JEHOVÁ VERSUS ALLAH
Escribe Denes Martos Introducción ¿Comenzó la Tercera Guerra Mundial? Quizás no. Por lo menos, no todavía. Aún considerando la crueldad y la magnitud de la masacre de Medio Oriente con la última invasión del Líbano por parte de Israel, sería muy exagerado hablar del inicio de la Tercera Guerra Mundial a esta altura de los acontecimientos. Todo parecería indicar que, en estos momentos, Israel necesita algo de tiempo para asimilar la derrota y, tanto como para darse un respiro, se ha resignado a utilizar algunas tropas de Naciones Unidas como amortiguador en su frontera Norte. Pero, por supuesto, esto no quiere decir que la situación es estable ni, mucho menos, que el conflicto ha sido superado. El problema subsiste, las causas de la crisis subsisten y los rencores no sólo subsisten sino que han aumentado, alimentados por la sangre de miles de cadáveres. En estas condiciones no se puede hablar del fin de la guerra. La actual situación es apenas de aquellas que surgen al fin de cualquier batalla – previsiblemente una de las muchas que habrá en el porvenir. Es una situación de calma relativa y provisoria mientras las fuerzas se reagrupan, se reorganizan y se preparan para la próxima batalla de una contienda que continúa. ¿Se saldrá de control esa guerra? ¿Dejará en algún momento de ser un conflicto localizado, restringido a una zona geográfica determinada, para convertirse en una hecatombe de dimensiones mundiales? Es difícil vaticinarlo. Una de las pocas cosas que hemos aprendido en los últimos cincuenta años es que no se puede adivinar el futuro. A lo sumo se lo puede llegar a prever sobre la base de tendencias y de experiencias pasadas, más algún grado de intuición cuya validez sólo quedará demostrada – o invalidada – a posteriori, cuando los hechos futuros se hayan convertido en el presente del observador. De modo que no podemos adivinar lo que sucederá. Pero, desde la óptica de la experiencia y las tendencias actuantes, el panorama es bastante poco alentador. Están dadas prácticamente todas las condiciones para que el conflicto se vuelva incontrolable. Si el desmadre sucederá – o no – eso es algo que ningún analista serio puede pronosticar. Pero ya hoy es evidente que bastaría con que alguien cometa un error grave para que eso suceda. Los barriles de pólvora están puestos en su lugar. Todo lo que falta es una chispa.
La guerra y el terrorismo ¿De qué elementos está constituida la mezcla explosiva que alimenta el conflicto en Medio Oriente? Como en todo enfrentamiento complejo y grave, no es posible contentarse con aceptar los dos o tres argumentos más o menos oficiales que se mencionan como causas de la disputa. En estos casos, los argumentos esgrimidos por tirios y troyanos no son muchas veces más que los motivos que unos y otros se animan a confesar en público. Para un análisis a fondo ni siquiera alcanzaría con mencionar las motivaciones inconfesadas porque problemas de esta índole no se agotan en los argumentos de los cuales los participantes son conscientes. De hecho, en estos casos, los argumentos esgrimidos por lo general no son más que excusas para justificar lo que no se quiere decir. Y las cosas que no se quieren decir no son más que manifestaciones conscientes y racionalizadas de motivaciones total o parcialmente irracionales de las que los involucrados pueden hasta no tener conciencia en absoluto. Así, lo primero que hay que tener en claro y poner en blanco sobre negro para empezar a entender lo que sucede en todo el espacio geopolítico de Medio Oriente es la guerra en si misma. Y no necesariamente esta guerra sino la guerra contemporánea como tal. De la serie de acontecimientos de los últimos meses y hasta de los últimos años se pueden sacar – y de hecho se han sacado – innumerables conclusiones. Sobre las mismas se pueden hacer, por supuesto, innumerables comentarios. Podríamos aquí, siguiendo ese método, comenzar señalando las interrelaciones que existen entre Israel y los EE.UU. así como las que hay entre el Hizbollah e Irán. Podríamos luego