UNA
RENUNCIA INESPERADA
por
Denes Martos
Cuando
un objetivo te parezca difícil,
no cambies de objetivo;
busca un nuevo camino para llegar a él.
Confucio
El
cristianismo liberal, o más bien eso que se ha dado en llamar
"cristianismo progresista", repite como un mantra la supuesta
necesidad de "cambiar o morir". En parte esto proviene de la unión
de la manía norteamericana por el cambio con la tesis básica del
Progreso liberal, lo cual da por resultado la suposición de que todo
cambio es no solo inevitable sino también necesariamente bueno. [1] La
tesis actual de esta corriente afirma que, desde los años 60 del siglo
pasado, la sociedad occidental ha cambiado; ha repudiado sus costumbres y
sus creencias anteriores, y que el nuevo consenso social se basa sobre la
racionalidad y la tolerancia.
Que la sociedad ha cambiado es un hecho de observación directa que
pertenece al ámbito de la realidad objetiva. Podríamos discutir durante
un buen rato si ese cambio ha sido – o no – positivo. Pero lo que en
todo caso faltaría aclarar es qué tiene que ver la religión con el
consenso social. O también podríamos formularlo de otra manera: ¿por qué
la religión tiene que depender del consenso social? De parte de los
progresistas liberales la respuesta a esta última pregunta es que, si hay
un divorcio entre el consenso social y la religión, entonces la religión
se muere.
Y eso es falso.
Por de pronto, aclaremos una cosa básica: la religión, cualquier religión,
no es un menú gastronómico del cual cada uno puede elegir el plato que
quiera, agregarle el aderezo que más agrade a su paladar y hasta barrer
fuera del plato lo que casualmente no le gusta o ese día no tiene ganas
de consumir. La religión, cualquier religión, establece una relación
del Hombre con Dios y es directamente ridículo pretender que la forma de
esa relación, con sus condiciones y con sus normas, la determine
cualquiera según sus preferencias y caprichos. Ninguna religión está
sujeta a lo que "me gusta" y a lo que "no me gusta";
mucho menos a lo que "me parece". La religión se relaciona con
la búsqueda de Dios y el intento de comprender la voluntad de Dios a través
de la Fe y a través de la palabra de Dios. Y Dios no es un protagonista
de debates televisados con el que se puede discutir de cualquier cosa, de
cualquier manera y solo porque a alguien se le ocurrió una idea opinable.
Mucho menos es un mandatario democrático al que se le pueden imponer
condiciones para el ejercicio del poder. Dios no es Dios porque una mayoría
aleatoria de personas lo ha votado en pasadas elecciones. En ninguna
religión conocida el Creador se ha constituido en tal luego de una campaña
electoral y por el libre sufragio de los seres humanos. Consecuentemente
la religión no es una construcción intelectual democrática y no tiene
por qué serlo en absoluto.
Es cierto que, en un ámbito cultural de cierto nivel para arriba, se
puede opinar sobre la religión y hasta filosofar sobre ella. Existe, sin
duda alguna, una "opinión cultural", filosófica, sobre las
religiones, la religiosidad del ser humano en general e incluso sobre tal
o cual religión en particular. Hasta podríamos llegar a diferenciar las
religiones propiamente dichas de varias filosofías morales que
vulgarmente se consideran religiones y que, estrictamente hablando, no lo
son. Pero todo eso no invalida que, en esencia, ninguna religión se ha
construido con las casuales opiniones que los fieles tienen sobre lo que
debería ser la religión o sobre cómo uno debería relacionarse con Dios
atendiendo a la moda social, a la ideología imperante, o a una simple
suposición personal. Una religión constituida no es materia de simples
opiniones vulgares y, por consiguiente, el dogma de una religión
constituida no es materia libremente opinable. En especial no lo es por
parte de quienes ni siquiera han estudiado a fondo ese dogma y muy
especialmente no lo es el dogma católico que es un muy complejo edificio
construido sobre los fundamentos establecidos por la Revelación y a lo
largo de más de 2.000 años por centenares de santos y hombres de una
formidable erudición.
