EL POR QUÉ DE LA PARÁLISIS DE JULIUS EVOLA

por  Eduard Alcántara     

enviado por Centro de Estudios Evolianos - http://www.geocities.com/Athens/Troy/1856/

     Habitualmente no nos paramos a pensar en el hecho de que determinadas cosas que, a nivel físico, nos suceden en nuestro cotidiano discurrir por nuestra existencia terrenal no carecen, precisamente, de conexiones con otros planos que podríamos denominar como sutiles. Así pues, ciertas enfermedades o determinados achaques psíquicos (diríamos que la mayoría y lo afirmamos incluso a expensas de poder quedarnos cortos) tienen su causa más allá del plano en el que –de acuerdo a nuestro poder de percepción-  se manifiestan. Por ello debemos de entender que si buena parte de las enfermedades físicas y/o fisiológicas se deben a trastornos de naturaleza psíquica, al mismo tiempo estos trastornos padecidos a nivel mental acostumbran a ser el resultado de desajustes y desequilibrios que ocurren en un plano más inasible todavía, que es el plano de las fuerzas sutiles que, en el interior del ser humano, se hallan en la base del funcionamiento de todas nuestras funciones fisiológicas. Unos desajustes y desequilibrios que pueden deberse a dos razones. Recorriendo, ahora, este mismo camino en sentido inverso, la primera razón la hallaríamos en alteraciones acaecidas en el plano del mundo psíquico: convulsiones sentimentales, arrebatos incontrolados, pasionalidad desatada, tendencias depresivas,... Y la segunda razón la deberíamos de buscar más allá de nosotros mismos y la encontraríamos en relación a ese mundo nouménico constituido por todo el entramado de fuerzas que explican la armonía y el dinamismo del cosmos. Pues es en consonancia y en armonía con ese mundo nouménico como deben de estar dinamizadas  las fuerzas sutiles del ser humano, ya que si éstas no están armonizadas con sus análogas del resto del cosmos discurrirán a tal fuerte contracorriente que acabarán por desarmonizarse también entre ellas mismas (en nuestro interior). De aquí, pues, la importancia que en el Mundo de la Tradición  se le dio siempre a la realización y correcta ejecución de los ritos sagrados. Ritos que tenían o bien la finalidad de hacer conocer a sus oficiantes cuál era la concreta dinámica cósmica de un momento dado con tal de no actuar aquí abajo contrariamente a dicha dinámica (en batallas, empresas arriesgadas, en la elección del momento de la concepción de la propia descendencia o del momento más idóneo para contraer matrimonio o para coronar a un rey,...) o con tal de poder adoptar las medidas apropiadas para actuar a sabiendas que se hará a contracorriente de ese mundo Superior. O bien estos ritos se efectuaban con la intención de que fuesen operativos, esto es, de que tuviesen el poder de actuar sobre ese mundo Superior para (en la medida en que fuera posible) modificar su dinámica y hacerla favorable –o menos antagónica- a las actuaciones que se quisieran llevar a cabo aquí abajo.

     Vemos, pues, que ningún plano de la realidad se halla desgajado de los demás. Todos se hallan relacionados. Todos están interconectados. A unos los encontramos en la base del funcionamiento de los otros. Unos son el reflejo, en el microcosmos, de lo que sucede en el macrocosmos y si pretendemos que no sea así, si pretendemos que lo de abajo no refleje a lo de arriba, si accionamos para que la Tierra no sea un espejo del Cielo, provocaremos la entrada de lo de aquí abajo en el caos y en la irrefrenable  vorágime de la disolución.

     Tal interrelación nos debe llevar a pensar que no sólo enfermedades físicas o trastornos de la psique tengan su explicación en desajustes acaecidos en otros planos, más sutiles, de la realidad, sino que incluso hasta determinados accidentes y/o sucesos trágicos padecidos por el hombre (o por algún tipo de hombre) puedan tener una explicación que deberíamos de buscar en otros planos de la realidad intangibles para nuestra capacidad sensorial. De acuerdo con el parecer que fue propio del Mundo Tradicional a nadie le debería de extrañar este postulado, por cuanto ya podemos deducir, por lo expuesto líneas más arriba, que un accionar, en el plano terrenal, contrario a las dinámicas cósmicas o ignorante de ellas puede, más que probablemente, provocar tragedias y desgracias de toda índole (catástrofes varias, derrotas militares, fallecimientos, enfermedades, defenestraciones,...).