analizar las sectorizaciones que existen dentro del Islam y quizás hasta ponerlas en paralelo con las que hay entre EE.UU. y Europa (y hasta en Europa misma). Podríamos, luego, tratar el tema de las relaciones entre Irán y China y tras esto, considerar la situación de Moscú y la población musulmana que históricamente ha formado todo un cinturón en la frontera Sur del Imperio Ruso. Podríamos hablar de petróleo, de geopolítica, de euros y de dólares; de intereses económicos, de posibilidades tecnológicas y de cuestiones demográficas. Sería quizás interesante pero me temo que no serviría de gran cosa. Por de pronto, basta con recorrer el mar de literatura que existe sobre el conflicto para darse cuenta de que eso ya se ha hecho. Pero, además, estaríamos errándole al objetivo porque soslayaríamos un factor esencial: estaríamos hablando de algunas causas – o posibles causas – del conflicto pero no del conflicto mismo. Estaríamos hablando de los ingredientes de esta guerra pero no de los elementos constitutivos y esenciales de la guerra contemporánea. Después de las dos Guerras Mundiales europeas – y muy especialmente durante y después de la segunda – en Occidente hemos perdido algo muy importante: la capacidad de acotar la guerra y mantenerla dentro de ciertos límites respetados por todos los contendientes. La enorme mayoría de los comentaristas actuales ignora olímpicamente que la humanidad europea de Occidente llegó en su momento a lograr algo sin antecedentes en toda la Historia de la humanidad; algo que raya en lo casi increíble: Europa consiguió reglamentar la guerra. No me estoy refiriendo aquí a las cuatro convenciones de Ginebra del 12 de Agosto de 1949, ni tampoco a la anterior normativa de La Haya de 1907. Estas normas, como la enorme mayoría de las leyes escritas, fueron prácticamente violadas al día siguiente de ser ratificadas por quienes las suscribieron. Como que ya habían sido violadas antes de firmarse los tratados. A lo que me refiero es a los usos, las costumbres, las tradiciones y el comportamiento normal de los combatientes regulares que Europa consiguió desarrollar y que no sólo son muy anteriores a los convenios mencionados sino que hasta los hicieron posibles y aceptables en absoluto. Me refiero al Derecho Internacional continental europeo que todavía Clausewitz daba por sobreentendido. Las convenciones de Ginebra no innovaron en nada ni crearon ningún concepto jurídico nuevo. Más aún: trataron – con bastante poco éxito – de restaurar un orden jurídico internacional que había sido subvertido casi por completo durante la Segunda Guerra Mundial europea. El trato correcto a los prisioneros; la atención humanitaria de los heridos; el criterio básico de que “La tropa combate al enemigo; de los delincuentes se encarga la policía”; el respeto por el enemigo que se rinde; la clara identificación de los contendientes por uniformes, estandartes y símbolos de rango; el concepto de que la guerra es un enfrentamiento entre Estados y no entre personas; pero, por sobre todo, la diferenciación tajante y clara entre lo militar y lo civil; son todos conceptos – y la lista está lejos de ser exhaustiva – que provienen de ese Derecho Internacional europeo que podemos llamar clásico. El fracaso de las convenciones ginebrinas responde al hecho de que este marco jurídico se rompió definitivamente con el surgimiento de la guerra revolucionaria moderna. Dentro de la lógica de esta nueva clase de guerra, el oponente deja de ser el adversario al que hay que vencer y se convierte en un enemigo al que hay que matar. Mientras la guerra europea convencional clásica evolucionó hasta convertirse casi en un duelo entre caballeros al servicio de dos Estados enemistados, la guerra revolucionaria moderna retrocedió al antiguo y primitivo concepto del enemigo personal cuya aniquilación física total se exige en aras de la propia supervivencia. Así, mientras las guerras clásicas podían terminar con la derrota del enemigo, las guerras actuales sólo pueden terminar con su funeral. Una de las consecuencias