LA TERCERA RECONSTRUCCIÓN

por Denes Martos


La guerra en la época de Clausewitz 

"La guerra es la continuación de la política por otros medios" es la archiconocida frase de Clausewitz que suelen repetir hasta el hartazgo especialmente quienes jamás han estudiado a Clausewitz. 

Dentro de todo, es comprensible. La frase posee esa audaz elegancia, propia de las definiciones cortas, precisas y contundentes. Y es, al mismo tiempo, lo suficientemente ambigua como para prestarse a una buena docena de interpretaciones. Pero más allá de de su significado concreto, lo que llama la atención es que, entre quienes la repiten, muchos ignoran la clase de guerra a la que se refería Clausewitz cuando acuñó su famosa frase. Sucede, sencillamente, que la guerra de la que hablaba Clausewitz no es la guerra que hoy conocemos. En realidad, no tiene casi nada que ver con la guerra que hoy conocemos.

Tal como lo señalara Carl Schmitt hace ya cosa de medio siglo atrás, el concepto de lo político que podemos llamar "clásico" y que se consolidó hacia los Siglos XVIII y XIX, se fundamentó sobre dos conceptos centrales: el del Estado por un lado y el del Derecho Internacional Europeo por el otro. [1] Este concepto de la humanidad europea produjo algo único, logrado una sola vez en toda la Historia Universal: consiguió acotar la guerra. Consiguió limitarla únicamente a un conflicto entre Estados y constreñirla dentro del marco del Derecho Internacional.

El trato correcto a los prisioneros; la atención humanitaria de los heridos; el criterio básico de: “La tropa combate al enemigo; de los delincuentes se encarga la policía”; el respeto por el enemigo que se rinde; la clara identificación de los contendientes por uniformes, estandartes y símbolos de rango; el concepto de que la guerra es un enfrentamiento entre Estados y no entre individuos; pero, por sobre todo, la diferenciación tajante y clara entre lo militar y lo civil; son todos conceptos – y la lista está lejos de ser exhaustiva – que provienen de ese Derecho Internacional europeo que podemos llamar "clásico".

Las Convenciones de Ginebra

En este sentido no hay que confundirse: las Convenciones de Ginebra no innovaron nada ni crearon prácticamente ningún concepto jurídico nuevo. Más aún: trataron – con bastante poco éxito – de restaurar un orden jurídico internacional que había sido subvertido casi por completo durante las dos Guerras Mundiales europeas – y muy especialmente durante y después de la segunda. De no haber preexistido una firme tradición al respecto, las normas explicitadas en esas Convenciones jamás hubieran sido aprobadas en absoluto. Que lo fueran demuestra que ya existía en las personas la convicción previa de que el respeto de esos principios debía ser impuesto para mantener la guerra dentro de ciertos límites aceptados como correctos.

El fracaso práctico de las convenciones ginebrinas se explica por el surgimiento de la guerra revolucionaria moderna. Dentro de la lógica de esta nueva clase de guerra, el oponente deja de ser el adversario al que hay que vencer y se convierte en un enemigo al que hay que matar. Mientras la guerra europea convencional clásica evolucionó hasta convertirse casi en un duelo entre caballeros al servicio de Estados políticamente enemistados, la guerra revolucionaria moderna adoptó el criterio de las hordas asiáticas y retrocedió al antiguo y primitivo concepto del enemigo del clan propio al que hay que aniquilar para crear un vacío total que pueda ser completamente ocupado por el clan vencedor. Así, mientras las guerras clásicas podían terminar con la derrota del enemigo, las guerras actuales sólo pueden terminar con su funeral.

