Los
soldados "voluntarios" del interior.
El paisanaje de las provincias, que intervino tantas veces voluntariamente
en las luchas ante la sola convocatoria de los caudillos, se negó a
participar en una guerra que no sentía suya. Sintiéndose más cercanos a
la provincia hermana del Paraguay que a los porteños y a los
“macacos” brasileros, se negaban a enrolarse, lo que motivo la deserción
y levantamiento de muchos batallones del interior. Consta en el archivo
histórico, la Factura de un herrero de Catamarca, “por doscientos
grilletes para los voluntarios de la guerra del Paraguay”.
“...el reclutamiento de los contingentes no fue fácil. (...) Para
llenar las cuotas provinciales se autorizó reclutarlos mediante paga,
pero pocos lo hicieron. Entonces los gobernadores, mitristas en su
totalidad, y los comandantes de frontera se dedicaron a la caza de
“voluntarios”. Emilio Mitre , encargado del contingente cordobés,
escribe el 12 de julio que manda los “voluntarios atados codo con
codo”; Julio Campos, porteño impuesto como gobernador de La Rioja,
informa el 12 de mayo:”Es muy difícil sacar los hombres de la provincia
en contingentes para el litoral…a la sola noticia que iba a sacarse, se
han ganado la sierra”. Los “voluntarios” de Córdoba y Salta se
sublevan en Rosario apenas les quitan las maneas"; el gobernador
Maubecin, de Catamarca, encarga 200 pares de grillos para el contingente
de la provincia. (Revista de la Biblioteca Nacional, XXI, n° 52)
¿Cobardía? Eran criollos que lucharon en Cepeda y Pavón, y bajo las órdenes
del Chacho. No desertaban – como acotan algunos – y lo demostrarán en
1867 alzándose tras Felipe Varela y Juan Saa. Simplemente no querían ir
“a esa guerra”. (JM Rosa Historia Arg.t.VII.pag 140)
Felipe Varela en un manifiesto proclamado por él mismo el 1º de enero de
1868, afirmaba lo siguiente: "En efecto, la guerra con el Paraguay
era un acontecimiento ya calculado, premeditado por el general
Mitre".
Urquiza también tiene problemas para juntar los contingentes, y a pesar
de decirles que la guerra es “contra los porteños”, las divisiones de
Victoria y Gualeguay se niegan a marchar, y López Jordán le escriba a
Urquiza: “Usted nos llama para combatir el Paraguay. Nunca, general;
ese es nuestro amigo. Llámenos para pelear a los porteños y brasileros;
estaremos prontos; ésos son nuestros enemigos. Oímos todavía los cañones
de Paysandú.”
Se recurre inclusive al reclutamiento de mercenarios europeos mediante el
engaño y promesa de tierras como campesinos. Según testimonios de un
integrante de un contingente suizo, se los embarca engañados y se le
retiran los documentos. Al llegar a Buenos Aires son llevados al frente
por la fuerza o encarcelados. (Declaración de un “enganchado siuzo”,
cit.por Chiavanetto: O genocidio Americano. A guerra de Paraguai)
28 de octubre de 1865 – Amotinamiento de reclutas en Catamarca
La tarea que el gobernador de Catamarca, Victor Maubecín, acometió con
mayor entusiasmo durante su gobierno fue la formación del contingente con
que la provincia debía contribuir al Ejército del Paraguay. Guerra
impopular esta de la Triple Alianza.
Tradiciones y documentos nos hablan de la resistencia que demostró parte
de nuestro pueblo frente a la recluta ordenada por el Gobierno Nacional.
Algo decía al sentimiento de nuestros paisanos que esa contienda ninguna
gloria agregaba a los lauros de la patria, y que tampoco existían motivos
para pelear contra un pueblo más acreedor a su simpatía que a su rencor.
En Entre Ríos, los gauchos de Urquiza desertaron en masa, pese a que en
otras ocasiones fueron leales hasta la muerte con su caudillo.
