SOBERANÍA
NACIONAL: 1845 – 2009 Recordamos
hoy el combate de la Vuelta de Obligado que se produjo el 20 de noviembre
de 1845, en aguas del río Paraná, al norte de la provincia de Buenos
Aires. Se enfrentaron la Confederación Argentina, liderada por el general
Rosas y las naves de la alianza anglo-francesa, cuya intervención
se realizó con el pretexto de intervenir
en las disputas entre Buenos
Aires y Montevideo. Con
el desarrollo de la navegación a vapor ocurrido en la tercera década del
siglo XIX, grandes barcos podían navegar los ríos en contra de la
corriente. Este
avance tecnológico impulsó a los gobiernos británicos y franceses que,
desde entonces, siendo las superpotencias de esa época, exigían que se
les permitiera el libre tránsito de sus naves por el Plata
y los ríos interiores. En
el año 1811, poco después de la Revolución de Mayo, Hipólito Vieytes
había recorrido la costa del Paraná
buscando un lugar en donde poder montar una defensa contra un hipotético
ataque de naves realistas. Para este propósito consideró al recodo de la
Vuelta de Obligado como el sitio ideal, por sus altas barrancas y la curva
pronunciada que obligaba a las naves a recostarse para pasar por allí.
Rosas estaba al tanto de sus anotaciones, y es por ello que decidió
preparar las defensas en dicho sitio. Buques
de combate de la escuadra anglo-francesa navegaban por el río Paraná
desde los primeros días de noviembre; estos navíos poseían la tecnología
más avanzada en maquinaria militar de la época, impulsados tanto a vela
como con motores a vapor. Una parte de ellos estaban parcialmente
blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería forjadas en
hierro y de rápida recarga y cohetes a la Congrève, que nunca se habían
utilizado en esta región. El
general Mansilla hizo tender tres gruesas cadenas de costa a costa, sobre
24 lanchones. Después de varias horas de lucha,
los europeos consiguieron forzar el paso y continuar hacia el
norte, atribuyéndose la victoria. Tras
varios meses de haber partido, las naves agresoras debieron regresar a
Montevideo “diezmados por el hambre, el fuego, el escorbuto y el
desaliento”, De
modo que la victoria anglofrancesa resultó pírrica;
al respecto había escrito el general San Martín
desde Francia: “Los
interventores habrían visto que los argentinos no son empanadas que se
comen sin más trabajo que el de abrir la boca. (…) Esta contienda es,
en mi opinión, de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de
España”. Este
combate — pese a ser una derrota táctica — dio como resultado la
victoria diplomática y militar de la Confederación Argentina, la
resistencia opuesta por el gobierno argentino obligó a los invasores a
aceptar la soberanía argentina sobre los ríos interiores. Gran Bretaña,
con el Tratado Arana-Southern, y Francia, con el Tratado Arana-Lepredour,
concluyeron definitivamente este conflicto. En
un gesto evidente del triunfo argentino, el 27 de febrero de 1850, el
contraalmirante Reynolds, por orden de Su Majestad Británica, izó la
bandera argentina al tope del mastil de la fragata Southampton,
y le rindió honores con 21 cañonazos. A
pedido del historiador José María Rosa, se promulgó la ley 20.770 que
declara el 20 de noviembre “Día de la Soberanía Nacional”, a modo de
homenaje permanente a quienes defendieron con valentía y eficiencia los
derechos argentinos. Es
importante reflexionar hoy sobre el tema de la soberanía, en un momento
de profunda crisis en el país. Hoy existe en la Argentina, como nunca
antes, un desaliento generalizado sobre su destino; cunde un clima de
descontento, de protesta, una especie de atomización social. Estos síntomas
evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible para
que exista una nación en plenitud. El
primer tópico a analizar es la relación entre los conceptos de nación y
estado. La nación es una forma típica de comunidad, o sea, un grupo
humano que no se ha formado deliberadamente, y que surge históricamente
como vínculo espiritual entre personas que poseen una serie de factores
comunes. No es una persona moral, ni puede organizarse. De allí el error
de definir al Estado como una nación jurídicamente organizada,
metamorfosis sostenida por los teóricos de la Revolución Francesa. De
esta confusión surge el Estado jacobino, que también confunde los
conceptos de soberanía nacional y soberanía popular. En
realidad, la nación es algo no político, y según la experiencia histórica
puede convivir con otras dentro de un mismo Estado, así como puede
extenderse más allá de las fronteras de dicho Estado. Mientras el Estado
es un ente de existencia necesaria para la convivencia humana; la nación
está condicionada históricamente. El
segundo tópico a considerar es el peligro que creen advertir muchos de
que, en esta época signada por la globalización,
el estado sufra una disminución o pérdida total de su soberanía.
Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía, que es la
cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio
determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es
susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido
mencionar la “disminución de soberanía” de los Estados contemporáneos.
Lo
que puede disminuirse o incrementarse es el poder propiamente dicho, es
decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e
influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte, por ejemplo,
delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal -como el
Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas
decisiones en virtud de su carácter de ente soberano. Habiendo
analizado los aspectos conceptuales de la cuestión, podemos ahora
encararla con referencia a nuestro Estado. No cabe duda que la globalización
implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el
grado de independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo.
Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni
siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas
en que los países podían desenvolverse con un grado considerable de
independencia. Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de
decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor
externo; la posibilidad de dicha independencia variará según las
características del país respectivo y de la capacidad y energía que
demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos
de la globalización, lo cierto es que el Estado continúa manteniendo su
rol en nuestros días. En varios países europeos el Estado maneja más de
la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo tanto, afirmar
que los políticos son simples agentes del mercado. Es claro que ello
exige fortalecer el Estado, que sigue siendo el único instrumento de que
dispone la sociedad para su ordenamiento interno y su defensa exterior. La
situación internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en
especial desde 1989- posibilidades de actuación autonómica aún a los países
pequeños y medianos. Por cierto, que para poder aprovechar las
circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan distinguir los
factores condicionantes de la realidad, de los llamados “factores
determinantes” de la política exterior; estos son los hombres concretos
que deciden en los Estados, procurando mantener su independencia. El
economista Aldo Ferrer ha aportado un concepto interesante, el de
“densidad nacional”, que expresa el conjunto de circunstancias que
determinan la calidad de las respuestas de cada nación a los desafíos y
oportunidades de la globalización. Atribuye dicho autor a la baja
densidad nacional, la causa de los problemas argentinos. Desde
nuestra perspectiva no deben ser motivo de preocupación los cambios de
tamaño, forma y funciones del Estado, mientras cumpla su finalidad
esencial de gerente del Bien Común. Resumiendo
lo expresado, consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar
cuotas significativas de independencia, siempre que exista una estrategia
que seleccione el método de análisis y de elaboración de planes, apto
para resolver los problemas gubernamentales. Si
es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el
Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común. Lamentablemente,
tropezamos con un generalizado abstensionismo cívico. Nos parece que, si
a la política se la sigue considerando la cenicienta del espíritu –en
expresión de Irazusta-, seguirá careciendo el país de suficientes políticos
aptos en el servicio a la comunidad. No puede extrañar que esta actividad
genere recelos, pues es la función social más susceptible a la miseria
humana, la que exacerba en mayor medida las pasiones y debilidades. Pero
la situación actual en nuestro país es, y desde hace mucho tiempo,
verdaderamente patológica; la mayoría de los buenos ciudadanos,
comenzando por los más inteligentes y preparados, abandonan
deliberadamente la acción política a los menos aptos y más corruptos de
la sociedad, salvo honrosas excepciones. Explica
Marcelo Sánchez Sorondo que: al ocurrir la vacancia del Estado por el
ilegítimo divorcio entre al Poder y los mejores, en la confusión de la
juerga aprovechan para colarse al Poder los reptiles inmundos que,
denuncia Platón, siempre andan por la vecindad de la política, como
andan los mercaderes junto al Templo. Se ha llegado a esta situación por
un progresivo y generalizado aburguesamiento de los ciudadanos, de acuerdo
a la definición hegeliana del burgués, como el hombre que no quiere
abandonar la esfera sin riesgos de la vida privada apolítica. Un
proyecto nacional puede contribuir, a compatibilizar la inevitable
integración del país con los demás países, y la preservación de la
propia identidad cultural. Entonces, un proyecto nacional deberá estar
basado en las raíces históricas del pueblo argentino. La definición más
común de la patria, indica que es “la tierra de los padres”. No es sólo
un territorio, es una geografía permeada por siglos de asentamiento de
una comunidad determinada. Curiosamente, todos las propuestas de proyecto
nacional que se han publicado en el país, reconocen el pasado de la nación
argentina, que se distingue por una cultura, una lengua y una religión.
