CAMBIO DE RUMBO

por Denes Martos

 

Con las próximas elecciones presidenciales apareciendo sobre el horizonte político de la Argentina quizás valdría la pena analizar la posibilidad de un cambio de rumbo. No precisamente desde la perspectiva de los adoradores del cambio que juran que todo cambio es tan necesario como inevitable y, es más, hasta insisten machaconamente en que el cambio es algo bueno de por sí. Porque, según dicen, obliga a “renovarse” y, como todo el mundo sabe, se supone que lo “nuevo” es siempre muchísimo mejor. Pero aun dejando esas tonterías marketineras de lado, es bastante obvio que la Argentina está ya madura para, al menos, replantearse unas cuantas cosas.

Porque hay muchas, demasiadas, cosas que decididamente andan mal. Por de pronto, la actitud general de los políticos ante justamente esas cosas que andan mal. Tomemos, por ejemplo, algo tan obvio y evidente como la inflación. Las dos actitudes que podemos observar frente al fenómeno son realmente típicas de los políticos que tenemos.

El gobierno sencillamente opta por la negativa. Según el INDEC, Guillermo Moreno y la Casa Rosada, no hay inflación. Todo está fenómeno y sólo hay una pequeña “dispersión de precios”. Por lo tanto, parece ser que el criterio de esta parte del espectro político es que podemos solucionar un problema mediante el simple expediente de negar su existencia.

La oposición, por su lado, se rasga las vestiduras denunciando la existencia de una inflación real de entre un 20 y un 30% anual (por ahora) y escandalizándose por la manipulación más que evidente de los datos en la metodología adoptada por el INDEC. Pero, más allá de poner el grito en el cielo y de criticar el “modelo” del gobierno, la oposición no ha impulsado ninguna solución coherente, real y concreta al problema. Por lo tanto, parece ser que el criterio de esta otra parte del espectro político es que podemos solucionar un problema mediante el simple expediente de denunciar su existencia y discutir hasta el día del Juicio Final las mil posibles alternativas.

De modo que, realmente, creo que sería hora de cambiar de rumbo porque, si ante los problemas seguimos aplicando el método de negar su existencia o discutir in aeternum su solución, al final me temo que esos problemas terminarán explotando de un modo o de otro y a esa explosión tampoco la vamos a resolver con políticos que seguramente se pasarán el día echándose la culpa los unos a los otros. Porque, como todos sabemos, en el ámbito político argentino el encontrar a un culpable siempre ha sido muchísimo más importante que hallar una solución.

Lamentablemente, cambiar de rumbo nunca es fácil. Cuando una persona se ha acostumbrado a determinada orientación – y más todavía cuando se ha comprometido con esa orientación – se resiste a abandonarla. Por un lado, el abandonar el sendero habitual, siempre se percibe como algo incómodamente riesgoso; por el otro lado, abandonar algo con lo que uno se ha comprometido equivale siempre a reconocer que el compromiso fue un error. 

Por ello, en principio a nadie le encanta la idea de cambiar de trayectoria y los cambios de dirección siempre resultan traumáticos. Hasta en el mundo material se puede observar un fenómeno muy similar. Todos los objetos del universo tangible poseen masa y la masa es esencialmente pasiva. “Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por una fuerza externa que actúe sobre él.” Es la clásica primera ley de Newton que conoce cualquier estudiante de física. Poniéndolo en términos algo más filosóficos, su equivalente sistémico vendría ser algo así como “el ser abandonado a sí mismo tiende al no ser” ya que se deja arrastrar hacia abajo por el tobogán entrópico de la termodinámica hasta que, finalmente, alcanza un estado de desorden y de desestructuración al cual, desde la antigüedad griega, llamamos “caos”.

Es realmente sorprendente cómo los griegos, al menos en el plano de los conceptos abstractos, se adelantaron en más de veinte siglos años a las actuales teorías científicas de nuestras ciencias “duras”. Por ejemplo, ya sabían que la decadencia y la descomposición de una comunidad humana comienzan con muy pequeñas modificaciones en las profundidades de la conciencia, con lo que prefiguraron nuestra moderna teoría del caos según la cual, en los sistemas de equilibrio dinámico, muy pequeñas modificaciones pueden llegar producir enormes consecuencias. Al quiebre del orden interno del espíritu, ya sea individual o social, los griegos lo llamaban “anomia” y a la segunda fase de este estado la conocían como “anarquía”. Esta segunda fase se caracteriza por la manifestación en el ámbito humano de la descomposición del orden natural que los helenos consideraban como algo sagrado; es decir: intocable. En este estado final anárquico, el orden natural o bien desaparece por completo, o bien se mantiene por medios artificiales con lo cual lo que se obtiene es tan sólo un orden formal; es decir: la apariencia de cierto orden que encubre – con mayor o menor éxito – la anarquía subyacente.