La guerra actual

Una de las consecuencias postmodernas de esto es la necesaria criminalización del oponente. La tradición europea clásica todavía permitía respetarlo y aún rendirle honores dado el caso. Esto fue posible porque su muerte – si bien ciertamente posible y quizás hasta probable – no resultaba ni necesaria ni indispensable para la victoria. Bastaba la rendición del ejército enemigo para ganar la batalla y, a veces, hasta la guerra. Por el contrario, la guerra actual necesita demonizar y criminalizar al enemigo desde el momento en que el objetivo realmente buscado es su exterminio. Es que no se puede justificar la intención deliberada de matar y destruir a un enemigo si antes no se lo ha presentado como despreciable, vil, peligroso, malévolo, depravado y sanguinario.

Ésa es la “lógica” subyacente a la guerra irregular y lo que actualmente se ha dado en llamar “terrorismo” no es nada más que la evolución necesaria y consecuente de la guerrilla revolucionaria como método de librar una guerra. Al abandonar la enemistad acotada y reglamentada de la guerra clásica hemos caído en la enemistad absoluta y sin límites de la guerra irregular que ya no es un enfrentamiento armado entre soldados profesionales que representan a organismos políticos jurídicamente constituidos sino una pelea primitiva entre enemigos absolutos dispuestos a masacrarse mutuamente.

Que en la ecuación todavía intervengan – al menos técnicamente – algunos Estados (ya sea con tropas regulares o con formaciones “paramilitares”), no cambia demasiado las cosas. La “lógica” de la guerra actual sigue siendo el aniquilamiento y no tan sólo la derrota del enemigo. Consecuentemente, una fuerza aérea regular bombardeará a toda una ciudad, matando a cientos de miles de civiles inocentes, porque considerará como enemigo a toda la población de un espacio geográfico que ha sido declarado zona enemiga. Y de la misma manera en que criminalizará a los combatientes reales para justificar su irrevocable decisión de matarlos, forzosamente tendrá que criminalizar también a toda la población del área para, de alguna manera, justificar su decisión de bombardearla sin consideración alguna por los que vayan a morir. 

De esta forma la diferenciación entre “regular” e “irregular”, entre “soldado” y “guerrillero”, entre “militar” y “terrorista”, se borra por completo. Con o sin uniforme, con o sin estructuras de mando y control convencionales, con o sin responsabilidades exigibles por superiores jerárquicos, la guerra actual parte del principio de que el enemigo es un criminal peligroso y, puesto que es un criminal, se halla fuera de la ley y cualquier cosa que se haga para matarlo está permitida.

La guerra total y absoluta

Con este criterio, Occidente ha tirado por la borda el resultado de dos mil años de tradición guerrera. En un momento dado, la Tradición de Occidente consiguió acotar, constreñir, reglamentar la guerra. Luego, rompiendo con esta tradición, la guerra primero se hizo total y luego se hizo absoluta. 

Total, porque dejó de ser sobrellevada por la herramienta especializada dispuesta a tal efecto – el ejército, la fuerza armada de un Estado – y pasó a involucrar y a afectar directamente a la totalidad de la población de una nación o de un territorio. Y absoluta, porque ya no se trató de derrotar al enemigo sino de aniquilarlo por completo; ya no se trató de vencerlo sino de borrarlo de la faz del planeta. 

Le hemos dado la espalda a nuestra propia tradición. Esa tradición que veía en el contrincante solamente a un par al servicio de otro Estado y que, por ser un par, merecía el respeto de su honor si había peleado con hidalguía y coraje. Esa tradición que excluía a la población civil de las operaciones militares, que asistía a los heridos con médicos que actuaban según el mandamiento hipocrático, que respetaba a los prisioneros, que consideraba a la derrota militar y a la rendición como el fin de las hostilidades, que identificaba a sus combatientes con banderas, estandartes, uniformes, insignias y cadenas de mando responsables por las órdenes impartidas; que incluso le rendía honores al enemigo abatido si éste había combatido como un caballero.