de esto es la necesaria criminalización del oponente. La tradición europea clásica todavía permitía respetarlo y aún rendirle honores dado el caso. Esto fue posible porque su muerte – si bien ciertamente muy posible y quizás hasta probable – no resultaba necesaria e indispensable para la victoria. Bastaba la rendición del ejército enemigo para ganar la batalla y, a veces, hasta la guerra. Por el contrario, la guerra actual, basada más en el modelo del guerrillero que en el del soldado regular, necesita demonizar y criminalizar al enemigo desde el momento en que el objetivo realmente buscado es su exterminio. No se puede justificar la intención deliberada de matar y destruir a una persona si antes no se la ha presentado como despreciable, vil, peligrosa, malévola y hasta sanguinariamente criminal. Ésa es la “lógica” subyacente a la guerra irregular y lo que actualmente se ha dado en llamar “terrorismo” no es nada más que la evolución necesaria y consecuente de la guerrilla como método de librar una guerra. Al abandonar la enemistad acotada y reglamentada de la guerra clásica hemos caído en la enemistad absoluta y sin límites de la guerra irregular que ya no es un enfrentamiento armado entre soldados profesionales que representan a organismos políticos jurídicamente constituidos sino una pelea primitiva entre enemigos personales dispuestos a masacrarse mutuamente. Que en la ecuación todavía intervengan – al menos técnicamente – algunos Estados (ya sea con tropas regulares o con formaciones “paramilitares”), no cambia demasiado las cosas. La “lógica” de la guerra actual sigue siendo el aniquilamiento y no tan sólo la derrota del enemigo. Consecuentemente, una fuerza aérea regular bombardeará a toda una ciudad, matando a cientos de miles de civiles inocentes, porque, al no poder delimitar exactamente al enemigo por sus símbolos, por su uniforme y por sus estandartes o banderas, considerará como enemigo – no al ejército que ya no puede identificar – sino a toda la población de un espacio geográfico que ha sido declarado zona enemiga. Y de la misma manera en que criminalizará a los combatientes reales para justificar su irrevocable decisión de matarlos, forzosamente habrá de criminalizar también a toda la población del área para, de alguna manera, justificar su decisión de bombardearla sin consideración alguna por los que vayan a morir. De esta forma, la existencia o inexistencia de símbolos identificatorios hasta se vuelve completamente irrelevante y la diferenciación entre “regular” e “irregular”, entre “soldado” y “guerrillero”, entre “militar” y “terrorista”, termina borrándose. Con o sin uniforme, con o sin estructuras de mando y control convencionales, con o sin responsabilidades exigibles por superiores jerárquicos, la guerra actual parte del principio de que el enemigo es un criminal peligroso y, puesto que es un criminal, se halla fuera de la ley y cualquier cosa que se haga para matarlo está permitida. Con ello, Occidente ha retrocedido cerca de dos mil años. La pista de que esto es así la ofrece, entre muchos otros síntomas, la infernal hipocresía con la que se manejan conceptos bélicos como, por ejemplo, los de “agresor” y “agresión”. Algo que ha obligado a los norteamericanos a reinventar la vieja excusa de la “guerra preventiva”. El mismo concepto de “terrorismo” es intrínsecamente hipócrita porque lo que importa ya no es el acto en sí sino quien lo comete. Exactamente la misma acción será considerada justificable si es cometida por los “buenos” mientras que se convierte en execrable si la cometen los “malos”. Por supuesto: los buenos somos siempre “nosotros” y los malos son siempre “ellos”. Entre quienes creen que “ellos” son siempre “los árabes”, pocos quieren recordar, por ejemplo, que – entre 1945 y 1948 – mientras Palestina se hallaba bajo el mandato británico, la organización sionista clandestina Irgun Zvai Leummi, bajo el mando de Menahem Beghin, lanzó cientos de ataques terroristas contra los británicos. Durante varios meses entre 1945 y 1946 las operaciones