En La Rioja, el contingente de 350 hombres asignado a la provincia se
reclutó entre la gente de la más baja esfera social. Un testigo calificado,
el juez nacional Filemón Posse, explicaba al Ministro de Justicia,
Eduardo Costa, los procedimientos compulsivos que había utilizado el
gobierno local al expresar que “se ponían guardias hasta en las
puertas de los templos para tomar a los hombres que iban a misa, sin
averiguar si estaban eximidos por la ley”.
El método usado para el reclutamiento, tanto como el duro trato a que
fueron sometidos los “voluntarios” durante los tres meses que duró la
instrucción militar, fueron causa de varias sublevaciones. El mismo
testigo señala, a ese respecto, el estado de desnudez de la tropa, lo
cual movía la compasión del vecindario cuando salía a la plaza para
recibir instrucción. “Más parecen mendigos que soldados que van a
combatir por el honor del pueblo argentino”, afirmaba
sentenciosamente, agregando que tal situación suscitó la piadosa
intervención de la Sociedad San Vicente de Paul que les proveyó de ropa
y comida. Acusaba también al gobernador Maubecín de incurrir en una errónea
interpretación del estado de sitio, cuando exigía al vecindario auxilios
de hacienda y contribuciones forzosas para costar los gastos de la
movilización.
La situación que se ha descrito veíase agravada por el trato duro e
inhumano que se daba a los reclutas. José Aguayo, uno de los oficiales
instructores, ordenó cierta vez por su cuenta, la aplicación de la pena
de azotes en perjuicio de varios soldados. Olvidaba o ignoraba, quizás,
que la Constitución Nacional prohibía expresamente los castigos
corporales.
Este hecho motivó un proceso criminal en contra del autor, cuando los
damnificados denunciaron el vejamen ante el Juzgado Federal. Su titular
falló la causa condenando a Aguayo a la inhabilitación por diez años
para desempeñar oficios públicos, y a pagar las costas del juicio. Dicha
sentencia disgustó a Maubecín, quien negó jurisdicción al magistrado
para intervenir a propósito de los castigos impuestos en el cuartel
“a consecuencia de una sublevación”. El gobernador calificaba de
“extraña” la intervención de Filemón Posse y afirmaba que esa
ingerencia era “una forma de apoyo a los opositores sublevados”. El
choque entre el juez y gobernador originó un pleito sustanciado en la
esfera del Ministerio de Justicia y dio materia a una sonada interpelación
al ministro Eduardo Costa por parte del senador catamarqueño Angel
Aurelio Navarro.
Los “voluntarios” se sublevan
El mes de octubre de 1865 llegaba a su término. Faltaban pocos días para
la partida hacia Rosario del batallón “Libertad” cuando un incidente
vino a conmover a la población. La tropa de “voluntarios”, cansada de
privaciones y de castigos, se amotinó con el propósito de desertar. No
es aventurado suponer que para dar ese paso debe haber influido un natural
sentimiento de rebeldía contra la imposición de abandonar la tierra
nativa, a la que seguramente muchos no volverían a ver. Actores
principales de la revuelta fueron poco más de veinte reclutas, pero la tentativa
fue sofocada merced a la enérgica intervención de los jefes y oficiales
de la fuerza de custodia.
Inmediatamente, por disposición del propio Gobernador, jefe de las
fuerzas movilizadas, se procedió a formar consejo de guerra para juzgar a
los culpables. El tribunal quedó integrado con varios oficiales de menor
graduación y la función del fiscal fue confiada a aquel teniente José
Aguayo, procesado criminalmente por el Juez Federal a raíz de la pena de
azotes impuesta a otros soldados.
Actuando en forma expeditiva, el cuerpo produjo una sentencia severa y
originalísima en los anales de la jurisprudencia argentina Los acusados
fueron declarados convictos del delito de “amotinamiento y deserción”.
Tres de ellos, a quienes se reputó los cabecillas del motín, fueron
condenados a la pena de muerte aunque condicionada al trámite de un
sorteo previo. Solamente uno sería pasado por las armas, quedando los
otros dos destinados a servir por cuatro años en las tropas de línea.