En lugar de ello hemos ingresado al mundo asiático de la guerra absoluta llevada a cabo por hordas sin más límites que sus propias ambiciones, sin más estructuras que sus propias relaciones interpersonales y sin otro objetivo concreto que el de crear un vacío apto para ser ocupado. Una guerra en donde es lícito impulsar a un delirante fanatizado a forrarse con gelinita y suicidarse haciéndose volar por los aires en medio de un supermercado. O arriba de un ómnibus repleto de gente. O en medio del templo de la secta contraria. Una guerra en donde los combatientes no solo se mezclan con la población civil sino que se esconden detrás de ella, atrayendo sobre personas comunes y corrientes el fuego del enemigo; especulando que, con ello, se podrá luego denostar al bando contrario acusándolo de haber cometido un acto criminal. O bien organizando con tropa propia esa misma carnicería para luego acusar al enemigo de haberla cometido, esgrimiendo esa matanza como falsa prueba de una ferocidad que los medios de difusión adictos se encargan de difundir después como la verdad indiscutible. Una guerra absoluta en la que se tortura, se miente, se traiciona, se mata por la espalda, se remata de un balazo en la nuca al enemigo herido, se masacran ancianos, mujeres y niños; se aniquila todo lo que se puede aniquilar, se bombardea e incendia con toneladas de explosivos a ciudades enteras, y se oprime y se humilla al resto sometiéndolo al miedo constante de ser la próxima víctima. Una guerra en la que los asesinos figuran como héroes y en la que quienes pudieron haber sido héroes terminan convirtiéndose en asesinos.

Esa es la guerra actual. Algunos, al aceptarla, han desechado y tirado a la basura el resultado de siglos de Tradición Occidental. Otros, al justificarla – y, peor aún, al glorificarla – no solo han repudiado esa tradición sino que hasta la han traicionado. Una tradición que – ¡por supuesto! – no siempre consiguió imponerse. Una tradición cuyas reglas y normas fueron violadas, es cierto, en muchas oportunidades y la Historia ha registrado una buena cantidad de ellas. Pero también y de la misma manera, las leyes y los cuerpos jurídicos cuidadosamente elaborados por la humanidad europea durante siglos enteros tampoco consiguieron hacer desaparecer a los crímenes comunes. Las mezquindades y las ruindades humanas; la ambición, la codicia, la crueldad, el sadismo, la desaprensión, el salvajismo y la barbarie no fueron borradas de la realidad. 

Como tampoco lo fue la estupidez contra la cual, según Goethe, hasta los dioses luchan en vano. 

Pero, así como la tradición jurídica de Occidente, aun con todas sus debilidades, conseguía acotar y ponerle límites al crimen común, la tradición guerrera representó una tendencia a la cual no se podían sustraer ni siquiera quienes la violaban. Porque esa tradición los acusaba y, a la corta o a la larga, terminaba condenándolos por lo que en verdad eran: simple basura humana. Durante la vigencia de esa tradición, quienes la violaron pudieron aparecer como héroes por un tiempo; pero el juicio de la Historia – y en muchos casos hasta el juicio de sus propios contemporáneos – terminó mostrándolos en toda su despreciable bajeza. Al trocar nuestras tradiciones jurídicas por el permisivismo relativista actual solo hemos conseguido construir sociedades sitiadas por delincuentes. Y al abandonar nuestras tradiciones guerreras solo hemos conseguido darle legitimidad ideológica, política y hasta social a los peores de esos mismos delincuentes.

La criminalización del enemigo

Vivimos en una sociedad criminal en la cual los criminales han conseguido justificar sus ambiciones. Irónicamente, sin embargo, lo han conseguido solamente mediante el recurso de presentar como criminales a quienes atacan. El criminal común ataca a cualquiera y se autojustifica alegando que la culpa de todo la tienen los grandes criminales responsables de la desigualdad y la injusticia social. El criminal político ataca a cualquiera que lo estorba y se autojustifica alegando que la culpa la tienen sus adversarios a quienes acusará de dictadores, tiranos, genocidas, explotadores y usureros. Todos intentan justificar sus crímenes alegando los crímenes – reales o supuestos – de sus víctimas.

