EL FIN DEL MULTICULTURALISMO

por Denes Martos



Una de las cosas que se resolvieron mal – realmente muy mal – después de la Segunda Guerra Mundial fue la cuestión etnocultural.

Hacia los años '50 y '60 del siglo pasado el gran mito subrayado y divulgado por todos los medios del mundo fue el del igualitarismo irrestricto. Ese mito hablaba de una humanidad, una cultura, una civilización, un régimen político y, por supuesto, un sistema económico a lo largo y a lo ancho de todo el planeta. Naturalmente, si en virtud de un igualitarismo a ultranza todos los seres humanos somos iguales, las diferentes culturas y civilizaciones no vendrían a ser más que algo así como meros accidentes causados por los diferentes medioambientes. Y si fuese posible una sola cultura y una sola civilización no se ve muy bien por qué tienen que existir diferentes sistemas y regímenes políticos. Y, si todo lo anterior es igual para todo el mundo, un sistema económico único no es más que la conclusión lógica de lo que antecede.

Lamentablemente para esta utopía, su falla reside justamente en su postulado básico. Porque el hecho concreto es que los seres humanos no son iguales. Los reales detentadores del poder siempre supieron esto, por supuesto. Nadie en las altas esferas del poder ha tomado jamás en serio, y mucho menos al pié de la letra, aquella fantasía de la libertad, igualdad y fraternidad en nombre de la cual Robespierre hizo funcionar su guillotina, los anarquistas hicieron explotar sus bombas y los bolcheviques rusos eliminaron a toda una clase social – o mejor dicho: a varias clases sociales – en lo que fue su esfera de influencia. Lo que sucedió es que en algunos regímenes, las élites dirigentes, perfectamente consciente de su posición, su papel y su función, creyeron que sería posible lograr una igualación forzada mediante la utilización sistemática del adoctrinamiento masivo y del condicionamiento educativo individual. Desde mediados, o a más tardar desde fines del Siglo XIX, el poder económico, si bien nunca creyó en el mito de la igualdad, cayó víctima de otro mito y terminó creyendo en otra de las fantasías del imaginario liberal: la supuestamente infinita educabilidad del ser humano.

A través del aparato educativo, la prensa y la "inteliguentsia" de los diferentes países, se condicionó el poder de las monarquías y allí en dónde esto no arrojó los resultados esperados se recurrió a las ideologías revolucionarias que las derribaron. La mayor parte de esta operación culminó tras la Primera Guerra Mundial y el mayor experimento realizado en este sentido fue el de la Unión Soviética en donde se amontonaron docenas de pueblos diferentes – la casi totalidad de ellos ya conquistados previamente por el Imperio zarista – y se los sometió a un adoctrinamiento sistemático apoyado, además, por el terror no menos sistemático del Estado y por las técnicas pavlovianas.

Al fin de la Segunda Guerra Mundial el campo de experimentación soviético se amplió aun más cuando a la Unión Soviética se le permitió incorporar a toda la Europa Oriental, con prácticamente la mitad de Alemania incluida; algo que había constituido el sueño de Lenin, Trotsky y toda la primera generación bolchevique – excepto Stalin quien, habiéndose desempeñado desde 1917 hasta 1923 como Comisario del Pueblo para Asuntos de Nacionalidades, conocía perfectamente el poder de las idiosincrasias etnoculturales y quien, con su siniestra mentalidad, creyó siempre mucho más en la efectividad de una bala en la nuca que en la de un largo proceso de "reeducación proletaria".

La cuestión es que durante más de setenta años en Rusia y más de cuarenta en Europa Oriental millones de personas estuvieron expuestas a un sistemático adoctrinamiento masivo y a un sistema educativo científicamente dispuesto para construir un Hombre Nuevo.

Y no funcionó.

Hacia el fin de la década del '80 del Siglo XX se hizo evidente que el sistema soviético no arrojaba los resultados esperados y apenas se inició un tímido proceso de reordenamiento con la perestroika y la glasnost de Gorbachov, todo el edificio se vino abajo en cuestión de meses. El enorme complejo soviético terminó estallando y fisurándose por sus líneas etnoculturales. Los alemanes se reunificaron. Polacos, húngaros, bielorrusos, ucranianos, georgianos, armenios y varios otros pueblos más optaron inmediatamente por recuperar su identidad. Checoslovaquia se partió en dos; Yugoslavia en mil pedazos. Y todos le dieron la espalda al marxismo con el que, desde el Estado, les habían literalmente martillado el cerebro durante décadas en la escuela, en los colegios, en la universidad, en los medios masivos de difusión, incluso con una simbología omnipresente hasta en la calle.

