Arturo
Jauretche (1901-1974) fue quien sistematizó en su libro Ejército
y política la tensión fundamental de la política argentina,
partiendo de la oposición entre los términos Patria Grande y Patria
Chica. “La política del espacio, es
decir, la preocupación de las fronteras, es la condición primaria de una
Política Nacional”, escribió.
Así, también, en perspectiva histórica señalaba: “Mientras
Brasil puso su acento en la extensión, al igual que los hombres de
nuestra Patria Grande, la Patria Chica se llamó progresista y puso su
acento en la profundidad haciendo predominar la idea del progreso
acelerado sobre la extensión”.
Un buen ejemplo es el de Faustino Sarmiento (1811-1888), paladín de la
“corrección política” a pesar de su gestualidad inconforme, quien
aportó su formidable pluma al progresismo de Patria Chica, en el momento
en que Ejército Nacional, fundado por Julio Roca (1843-1914), se
aprestaba a emprender la más importante política de fronteras de la
historia argentina.
Hoy no estamos tan lejos. El actual afianzamiento de la discursividad
indigenista —siempre funcional a las narrativas sociales
disgregadoras— promueve la execración de aquella campaña que, en un
momento estratégicamente fundamental, incorporó la Patagonia a la
soberanía nacional.
Como un aporte a esta discusión, vamos a publicar una serie de escritos
dedicados a los motivos, circunstancias y contextos de aquel período
crucial.
Comenzaremos con el primero de tres fragmentos de una obra imprescindible
de nuestra historiografía: Argentina —
Chile: una frontera caliente de Miguel Angel Scenna (1924-1981),
tratando de ubicar la interpretación de la campaña roquista en un marco
más amplio del que ofrecen los viejos y nuevos “progresistas”.
LA
DISPUTA POR LA PATAGONIA (primera parte)
por
Miguel A. Scenna
Desde principios de la década, Chile se armaba aceleradamente, hasta
llegar a contar con los más modernos equipos bélicos de Sudamérica. Súmese
a ello un ejercito aguerrido, una situación económica mas brillante que
las de sus vecinos y una conducción nacionalista e imperial de su política
externa (...).
Chile estaba decidido a la expansión territorial, y ya conocemos los dos
campos que tenía en vista: la zona boliviana de Atacama y la Patagonia
argentina.
La guerra era inevitable con uno u otro, y en 1879 pesó más la región
norteña, donde los acontecimientos se precipitaron. Hacía años que
Chile preparaba pacientemente el golpe, favorecido por la desidia con que
el gobierno boliviano mantenía en el abandono esa región desértica,
pero de apreciable riqueza minera, al sur de la cual corría el difuso e
impreciso límite internacional. El descubrimiento de guano, salitre y
nitrato de soda, en la zona, atrajo de inmediato el interés chileno,
iniciándose una doble vía de infiltración: por un lado una creciente
emigración de obreros y braceros chilenos hacia el desierto de Atacama;
por el otro, la inversión de cuantiosos capitales de la misma
nacionalidad para la explotación de las riquezas.
Bolivia, hundida en el pantano de una interminable anarquía, protestó en
varias oportunidades por los avances chilenos, pero la situación política
interna le impidió encarar las cosas de manera eficiente, y la penetración
continuó sin inconvenientes. Cuando se quisieron acordar, en Atacama había
más chilenos que bolivianos.
A su vez, como las condiciones mineras favorables se extendían hasta
territorio peruano, hacia allí comenzó a dirigirse la mirada chilena.
Este enfoque invocó un acercamiento entre Lima y La Paz, y el gobierno
boliviano sugirió al presidente (Faustino) Sarmiento la posibilidad de
una alianza argentino-boliviana, verdadero huevo de Colón para
neutralizar la amenaza chilena, y cuyo premio para Argentina, además de
espantar los fantasmas del sur, sería la restitución de Tarija. Parece
mentira, pero las negociaciones no prosperaron. Da la impresión de que en
Buenos Aires no se había comprendido cabalmente que nuestros aliados
naturales eran aquellas repúblicas norteñas.
En 1873 Bolivia y Perú firmaron un tratado que mantuvieron en secreto,
con fines a la común defensa. La situación de Atacama, con una mayoría
chilena no integrada, dueña del capital y del trabajo, debía desembocar
en la guerra. Un impuesto decretado por el gobierno de La Paz y la
posterior confiscación de una compañía chilena que se negó a pagarlo,
conformaron el casus belli.