Y eso indica que, en alguna parte, de alguna manera, aunque más no sea en el inconsciente colectivo o en las profundidades del imaginario popular, la antigua tradición sigue viva de algún modo. Porque, si no fuese así, no sería necesario criminalizar previamente al que se quiere agredir. 

De alguna forma la sana moral de las personas sanas, forzadas a vivir en la ciénaga de las relativizaciones éticas y de las justificaciones injustificables, todavía sigue presionando desde el fondo de las catacumbas sociales a las cuales ha sido relegada. Todavía no se puede decir que matar a una persona que no se puede defender es un acto heroico. Todavía no se puede afirmar que un sujeto que mata a una persona disparándole con un fusil dotado de mira telescópica, desde un escondrijo a conveniente distancia, es un valiente soldado. Todavía nadie ha conseguido presentar como bravo guerrero a un individuo cuya única acción bélica consistió en apretar el botón que lanzó el misil con el que se destruyeron viviendas y hogares en varias cuadras a la redonda. Todavía hace falta presentar primero a la víctima como alguien abominable, como alguien sanguinario, alguien repulsivo que merece morir. Ante cualquier sangrienta masacre, todavía hace falta justificarla alegando que fue necesaria para garantizar la libertad, la democracia, los derechos humanos, la seguridad internacional, la paz mundial. O cualquier otra noble causa que sirva para tratar de legitimar cualquier innoble objetivo.

A pesar de todo, sigue siendo cierto que los objetivos innobles todavía tienen que ser justificados con algún noble pretexto y ese solo hecho demuestra que, de algún modo, nuestros valores tradicionales siguen vigentes a pesar de todo. Ni siquiera los imbéciles que pretenden glorificar épicamente algo que no es más que una vulgar carnicería pueden prescindir de adjudicarle a su bando la más noble de las intenciones. Y de negárselas tajantemente al bando contrario. 

Porque en esta clase de maquiavelismo mal entendido lo importante no termina siendo lo que se hace sino quién lo hace y la intención adjudicada al que lo hace. Si lo hacemos "nosotros", estará bien. Porque "nosotros" siempre somos los buenos; por supuesto. Si lo hacen "los otros" estará mal. Porque "ellos" siempre son los malos; obviamente. Si los "nuestros" masacran a toda una población, los culpables son "ellos" porque sus terroristas usan a la población civil de escudos humanos. Si "ellos" destruyen toda una ciudad defendida por un ejército el acto es un crimen de lesa humanidad perpetrado contra una población de civiles inocentes, rehenes de la fuerza militar de una dictadura. No se emite un juicio de valor sobre la acción objetiva; el juicio de valor se emite sobre el que cometió la acción en función de las intenciones que se le adjudican y de la condición de la cual se lo acusa. 

Por eso es que hoy lo importante no son los hechos sino el relato de los hechos. De allí procede el poder de los medios de difusión y de los escribas y narradores que consiguen relatar los hechos de un modo conveniente. Por una parte, en el mundo actual y para los comentaristas, no importa lo que se hace sino quién lo hace. Pero, por el otro lado, para justificar – o, dado el caso descalificar – al que lo hace no importan los hechos sino el relato de los hechos. Y en esto, entre varias otras cosas, interviene uno de los mitos más increíblemente necios y falaces de nuestro tiempo. Me refiero al mito ése de que "la imagen no miente".

La falsificación de la realidad.

Ya en la época de las fotos sobre papel y los negativos de acetato, las imágenes se retocaban manualmente con mayor o menor efectividad. Los soviéticos, por ejemplo, borraban de las fotos grupales a personajes indeseados, o los volvían a agregar, según la interpretación política del momento. Agregar caras a fotos tomadas de otras personas en otro lugar; o integrar a personas enteras a escenarios en donde estas personas nunca habían estado; tomar fotos de los muertos causados por la tropa propia y presentarlos como víctimas del bando contrario, o incluso armar escenarios casi completos con fusilamientos, tumbas, cadáveres, destrozos, o actos que nunca sucedieron en la realidad fue el recurso cada vez más utilizado por los fotógrafos y por el periodismo antes y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial. 