La otra falacia es que una religión que no se adecua a las corrientes de
opinión masivamente imperantes puede morir por falta de consenso social
y, en consecuencia, por falta adherentes. Para empezar, la Verdad no deja
de ser Verdad si en un momento dado la afirma solo una minoría. La Verdad
sencillamente no es producto del consenso mayoritario, por eso es que
quienes quisieran destruir la religión se ven forzados a relativizar la
Verdad como primera medida. Y ya que estamos apuntémoslo de paso: por eso
es que Benedicto XVI ha insistido tanto durante toda su vida en combatir
la falacia del relativismo racionalista cuya única verdad es que toda
verdad sería relativa, lo cual además de falso es un contrasentido
porque una verdad relativa ya no puede ser verdad en el sentido estricto
del término que es el único sentido que le interesa a una verdadera
religión.
Pero aparte de eso y específicamente en el ámbito cristiano, es obvio
que muchos han concebido las reformas religiosas, especialmente las
orientadas a la "liberalización" de ciertas normas, como un
objetivo para lograr el aumento del número de fieles. En esto, lo primero
que llama poderosamente la atención es que las recomendaciones de
"apertura" provienen en buena medida de ámbitos liberales de
izquierda que son militantemente ateos anticristianos y, muy
especialmente, anticatólicos.
Sea como fuere, los anglicanos-episcopales norteamericanos aceptaron esas
recomendaciones. Así les fue. El historiador norteamericano Tim Stanley
señala que la iglesia episcopal norteamericana se parece hoy más a una
secta hippie que a una congregación religiosa. [2] Tal como lo expone
Ross Douthat en un artículo del New York Times de mediados del 2012, los
episcopales adoptaron prácticamente todas las "recomendaciones"
de los gurúes y teólogos liberales de izquierda: se volvieron flexibles
hasta volverse indiferentes al dogma, aceptaron la liberalidad sexual en
casi cualquiera de sus formas, consintieron la unión matrimonial de
homosexuales, se mostraron dispuestos a fusionar el cristianismo con otras
religiones y restaron prácticamente toda importancia a la teología en
favor de causas sociopolíticas seculares. ¿El resultado? Durante la década
del 2000/2010 ni una sola diócesis episcopal experimentó un aumento en
el número de fieles y, lo que es peor, en términos generales la
participación real en la vida de esa congregación disminuyó en un 23%.
[3] No es en absoluto infundado lo que Douthat señala: "Como
resultado, hoy la Iglesia Episcopal tiene aproximadamente el mismo aspecto
que tendría el Catolicismo Romano si el Papa Benedicto XVI hubiera
adoptado súbitamente todas las reformas con las que los gurúes y los teólogos
liberales han presionado al Vaticano." [4]
Es muy cierto que la Iglesia Católica también atraviesa una crisis de
vocaciones y de fieles, especialmente en Europa, pero ya que mencionamos a
los EE.UU. es ilustrativo poner el fenómeno en contexto y comparar, por
ejemplo, lo arriba expuesto con el resto del ámbito norteamericano.
William Briggs, profesor adjunto de Ciencia Estadística de la Universidad
de Cornell hizo precisamente eso. Lo que las cifras demuestran es que no
solamente los episcopales norteamericanos están en franco declive; a las
otras denominaciones protestantes les ha ido aun peor. La feligresía de
los metodistas y los presbiterianos, por ejemplo, ha caído en picada. Los
que se mantienen e incluso crecen son los evangélicos de la Convención
Bautista del Sur y los pentecostales de las Asambleas de Dios. Y, asómbrense
ustedes: los números demuestran que la Iglesia Católica norteamericana
se sostiene y hasta crece, aun a pesar de todas sus crisis y dificultades
internas. [5]
Más asombroso todavía para quienes no disponen de otra información que
la que transmiten los medios masivos convencionales es que, si se
considera la distribución territorial de las denominaciones religiosas
con el mayor número de fieles, el catolicismo norteamericano no está muy
lejos de poder ser considerada como la Iglesia nacional de los Estados
Unidos. El predominio de los grupos católicos – seguidos por los evangélicos
– es claramente visible sobre el mapa de la distribución territorial de
las comunidades religiosas norteamericanas. Por qué esta fuerte presencia
católica-evangélica no se refleja en la política norteamericana ni en
los productos culturales de la sociedad estadounidense es, por supuesto,
harina de otro costal. La élite plutocrática yanqui, que es la que
ejerce el verdadero poder en ese país, no se caracteriza precisamente por
la sinceridad de su cristianismo y la parte más influyente de ella ni
siquiera es cristiana.
Y no solo los datos de la sociedad norteamericana demuestran lo dicho.