     Es en este orden de ideas en el que vamos a introducirnos en la tarea de intentar dilucidar si existen posibles explicaciones de orden sutil y/o Superior a las graves heridas sufridas, en el epílogo europeo de la Segunda Guerra Mundial, por Julius Evola; heridas que le provocaron para el resto de su existencia terrena (hasta su deceso el 11 de junio de 1.974), la parálisis total de la mitad inferior de su cuerpo y que le llevaron, consecuente e irremisiblemente, a la silla de ruedas.

     Recordemos que el infausto y trágico suceso acaeció en Viena durante un bombardeo protagonizado por la aviación soviética. La explosión de una bomba provocó la caída de un mueble en la espalda del gran intérprete romano de la Tradición en el momento en el que éste estudiaba los archivos de ciertas organizaciones secretas subversivas. Bien es cierto que ante esta versión unánime de lo acaecido también nos ha llegado otra,  explicada por el Sr.Guido Stucco (1), según la cual Evola caminaba, durante el bombardeo, por las solitarias calles de la capital austríaca en el momento en que una bomba lo arrojó de espaldas contra una barda de madera. Sea como fuere lo cierto es que las heridas provocadas en su columna vertebral resultaron incurables a pesar de los intentos realizados, durante cuatro años, por diferentes especialistas en hospitales de Suiza (donde estuvo tres años convaleciente) y de Bolonia (en donde permaneció uno más antes de regresar definitivamente a Roma en 1.949). Igualmente, también resulta evidente que en las dos versiones expuestas se nos muestra a un Evola que parecía despreciar el peligro. Un Evola que renunciaba a utilizar los refugios antiaéreos (actitud ésta bien cierta). Un Evola que parecía retar al Destino...

     Llegados a este punto precisamos hacer una acotación que concierne a la idea del Destino, pues querríamos aclarar que la Tradición nunca sostuvo la noción de determinismos insalvables. Nunca defendió la idea de que el Hombre diferenciado (aquel que a través del descondicionamiento se convierte en señor de sí mismo para llegar a ser el Hombre Superior o Absoluto) no pudiera sobreponerse a las circunstancias o a los signos de los tiempos. Así pues, la Tradición nunca otorgó carácter fatalista a la noción de Destino.

     Al Destino hay que entenderlo como la concreta dinámica que en un momento dado (de la vida de las personas o de la historia del hombre) es propia de determinadas fuerzas cósmicas (o numens). Ya hemos visto, estrofas arriba, cómo el rito (a través del sacrificio –etimológicamente, ´oficio sacro´) puede llegar a tener, gracias a su poder operativo, la capacidad de modificar, en mayor o menor grado, estas dinámicas que caracterizan el fluir ordenado y armónico de los citados noúmenos. Razón más para desechar la consideración fatalista del Destino.

     Realizada esta acotación indaguemos sobre la causa (o las posibles causas) por la cual Evola pudo querer poner a prueba al Destino e intentemos, antes que nada, fijar en qué consistiría su particular Destino o qué podía ´tenerle preparado´ éste.

 

     Los últimos compases de la segunda gran conflagración bélica estaban mostrando a las claras que no era la hora de los fascismos. Que no era –para mejor hablar- la edad de éstos. Que los tiempos que corrían (en plena decadencia del Espíritu marcada por la Edad de Hierro o Edad del Lobo) no podían más que ser los del triunfo y la hegemonía total de los materialismos en su, por entonces, doble versión: la liberalpartitocrática, plutocrática y demoburguesa, por un lado, y la marxista, por el otro.

     Debido a que los fascismos habían nacido y se habían desarrollado en el seno de este disolvente mundo moderno estaban, desgraciadamente, impregnados de muchas de las escorias inherentes a éste, pero también es de rigor dejar patente que, a su vez, anidaba en ellos un intento de ruptura total con muchos de sus dogmas intocables y basales (materialismo, igualitarismo, democratismo, utilitarismo,...) y que, a menudo, sus modelos a seguir pertenecían al mundo de la Tradición (como la Antigua Roma lo fue para el fascismo italiano; cierto que de una manera más estética y superflua que raigal y esencial). Estas enconadas divergencias con el mundo moderno no podían más que acarrearle su trágico final en una etapa tan poco propicia como para intentar restaurar algún tipo de valor o de estructura acordes o cercanos con la Tradición perdida.