respondieron a la coordinación del Movimiento de Resistencia Hebreo y estuvieron dirigidas por el Haganah. Pero, en un momento dado, Beghin decidió jugar su propio juego y organizó un atentado con explosivos contra el Hotel King David de Jerusalén dónde se hallaban alojadas las autoridades administrativas británicas. En el atentado murieron 91 personas; entre ellas 28 británicos, 41 árabes e incluso 17 judíos. Más tarde, las Irgun irrumpieron en la prisión de Acre donde ahorcaron a dos sargentos británicos. Lo esencial en esto no está tanto en la naturaleza de las operaciones comandadas por Beghin. Ni siquiera está en que este mismo Menahem Beghin llegara, después, a ser Primer Ministro de Israel. Porque si vamos al caso, en realidad fue más lejos aún: aún a pesar de su responsabilidad en la masacre de Deir Yassin, hasta llegó a ganar en 1978 el Premio Nóbel de la Paz compartido con Anwar Al-Sadat. Lo verdaderamente relevante es que todo lo relatado no ha impedido que la misma Gran Bretaña siga hoy a los EE.UU. en su política de apoyo a Israel y en su feroz crítica a los irregulares árabes cuyos actos de guerra no difieren sustancialmente de los recién reseñados. La política exterior británica adoptó con ello la lógica norteamericana contenida en la frase que algunos adjudican a Cordell Hull refiriéndose a Trujillo y otros a Franklin D Roosevelt refiriéndose a Anastasio Somoza: “... puede que sea un hijo de puta, ¡pero es nuestro hijo de puta! ”. Los atentados de las Irgun y de Beghin podrán haber recibido algunas críticas tanto dentro como fuera de Israel pero terminaron siendo perdonados porque fueron perpetrados por “nuestros” buenos. Los cometidos por el Hizbollah o por Hamas no se perdonaron nunca porque fueron cometidos por los malos “de ellos”. Los actos no difieren. La diferencia está exclusivamente en quien los comete. Con ese mismo principio, las operaciones en las que la CIA muchas veces tuvo metida su mano, se catalogaron como “operaciones encubiertas” en el marco de una “guerra no-convencional”. Pero los operativos, esencialmente idénticos, llevados a cabo por los grupos armados de la década del ’70 se consideraron “acciones terroristas” cometidas por “bandas subversivas”. Aunque, por supuesto, la hipocresía también funciona al revés. Si uno escucha a ciertos intelectuales de izquierda, las operaciones guerrilleras de los ’70 no habrían sido sino la respuesta “del pueblo en armas” frente a la agresión del “terrorismo imperialista” y las operaciones de la guerra antisubversiva se mencionan como actos de “represión” feroz cometidos por el “terrorismo de Estado”. De nuevo: Los hechos prácticamente no difieren. La diferencia está tan sólo en quien los comete y la valoración de los mismos depende del bando al que pertenece el que los evalúa.
El proyecto sionista Dentro de este contexto de enemigos absolutos que insisten en el mutuo exterminio, las motivaciones adquieren, obviamente, una gran importancia. En consecuencia, también adquieren al menos cierta importancia los argumentos que hacen referencia a dichas motivaciones aunque, como ya se ha señalado, la argumentación en general no tiene muchas veces demasiado que ver con la verdad subyacente. Bajo este aspecto es imposible dejar de señalar que el argumento sionista principal posee una debilidad histórica casi insalvable. La destrucción de Jerusalén por Tito Augusto tuvo lugar en el año 70. A partir de ese momento – o como máximo después del fracaso de la rebelión del Bar Kochba en el 135 DC – los judíos vivieron dispersos por prácticamente todo el mundo. El actual Estado de Israel se fundó en 1948. Sea como fuere que evaluemos a la Diáspora y sea cual fuere el valor que le adjudiquemos al ritual religioso que mantuvo a Jerusalén y a Israel dentro de la tradición cultural judía con la reiteración de la fórmula “El próximo año, en Jerusalén”, el hecho concreto y objetivo es que los judíos reclaman hoy un territorio del que estuvieron ausentes como pueblo políticamente organizado durante más de 1800 años. El argumento