También en otras sociedades ha sucedido exactamente lo mismo y el caso
europeo es aun más dramático que el norteamericano. Cuando Benedicto XVI
nombró al decididamente "conservador" André Joseph-Léonard
como primado de Bélgica en el marco de los graves sucesos de pedofilia,
todo el espectro liberal y hasta el gobierno belga pusieron el grito en el
cielo. Así y todo, las autoridades laicas belgas hicieron lo imposible
por "ganarle de mano" al primado en la investigación de los
casos para quitarle todo posible mérito en esa operación de limpieza
dentro de la Iglesia. Muy pocos admitieron la racionalidad del
nombramiento: Benedicto XVI no solo decidió proceder sin concesiones en
ese caso sino que aplicó un simple y concreto – hasta podríamos decir
científico – criterio estadístico. Antes de ser nombrado primado, en
la diócesis del conservador e "intolerante" Joseph-Léonard había
más nuevos seminaristas que en todas las demás diócesis juntas. Frente
a esto, la Iglesia holandesa, que había adherido con entusiasmo al
vanguardismo progresista y a la apertura en todos los frentes, casi terminó
suicidándose.
La interpretación de estos hechos concretos no es sencilla pero, en todo
caso, el fenómeno en sí contradice todas las teorías progresistas.
Sencillamente no es cierto que los cambios propuestos por el progresismo
liberal contribuyen a evitar la pérdida de la fe y el vaciamiento de las
iglesias. Todo lo contrario; la experiencia demuestra que el efecto
producido es exactamente el inverso: a más "liberalización",
menos concurrencia, menos vocaciones religiosas y menor compromiso real de
los fieles.
Más allá de las interpretaciones posibles, lo que los hechos objetivos
demuestran es que, para volver a llenar las iglesias, no sirve de nada
aplicarle a los dogmas religiosos el dogma revolucionario de la Revolución
Francesa. En primer lugar no sirve porque ese dogma, en su versión
liberal ya tiene por lo menos doscientos años de antigüedad y ciento
cincuenta en su versión marxista, con lo que puede presumir de muchas
cosas pero difícilmente de ser algo novedoso. Un "progresismo"
basado en ese dogma constituye de hecho el extraño caso de un "progreso"
que implica un estancamiento intelectual de dos siglos en la Historia de
Occidente.
Ése es, justamente, uno de los problemas básicos no resueltos de nuestro
actual sistema sociopolítico: la postmodernidad (y hasta la
post-postmodernidad) simplemente no ha adecuado satisfactoriamente sus
doctrinas, sus ideologías políticas y sociales a los requerimientos del
Siglo XXI. En consecuencia, no ha adecuado sus instituciones sistémicas y
gubernamentales a las realidades de un mundo que es completamente
diferente de aquél para el cual fueron diseñadas en su momento. Dejando
de lado ahora el análisis de qué tan eficaz y eficiente fue ese diseño
original de hace más de dos siglos, lo obvio y evidente es que hoy ya
resulta obsoleto y sólo una impresionante serie de hipocresías, de
artificios institucionales y de sofismas mediáticos consigue a duras
penas mantenerlo vigente en forma artificial.
En buena medida – aunque no por completo – esto explica también el
fracaso de la "liberalización" religiosa. Es que la gente no va
a la iglesia para que desde el púlpito le digan lo mismo que le dicen los
periodistas en los diarios y revistas o por radio y televisión. No va
para que un cura le diga lo mismo que le dice un político del cual el
electorado ya desconfía de todos modos y por el cual siente cada vez
menos respeto. Va para escuchar algo concreto, sólido, coherente y, sobre
todo, para escuchar una Verdad que no pueda ser relativizada por las
peregrinas opiniones de cualquier advenedizo. En un mundo que insiste en
relativizar todos los valores nadie se siente atraído por un cristianismo
dubitativo que exhibe una permanente imprecisión y que es capaz hasta de
pedir disculpas por su propia existencia. ¿Por qué habría alguien de
tener fe en una Verdad relativizada por quienes ni siquiera tienen fe en sí
mismos?
Y la des-sacralización de la liturgia solo empeora las cosas. Las
ceremonias de una Iglesia no son un show para diversión y entretenimiento
de los feligreses. Pretender que la liturgia religiosa se convierta en un
espectáculo divertido implica destruir por completo la misma razón de
ser de la liturgia o, como mínimo, convertirla en algo completamente
inocuo, intrascendente y banal. A la iglesia la gente no va a divertirse.
Va a reflexionar, a meditar, a ponerse en contacto con lo trascendente.