El 8 de febrero de 1879 Chile elevó un ultimátum a La Paz, y sin esperar
la respuesta, sus fuerzas armadas invadieron Bolivia y tomaron el día 12
la ciudad de Antofagasta. Rápidamente completaron la ocupación de
Atacama, sin previa declaración de guerra.
Téngase en cuenta que en aquellos tiempos se respetaba la formalidad de
la previa declaración antes de iniciar operaciones. El hecho de empezar y
terminar las guerras sin molestarse en declararlas es cosa de nuestros días.
A principios de este siglo, Japón fue violentamente criticado por atacar
a Rusia sin previo aviso (lo mismo haría en la década del treinta con
China y en 1941 con Estados Unidos), pero ya Chile había empleado el
procedimiento en 1879, logrando con ese golpe fulminante ganar la región
en litigio y colocarse de entrada en situación ventajosa.
Alegando el tratado secreto entre Bolivia y Perú, también embistió a
esta república. El 2 de abril el Congreso chileno autorizaba a declarar
la guerra a ambos países. Las operaciones ya llevaban dos meses de
desarrollo.
La oportunidad perdida
La iniciación de la Guerra del Pacífico aconsejó al gobierno del
presidente (Aníbal) Pinto paliar el conflicto con Argentina, para ganar
su neutralidad. La república trasandina se las podía ver victoriosamente
con Perú y Bolivia juntas, ya que ninguna de ellas podía contender
entonces con Chile, ni política, ni social, ni económica, ni
militarmente. Pero si se sumaba Argentina las cosas podrían ser no tan
seguras. Claro que apenas tenía flota, pero el ejército, numeroso y
aguerrido, estaba recibiendo armas modernas. Además, la lógica enseña
que no deben emprenderse guerras en dos frentes.
(…) Lo cierto es que la Casa Rosada ya había resuelto desentenderse del
asunto, en medio de una situación política interna cada vez más grave,
que amenazaba convertir en guerra civil la sucesión presidencial de
(Nicolás) Avellaneda. Ello a pesar de la fuerte presión interna y
externa que pesaba sobre la Casa Rosada. Bolivia y Perú descontaban la
intervención argentina y nada olvidaron para producirla, desde la
devolución de Tarija hasta la entrega de una buena parte del Chaco y una
salida al Pacífico para nuestro país.
En lo interno, era abrumadora la simpatía popular hacia los países norteños
y desde muchos núcleos influyentes se reclamaba la entrada en guerra para
ayudarlos. El espíritu belicoso llegó a tal extremo que pudo haber
arrastrado a otro gobierno, pero se estrelló contra la firme decisión de
Avellaneda de mantener la neutralidad, si bien ésta jamás fue
expresamente declarada.
No les faltaba razón a los críticos. La Argentina no podía
desentenderse de los acontecimientos que ocurrían en el Pacífico,
facilitando con su quietud la ruptura del equilibrio internacional en
favor de Chile, nuestro eventual enemigo, y para quien éramos la
siguiente víctima. La única explicación coherente de esta actitud es
que la Casa Rosada pensaba aprovechar el conflicto para presionar sobre
Chile y lograr una solución favorable en el sur. Veremos que tampoco había
nada de eso. Los problemas internos, una vez más, habían obnubilado
irremediablemente a nuestros dirigentes. (…)
El camino de los chilenos
Era inútil seguir manteniendo pujas diplomáticas si no se ocupaba real y
efectivamente el inmenso territorio vacío del sur. Desde que, más de
cuarenta años atrás, (Juan Manuel de) Rosas ocupara la línea del río
Negro mandando una avanzada hasta Valcheta, la frontera interna con el
indio había retrocedido de manera alarmante, hasta llegar al centro
actual de la provincia de Buenos Aires. Teóricamente, aquel desierto
estaba bajo jurisdicción argentina, pero en la realidad los únicos dueños
eran las tribus indígenas que lo recorrían y que cada tanto se arrojaban
en malones sobre las poblaciones. Algunos caciques —entre ellos Calfucurá,
que había nacido del lado chileno de la cordillera— se decían
argentinos, pero más valía no confiar demasiado en este tipo de soberanía
por delegación, que podía cambiar de beneficiario en el momento menos
pensado. Sobre todo cuando muchos chilenos —algunos muy influyentes—
se dedicaban a mimar a los salvajes para atraerlos hacia su nacionalidad y
ponerlos al servicio de ella.