     La aniquilación de los fascismos que tenían ´preparada´ esas fuerzas cósmicas (2) tan favorecedoras (en esta Edad de Hierro o kali-yuga) de procesos disolventes acarrearía, al mismo tiempo y en consecuencia, la eliminación física (tal como acabó aconteciendo) de muchas de las personas que de una u otra manera (y en mayor o en menor medida) se habían posicionado junto a ellos o, incluso, en paralelo a ellos.

     Y es en paralelo a ellos donde encontramos en muchas ocasiones a Evola. Y lo encontramos en paralelo a los fascismos porque desde la distancia que le daba su no adhesión incondicional a ellos pretendió siempre rectificar sus puntos más problemáticos (plebeyizantes, demagógicos, de culto a las masas, a la técnica y al cientifismo,...) para acercarlos lo máximo posible a los parámetros que siempre fueron los propios del Mundo Tradicional.

     Lo que hemos definido como el Destino tenía pues, designado, con mucha probabilidad, un trágico final para la existencia terrenal de nuestro autor, pero no fue la muerte lo que le devino sino que fue la paraplejía en sus piernas...

     Se podría pensar que el Destino quiso que esa bomba soviética le produjera daños irreparables pero que no le matase, pues si Evola hubiera salido ileso de dicho bombardeo la terrible represión acontecida en los meses finales de la IIGM y en los años inmediatamente posteriores a la finalización del conflicto bélico no hubiera tenido conmiseración con un hombre en perfecto estado físico y habría acabado con su vida. Su condición de inválido le salvó, con mucha probabilidad, la vida. Gravemente herido pudieron hacerle cruzar la frontera de Austria para introducirlo en Suiza. Los tres años que pasó, convaleciente, en este país le evitaron padecer los efectos de la dura represión acaecida en la Italia de postguerra. De todos modos su estado físico no fue impedimento para obligarle a pasar medio año (1.950) en la cárcel y para ser sometido a juicio. Pero, no obstante ello, pudo vivir durante varias décadas más hasta su fallecimiento en 1.974. Y este prolongar su existencia el Destino lo podría haber querido para que nuestro autor pudiera seguir legando las doctrinas de la Tradición a todos aquellos que quisieran recoger su mensaje, pues de no haber sobrevivido a la IIGM nos hubiéramos visto privados de joyas tales como la reedición, profundamente transformada, de “El yoga de la potencia” (3) (o, en la versión castellana editada por Edaf, “El yoga tántrico”), “Los hombres y las ruinas”, “Metafísica del sexo” o “Cabalgar el tigre”. Asimismo no hubiéramos podido conocer sus “Orientaciones”, su nueva y también reformada edición de “El tao-tê-king de Lao tsé” por él interpretado, la reedición revisada de los escritos del Grupo de Ur (“La magia como ciencia del espíritu”), su “Fascismo visto desde la Derecha, con notas sobre el Tercer Reich” (“Más allá del fascismo”, en la versión castellana editada por Ediciones Heracles), “El arco y la clava” o su autobibliografia (que no autobiografía) “El camino del cinabrio”. Sin hablar de la multitud de ensayos y artículos redactados en todo este período. El Destino habría querido, pues, que este intasable legado del saber Tradicional pudiera llegar a ser conocido por todos aquellos que fuesen aptos para poder recibirlo y asimilarlo.