Dicha cultura tiene su origen en Grecia y Roma, y nos llegó a través de
España, junto con el cristianismo. La
fidelidad a esos valores, estaba presente en los hombres que forjaron la
patria. Incluso cuando se produjo la emancipación, la ruptura política
no significó renegar de la tradición, de la herencia recibida. Los
argentinos de hoy no tenemos derecho a traicionar esa herencia. Pese a
tantos problemas y desencantos, debemos decir, parafraseando a un poeta
español: quiero a mi patria, por no me gusta como es hoy. Nuestro amor a
la patria, no debe ser una complacencia sensible, no solamente un
sentimentalismo de discurso escolar, sino conciencia de la realidad de
esta patria y de este pueblo. De este pueblo que quiere seguir siendo fiel
a la herencia que le están
arrebatando tantos aventureros y delincuentes. Quien
es considerado, con justicia, el Padre de la Patria
-San Martín-, fue combatido y obligado al exilio por aquellos que
renegaban del pasado de la patria. Que negaban
la tradición hispánica, pues preferían los postulados masónicos
de la Revolución Francesa. Aún desde Europa, San Martín continuó hasta
su muerte preocupándose por el cuerpo y el alma de la Argentina. En
varias de sus cartas aboga por una mano firme que ponga orden en la
patria. Cuando esa mano firme enfrenta al invasor extranjero, en la Vuelta
de Obligado, San Martín redacta su testamento, disponiendo: “El
sable que me ha acompañado en la independencia de América del Sur, le
será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de
Rosas, como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido de ver
la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las
injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla.” Los
argentinos que vivimos hoy en esta patria, la recibimos como herencia del
pasado y debemos transmitirla a las generaciones futuras. Es algo que
tenemos en custodia, no nos pertenece. No la podemos vender, ni mucho
menos regalar. Nunca
es más grande y fuerte un pueblo que cuando hunde sus raíces en el
pasado. Cuando recuerda y honra a sus antepasados. Por eso, debemos mirar
hacia ese pasado y recordar el ejemplo de los héroes nacionales, para
pensar después en el presente; para pensar en el presente sin
desanimarnos, a pesar de todo. Para que, aunque parezcamos una patria y un
pueblo de vencidos, no seamos vencidos en nuestra alma, no seamos vencidos
en nuestro espíritu, en nuestra manera de pensar, en nuestro compromiso
de argentinos. Frente
a la decadencia actual de la Argentina, la peor tentación, mucho peor que
la derrota exterior, es la tentación de la derrota interior. La tentación
del desaliento, la tentación de la desesperación, la tentación de
pensar que no hay nada que hacer. La tentación de rendirnos. La
cultura de un pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus
tradiciones, sin perjuicio de una lenta maduración. La identidad nacional
se deforma cuando se corrompe la cultura y se aleja de la tradición,
traicionando sus raíces. La nación es una comunidad unificada por la
cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma escala de
valores. La nacionalidad es tener:
glorias
comunes en el pasado;
voluntad
común en el presente;
aspiraciones
comunes para el futuro. Quienes
pretenden, por ejemplo, suprimir del calendario el Día de la Raza,
instituido por el Presidente Irigoyen, amenazan con dejarnos sin filiación,
sin comprender que la raza, en este caso, no es un concepto biológico,
sino espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que
nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por
nuestro origen y nuestro destino. Ese sentido de raza es el que nos aparta
de caer en el remedo de otras comunidades, cuyas esencias son extrañas a
la nuestra. Para nosotros, la raza constituye un sello personal
inconfundible; es un estilo de vida. La
identidad nacional, está marcada por la filiación de un pueblo. El
pueblo argentino es el resultado de un mestizaje, la nación argentina no
es europea ni indígena. Es el fruto de la simbiosis de la civilización
grecolatina, heredada de España, con las características étnicas y
geográficas del continente americano. Lo que caracteriza una cultura es
la lengua, en nuestro caso el castellano. Los unitarios consideraban a
este un idioma muerto, pues no era la lengua del progreso, y preferían el
inglés o el francés. Dos
siglos después, muchos argentinos manifiestan los mismos síntomas del
complejo de inferioridad. Muchos jóvenes caen en la emigración ontológica;
en efecto, se van a otros países, creyendo que van a poder ser en otra
parte. Olvidan la expresión sanmartiniana: serás lo que debas ser, sino
no serás nada. En
esta hora, resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la
globalización y conservar su independencia, los Estados que se afiancen
en sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional. El
ex-Presidente Avellaneda, en un discurso famoso sostuvo que: los pueblos
que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos; y los
que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el
porvenir. Únicamente
procediendo así podremos conmemorar, sin incurrir en hipocresía, La
Vuelta de Obligado. Fuentes: Bidart
Campos, Germán José. “Doctrina del Estado Democrático”; Buenos
Aires, Jurídicas Europa-América, 1961. Ferrer.
Aldo. “La densidad nacional”; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2004. Mahieu,
Jaime María de. “El Estado Comunitario”; Buenos Aires, Arayú, 1962. Meneghini,
Mario. “Identidad nacional y el bien común argentino”; Córdoba,
Centro de Estudios Cívicos, 2009. Rosa,
José María. “Historia Argentina”; Buenos Aires, Editor Juan Granda,
1965, Tomo V.
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