TERTULIA EN EL CIELOpor Denes Martos - http://www.denesmartos.com.ar
Después de la entrevista con Maquiavelo en las profundidades del averno, la perspectiva de asistir a una tertulia en sitios más elevados y atractivos me resultó muy agradable. No sé si fue por la proximidad de la Navidad, o respondiendo a un intento de balancear la perspectiva de estos informes, la cuestión es que esta vez la Superioridad me encargó la cobertura de una tertulia en las regiones celestiales. Por supuesto que aquí tampoco pude entrar, y tampoco pude tener contacto directo con los participantes. De hecho, aquí ni siquiera me estuvo permitido hacer preguntas. Pero me fue concedido el privilegio de asistir y escuchar. Lo cual, como podrán imaginar, es un raro honor muy pocas veces concedido a los mortales comunes. Cuando llegué, la reunión estaba siendo amenizada por Thomas S. Eliot con una selección de sus mejores poemas. Estaba justo terminado de recitar los últimos versos de “Little Gidding” de sus “Cuatro Cuartetos”, un poema que termina con:
El papa Leon X, el mismo que excomulgara a Lutero, lo escuchaba atentamente, no sin cierta mezcla de sorpresa y de consternación. Cuando el poeta hubo concluido, el anciano papa, de pronto, no pudiendo seguir guardando silencio, exclamó: — ¡Notable! ¡Notable! ¡¿Así que ahora hasta los anglicanos pueden salvarse?! — ¡No sólo ellos! – comentó riendo Chesterton. – Hay unos cuantos aquí que se arrepintieron a tiempo. ¡Especialmente entre los poetas y los escritores! — Bueno. . . bueno. . . ¡No exageremos! – terció el Padre Castellani. – Los anglicanos, vaya y pase, pero no me imagino compartiendo tertulias con Julio Cortázar. No es tan sencillo. ¿Acaso cualquiera puede entrar aquí? — ¡Claro que no! – protestó San Pedro. - ¡Por supuesto que no! La selección previa existe y es rigurosa, pueden creérmelo. Lo que sucede es que la línea divisoria no siempre la traza el Altísimo allí en dónde algunos suponen. — ¿Y dónde está esa línea divisoria entonces? – quiso saber Hilaire Beloc — Pues, puede llegar a variar en ciertos casos. El Altísimo es muy estricto y riguroso en materia de cosas como sinceridad, honradez y decencia. Pero, como todos saben, también es infinitamente bondadoso y, sobre todo, absolutamente justo. A veces la diferencia esencial la hace entre quienes lo honran y quienes lo agravian; entre quienes viven respetando su Creación y aquellos que tratan de destruirla. — Y eso explica bastante bien por qué tan pocos han llegado aquí últimamente – murmuró el Padre Castellani. — Pruebas al canto: – terció Santo Tomás – nunca antes hemos tenido tan pocos ingresos. Actualmente tenemos la tasa de arribos más baja de los últimos mil quinientos años. — Pero ¿por qué? ¿Qué está pasando allá abajo últimamente? – quiso saber Leon X. Quienes habían llegado en las últimas décadas lo pusieron un poco al día. Le contaron sobre las dos guerras mundiales y sus horrores; sobre el Gulag de los soviéticos y las demás masacres posteriores en Corea, Vietnam, Camboya, Palestina, Iraq, Afganistán y tantos otros lugares. Le informaron sobre el materialismo, el individualismo, el hedonismo, el permisivismo, el divorcio, la exaltación de las desviaciones, el fomento del aborto, la esterilización de las jóvenes, el imperio de la droga, la omnipotencia del dinero, la relativización de los valores, la ridiculización de lo sagrado, la corrupción en la Iglesia misma, la influencia idiotizadora de los medios masivos . . . — ¡Increíble! – murmuró el papa al final del relato. — Y para colmo a todo eso lo llaman libertad y democracia. . . – acotó, no sin cierta sorna el Padre Castellani. — Pues, a esto ha llegado la civilización occidental y cristiana – suspiró apesadumbrado Spengler. – Y no me digan que no se los advertí. — ¡Vamos Oswald! Hace rato que dejó de ser cristiana – lo corrigió Beloc. De pronto sonó el timbre. El propio Salvador fue a