Con el advenimiento de las imágenes digitales el recurso solamente se ha vuelto muchísimo más fácil de implementar. Hoy en día, cualquier advenedizo que disponga de una computadora básica, con solo instalar cualquier utilitario parecido al Photoshop ya puede manipular imágenes, e incluso crearlas, casi a su antojo. Y el proceso en el caso de las filmaciones digitales es exactamente igual, aun cuando para editarlas se requiere algo más de conocimiento y un software un poco más sofisticado. Así es como el popular youtube está literalmente inundado de videos editados que muestran precisamente lo que quiso mostrar la persona que los editó y publicó. No necesariamente lo que ocurrió en realidad. A veces ni siquiera algo parecido a lo que ocurrió en realidad. 

Hagan una simple prueba: ingresen en www.youtube.com y hagan una búsqueda de "CNN fake videos". Se van a divertir un buen rato. También pueden, si lo prefieren, hacer una búsqueda de "videos falsos". Los hay a montones. La última búsqueda que realicé hace unos días por "videos falsos" me arrojó 33.200 resultados. A un promedio de, digamos, 3 minutos por video y dedicándole 10 horas por día, podrían ustedes pasarse unos cinco meses y medio mirando imágenes que mienten lo que el editor quiso que mintieran. Y no se preocupen por aburrirse: hay de todo. Desde platos voladores y extraterrestres, pasando por fantasmas, hasta supuestas manifestaciones en la Plaza Verde de Libia armadas con imágenes falsas filmadas en Qatar. 

Lo de "la imagen no miente" no solo es falso de toda falsedad sino que mentir con imágenes es mucho más fácil que mentir con una narración oral o escrita. A la narración hay que construirla y debe ser coherente y consistente para resultar convincente y creíble. Con la imagen basta tomar un reducido recuadro de la realidad y presentarlo como representativo del todo. Y no hay nada más fácil que "retocar" ese recuadro si resulta ser que no es del todo apropiado.

El relato – apoyado con imágenes o construido alrededor de imágenes – sirve de este modo para narrar una historia acomodada a las necesidades del narrador y estas necesidades son siempre, básicamente, las mismas: justificar las barbaridades que cometen los "buenos" y criminalizar las mismas barbaridades pero que cometen los "malos", siendo que el narrador está siempre, infaliblemente, del lado de los "buenos"; claro. El truco es tan burdo y tan infantil que uno a veces se pregunta cuánta ignorancia y credulidad hacen falta para tragárselo. 

Sea como fuere, el hecho es que las estadísticas demuestran que los crédulos incurables e ignorantes que se creen todo lo que ven, todo lo que leen y todo lo que oyen son, literalmente, millones. Y no sólo se creen cualquier cosa sino que hasta la difunden. Es más: incluso la votan. Precisamente de eso viven tanto los politicastros como quienes les construyen el relato. Y después, a eso lo llaman opinión pública y democracia. En cuyo nombre se ataca a los países acusados de ser antidemocráticos; o de ser "Estados canallas"; o de estar gobernados por terroristas, o de sostener regímenes dictatoriales, o de maltratar a las mujeres, o de conculcar la libertad de prensa, o de ser crueles con los animales, o de provocar el calentamiento global y agrandar el agujero de ozono. O de cualquier cosa. 

Para publicitar todo lo cual se construye otro relato y se fabrican otras imágenes que, naturalmente, tienen por única finalidad justificar otra agresión armada. En la cual se matará gente en forma indiscriminada, se violarán mujeres, se conculcarán derechos y libertades, se destrozarán y desmembrarán Estados centenarios, se implantarán verdaderas tiranías económicas y políticas, se harán limpiezas étnicas, se desplazarán poblaciones enteras y se condenará a cientos de miles de personas a vivir como parias en su propia tierra. Pero todo eso estará bien. Porque la guerra se habrá declarado invocando la libertad, la igualdad, la fraternidad, la independencia, la paz, los derechos humanos, la democracia, el libre comercio, la justicia, la soberanía, y la libre autodeterminación de los pueblos. 