Eventualmente incluso a aprender algo. Si es por pasar el rato de una
forma agradable, la sociedad actual ofrece diez mil otras formas de
hacerlo con menor esfuerzo, con menor compromiso y probablemente hasta con
mayor amenidad mundana.
Lo que el ser humano actual necesita no es que venga alguien que le diga
que todas las debilidades humanas, todas esas pequeñas miserias que todos
tenemos, son algo intrascendente que en realidad no importan demasiado.
Mucho menos necesita que le digan que en realidad son valores relativos,
inherentes a la naturaleza del Hombre y disponibles a una libre elección
preferencial, a los cuales hay que aprender a tolerar y con los cuales hay
que aprender a convivir. Lo que el confundido y desconcertado ser humano
del Siglo XXI necesita es una orientación concreta, firme y unívoca.
Necesita respuestas claras y comprensibles a las complejas preguntas que
plantea un mundo notoriamente confuso que pretende darle mayor vigencia a
las opiniones que a los valores y pone el mayor de los énfasis en la
relativización a ultranza de cualquier cosa que pueda llegar a ser
siquiera parecida a un valor trascendente.
Joseph Ratzinger ha anunciado su renuncia.
En todos los medios que han aparecido estos últimos días la gran
pregunta que todos se hacen es ¿por qué lo habrá hecho? ¿Qué
significará exactamente esa "falta de fuerzas"? ¿Será la
inevitable falta de fuerzas biológicas en un hombre de 86 años o la
falta de fuerzas estratégicas y tácticas de un Papa incomprendido?
La salud de las personas que pertenecen a la generación que soportó la
Segunda Guerra Mundial y toda la ordalía de la postguerra no suele ser la
mejor, especialmente a esa edad. Eso es cierto. Pero aun considerando ese
factor y el antecedente de la penosa imagen de Juan Pablo II en sus últimos
días, un Papa debería tener a su lado suficiente cantidad de personas de
confianza en cuyas manos debería poder depositar los trámites más
desgastantes y la rutina de todos los días. Una maquinaria burocrática
como la vaticana, aceitada por milenios de experiencia y trayectoria,
tendría que tener la posibilidad de funcionar casi en piloto automático
una vez recibida la orientación principal y, en todo caso, tendría que
tener la capacidad de quitar de los hombros de una persona de 86 años
aquellas funciones administrativas y de gestión que no hacen a la
estrategia fundamental de la institución.
Si eso no es así, si eso no es posible, entonces algo muy serio está
sucediendo en Roma y uno no puede menos que pensar en los remezones del
Concilio Vaticano II.
Las consecuencias de ese Concilio siguen dividiendo aguas en el Vaticano y
en toda la Iglesia. Lo que sucede es que algunos concibieron al Concilio
como un punto de partida, otros como un punto de llegada. En cuanto a las
reformas y al "aggiornamento" de la Iglesia algunos
interpretaron que se trataba tan solo del principio y que se podía – y
hasta se debía – seguir reformando, modificando y cambiando a partir de
allí. Otros, por el contrario, entendieron que se trataba nada más que
de una "puesta al día" la cual, incluso, podía contener
algunos errores a corregir con el tiempo pero que de ninguna manera
representaba, ni debía representar, una ruptura con una tradición dos
veces milenaria. A los primeros se los etiquetó de "progresistas",
a los segundos de "conservadores". Mientras el progresismo
interpretó el Concilio como un tren al que se le podían ir agregando
vagones casi a placer, los conservadores se dieron cuenta de que ese tren
ya tenía el largo máximo que la locomotora de la Iglesia podía todavía
arrastrar. Y el tren hasta necesitaba ser optimizado para no sobre-exigir
a la locomotora y dislocar todo el convoy.
Eso es lo que buena parte de la burocracia eclesiástica nunca le entendió
a Benedicto XVI.
Ojalá lo entienda su sucesor y a todos los demás no les quede más
remedio que entenderlo también.
1 )- Véase por ejemplo el libro del obispo anglicano-episcopal
norteamericano Why Christianity Must Change or Die (Por Qué el
Cristianismo Debe Cambiar o Morir) publicado en 1998.
2 )- Cf.
The Telegraph del 24/07/2012
3 )- Cf.
Archivo de la Iglesia Episcopal .
4 )- Cf.
New York Times del 15/07/2012
.
5 )- Cf. El
blog de William M. Briggs
17/07/2012 - Para una correcta evaluación de este crecimiento, sin
embargo, habría que considerar y evaluar la influencia de la inmigración
mejicana y latinoamericana en general.
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