abrir el portal tras hacerle un gesto al custodio de las llaves del cielo para que se quedara sentado. — Es a mí a quien vienen a ver, Pedro. Yo invité – explicó. El recién llegado hizo una profunda reverencia ante los congregados y se presentó: — Soy Mahoma, el profeta. Gracias por la invitación. — Por favor, tenga la bondad de pasar y tomar asiento – le ofreció Jesús con amabilidad. – Estábamos justo conversando sobre la situación allá en la tierra. — No es sencilla. No es sencilla. . . – murmuró el profeta asintiendo con la cabeza mientras se sentaba en el lugar indicado. — ¿Cómo evalúa usted la situación? – quiso saber Leon X. — Vean. Yo soy un hombre sencillo. – respondió Mahoma luego de un breve momento de reflexión – En lo que a mí respecta, lo que veo es que, por un lado, todos mis seguidores en los EE.UU. de repente son considerados como terroristas. Por el otro lado, en Francia y en Alemania, ahora se los quiere tratar como intrusos indeseables. La verdad es que a veces me cuesta entender a ciertos cristianos. ¿Qué clase de cristianismo es ése al que no le molestan millones de abortos y se escandaliza por un burka? — ¡No puede usted decir eso! – exclamó Leon X - ¡Nos hemos opuesto muy claramente tanto al divorcio como al aborto! — Entre muchas otras cosas – terció el Padre Castellani. — Es cierto, y no lo niego. Pero no me lo diga a mí. Dígaselo a los políticos que se dicen cristianos y que votaron las leyes que permiten esas cosas. En Francia y en Alemania ahora se las han tomado con los inmigrantes musulmanes. Pero nadie quiere admitir que estos inmigrantes solamente ocuparon un vacío. Porque Europa no creció y . . . — ¿Cómo que no creció? – interrumpió uno de los pocos economistas presentes – El PBI de la Comunidad. . . — No me refiero a lo económico – aclaró amablemente el profeta. – Me refiero a la población. La población europea tiene una tasa de crecimiento demográfica negativa. Todos los años quedan menos europeos y los que quedan son cada vez más viejos. ¿Por qué? ¿A causa de quienes? ¿Por culpa de qué ideologías? Yo creo que por ahí es que tendríamos que buscar a los responsables. — Nadie puede acusar a los mahometanos por los errores cometidos en Occidente. Eso es cierto – admitió León X – Pero tampoco el Islam puede pretender que, para salvar esos errores, Occidente se vuelva mahometano. — Es que, según lo que yo veo – replicó Mahoma – la cuestión no pasa por si Occidente será cristiano o mahometano. La cuestión pasa por si continuará, o no, siendo agnóstico, ateo, hedonista, individualista, depredador, estúpidamente consumista, antifamiliar, permisivo hasta el suicidio, relativista y materialista hasta la decadencia. — Occidente nunca se hará mahometano – sentenció Chesterton. — Probablemente no. – concedió el profeta – Pero yo me pregunto quién defiende más los valores cristianos actualmente en el mundo. Por lo que veo, los musulmanes, al menos en su gran mayoría, parecen hoy más “cristianos” que el Occidente “cristiano”. A veces me causan gracia los argumentos con los que se ataca al Islam. En su enorme mayoría esos argumentos atacan valores que podrían perfectamente ser los cristianos. — ¿Por ejemplo? – quiso saber Santo Tomás — Por ejemplo, entre nosotros la fe todavía forma parte integral de la vida de todos los días. Nadie se burla de ella. Quizás no todos la poseen en la misma medida, pero la respetan hasta quienes no la tienen y nadie la considera prescindible ni ridícula. Tampoco la oración o el ayuno se toman a la ligera. Para millones de musulmanes la práctica de la religión es bastante más que una simple costumbre o una pose socialmente aceptada. O un “mandato cultural” como dicen ahora algunos ignorantes que la van de intelectuales. Créanme amigos, el mayor peligro para Occidente no es la mahometana que oculta el rostro detrás de un velo, que cree en Dios, que cría a muchos hijos y que llega virgen al