sionista es débil por la sencilla razón de que no resiste la prueba de la generalización del caso. Porque, con el mismo principio, los iraníes actuales podrían reclamar casi todo el Irak (o viceversa); los egipcios podrían exigir todo el territorio hasta la Cuarta Catarata más la península del Sinaí (Dénes: ojo que la Peninsula del Sinai volvió a Egipto como parte del acuerdo de paz entre Sadat y Beghin…); y, si vamos al caso, los italianos – reivindicándose como herederos del Imperio Romano – podrían reclamar prácticamente todo el Mediterráneo. Por un principio algo similar, los mapuches podrían demandar un buen pedazo de la Argentina. Los apaches sobrevivientes podrían exigir que se les devuelva Arizona, Nuevo México, un buen pedazo de Texas y hasta la parte noroeste de México mismo. Los celtas galeses podrían reivindicar sus derechos sobre Gran Bretaña. Más aún: la casi totalidad de la Comunidad Europea podría tener pretensiones territoriales sobre la India y el Tibet si es cierto que los pueblos indoeuropeos originales partieron desde allí. Como puede apreciarse – y los ejemplos citados son apenas una muestra de los miles que se podrían construir – la generalización del reclamo no resiste el menor análisis. Si es cierto que los “pueblos originarios” tienen derechos sobre territorios que perdieron por conquista o por abandono, entonces los únicos auténticos dueños de la tierra serían los descendientes directos del Hombre de Neandertal porque hasta los sucesores del Hombre de Cromagnon tendrían una titularidad cuestionable. Pero, además de eso, el argumento sionista es débil porque ya en la mente de su propio fundador, en los escritos de Teodoro Herzl mismo, Palestina no aparece como un reclamo irrenunciable. Todo lo contrario: “Que se nos otorgue la soberanía sobre un pedazo de la superficie de la Tierra, de un tamaño suficiente para satisfacer nuestras justas necesidades como pueblo; todo lo demás lo conseguiremos nosotros mismos.” (T.Herzl “El Estado Judío”- Cap. “El Plan”). De modo que, básicamente y en principio, lo que Herzl tuvo en mente fue tan sólo “un pedazo de la superficie de la Tierra”. O sea: una colonia para colonos judíos. Algo – y no por casualidad – perfectamente encuadrable dentro del espíritu colonialista de fines del Siglo XIX. Más aún; hay todo un capítulo dedicado a dilucidar la pregunta “¿Palestina o Argentina?”. Vale la pena repasar íntegramente la parte sustancial de este capítulo. “Argentina es uno de los países por naturaleza más ricos de la Tierra; posee una superficie gigantesca con escasa población y un clima templado. La República Argentina tendría el mayor interés en cedernos un pedazo de territorio. La actual infiltración judía ha producido obviamente irritación; habría que esclarecer a la Argentina sobre la diferencia esencial de la nueva inmigración judía. Palestina es nuestra inolvidable patria histórica. Tan sólo este nombre sería un poderoso y emotivo llamado de reunión para nuestro pueblo. Si Su Majestad el Sultán nos diese Palestina, podríamos comprometernos a arreglar por completo las finanzas de Turquía. Para Europa constituiríamos un pedazo del muro contra el Asia; proveeríamos el servicio de avanzada de la cultura contra la barbarie. Como Estado neutral, permaneceríamos conectados con toda Europa, la cual tendría que garantizar nuestra existencia. Para los lugares sagrados de la cristiandad se hallaría una forma jurídica internacional de extraterritorialidad. Constituiríamos la guardia de honor alrededor de los lugares sagrados comprometiéndonos con nuestra existencia al cumplimiento de este deber. Esta guardia de honor sería el gran símbolo para la solución de la cuestión judía después de dieciocho, para nosotros penosos, siglos.” (T. Herzl Op.Cit. Cap. “¿Palestina o Argentina?”). Va de suyo que estos pasajes pueden interpretarse de varias maneras y, de hecho, han suscitado toda clase de comentarios. Pero más allá de los mismos, y más allá de la obviamente interesante referencia a la Argentina, creo que hay dos puntos que merecen