Tal como lo demuestra la Historia de todas las civilizaciones anteriores a la nuestra, si este rumbo se mantiene, lo que ocurre al final es la decadencia irreversible que, a su vez, culmina en el caos de la descomposición final.

Si analizamos ahora el rumbo del “movimiento rectilíneo y uniforme” de la política argentina de la(s) última(s) década(s) no es muy difícil darse cuenta de que su orientación es hacia un caos suicida. Por supuesto, es muy difícil determinar con exactitud en qué punto del plano inclinado entrópico de la anomia, la anarquía y el caos nos encontramos en la actualidad. Mi opinión personal – y, por supuesto, nadie tiene la obligación de estar de acuerdo conmigo – es que estamos más o menos a mitad de camino entre la anomia y la anarquía. O, quizás, un poco más cerca de la anarquía que de la anomia. Y seguiremos moviéndonos en la dirección del caos total de un modo rectilíneo y uniforme mientras, por un lado neguemos la existencia de las fuerzas que impulsan el movimiento y, por el otro lado, sigamos en la esterilidad de discutir ad infinitum cuales serían esas fuerzas en absoluto y qué se supone que deberíamos hacer con ellas. En algún momento, alguien tendrá que tener el coraje de poner las cosas en su lugar y llamarlas por su nombre, por más políticamente incorrectos que sean esos nombres y por más antipático que sea el ponerlas en el lugar que les corresponde.

Dejando de lado ahora a Newton, a los griegos y a la física, en la actualidad ya es inocultable que la Argentina está a la deriva. La política argentina se parece a un barco que se deja llevar por la correntada de un río mientras su capitán y sus primeros oficiales se dedican a la improvisación y a las discusiones estériles. El nunca definido ni concretamente explicitado “modelo” del gobierno se basa en una nebulosa ideológica que, en los hechos, se limita al proverbial hacer lo que se nos ocurre, cuando se puede, porque se puede y si conviene o no hay más remedio. La llamada oposición, a su vez, se limita a criticar lo que salió mal, a callar lo que salió bien y a armar un escándalo sobre lo que el gobierno no hizo, porque no se le ocurrió, o porque no quiso, no pudo, no supo, o no le convenía hacerlo. De este modo, mientras en el gobierno y su entorno están ofendidísimos por el hecho de que la oposición no les reconoce los logros y les critica todos los fracasos – además de todas las improvisaciones y todas las corruptelas – los miembros de la oposición se pelean entre sí por el premio al mejor criticón. En buena parte, obviamente, debido la envidia que despierta el quedar siempre fuera de las corruptelas.

No falta, claro, quien señale que precisamente este juego dialéctico de críticas y contracríticas constituye la esencia de la democracia. Pues si lo es, no estaría de más que, mientras duran los torneos dialécticos, al menos alguien le diga al timonel qué tiene que hacer. Alguien debería por lo menos velar por la conservación de la nave mientras discutimos adonde demonios queremos llegar. Porque así como están las cosas, el timonel no tiene ni idea de qué rumbo tomar. Más aun: últimamente estoy empezando a sospechar que el barco llamado Argentina ya ni siquiera tiene timonel.

El problema básico está en que, en lugar de dejarnos llevar por la corriente, tendríamos que girar el barco ciento ochenta grados y empezar a navegar río arriba. Tanto la correntada demoliberal de “derecha” como la socialdemócrata de “izquierda” nos arrastran a un rumbo de colisión.

Los liberales persiguen su sueño de reducir al Estado a su más mínima expresión administrativo-burocrática para dejar el campo libre al zorro financiero libre dentro del gallinero social libre. Dicho sea de paso: al día de hoy sigo sin entender por qué a esto ahora se lo llama "derecha" cuando todas las verdaderas corrientes de derecha que ha conocido la Historia han propugnado exactamente lo contrario. Tanto José Antonio Primo de Rivera como Ramiro de Maeztu – para nombrar sólo a dos y del ámbito hispano – hubieran sacado carpiendo a cualquiera que les hubiera propuesto reducir el Estado para cederle el terreno al capitalismo.