     Ahora bien, también podríamos plantearnos que el Destino no le tenía deparado su supervivencia a la IIGM, sino que, por contra, tal como ya hemos señalado con anterioridad, le había incluido entre todos aquellos que morirían –víctimas de la represión institucionalizada o por obra de los partisanos comunistas- a manos de los vencedores del conflicto armado. Nuestro hombre, conciente de ello, lo desafió (al Destino) y se sustrajo de sus designios. Nuestro hombre lo habría retado con sus actitudes temerarias: con su negativa a correr hacia los refugios antiaéreos durante los bombardeos o (recogiendo la otra versión que hemos explicado) con su caminar por las desiertas calles vienesas en los momentos del trágico suceso. Esta actitud desafiante sería muy propia del tipo humano del shatriya (o guerrero) al que Evola tenía como arquetipo personal y doctrinario a seguir por considerarlo el más adecuado para aspirar a cualquier proceso de Reconstrucción (tanto interior -del ser humano- como exterior    –de la Tradición en el mundo). Es asimismo la actitud del Héroe que nada contracorriente de los tiempos de oscuridad en que le ha tocado vivir y que aspira a esta doble vertiente de la Reconstrucción o Restauración. El Héroe que se niega a ser arrastrado por la corriente porque está convencido de que nada puede a su voluntad y de que, por tanto, puede sobreponerse al accionar de las leyes cósmicas. Está convencido de que la libertad que ha conseguido en su interior (su descondicionamiento con respecto a cualquier atadura y determinismo) le ha hecho invulnerable a estas leyes cósmicas, a estos numens; en definitiva, al Destino. No nos debería, pues, parecer nada extraño que esta hipótesis tuviera muchos visos de ajustarse a la realidad de lo que sucedió y de lo que el Tradicionalista romano (de origen siciliano) se propuso.

     Evola, repetimos, habría retado al Destino y se sustrajo a los designios que éste le tenía preparados: la muerte. La parálisis que le provocó este desafío acabaría salvándole la vida.

     René Guénon, en su correspondencia epistolar con Evola, sostiene la idea de que las fuerzas de lo ínfero se habrían “vengado” (al provocarle la paraplejía) de un hombre que se había hecho inmune a ellas; que se había, definitivamente, desatado y liberado de ellas. El Tradicionalista francés creía que al no poder, dichas fuerzas de lo bajo (o que arrastran hacia lo bajo), llevar a cabo su “venganza” sobre el alma de un iniciado (precisamente por estar liberada o en proceso avanzado de liberación) sólo les quedaba ejecutarla sobre el cuerpo. Evola pareció no compartir esta idea, ya que pensaba que no sólo el alma descondicionada sino incluso el cuerpo se hacían inmunes a cualquier influjo de este tipo de fuerzas corrosivas.

     Este desacuerdo interpretativo acaecido entre Guénon y Evola es entendible si consideramos el diferente enfoque que, desde el punto de vista de la palingénesis o transustanciación interior, le otorgan ambos al cuerpo. Guénon parece adherirse a los posicionamientos del Vedânta hinduista, el cial le otorga una condición de falsedad, ilusión o maya al mundo manifestado y, en consecuencia, el cuerpo también comparte esta consideración. Es por ello que una especie de renuncia al cuerpo facilitaría el proceso iniciático. Los ayunos extremos que llevan al cuerpo hasta el borde del colapso serían uno de los métodos a seguir...

     Guénon había llegado a postular que el alma podía iniciar el proceso encarado a la Iluminación o Despertar sin antes haberse descondicionado de todo aquello que la ataba a lo bajo; sin antes haberse convertido en dominadora de aquellos bajos instintos, de aquellas pulsiones e incluso de aquellas turbulencias pasionales y aquellos sentimentalismos cegadores y perturbadores a los que se haya esclavizada como consecuencia de su adscripción a un cuerpo. El autor francés escribía que una vez el alma había arribado a altas cotas de realización entonces podía optar por reencontrarse, si así le placía, con el cuerpo (pues ahora ya no correría peligro de contaminarse con los nefastos influjos deletéreos de éste) o por renunciar definitivamente a la “convivencia” con él.

     Se entiende difícilmente, con estas posturas asumidas por Guénon, el proceso iniciático como aquél que debe de caracterizarse por el arduo y metódico trabajo interior propio del accesis y que tiene como primer objetivo y primera etapa el lograr el autodominio con relación a todo aquello que ata y aliena, pues si esta primera etapa no fuera necesaria (por poderse Despertar el alma autónomamente; desgajada del cuerpo  desde el principio del proceso) podríamos llegar a parangonar este tipo de “vía iniciática” con lo que presuntamente (y falsamente) acontece en los casos de misticismo, en los que la experiencia de lo Superior se reduce al éxtasis producido por una visión cegadora -y de arrobamiento- de lo Alto, sin que antes se haya producido el necesario proceso de descondicionamiento interior que purifica al alma de escorias y que la hace apta para continuar el camino que tiene por finalidad la asunción del Despertar al Conocimiento del Principio Supremo y a la identificación ontológica con él.

