es que es un animal peligroso. Y esto no
sólo se comprueba en las guerras sino también en esa violencia cotidiana
que cobra víctimas todos los días, especialmente en las grandes ciudades.
Mis amigos abogados están convencidos de que el asunto se resuelve con
leyes y, probablemente debido a la superabundancia de los de su profesión
tanto en la política como en el periodismo, ahora todo el mundo habla de
derechos, de normas procesales, de democracia, de derechos humanos, de
violaciones a los derechos individuales y de dictaduras o tiranías, de
juicios, denuncias y procedimientos. El resultado es que no sólo los
juristas sino medio mundo está acostumbrándose a hablar y a pensar en
estas categorías. Todos repiten el catálogo de sus derechos y golpean la
mesa con ambos puños exigiendo que se los garantice y poniendo a un
costado todo lo demás como, por ejemplo, las tradiciones, la moral, las
costumbres, las reales posibilidades socioeconómicas y, con frecuencia,
hasta el sentido común. El derecho y la democracia han invadido el
escenario.
El Estado mismo se autodefine como Estado de Derecho. El problema es tan sólo
que no termina de quedar demasiado claro el derecho de quién defiende.
Con lo que los particulares se organizan en asociaciones que defienden sus
derechos, a veces contra el Estado mismo y, con una frecuencia cada vez
mayor, hasta contra la propia sociedad. Considerando la catadura moral de
la mayoría de nuestros políticos, algunas de estas asociaciones cumple
realmente una función útil porque, o bien los políticos se resisten a
sancionar las leyes que se necesitan, o bien se resisten a hacer cumplir
las que se vieron obligados a sancionar. Pero también están las otras,
enquistadas en el aparato jurídico, político y mediático, que bajo la
bandera de los Derechos Humanos se dedican sistemáticamente a proteger
los derechos de los delincuentes.
Seamos realistas. Los Derechos Humanos en su actual acepción fueron una
herramienta de política exterior inventada por los norteamericanos bajo
el gobierno de Carter orientada a poner ciertos límites a las dictaduras
y a las dictablandas anticomunistas que promovió el Departamento de
Estado y que luego se le fueron un poco de las manos. Y después de la caída
del muro, esa misma herramienta, que había servido contra los gobiernos
militares, le resultó útil a los intelectuales de izquierda para operar
contra todo el sistema capitalista. La exageración del derecho y de las
garantías jurídicas individuales, con el permisivismo resultante, no es
una filosofía humanista. Solamente los ingenuos y los ignorantes han caído
en la trampa de creer eso. En la actualidad, es una herramienta
revolucionaria que permite debilitar las instituciones, quebrantar la paz
social y agudizar “las contradicciones internas” del capitalismo.
Por favor, no me malinterpreten. Lo último que se me ocurriría hacer es
salir ahora en defensa de la plutocracia capitalista. Lo que sucede es
que, más allá de los sistemas socioeconómicos y políticos, siempre está
la sociedad. Esa comunidad de seres humanos de carne y hueso cuya única
aspiración en última instancia es que la dejen vivir, trabajar y
prosperar en paz, dentro del marco de un Estado gobernado por gente
razonablemente decente.
Y en esto tampoco es cuestión de idolatrar a las mayorías porque una
mayoría, por el sólo hecho de ser mayoría, no necesariamente posee la
verdad. Pero, hablando en términos de política práctica, hay bastante
de sentido común en aquello de intentar hacer “el mayor bien al mayor número”
y hay bastante escasa racionalidad en eso de sacrificar a la gran mayoría
sobre el altar de los derechos de una manifiesta minoría. En esto, los
liberales ni siquiera son consecuentes con su propia doctrina. Si
repasaran un poco las obras de Jeremy Bentham y John Stuart Mill se darían
cuenta de que la hegemonía de las minorías se da de patadas con su
propia ideología. Y los marxistas también se contradicen a sí mismos
porque difícilmente una “política de masas populares” puede llegar a
ser compatible con una defensa a ultranza de pequeñas minorías. Pero el
caso de los marxistas es diferente. Porque son conscientes de esta
contradicción y lo que sucede es que no les importa. Les sirve como
herramienta revolucionaria y con eso les basta.
Por supuesto, no estoy queriendo decir aquí que las minorías son
desechables. Pero una cosa es aceptar el valor de las minorías y otra
cosa es poner los derechos de esas minorías por encima de todo lo demás.
Toda sociedad es jerárquica y en su cúspide siempre hay una minoría,
sea cual fuere el criterio de selección y sea cual fuere el método de
acceso al poder que se adopte. Pero que en la cúspide de la pirámide
social siempre haya una minoría no quiere decir que esa minoría esté
autorizada a hacer valer sus derechos en desmedro de todo el resto de la
comunidad. Es más: su misma existencia sólo se justifica si opera en
beneficio de toda la comunidad. Justamente cuando eso no ocurre es que
tenemos una tiranía.
En el plano de los intereses contrapuestos - ya sean sociales, políticos
o económicos – siempre habrá minorías. Pero un derecho especial para
cualquiera de estas minorías no es, en realidad, un derecho sino un
privilegio. Naturalmente, para una minoría ambiciosa es siempre buena
estrategia presentarse como abanderada de los derechos de los menos
numerosos. Con lo que me pregunto hasta qué punto nuestra actual histeria
por los derechos minoritarios no encubre, en realidad, la intención de
proteger los privilegios de aquellas minorías que gobiernan en beneficio
propio perjudicando a miles de millones de habitantes del planeta.
Porque si vamos a proteger minorías criminales, minorías degradadas y
minorías inmorales, no se ve muy bien por qué no habríamos de proteger
también a minorías corruptas, minorías codiciosas, minorías ambiciosas
y minorías sedientas de poder.
De modo que no nos preguntemos tanto cuales son los derechos de una minoría.
Preguntemos más bien cuales son las obligaciones que justifican su
existencia.
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