LA FAMILIA Y LA SOCIEDAD por Juan Domingo PERÓN “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional” 1974
Pese a los embates de una creciente anarquía de los valores esenciales del hombre y la sociedad que parece brotar en diferentes partes del mundo, la familia seguirá siendo en la comunidad nacional por la que debemos luchar, el núcleo primario, la célula social básica cuya integridad debe ser cuidadosamente resguardada. Aunque parezca prescindible reafirmarlo, el matrimonio es la única base posible de constitución y funcionamiento equilibrado y perdurable de la familia. La indispensable legalidad conforme a las leyes nacionales no puede convertirse en requisito único de armonía. Es preciso que nuestros hombres y mujeres emprendan la constitución del matrimonio con una insobornable autenticidad, que consiste en comprenderlo no como un mero contrato jurídico sino como una unión de carácter trascendente. Si esto es así, nuestros ciudadanos no deben asumir la responsabilidad del matrimonio si no intuyen en profundidad su carácter de misión. Misión que no sólo consiste en prolongar la vida en esta tierra, sino en proyectarse hacia la comunidad en cuyo seno se desenvuelve. Esto implica comprender que, como toda misión radicalmente verdadera, supera incesantemente el ámbito individual para insertar a la familia argentina en una dimensión social y espiritual que deberá justificarla ante la historia de nuestra patria. Tomando en cuenta estos aspectos, es conveniente reafirmar la naturaleza de los vínculos que deben unir a los miembros de la familia. La unidad de ideales profundiza el matrimonio, le confiere dignidad ética, contribuye a robustecer en el hombre y en la mujer la forma de conciencia de la gravedad de su misión, de su nítida responsabilidad tanto individual como social, histórica y espiritual. No cabe duda de que no siempre existe la posibilidad de comprender, espontáneamente, lo que he caracterizado como misión. No es posible prescindir, por lo tanto, de un adecuado proceso formativo que debe definirse crecientemente, y cuya finalidad consiste no sólo en sentar las bases para una misión verdadera y duradera, sino en gestar en la pareja la comprensión radical del sentido último del matrimonio. Este sentido, entendido como misión, se concentra, ya lo he dicho, en una radical dimensión espiritual y en su verdadera resonancia histórico-social. Para que la familia argentina desempeñe su rol social necesario, sus integrantes deberán tener en cuenta algunos principios elementales de sus relaciones. Así, estimo que el vínculo entre padres e hijos debe regirse sobre la base de la patria potestad, no entendida como un símbolo de dominio, sino como un principio de orientación fundado en el amor. El niño necesita de la protección materna para ayudarlo a identificar su función social y para ello es lógico que los padres deben usar la gravitación natural que tienen sobre sus hijos. Por ese camino se contribuirá a consolidar la escala de valores que asegurará para el futuro que de ese niño surja el ciudadano que necesita nuestra comunidad, en lugar de un sujeto indiferente y ajeno a los problemas de su país. Es la solidaridad interna del grupo familiar la que enseña al niño que amar es dar, siendo ese el punto de partida para que el ciudadano aprenda a dar de si todo lo que sea posible en bien de la comunidad. En esto, la mujer argentina tiene reservado un papel fundamental. Es ella, con su enorme capacidad de afecto, la que debe continuar asumiendo la enorme responsabilidad de ser el centro anímico de la familia. Independientemente de ello, nuestra aspiración permanente será que en la sociedad argentina cada familia, tenga derecho a una vida digna, que le asegure todas las prestaciones vitales. Entonces, habrá que fijar el nivel mínimo de esas prestaciones para que ninguna familia se encuentre por debajo de él en la democracia social que deseamos. El Estado tiene la obligación especial de adoptar medidas decisivas de protección de la familia y no puede eludir ese mandato bajo ningún concepto. Olvidar esa exigencia llevaría a la comunidad a sembrar dentro de ella las semillas que habrán de destruirla. No olvidemos que la familia es, en última instancia, el tránsito espiritual imprescindible entre lo individual y lo comunitario. Una doble permeabilidad se verifica entre la familia y la