     ¿Cómo se puede entender la transustanciación del alma si ésta no ha luchado por fortalecerse en lid contra aquellas fuerzas deletéreas que anidan en el cuerpo (ya que se ha desentendido de éste)? La vinculación entre el cuerpo y el alma es, pues, una condición sine qua non para aspirar a la transustanciación de ésta. Sería, poco menos,  como pretender que se puede culminar la ´obra al albedo´ contemplada por la Tradición Hermética sin haber previamente consumado con éxito la ´obra al nigredo´, que representa la primera fase de este proceso alquímico de transformación interna.

     Este apoyarse doctrinalmente (tal como hace Guénon) en los textos del Vedânta (4)  provoca una especie de rechazo a esa parte integrante de la manifestación que es el cuerpo y representa un desencuentro con las enseñanzas de la Tradición que lo consideran al mismo (al cuerpo en particular y al mundo material en general) como prolongación –eso sí, en estado burdo-, por emanación, del Principio Supremo intemporal, inasible e indefinible que se encuentra en el origen de todo el Cosmos; enseñanzas con las que coincide totalmente la postura defendida por Evola.

     Hasta tal punto vinculaba el italiano el cuerpo al alma que concebía la idea de que las transformaciones experimentadas por el alma a lo largo del camino iniciático acababan reflejándose en el aspecto externo del que las iba llevando a cabo. Así es que la pureza interior conseguida acababa rezumando en rasgos de nobleza y gravitas en el rostro del transformado y la consecución del Despertar le confería un aire de majestad y solemnidad inalterables y sobrecogedoras a los ojos del común de los mortales.

     Un tal cuerpo constituye una unidad armónica con el alma y el espíritu y un tal cuerpo comparte, pues, los “beneficios” de los logros obtenidos por el alma y difícilmente cabría admitir que las fuerzas que arrastran hacia lo ínfero pudieran haberle hecho mella alguna a Evola en su cuerpo en la forma, por ejemplo, de la parálisis de que fue víctima.

    

     Podríamos, ahora, pasar a adoptar otro tipo de enfoque que se posiciona en la convicción de que, tal como el hermetismo postula, a la primera fase del proceso de renacimiento interior denominada como la de la ´obra al nigredo´ se le reconoce el efecto de la llamada ´putrefacción´ o ´ennegrecimiento´ por cuanto se persigue descomponer o eliminar las escorias psíquicas y pulsionales que ensucian, perturban y atenazan al alma y dicho ´ennegrecimiento´ o suelta de escorias (según esta otra postura) podría llegar a materializarse e impregnar el cuerpo con cualquier tipo de enfermedad o lesión como la que, según este modo de entender, habría afectado a Evola en su columna vertebral.

      Esta última interpretación nos echa cabos para que, a su vez, nosotros podamos lanzárselos a ese gran erudito de la Tradición Perenne que fue el rumano Mircea Eliade. Dejaríamos definitivamente zanjadas las reflexiones que hemos vertido teniendo como epicentro a René Guénon para pasar a escuchar y, si cabe, a interpretar a Eliade. Pero lo haremos no sin antes dejar constancia (a pesar de estas críticas vertidas) del inmenso reconocimiento que nos produce el extenso y valiosísimo opus doctrinal que nos ha  legado el autor francés.

     Mircea Eliade sugiere que el hecho de que Evola fuera herido, en su médula espinar,  precisamente a la altura del tercer chakra no debería de escaparse a una interpretación sutil del trágico percance. El rumano no llega a concretar a qué se refiere con dicha afirmación, pero bien es sabido que, según el tantra-yoga, superpuesto a este chakra o centro de fuerzas sutiles se desarrollan, a lo largo de la común existencia de los hombres, manchas en el alma como la ira, la furia o el orgullo (5). El abrir este chakra significaría, para el iniciado que lo lograse, romper las cadenas que le esclavizan a estos concretos baldones que ensucian al alma; controlarlos y acabar dominándolos. El tantra-yoga nos explica que el iniciado debe, a través de la accesis interna, despertar el noúmeno cósmico denominado sakti que en el interior del ser humano recibe el nombre de kundalini. Kundalini es asemejado a una serpiente que hay que despertar para que vaya recorriendo en sentido ascendente, desde el primero hasta el séptimo y último (el de la Iluminación), todos los chakras del hombre para ir abriéndolos y descondicionándolo, así, de toda atadura y sujeción a lo bajo como camino a seguir para coronar la Gran Liberación.

