Había
tardado algún tiempo en reaccionar. Siempre me ocurría igual pues
cada vez que iba a Palestina era como si el alma se me quedara
resquebrajada y enjaulada entre las alambradas, el espanto y la
tremenda generosidad del pueblo. Así, permanecía “des-animada”
hasta que poco a poco, con el viento del Oriente, me sobrecogía una
nueva reencarnación y mi mente se liberaba de parte del tormento.
Es fuerte ir y ver que han desaparecido prados conocidos, o que han
sido arrancados árboles o vida misma del murmullo de las calles
palestinas. Es fuerte ir y ver que ellos, a pesar de todo siguen
siendo más fuertes que tu y que a pesar de la brutal ocupación y
castigo a la gente, sus miradas pueden más que la tuya, sus ojos,
son certeros en su orgullo, denunciando sin rencor alguno tu
debilidad y tu impotencia.
Al poco me sentí como que había obtenido del viaje el calor de
nuevos amigos cuyos rostros y voces probablemente no se me robarían
a la memoria. Mi memoria tiene una habilidad especial también para
recordar las voces, la cadencia de las palabras y hasta los
silencios tan advertidos y llenos de significado. Jacoub con su
rostro endurecido pero dulce fue prolijo en ellos, sin que le
faltaran las palabras justas para denunciar la injusticia de los
refugiados; Yasser en Jerusalén que nos abrió la puerta de otros
amigos, Samer en Belén que nos llevó por las colinas destrozadas
por el muro de Beit Hanun y exprimió nuestro día casi parando el
atardecer para que pudiéramos sacar las últimas fotos del expolio.
No quiero enumerarlos a todos porque me olvido seguro de alguno,
porque no sería capaz de calificar la valentía de otros, porque no
podría expresar la magnitud de mi admiración ni mis sentimientos.
Durante
mi última visita sentí varias veces como que se me resquebrajaba
el cuerpo mismo. Rebeldía, dolor e impotencia me hacían temblar y
a la vez me enmudecían. El muro es más de lo que pensaba y sobre
todo la limpieza de la separación revelaba la perversidad de unas
mentes marcadas por objetivos colonialistas. Los soldados son los
dueños de la tierra y deciden en cada momento sobre los movimientos
de las personas, sobre la vida misma de ellos. En las carreteras
retenían a la gente. Los controles, aleatorios e innumerables ponen
puertas al campo y sangre a la tierra. Las carreteras están
levantadas para que no pase nadie; las grises torretas medievales
acechan en cada vuelco de los caminos y un control inquisitorial y
perverso se impone a la gente. Kafka no lo hubiera hecho mejor.
Ismail Kadaré no evoca en sus novelas paisajes más siniestros que
estos ni perversiones históricas más terribles.
Nablus fue la frontera de lo desconocido, la ciudad nunca imaginada
cuya atmósfera densa nos envolvía y nos pesaba. Sitiada y asediada,
castigada mil veces, parece que fue construida para resistir y es el
paradigma del territorio palestino llamado \\"resistencia\\".
Piedra sobre piedra se alzan las casas como palacetes medievales
todas comunicadas entre sí para permitir la permeabilidad al
servicio de sus habitantes y favorecer así la huida rápida y el
refugio seguro. Un laberinto de piedra con pasajes por arriba y
pasadizos abovedados por abajo, claro/oscuro de la vida. Mercados de
subsistencia, fruta fresca, verduras, dulces simples, sin el rumor
encendido de las calles de oriente, como si todos tuvieran un oído
pegado a la posibilidad de un disparo o un ataque masivo, otro más,
pues empiezan sin avisar y a veces cogen a los niños en las calles.
En Nablus las miradas al vacío son frecuentes; niños que juegan en
el borde mismo de la muerte, casas desechas con mártires propios,
silencio, espeso silencio y dolor contenido. Nablus me permitió
conocer la esencia del castigo entre la gente más sencilla, la
mujer que vivía en una habitación y tenía en la pared a tantos
asesinados a los que había alguna vez alojado y escondido. Una
habitación pequeña pero tan grande que guarda enormes historias
que no conocimos. El Jabonero de la fábrica siempre abierta que
ahora aparece cubierta de polvo y abandono porque su dueño se volvió
loco del espanto, y decidió dejar de hacer jabones para contarle a
todo el mundo cómo los disparos le alcanzaron por todo el cuerpo y
como al final la bala debió alojarse en su cabeza y le hizo huir de
la realidad para siempre. Y el dulcero silencioso que convertía los
garbanzos en bolitas de azúcar blanca y rosadas. Mi dulcero
silencioso que me guiñó un ojo cómplice. De pequeña no huía del
hombre del saco, sino del hombre de la cara blanca. Era un hombre
que se nos aparecía por el campo y que un día, cuando se fue
perdiendo la inocencia de la niñez, desapareció para siempre. Pobló
nuestros juegos y nuestra imaginación durante años. En Nablus lo
reconocí, era aquel hombre de la cara blanca que hacía dulces con
azúcar. Él me reconoció también y nos alegramos de formar de
nuevo parte de la misma barricada de la vida y de reencontrarnos
luchando en la resistencia. Por una vez mi viaje a Palestina ha
servido para recuperar algo de la memoria de la infancia y
reconocerme en las coordenadas de una vida hecha para resistir y
para estar viva.
En
las carreteras los soldados en los check points seguían su
invariable trabajo diario de humillación; en el monte se preparaba
el asedio; en la ciudad la resistencia; el pastelero nos invitaba a
probar sus garbanzos dulces, blancos y rosados.
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