Si no fuera porque es tan ridículo, sería lo suficientemente repugnante como para vomitar.

La cultura de Occidente y el Estado

Pero, de nuevo: el que los canallas que han usurpado la política y la cultura de Occidente se vean obligados a justificar sus disparates haciendo referencia a valores reales demuestra que, en alguna parte, esos valores subsisten sin tergiversar. 

En el fondo de la conciencia del auténtico Hombre de Occidente – quizás muy en el fondo ya, pero todavía viva – sigue estando la convicción profunda de que no se mata al que no se puede defender. Que la guerra es un conflicto entre guerreros que excluye a mujeres, ancianos, niños y a civiles desarmados en general. Que el combatiente que se rinde es sagrado e intocable. Que el herido en combate cesa de ser un enemigo y se convierte en un ser humano que sufre y debe ser atendido. Que por cada orden emitida y ejecutada corresponde que existan responsables, visibles e identificables por nombre, apellido, rango, uniforme y bandera. Que al enemigo que se bate con honor y con valentía corresponde rendirle honores. Que las banderas del vencedor deben inclinarse por los muertos en combate. Por todos. Incluso por los del enemigo derrotado. 

Esa es la verdadera Tradición de Occidente. Ésa es la tradición traicionada por los que aceptaron la degradación de la decadencia anunciada hace ya casi un siglo atrás por Oswald Spengler. Ésa es la tradición que nunca aceptaron, que nunca comprendieron y jamás entenderán quienes no comparten los valores orgánicamente sustentados por la cultura occidental. 

Una cultura que, como señala Max Weber, [2] fue la única que desarrolló la ciencia que hoy se considera válida; la única que creó una música racionalmente armónica; la única que llegó a diseñar esa maravilla arquitectónica que es la bóveda gótica como principio constructivo de grandes obras monumentales y como fundamento de un estilo integrador de esculturas y pinturas, tal como lo creó la Edad Media para esas magníficas catedrales que hoy recorren los turistas occidentales sin saber lo que están mirando y fotografían frenéticamente los chinos y los japoneses – que tampoco saben lo que están mirando, pero que se quedan extasiados ante lo que para buena parte de los occidentales ya es tan solo una simple curiosidad decorativa. 

La cultura de Occidente fue la única en crear una literatura diseñada exclusivamente para ser impresa. Fue la que, por medio de sus Universidades, produjo al profesional experto formado y adiestrado científicamente, y al funcionario público especializado, integrante de una organización constituida por funcionarios estatales — con formación técnica, comercial y sobre todo jurídica — que tiene a su cargo las funciones cotidianas más importantes de la vida social [3]. Además y por sobre todo importante para nuestro tema: El “Estado” mismo, como institución política con una “constitución” racionalmente establecida, con un Derecho racionalmente estatuido y con reglas racionalmente determinadas, orientadoras de una administración a cargo de funcionarios profesionales; ése Estado es algo que, más allá de todos los antecedentes incipientes de otras partes, sólo ha conocido el Occidente en esta combinación de características decisivas que son esenciales para lo occidental. [4]

El Estado de esa cultura está herido de muerte. Lo han usurpado y destruido. Lo han paralizado forzándolo a adoptar un régimen que le impide ejercer sus funciones básicas de síntesis, planificación y conducción. Lo han convertido – o al menos quisieran verlo convertido – en un mero órgano administrativo encargado de cuatro o cinco funciones económicamente siempre deficitarias. Mientras tanto, de las funciones de síntesis se supone que debería encargarse el debate legislativo de los partidos políticos; de la planificación se encargan las grandes empresas y de la conducción se encargan los dueños de los medios masivos de difusión puestos al servicio, ya sea de los partidos políticos, ya sea de los intereses empresarios, ya sea de ambos a la vez. 