     Podríamos colegir que Eliade puede estar queriendo afirmar que Evola, en 1.945 -en esos estertores de la IIGM en suelo europeo- en su recorrido iniciático habría conseguido emanciparse de todas aquellas ataduras que atenazan al alma y que se encuentran a la altura del primer y segundo chakras, pero todavía no de las que se sitúan a la altura del tercero (6) y así habría acontecido que los numens de lo Alto habrían, por así decirlo, “ayudado” al barón Evola a abrirle definitivamente ese tercer chakra al provocarle el fuerte impacto en esa parte de su columna vertebral.

     Cierto es que también podría deducirse que Mircea Eliade podría estar refiriéndose, por contra, a que al poder presentar Evola una fuerte carga de ira, cólera y orgullo no superados se debería de encontrar comprensible una manifestación externa de estas lacras (en forma de irreparable lesión) precisamente en la zona del cuerpo en donde ellas se concentran. Nosotros, no obstante, no compartiríamos esta posible interpretación.

     No querríamos finalizar este escrito sin dejar de destacar el hecho de que para el ojo profano tan común al mundo moderno no existen posibilidades de interpretaciones de  hechos acaecidos en el plano material que sean capaces (dichas interpretaciones) de sondear y efectuar incursiones más allá de dicho plano, pero que, en cambio, para el ojo del hombre de la Tradición las causas de los acontecimientos y hechos  ocurridos a nivel de lo material hay que buscarlas en otros planos de la Realidad que se encuentran más allá del mundo sensitivo.

     Tampoco querríamos concluir el presente artículo sin invitar a sus lectores a que, antes de decantarse sobre alguna de las interpretaciones expuestas a propósito de la paràlisis de Evola, mediten acerca de cada una de ellas, pues este ejercicio instrospectivo les ayudará, sin duda, a tomar conciencia (más si cabe) de la existencia, y aun casi de la naturaleza, de otras realidades de carácter suprasensible. Sin duda nuestra mente se liberará, de esta manera, por un rato de los enquistamientos materiales, rutinarios y monocordes en los que nos vemos sometidos por la modernidad.

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(1) Guido Stucco es Maestro en Teología Sistemática por el Seaton Hall y es Doctor en Teología Histórica por la Universidad de St. Louis.

(2) Puesto que lo de arriba se refleja abajo y ya que las fuerzas sutiles que constituyen el entramado del mundo manifestado están interrelacionadas entre ellas y es por ello que lo de abajo no debe desentenderse de lo arriba si no quiere provocar su autodestrucción y, en referencia al hombre, su bestialización, puesto que esto es así es por lo que en el ser humano actúan, de la misma manera que a nivel cósmico (e influidas por éste), unas fuerzas (volviendo a usar términos hinduistas: gunas) que favorecen las tendencias del hombre hacia lo Alto (sattva, del sánscrito ´ser´), o bien que le empujan a ser arrastrado, pasivamente, por lo que fluye -por el devenir caduco y perecedero- (rajas) o bien, finalmente, que le succionan hacia lo bajo, hacia lo disoluto (tamas).

(3) Originariamente, “El yo como potencia”.

(4) En su momento ya hubimos hablado sobre estas divergencias existentes, al respecto, entre ambos Tradicionalistas y lo hicimos en un texto al que dimos por título el de “Críticas de Evola al Vedânta”.

(5) Constátese como lo que podríamos denominar como anatomía sutil (tan presente en      diversas ciencias sacras de la Tradición ) coloca en el hígado (no casualmente situado exactamente a la altura del tercer chakra) estas alteraciones de la psique que son la ira, la furia, la cólera y el orgullo.

(6) Acerca de posibles cábalas que se puedan hacer sobre a qué grado de Realización interior habría llegado Evola en el momento de su fallecimiento (en 1.974) nos remitimos a nuestro texto “¡Que nos disculpe Evola!”.

                                                                                 EDUARD ALCÁNTARA                       

                                                                                 SEPTENTRIONIS LUX