Por su parte, los marxistas, en más de 150 años en ningún lugar del planeta consiguieron organizar un Estado perdurable que funcionara realmente bien. A pesar de eso, insisten en proclamar que todo se solucionaría desatando una guerra de clases en la cual quienes menos tienen simplemente eliminarían a los que más tienen. En su versión vernácula, esta propuesta de cambio por la vía de la guerra civil la tenemos en esa izquierda setentista y su delirio de convocar a “las masas” para una aventura revolucionaria que elimine a “la oligarquía”. Y, dicho sea de paso otra vez: lo que en esto no termino de entender es por qué se lo llama "progresismo". La idea de conquistar al Estado lanzando a "los pobres" contra "los ricos" es el truco más viejo de la demagogia política. Lo inventaron los políticos griegos y romanos hace ya más de 2.000 años. Nota al margen: y a ellos tampoco les funcionó.

El hecho es que todos empujan hacia el caos. Los liberales al proponer un rumbo hacia la anomia producida por un Estado incapaz de cumplir con sus funciones esenciales. Los "progresistas" al insistir en el resentimiento como impulso político principal para producir una anarquía que – entre otras cosas por medio de una justicia patológicamente permisiva e incapaz de poner orden en la calle – haría saltar por los aires la estructura básica misma de cualquier sociedad en aras de una quimera sociopolítica inviable. Así, mientras la “derecha” empuja hacia la anomia, la “izquierda” empuja hacia la anarquía. Y en el medio tenemos a un gobierno supuestamente peronista que no sabe qué rumbo tomar a fin de no perder ni financiación ni votos.

Pese a quien le pese, hay que llamar las cosas por su nombre. El problema argentino no es solamente la ineptitud política del gobierno ni tan sólo la boconería estéril de la oposición. El problema argentino es todo el sistema político en sí mismo. Un sistema que, convengamos en ello, no es exclusivo de la Argentina pero que el país no ha conseguido superar ni mejorar. Ni siquiera ha conseguido hacerlo funcionar razonablemente bien.

Por de pronto, es un sistema que, en última instancia, está basado en el dinero. Quien no tiene dinero no puede tampoco afrontar el costo de una campaña. Quien no puede pagar una campaña, no es conocido. Obviamente, quien no es conocido no consigue votos. Y quien no consigue votos, no llega al poder. Por lo tanto, lo primero que todo político tiene que hacer en este sistema – antes incluso de tener cualquier idea brillante – es conseguir el dinero que hace falta para montar una buena campaña. ¿Cómo lo consigue? Mejor no pregunten.

En segundo lugar, cualquier campaña democrática se basa en una mezcla de demagogia e hipocresía en proporciones variables. De lo que se trata es de conseguir votos. Por lo tanto, se trata de prometer lo que la mayoría de los votantes quiere escuchar y el maquillaje mediático deberá hacer más o menos creíble esa promesa; siendo que esto último, a su vez, también cuesta dinero, por supuesto. De modo y manera que, puesto que “los pobres” – sea lo que fuere que se entienda exactamente por esa expresión – constituyen una proporción relevante del electorado, todos los discursos, sean de “derecha” o de “izquierda” deberán, obligadamente, contener mensajes amigables dirigidos especialmente a ellos. No hay político al que no se le parta el corazón por la existencia de los pobres. Pero ¿quién se ocuparía de ellos si representaran algo así como, digamos, tan sólo el 2% de los votos? De hecho, la enorme mayoría de los políticos sólo se ocupa realmente de los pobres a la hora de tratar de obtener los votos de la pobreza. La verdad es que para muchos políticos, especialmente los de cierta izquierda, la existencia de esa pobreza es más un capital político a explotar que una lacra a eliminar. Más de uno especula con tomar medidas para reducir la pobreza solamente después de llegar al poder y, mientras tanto, torpedea sistemáticamente todos los intentos de algún competidor que trata, eventualmente, de hacer algo para reducir la miseria.

Aunque, en todo caso, también es cierto que lo que se hace es poco y, buena parte de lo poco que se hace, se hace mal. Por ejemplo, una política asistencialista o de subsidios no elimina la pobreza; solamente la disimula en tanto y en cuanto haya plata (ajena) para repartir y se esté conforme en aceptar la catarata de corrupciones y clientelismos que ese reparto genera. Todo el mundo repetirá, por supuesto, que no hay que regalar el pescado sino enseñar a pescar. Pero el hecho concreto es que, en la mayoría de los casos, ni hay donde ir a pescar, ni en los lugares de pesca quedan ya tantos peces como antes. Un montón de empresas cerraron, o se fueron, y las que quedan no crecen al mismo ritmo en que aumenta la demanda laboral, por más que se publiciten tasas de crecimiento económico favorables. Las tasas de crecimiento miden cantidades de dinero y el problema que tenemos es de cantidad de puestos de trabajo productivo. No sólo los que se necesitan ahora, sino los que necesitará la próxima generación.