Hubo una verdadera organización chilena que lucró largamente con la
hacienda robada en campos bonaerenses. Los malones arrasaban las estancias
pampeanas y se llevaban el ganado tierra adentro. La senda que seguían
hacia el oeste era conocida de mucho tiempo atrás como Camino
de los Chilenos. Pasaba cerca de Olavarría y luego desviaba hacia
el río Colorado, lo atravesaba, bordeaba el río Negro y siempre hacia la
cordillera, llegaban a la actual provincia de Neuquén, atravesaban los
pasos y entraban en Chile, donde los animales eran vendidos a los
hacendados trasandinos. Naturalmente, éstos sabían que , estaban
mercando con ganado robado, pero los pingües negocios que redondeaban no
les permitían detenerse en escrúpulos. La organización se perfeccionó
con los años y de ese modo la hacienda argentina, al llegar a los ricos
pastos de los valles neuquinos, era sometida a un proceso de engorde,
previo a la venta en Chile. Tan importante llegó a ser este tráfico
ilegal, que según afirma Gregorio Álvarez, "su
comercio alcanzaba tal volumen que regulaba el precio de la hacienda en
todo el continente". ¡Nada menos!
Ante tamaña succión de la riqueza argentina, que incidía de manera
letal sobre una economía sacudida ya por una severa crisis, siendo
canciller Bernardo de Irigoyen solicitó a La Moneda que vigilara la
salida de hacienda en su territorio. La respuesta que recibió fue
altamente pintoresca, pues se rechazó el pedido alegando que la
Constitución trasandina garantizaba la plena libertad de empresa…, con
lo cual el robo y el contrabando aparecían inesperadamente bendecidos por
el máximo instrumento legal chileno. Al responder negando validez a esa
tesis, pareciera que por una vez don Bernardo perdió la calma, pues alegó
con razón que los ladrones y sus cómplices no pueden estar protegidos
por la legislación de un país civilizado, siendo absurdo que los
propietarios argentinos damnificados tuvieran que trasladarse a Chile para
tramitar caso por caso ante sus tribunales, con el improbable fin de
recuperar sus bienes.
Pero a Chile le convenía que las cosas siguieran así indefinidamente,
pues en tanto la penetración continuaba a paso firme. Los hacendados
chilenos fueron obteniendo de las tribus indígenas el dominio en arriendo
de una cantidad de valles y praderas neuquinas, y cuando pareció
razonablemente ocupada la zona, el gobierno chileno nombró
silenciosamente un subdelegado en la misma. Claro que sabían que la región
quedaba dentro de los límites argentinos, pero era un hecho consumado, un
ejercicio efectivo de soberanía, que el día de mañana pudiera
permitirle ganar Neuquén entero, donde no aparecía ningún argentino a
la vista. Además, el subdelegado tenía otras misiones: ganar a las
tribus, influir sobre ellas, volcarlas hacia Chile y volverlas contra
Argentina, y para ello presidía una permanente infiltración de indios
chilenos hacia las pampas argentinas. Podían ser útiles de varias
maneras: extender a Chile hasta el Atlántico, perturbar la ocupación
argentina de la llanura central, mantener un régimen perenne de
inseguridad en la frontera interna bonaerense.
Uno de los que señaló el peligro fue el joven general Julio Argentino
Roca, interesado en recuperar esas extensiones para el patrimonio
nacional, antes de que fueran pasto de la ambición extranjera. Así,
escribió:
"Casi todos los caciques de esas
tribus acuden al llamado de las autoridades chilenas y el principal de
todos ellos, Feliciano Purrán, que tiene su residencia en Campanario,
doce leguas al sur del Neuquén, que se titula gobernador y General...,
recibe sueldos del gobierno chileno para hacer sus intereses y las vidas
de sus ciudades... Hay otros caciques que se hacen capataces de hacendados
chilenos y reciben en guarda miles de ganados..."
Tal era la situación al promediar la presidencia de Avellaneda, cuando
Bernardo de Irigoyen exclamaba: "¿Cómo
ha podido gobernarse tantos años así?".
El dilema era de hierro: o de una buena vez se hacía ocupación efectiva
de las inmensas soledades que constituían la mitad olvidada de Argentina,
o se aceptaba el riesgo de desintegración del territorio nacional. No en
vano en 1876 —el mismo año en que Francisco P. Moreno llegó al lago
Nahuel Huapí y desplegó ante sus aguas la bandera argentina—, fuentes
oficiales chilenas aseguraban estar en "posesión tranquila" de
la Patagonia ¡¡hasta el río Negro!!
Había que obrar y rápido, antes de que el tiempo útil se esfumara.
(Continúa en la próxima entrega)
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