Hacia principios del presente siglo quedó en evidencia, sin embargo, que así como el sistema soviético no había servido para igualar a sus ciudadanos, el sistema educativo demoliberal tampoco servía. En los EE.UU., a pesar de la agitación por los derechos civiles de los negros durante la década del '60 del siglo pasado y la campaña de Martin Luther King, más todas las acciones llevadas a cabo en el marco de los programas de "acción afirmativa" y hasta el acceso a la Casa Blanca de un presidente mulato, lo único que se consiguió fue tapar el conflicto racial con un grueso manto de hipocresía. No solo eso: el conflicto se extendió a la población hispana y ahora, bajo la fachada de una supuesta tolerancia democrática, existe no solo un conflicto entre blancos y negros, sino que se le ha agregado el conflicto entre blancos y chicanos, además de otro – más violento todavía – entre chicanos y negros.

En Europa las cosas tampoco fueron mejor. Los "trabajadores invitados" de los rincones más pobres del mundo, que al principio se contrataron para realizar las tareas que los europeos se creyeron demasiado importantes para realizar, terminaron siendo inasimilables. Y la convivencia pacífica entre turcos, árabes, africanos, hindúes, y europeos no pudo ser lograda ni con la presión cultural del aparato mediático, ni con el adoctrinamiento escolar. Ni siquiera con el lavado de cerebro y el cuidadoso cultivo de una culpa colectiva como al que fueron sometidos los alemanes. Hasta una personalidad política directamente involucrada como Angela Merkel tuvo que reconocer hacia mediados de Octubre del 2010 que la integración de elementos etnoculturales demasiado dispares resultaba imposible por la vía pedagógica y psicológico-mediática. "La iniciativa multicultural ha fracasado; ha fracasado absolutamente" admitió la canciller alemana reconociendo la inviabilidad del proyecto.[1]

¿Qué se desprende como conclusión de estas experiencias?

Cualquiera no obnubilado por la fantasía de la infinita educabilidad del Hombre sabe que la Historia conoce solamente dos estructuras que resuelven satisfactoriamente – en la medida de las posibilidades humanas reales – el problema de los conflictos etnoculturales. Una de ellas es una coherente delimitación geopolítica y etnopolítica, con cada unidad etnocultural viviendo y desarrollándose, por supuesto que no de un modo totalmente aislado, pero según sus propias posibilidades, según su particular idiosincrasia, sin imposiciones ni interferencias espurias. La otra es la estructura imperial que se caracteriza precisamente por su capacidad de sintetizar, organizar y coordinar fuerzas sociopolíticas y culturales fuertemente divergentes como lo fue, por ejemplo, la estructura imperial por excelencia que conoció Occidente: el Imperio Romano.

Para el poder global actual la primer alternativa queda descartada de antemano. No se puede controlar y dominar en forma centralizada un mosaico etnocultural y político donde cada elemento se halla firmemente asentado y cuenta con una clara conciencia de su propia identidad. Por lo tanto, queda solamente la estructura imperial como opción a considerar.

Pero aquí se presenta un problema: una estructura imperial se puede construir y mantener de una manera aceptable solamente cuando el elemento impulsor y director del Imperio cuenta con una superioridad tecnológica y cultural que los demás miembros reconocen y aceptan. Quizás a regañadientes y de mala gana en algunos casos, pero la aceptan. Ya sea porque consideran que al fin y al cabo las ventajas superan las desventajas, ya sea porque no hallan manera efectiva de oponerse, ya sea porque perciben que pueden aprender de esa superioridad y desarrollarse conviviendo con ella.

Cuando esa superioridad tecno-cultural no existe, el único otro recurso que queda es el método del imperio soviético: un Estado policial, tropas de ocupación, dóciles testaferros en el aparato político local y una represión implacable de todo aquél que se salga de la línea, o que tan solo piense en salirse de la línea. Cuando el modelo para el Imperio no puede ser un Augusto, el único otro modelo que queda como alternativa es el de un Stalin.

El gran problema que enfrenta la plutocracia occidental en este sentido es que la brecha tecnológica entre Occidente y el resto del mundo se va achicando a medida en que avanza el proceso de globalización financiera e industrial impulsado por la codicia y la necesidad de constantes ganancias para el mantenimiento del poder del dinero. A esto se añade que la ya inocultable decadencia de Occidente hace por demás cuestionable la posibilidad de afirmar una superioridad cultural.

La superioridad tecnológica de Occidente se está perdiendo y su superioridad cultural ya se perdió. El mundo oriental y el mundo musulmán todavía importan ciencia y tecnología de Occidente pero no solo desprecian lo que Occidente ofrece como "cultura" sino que hasta la rechazan de plano.

Un Imperio sin una manifiesta superioridad tecnológica y sin un liderazgo cultural auténtico es un coloso que tiene pies de barro y la cabeza vacía.

Mala configuración para un coloso.


Notas

1 )- Cf. http://www.spiegel.de/politik/deutschland/0,1518,723532,00.html - Consultado el 15/05/2012