En otras palabras: lo que hasta el día de la fecha el kirchnerismo no ha conseguido entender es que el problema básico de la pobreza no es un problema de políticas sociales sino un problema de políticas económicas. Específicamente: es un problema de la organización del trabajo. De la creación, de la oferta, y de la organización del trabajo. Pero claro, organizar el trabajo para todos es un poquito más complicado que organizar el fútbol para todos. Y, por supuesto, se perdería más de un voto si alguien tratase de imponer la tendencia de volver a llevar al trabajo regular y cotidiano a todos los que ya se acostumbraron a vivir de subsidios. Muy en especial se generaría la enemistad declarada de quienes se acostumbraron a vivir del reparto de esos subsidios. Ni hablemos del aquelarre que se produciría entre los jeques sindicales si a alguien se le ocurriese la peregrina idea de señalar que todo trabajo bien organizado requiere un mínimo de disciplina laboral. Y no me quiero referir ahora al tema del manejo y la administración de los aportes que genera la actividad laboral porque eso equivaldría directamente a meter el dedo en el ventilador.

La Argentina ¿puede continuar así? ¿Puede seguir haciendo el papel del barco arrastrado por la corriente de los acontecimientos? ¿Puede seguir de improvisación en improvisación, con solamente esa vaga noción romántica, convertida en ideología política, de distribuir generosamente la riqueza ajena entre pobres que cada vez tienen menos oportunidades e incentivos para participar de un trabajo productivo? Para que exista riqueza alguien la tiene que generar, y para que la distribución sea justa al que le toca una parte tiene que haber participado en su generación de un modo proporcional a esa parte. Si el que la genera lo hace explotando a los demás, la solución no está en sacarle parte de lo ganado para distribuirlo entre los explotados. La solución está en impedirle que siga explotando a los que contribuyen a generar la riqueza. Y para eso no es necesario ni cerrar, ni expropiar, ni estatizar ninguna empresa, ni permitir piquetes, ni declarar huelgas. Basta con un Estado que se ocupe de solucionar problemas con un mínimo de sentido común y con la suficiente fuerza, autoridad y determinación como para imponer reglas, normas y procedimientos justos.

Pero, para hacer posible algo así, hay que dar vuelta el barco y empezar a navegar contra la corriente. Hay que atacar los problemas en forma objetiva y eficaz, sin ponerse primero a evaluar el "costo político" de las medidas, o a ver quién se lleva el “rédito político” de la solución. Hay que poner al frente de cada proyecto a personas que realmente entienden del problema y no a algún abogado amigo que se cree tan multifuncional que aceptaría ser gobernador de provincia con la misma liviandad irresponsable con la que asumiría como secretario de transportes o director de cultura; y todo eso tan sólo para renunciar en la mitad de su gestión y postularse como candidato a senador o diputado. Hay que poner la estructura financiera al servicio de la producción de bienes y servicios y romper con el esquema actual en dónde la producción, o bien está al servicio de las ganancias financieras, o bien queda relegada a un segundo plano frente a la posibilidad de alguna inversión puramente especulativa. Hay que reestructurar por completo el sistema político saliendo del actual en dónde cualquier politicastro puede hacer cualquier promesa irrealizable y hasta puede ofrecerse como “candidato testimonial” no asumiendo siquiera el cargo para el cual se postuló, con lo cual al final nadie sabe exactamente qué es lo que vota y a veces ni siquiera a quién vota. Hay que emancipar a la política de la dictadura del dinero que paga las campañas. Hay que sacarse por fin la careta, llamar pan al pan y vino al vino, y establecer de una buena vez por todas qué país queremos, cómo lo vamos a construir, con qué lo haremos, quiénes serán los responsables por hacerlo, cuales serán los costos, quiénes los pagarán, quiénes serán los beneficiarios y cuales serán las prioridades del plan.

Pero no se preocupen queridos amigos. Nada de eso sucederá. Ni de aquí a Octubre, ni tampoco después. Los que podrían tener el proyecto no tienen los votos, y los que tienen los votos no tienen un proyecto así.

Así que relájense, disfruten del espectáculo y admiren el paisaje. Y cuando el barco encalle, porque va a encallar, háganle caso a cualquiera que proponga remar contra la corriente. Porque río abajo amenaza el caos y la única salida posible es río arriba.