comunidad nacional; por una parte, ésta inserta sus valores e ideales en el seno familiar; por otra, la familia difunde en la comunidad una corriente de amor que es el fundamento imprescindible de la justicia social. Quiero realizar, en fin, una invocación sincera a la familia argentina. Asistimos, en nuestro tiempo, a un desolador proceso: la disolución progresiva de los lazos espirituales entre los hombres. Este catastrófico fenómeno debe su propulsión a la ideología egotista e individualista, según la cual toda realización es posible sólo como desarrollo interno de una personalidad clausurada y enfrentada con otras en la lucha por el poder y el placer. Quienes así piensan solo han logrado aislar al hombre del hombre, a la familia de la Nación, a la Nación del mundo. Han puesto a unos contra otros en la competencia ambiciosa y la guerra absurda. Todo este proceso se funda en una falacia: la de creer que es posible la realización individual fuera del ámbito de la realización común. Nosotros, los argentinos, debemos comprender que todo miembro –particular o grupal- de la sociedad que deseamos, logrará la consecución de sus aspiraciones en la medida en que alcancen también su plena realización las posibilidades del conjunto. No puede concebirse a la familia como un núcleo desgajado de la comunidad, con fines ajenos y hasta contrarios a los que asume la Nación. Ello conduce a la atomización de un pueblo y al debilitamiento de sus energías espirituales, que lo convierten en fácil presa de quienes lo amenazan con el sometimiento y la humillación. A la luz de lo expuesto, acerca de la familia en la sociedad, sólo puede definirse como organizada. Sabemos, por lo tanto, que la integración del hombre en esa sociedad presupone y concreta esa básica armonía que es principio rector en nuestra doctrina. Será, además, eminentemente nacional y cristiana, tomando plena conciencia de que su dimensión nacional no sólo no es incompatible con una proyección universalista, sino que constituye un insoslayable requisito previo. La sociedad que deseamos debe ser celosa de su propia dignidad, y esto sólo es posible si está dotada de una poderosa resonancia ética. El grado ético alcanzado en la sociedad imprime el rumbo al progreso del pueblo, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad. La diferencia que media entre extraer provechosos resultados de una victoria social o anularla en el desorden, depende de la profundidad del fundamento moral. La armonía y la organización de nuestra comunidad no conspirará contra su carácter dinámico y creativo. Organización no es sinónimo de cristalizació n. La sociedad que nuestro Modelo define no será en modo alguno estática. Debe movilizarse a través de un proceso permanente y creativo, que implique que la versión definitiva de ese Modelo, solo puede ser conformado por el cuerpo social en su conjunto. La autonomía y madurez de nuestra sociedad deberá evidenciarse, en este caso, en su vocación de autorregulació n y actualización constante. Y no me cabe duda de que los argentinos hemos ya iniciado el camino hacia la madurez social, pues tratamos de definir coincidencias básicas, sin las cuales se diluiría la posibilidad de actualizar nuestra comunidad. Estas coincidencias sociales básicas no excluyen la discusión o aún el conflicto. Pero si partimos de una base común la discusión se encauza por el camino de la razón y no de la agresión disolvente. Nuestra sociedad excluye terminantemente la posibilidad de fijar o repetir el pasado, pero debe guardar una relación comprensiva y constructiva con su tradición histórica, en la medida en que ella encarne valores de vigencia permanente emanados del proceso creativo de un pueblo que desde tiempo atrás persigue denodadamente su identidad. Es evidente que, en definitiva, los valores y principios que permanecerán como representativos de nuestro pueblo serán asumidos por la sociedad toda o por una mayoría significativa, relevante y estable, a través de las instituciones republicanas y democráticas que según nuestros principios constitucionales rigen y controlan la actividad social. Por último, la libertad y la igualdad, expresadas en nuestra Carta Magna, conservarán plenamente su carácter de mandato inapelable y de incesante fuente de reflexión para todos los argentinos.
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