En Estados así no hay cabida para estadistas. Una estructura así rechazará y expulsará a cualquiera que arribe a ella con una gran idea, con un gran proyecto, con una visión coherente del largo plazo. El horizonte del político democrático actual llega, a lo sumo, hasta las próximas elecciones. El horizonte del ciudadano promedio que lo vota llega, a lo sumo, hasta la imagen reflejada en la pantalla del televisor. Cualquiera que piense en términos de generaciones no encuentra en este régimen a nadie que lo escuche. Cualquiera que trate de estructurar una propuesta pensada en categorías históricas y políticas es inmediatamente etiquetado de enemigo del régimen.

De hecho, lo es. Los guardianes del régimen tienen razón: la democracia actual está pensada en categorías económicas y materiales. Su versión socialmarxista subraya el resentimiento de los que no tienen invocando a la justicia. Su versión liberalcapitalista subraya la codicia de los que tienen invocando a la libertad. Su versión simplemente demagógica subraya un igualitarismo irreal en el marco de una idílica utopía imposible de construir. 

Tanto mayor respeto merecen quienes, a pesar de todo, disponiendo de una visión estratégica concreta, aceptan el desafío de hacerse cargo de un Estado que en realidad, dispuesto como está, simplemente no puede funcionar como órgano de dirección política. Porque son realmente muy escasos aquellos que, así y todo, de alguna forma consiguen hacer funcionar este Estado prostituido construyendo vallas a la atomización del organismo sociopolítico, forzando las planificaciones económicas a ser al menos en alguna medida consistentes con una determinada planificación estratégicamente diseñada para el largo plazo, y mantienen la mano sobre el timón a pesar de las mil y una chicanas que el régimen ha dispuesto para disminuir, trabar y hasta imposibilitar el ejercicio del poder. Obviamente que no lo consiguen sin ensuciarse las manos y sin ser ácidamente criticados por quienes pretenden hacernos creer que los políticos aceptables son solamente aquellos que no se despeinan ni siquiera haciendo el amor. Y, naturalmente, también resultan denostados por quienes, desde una posición exactamente opuesta, los critican por no proceder con mano de hierro, fusilando a medio mundo para luego expropiar a los sobrevivientes y repartir el botín entre la manada. 

Sin embargo, quienes, a pesar de todas las falencias, adversidades y defectos, consiguen mantener un Estado aunque más no sea aproximadamente coherente y un criterio estatal aunque más no sea aproximadamente homogéneo, merecen un reconocimiento. Porque la supervivencia aun imperfecta del Estado, tal como éste fue concebido en Occidente, es importante. Lo es porque – si bien la actividad política y estatal, en y por si misma, es incapaz de crear cultura – ninguna cultura ha podido existir sin un Estado que, cumpliendo sus funciones esenciales, la encarne y sostenga. 

La cultura no es una planta que vive en el desierto. Necesita estructuras que la sostengan y personas que, como su nombre mismo indica, la cultiven. Pero, para cultivarla hace falta un orden conforme a los valores de esa cultura y, para que ese orden exista en absoluto, hace falta un Estado que lo garantice. Si queremos tener una paz digna, si queremos tener una forma digna de resolver los inevitables conflictos, necesitamos sociedades constituidas según un orden digno. Y, si queremos tener un orden digno, necesitamos un Estado digno y eficaz que lo asegure. No hay escapatoria.

La reconstrucción

Desgraciadamente, la decadencia en la que hemos caído ya ha corroído nuestros fundamentos culturales tradicionales de tal manera que lo que hoy tenemos es una civilización sin cultura. La Cultura de Occidente, esa cultura que alguna vez tuvimos y que nos permitió acotar y restringir hasta la manifestación más violenta de la agresividad humana que es la guerra, esa cultura ha muerto. Para tratar de revivirla ya es tarde. La última oportunidad la tuvimos durante las primeras décadas del Siglo XX y la perdimos en dos Guerras Mundiales en las que cometimos la increíble insensatez de masacrarnos mutuamente en beneficio exclusivo de los eternos enemigos de Occidente. 