Los demás acusados, 18 en total, recibieron condenas menores que variaban
entre tres años de servicio militar y ser presos hasta la marcha del
contingente.
La muerte en un tiro de dados
La sentencia fue comunicada a Maubecín, quien el mismo día - 28 de
octubre - puso el “cúmplase en todas sus partes” y fijó el día
siguiente a las 8 de la mañana para que tuviera efecto la ejecución. Un
acta conservada en el Archivo Histórico de Catamarca nos ilustra sobre
las circunstancias que rodearon el hecho.
A la hora indicada comparecieron en la prisión fiscal, escribano y
testigos. El primero ordenó que los reos Juan M. Lazarte, Pedro Arcadé y
Javier Carrizo se pusieran de rodillas para oír la lectura de la
sentencia. Enseguida se les comunicó que “iban a sortear la vida”
y, a fin de cumplir ese espeluznante cometido, se les indicó que
convinieran entre sí el orden del sorteo y si la ejecución recaería en
quien echara más o menos puntos. En cuanto a lo primero, quedó arreglado
que sería Javier Carrizo el primero de tirar los dados, y respecto de lo
segundo, que la pena de muerte sería para quien menor puntos lograra.
Ajustado que fue el procedimiento, se vendó los ojos a los condenados y
se trajo una “caja de guerra bien templada”, destinada a servir de
improvisado tapete. Cumplidas esas formalidades previas, Javier Carrizo
recibió un par de dados y un vaso.
No cuesta mucho imaginar la dramática expectativa de aquel instante, el
tenso silencio precursor de esa definición. La muerte rondaba sombría y
caprichosa como la fortuna en torno a la cabeza de esos tres hombres. Es
probable que hayan formulado una silenciosa imploración a Dios para que
ese cáliz de amargura pasara de sus labios.
Javier Carrizo metió los dados dentro del vaso. Agitó luego su brazo y
los desparramó sobre el parche... ¡Cuatro!. Tocaba a Lazarte repetir el
procedimiento de su compañero de infortunio. Tiró... ¡Siete!. Las
miradas se concentraron entonces en la cara y en las manos del tercero.
Pedro Arcadé metió los dados en el cubilete, agitó el recipiente y tiró...¡Sacó
cinco!. La suerte marcaba a Javier Carrizo con un signo trágico.
El acta nos dice que se llamó a un sacerdote a fin de que el condenado
pudiera preparar cristianamente su alma. Después de haber sido
desahuciado por los hombres, sólo le quedaban el consuelo y la esperanza
de la fe. El pueblo catamarqueño, que tantas veces fue sacudido por hechos
crueles derivados de las luchas civiles, nunca había sido testigo de un
fusilamiento precedido de circunstancias tan insólitas.
En otro orden de cosas, parece necesario decir que la pena de muerte
aplicada a Javier Carrizo cumplió el propósito de escarmiento que la
inspiraba. A lo que sabemos, no se produjo más tarde ninguna sublevación
del batallón de “voluntarios” Libertad. Conducido por el propio
Maubecín, hasta el puerto de Rosario, llegó a destino y sus componentes
pelearon en el frente paraguayo dando pruebas de heroísmo. Estuvieron en
las más porfiadas y sangrientas batallas: Paso de la Patria, Tuyutí,
Curupaytí y otras. De los 350 soldados que salieron del Valle, el 6 de
noviembre de 1865, solo regresarían 115 al cabo de 5 años. Los demás
murieron en los fangales de los esteros paraguayos.
En el Archivo Histórico de la Nacion, hay una factura de un herrero de
Catamarca, "Por cuatrocientos grilletes para los voluntarios de la
guerra del Paraguay"
Fuente:
Armando Raúl Bazán – La Pena de Muerte por Sorteo en Catamarca
Antook – Reclutamiento en Catamarca (2007).
Todo es Historia – Año 1, Nº 1, Mayo de 1967
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