matrimonio. Tampoco es el mahometano que, quizás, puede llegar a tener más de una de estas mujeres, pero que reza todos los días, que una vez en la vida hace una peregrinación la Meca, que no toma alcohol, que no consume pornografía y que respeta sus tradiciones. El mayor peligro para Occidente no le viene de afuera. Está en su propio interior. Se produjo un gran silencio. Jesús miró a los presentes y después preguntó con suavidad: — Y bien, ¿qué le contestamos a nuestro invitado? Spengler tomó la palabra: — Es cierto que el mayor peligro para Occidente está en su propio interior. Su corrupción interna es el principal motivo de su decadencia. Justamente por eso, en su propio interior es en dónde hay que buscar el remedio. En su tradición, en su trayectoria, en su fe, en sus auténticas instituciones, en sus conocimientos, en su arte y su cultura. En todo aquello que una vez lo hizo sólido y coherente. Occidente debería abandonar los experimentos que lo debilitan y volver a los principios y a los valores que lo fortalecen. — Respeto su opinión, effendi – asintió Mahoma. – pero la cuestión planteada es otra. Si tuviese Usted que elegir un futuro para sus nietos ¿qué preferiría? ¿Que se hiciesen mahometanos o que se volviesen drogadictos, egoístas, pervertidos y descreídos? — ¡No creo que existan solamente esas dos opciones! – tronó Santo Tomás con energía. – ¡La cuestión no puede ser planteada de un modo tan binario! Chesterton quiso ser conciliador: — Por favor Tomás, tranquilízate. No olvidemos que nuestro interlocutor es hoy, excepcionalmente, un invitado de Nuestro Señor. Por supuesto que hay otras opciones. Pero, así y todo, admitamos que el planteo es interesante. Porque, si no tuviésemos otras opciones, ¿cuál sería la mejor, o la menos mala de las dos que ha mencionado Mohamed? — ¿O sea que la alternativa sería decadencia o herejía? – preguntó, algo mosqueado, el Padre Castellani — Es que ésa no es una alternativa. En todo caso, sería una opción forzada. Como si a un condenado a muerte se le preguntara: “¿horca o fusilamiento?” – insistió Santo Tomás. — Personalmente elegiría fusilamiento. Al menos permite morir con dignidad. – comentó San Toribio Romo. — Hay algo de eso – acotó Beloc – pero en todo caso el resultado sería el mismo. Y aquí lo que valdría la pena discutir no es la forma en que Occidente podría morir sino la forma en que podría vivir. La forma en que podría volver a ser lo que alguna vez fue. — ¿Y si en vez de pensar en restauraciones pensáramos en algo nuevo? — ¿Sobre qué base? Esas cosas no se construyen en el aire. – argumentó Spengler. – No se saca a toda una cultura y a toda una civilización de la nada. Sólo el Altísimo es capaz de algo así y últimamente no parece muy inclinado que digamos a hacerlo. En el calor del diálogo sólo pocos advirtieron que Jesús y Mahoma se habían levantado y se dirigían hacia la puerta. — Continúen sin mí – dijo el Salvador antes de salir – acompañaré a nuestro invitado y luego tengo un pequeño compromiso, de modo que no me esperen. — ¿Quo vadis, domine? – quiso saber San Pedro revirtiendo inconscientemente al latín. — A Roma. Se acerca mi cumpleaños y creo que nuestro amigo Benedicto XVI y yo tenemos una larga charla por delante. Últimamente en la Iglesia hay una serie de asuntos para los cuales parece ser que el Espíritu Santo necesita algún pequeño refuerzo de parte mía. . . — Ten cuidado Señor. Roma ya no es el lugar que solía ser. Pero rezaremos aquí por el éxito de tu misión. — Quizás mi misión no se limite a Roma . . . — ¡Señor! ¡Hágase tu voluntad! Pero vayas adonde vayas, te ruego encarecidamente que no sea a Palestina. — ¿Por qué, mi buen Pedro? — Maestro, en Jerusalén, así como están las cosas . . . te volverían a crucificar . . . Jesús sonrió, y antes de cerrar la puerta, agregó a modo de despedida: — No sólo en Jerusalén mi querido Pedro . . . No sólo en Jerusalén . . |