A. es un mito. A. conoce de memoria la Franja de Gaza. A. es un hombre con esperanza y los sueños truncados a punta de bala. El periodista suizo Gianluca Grossi traza el retrato de su taxista palestino. EL TAXISTA DE GAZA Su
nombre comienza por la letra ‘a’ y así nos referiremos a él: A. Por
discreción. Cuando me lo dijo por primera vez, pensé que su nombre me
traería suerte. Y así fue hasta ahora. A. es un mito, es el taxista más
valiente que existe en la Franja de Gaza. Tiene 30 años aunque, como
todos los palestinos, representa muchos más. A.
es una agencia de prensa, un analista, un consejero, un hombre de
relaciones públicas, un sabueso, un guardaespaldas. Un profesional como
la copa de un pino, de esos que no están en un lugar para perder el
tiempo. Es parco en palabras, habla el mínimo indispensable. Y cuando
habla lo hace únicamente en árabe, porque en inglés articula ‘one,
two, three, very good’… y poco más. De modo que gracias a él, he
aprendido a chapurrear el árabe. Tras
finalizar la jornada de trabajo, solíamos compartir veladas comiendo
pescado en un restaurante en la playa de Ciudad de Gaza. Me contó la
historia de su familia, de su madre egipcia, me explicó el nombre de los
pescados, el modo de pescar de los ancianos que salen a la mar en pequeñas
embarcaciones por la noche tras la puesta del sol. Los barcos de
pescadores salen en línea, como si fueran hermanas cogidas de la mano, y
a menudo están en la mira de los buques de guerra israelíes. A.
me habló de cuando –de eso hace una eternidad- la Franja de Gaza
comunicaba con Israel, y él pisaba a fondo el acelerador de su taxi, en
el norte, cerca de Nethanya, y encajaba multas astronómicas de los policías
israelíes. Corrían
otros tiempos y todavía se podía discutir con los policías israelíes.
Eso es agua pasada. La Franja ahora está cerrada. Una maldita prisión. La
esperanza En
2005, A. me hizo un boceto memorable. Los
israelíes acababan de abandonar Gaza: ya no más colonizaciones, ni
carros blindados que te sorprenden por la mañana como un cubo de agua fría
en la cara, ya no más muertes. Libres. La
esperanza estaba en boca de todos, en los sueños de todos. La palabra
‘futuro’ volvía a adquirir un aroma familiar, después de haber caído
en el olvido, de haber perdido su sentido. Aquel día A. detuvo el coche,
se bajó y me invitó a hacer lo mismo. Frente
a un sinfín de ruinas, restos de casas destrozadas, se puso las gafas de
sol e improvisó una interpretación inolvidable del hombre en el que se
iba a convertir ahora que Gaza había recuperado la libertad. A.
hundió los pulgares en su cinturón, separó ligeramente las piernas y
dobló las rodillas hasta hallar una pose que yo inmediatamente asocié a
la de un vaquero seguro de sí mismo delante de una taberna, un fotograma
de una película del oeste. Así
pensaba vestir a partir de entonces, me contaba: gafas oscuras, tejanos,
un bonito par de botas y un chaquetón con infinidad de bolsillos. Iba a
tomar su coche y solamente se detendría cuando el depósito de gasolina
estuviera vacío. Libertad y ganas de vivir una vida distinta, de pensar
en la propia existencia como algo que se puede cambiar, interpretar,
realizar. Los
sueños A.
quería comprar un par de automóviles y emplear a otros tantos chóferes.
Iban a llegar hombres de negocios, inversores a la Franja de Gaza, ahora
liberada del yugo de la ocupación, y alguien tendría que ocuparse de
ellos y acompañarlos. Alguien que conociera como la palma de su mano la
Franja y que pusiera a disposición coches limpios, modernos y con aire
acondicionado. Él
no se sentaría al volante todos los días. Desde la oficina amueblada
cuidadosamente se dedicaría a coordinar los desplazamientos de los
clientes con los chóferes. Con el dinero ganado quería renovar y dar un
toque de elegancia al mobiliario de su casa. Y puesto en ello, planeaba
construir una planta más encima de en la que vivía con su esposa e
hijos. Soñaba con que sus vástagos estudiaran y aprendieran un buen
oficio e inglés. Sus
hijos tendrían la vida que él nunca tuvo. Estudiarían en el extranjero
y viajarían. Luego, una vez casados, podrían elegir si quedarse en Gaza
o irse. Él, no obstante, no se movería de esta tierra: ¿Por qué irse
ahora que la vida estaba a punto de convertirse en vivible, ahora que
también Gaza estaba por convertirse en un lugar donde los sueños se
hacen realidad? A.
concluyó con esta pregunta. Aquí terminaba la interpretación. Se quitó
las gafas y, con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo: “¡Ya verás!” El
polvo Han
pasado cinco años desde entonces. He vuelto decenas de veces a Gaza y
todas las veces he visto a A. Hemos trabajado juntos. Pero jamás le he
preguntado qué ha sido de sus proyectos, de sus sueños. No ha hecho
falta, la respuesta ha estado en sus ojos, en su modo de hablar, en su
actitud. Todo
reducido a polvo: como las casas destruidas desde 2005 hasta hoy. Como los
sueños de la población de Gaza que apenas despuntaron en el horizonte se
rompieron en pedazos. Como los cuerpos de los muertos que se cobraron las
bombas y que se volvieron polvo en los cementerios de Gaza. A.
sigue al volante. Solamente tiene un coche. Hombres de negocios o
inversores no se han visto por estos lares. La Franja de Gaza está
cerrada, bajo llave. Como una celda. Cuando me ve, A. me sonríe, con
cierto pudor. Sabe que tendrá trabajo durante algunos días. Y todo el
tiempo para hablar conmigo de cuando Gaza y sus habitantes osaron
imaginar, solamente por un instante, una vida digna y diferente.
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