Después de la pateadura electoral recibida el
28 de junio que —como en los peores circos— padeció el payaso en
ambas nalgas hasta caer desdorosamente de bruces; después incluso de la
frustra cuanto burlesca incursión punitiva de Cristina contra los
golpistas hondureños, sólo comparable en ridiculez al presunto rescate
de Betancourt entre la selva colombiana, protagonizado por Néstor;
después de tanta porcina a que no
puede bastar cuenta cierta —como dirían las coplas de
Manrique— el oprobio mayor de la dupla kirchnerista fue la noticia del
escandaloso incremento de sus riquezas, calculado en cifras siderales
precisamente durante estos últimos años de manejo incondicional del
poder.
Centremos el hecho en sus justas medidas. Lo que hace abominable la
fortuna de estos personajes no es la riqueza en sí misma, que podrían
tener legítimamente y disponer con generosidad encomiable, sino la
sumatoria de al menos tres factores, a cual más ignominioso.
El
primero es la certeza de que en el origen y en la acumulación de tanto
capital se dan cita la rapiña, la usura, la codicia descontrolada y los
negocios turbios, exitosamente consumados por el uso privado de los
controles públicos.
El
segundo es el cinismo cruel, propio de las tiranías, de declamar una
política inclusiva, en pro de los necesitados o menesterosos y
contraria a todo atropello imperialista, mientras la vida que llevan los
tales declamadores ya no es la propia de prósperos burgueses sino la de
impunes y reincidentes ladrones.
El
tercer factor sublevante, al fin, es que esta pavorosa oligarquía
exhiba con desparpajo los frutos abundantes de su “balanza
dolosa”, como la llama la Escritura (Proverbios, 20, 23),
mientras en el pueblo común, al que dicen representar, crezca la
estrechez de recursos, amén de la triste marginalidad de los ejércitos
errantes de cartoneros y mendigos.
Cuando
la fortuna privada de los gobernantes era pequeña, dice
Horacio en su Oda XV, y la de todos
grande, Roma conoció la grandeza de sus políticos austeros.
El despotismo, contrariamente, reserva la opulencia para la clase
gobernante y relega a la sociedad a condiciones lastimosas. Inicua
paradoja de estas izquierdas progresistas, seducidas por el oro y los
intereses de la plutocracia.
Si un
resto de justicia quedara en la deshecha patria, va de suyo que los
Kirchner deberían ser encarcelados con prontitud, y juzgados duramente
por las innúmeras vilezas cometidas. En la perspectiva jurídica
castrista o chavista que tanto admiran, hechos de esta índole, incluso,
podrían superar el castigo de las rejas por el irrevocable de una pena
sin retorno. Aquí, por cierto, nada de esto ocurrirá, y quienes le
sucedan a los esposos rapaces serán de la misma naturaleza que ellos,
pelajes más, cirujías menos. No resoplará su inexorable sentencia
ninguna voz catoniana. Como mucho se escucharán los versos de Cadícamo:
“El ladrón es hoy decente, y a
la fuerza se ha hecho gente, ya no encuentra a quién robar”.
Algo
podemos y debemos hacer nosotros. Existir, diríamos escuetamente, si se
nos permite explicar el giro verbal. El que ama le dice al amado: es
bueno que existas, porque toma partido por la existencia del amado, según
añeja enseñanza de Santo Tomás (“Suma
Teológica”, II, II, 25, 7). Otrosí pasa con el que odia:
tiene por malo la sola existencia del odiado.
Pues bien, los enemigos de Dios y de la Patria sufren con nuestra sola
presencia, convertida en dedo acusador de sus malandanzas. Basta
enterarse de las cosas que escriben sobre nosotros, y de las amenazas
con que creen amedrentarnos. Entonces, existir, resulta hoy, frente al
mundo, un verdadero desafío. Pero para eso, hemos de tener en claro qué
significa existir. Algo nos dijo al respecto José
Vasconcelos: “Nacer no es sólo
venir al mundo, en que juntas persisten y se suceden la vida y la
muerte; nacer es proclamarse; nacer es arrancarse de la masa sombría de
la especie, quererse ir, levantarse”. Si existimos de este
modo, ya nuestra sola existencia es signo de contradicción y piedra de
escándalo. Si existimos de este modo militante, ellos y nosotros nos
sabemos de sobra que apenas somos vencidos
provisionales, como gustaba repetir León Degrelle.
Mucho
ha de regirnos en la hora lo que nos enseñó el Señor: “Cuando
estas cosas comenzaren a suceder, cobrad ánimo y levantad vuestras
cabezas” (San Lucas, 21, 28). Es casi una orden castrense
para adoptar una posición militar y combativa. ¡Cobrad
ánimo y levantad vuestras cabezas! Te lo juramos, Señor.