Pero, si bien ya no podemos revivir la que se está muriendo, podemos rescatar y reconstruir la cultura que supimos crear. Y la prueba de que podemos hacerlo es que ya lo hicimos. Y no una sino, por lo menos, dos veces. 

Cuando, después de mil doscientos años de existencia, Grecia se derrumbó – víctima tanto de sus propios y desquiciados conflictos internos como de su decadencia moral y su demagogia democrática – Roma recogió los escombros griegos, le añadió un enérgico aporte propio y construyó una república tan vigorosa que terminó siendo un Imperio. Y cuando, después de otros casi mil años de vigencia, Roma se derrumbó – víctima de una demencial corrupción interna y de un multiculturalismo amorfo – la cristiandad recogió los escombros otra vez y, de la mano de gigantes como San Agustín, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, construyó con ellos el impresionante edificio de la cultura medieval que duró otros mil años adicionales hasta que la apostasía hereje y el relativismo racionalista resquebrajaron sus fundamentos y terminaron causando el colapso de toda la construcción.

Tenemos tres mil años de escombros para juntar, seleccionar y ordenar. No es tarea fácil. Pero, si conseguimos hacer ladrillos de esos escombros, también podremos levantar – otra vez, por tercera vez – un nuevo edificio en Occidente. 

No será igual al que ya se derrumbó. Pero puede ser mejor.

Afortunadamente tenemos al menos las guías para ir poniendo los fundamentos. Las excusas a las que se ven obligados a recurrir los que han demolido y siguen demoliendo la cultura occidental demuestran que siguen vigentes al menos nuestras antiguas y eternas Nueve Nobles Virtudes: el honor que impone respeto; la lealtad que enlaza con vínculos indisolubles a los hombres de honor; la verdad que nos hace sabios; la disciplina que permite alcanzar objetivos; la perseverancia que nos da la constancia en la lucha por alcanzarlos; el trabajo que canaliza nuestros esfuerzos constructivos; la libertad construida con nuestras posibilidades reales creadas por el trabajo; la valentía que permite vencer a la adversidad; y la solidaridad que permite formar verdaderos equipos y que se brinda a quienes necesitan ayuda. A partir de estos valores podremos rescatar también a la prudencia, a la justicia, a la fortaleza y a la templanza. Con lo que, finalmente, recuperaremos la fe, la esperanza y la caridad. 

Construyendo sobre esos fundamentos podemos rehacer una cultura que nunca tendríamos que haber dejado al alcance de los depredadores y de los traidores. 

Será un largo y difícil camino cuesta arriba. Seguramente habrá avances y retrocesos. Pero ninguna noche es eterna. Tal como le comentaba hace algunos días a un buen amigo: desde hace 4.500 millones de años todavía no ha habido un solo ocaso que no haya estado seguido por un nuevo amanecer. Y, según dicen los que dicen saberlo, al planeta tierra todavía le quedan por lo menos otros 5.000 millones de años antes de que estemos forzados a mudarnos a un nuevo hogar en alguna otra parte del universo.

La buena noticia es, pues, que tenemos tiempo. La mala es que Occidente parece estar demasiado cansado y agotado después de tres mil años de casi constantes combates. Pero vendrán nuevas generaciones a reemplazar a las cansadas. Y esas generaciones pueden retomar el sendero que en su momento hollaron los espartanos, los romanos y los auténticos cristianos.

Con los fundamentos adecuados y los hombres adecuados, la tercera reconstrucción es posible.

Y si es posible, merece ser iniciada.


Notas:

1.  Carl Schmitt, Teoría del Guerrillero, Desarrollo de la Teoría, De Clausewitz a Lenin.  www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/CarlSchmitt/CarlSchmitt_TeoriaDelPartisano.htm 

2.  Max Weber, La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo, Introducción, www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/Weber_Max/Weber_EticaCapitalismo_01.htm

3.  Ibid. Los resaltados pertenecen a Weber.

4.  Ibid.