ser destacados. El primero de ellos es la idea de la “avanzada de la cultura contra la barbarie” y el segundo punto es que “Europa tendría que garantizar la existencia” del nuevo Estado. Lo de la “avanzada de la cultura contra la barbarie” ya apunta a un enfoque que es, como mínimo, exclusivista. Aún si se dejan de lado las convicciones doctrinarias religiosas; aún haciendo abstracción de que estamos hablando de un pueblo que afirma – al menos cuyos creyentes afirman – haber hecho un pacto personal con Dios; aún así quien se considera parte de una “avanzada de la cultura” frente a un conjunto innominado de “bárbaros” difícilmente esté imbuido de la sincera disposición a convivir pacíficamente con ellos. El ejemplo más inmediato de esto lo tenemos en nuestro propio país. En la Argentina el antagonismo entre “civilización” y “barbarie” respondió al mismo enfoque mental básico. Sus resultados están en los libros de Historia. Y en los cementerios. Por el otro lado, la idea de que la existencia de un organismo político soberano esté garantizada por otro organismo político, es una idea que no sólo resulta contradictoria en si misma; no sólo constituye un sinsentido político – un Estado soberano cuya existencia está garantizada por otro Estado sencillamente no es un Estado soberano – sino que explica bastante bien el actual papel de los EE.UU. en relación con Israel siendo que, desde fines del Siglo XIX a esta parte, Europa ha perdido la gravitación política que tenía en tiempos de Herzl. Se ha discutido mucho acerca de si Israel es – o no –el Estado número 51 de la Unión; si es – o no – tan sólo un “portaaviones terrestre” ubicado en Medio Oriente para actuar de avanzada de los EE.UU; o bien si, por el contrario, los EE.UU. son – o no – la colonia más importante que Israel posee fuera de Palestina. Luego del trabajo de Mearsheimer y Walt sobre el lobby israelí en los EE.UU., la última proposición no parece tan descabellada. Con todo, la discusión puede ser interesante desde ciertos puntos de vista, pero termina siendo políticamente irrelevante. Resulta irrelevante porque, en realidad, ninguno de los dos países es soberano. No solamente porque alguno de ellos puede llegar a estar en relación de dependencia del otro sino porque, tanto Israel como los EE.UU. dependen del Poder de una plutocracia financiera internacional que los domina a ambos. En la base misma de la idea sionista tenemos, pues, dos elementos importantes para evaluar su papel en la contienda: una intención exclusivista por un lado, aunada a un proyecto intrínsecamente contradictorio y políticamente inviable por el otro.
El antisemitismo y el núcleo del conflicto Hace tan sólo unos 10 o 20 años atrás nadie podía ni siquiera alzar la voz contra las operaciones de Israel sin ser automáticamente crucificado bajo acusaciones de nazifascismo y antisemitismo. Por la época de Golda Meir o Menahem Beghin, el criticar a los israelíes era, sencillamente, impensable. Es notorio como eso ha cambiado. Hoy son claramente más enérgicas, más audibles y sobre todo más generalizadas las voces que se oyen censurando las acciones y el comportamiento de los israelíes. Hasta ha surgido una simpatía inclinada a exculpar las acciones y el comportamiento de sus oponentes árabes. Lo más sorprendente de esto es que la tendencia parece haberse originado, no en el campo de las fantasías neonazis, sino en el de los intelectuales de izquierda y, en muchos casos, hasta en el de los intelectuales judíos de izquierda. En el pasado Siglo XX, allá por los años ’50 y ’60 – incluso prácticamente hasta fines de los ’80 – los que se dedicaban a criticar a los judíos utilizaban reediciones clandestinas de la propaganda panfletaria del NSDAP de los años ’30, echaban mano a versiones por lo general bastante dudosas de Rosenberg, Hitler, Goebbels, Julius Streicher o, incluso, citaban in extenso a los ubicuos e inextinguibles Protocolos de los Sabios de Sion. El hecho es que en la actualidad, la crítica al sionismo y a Israel no descansa, en absoluto, sobre ninguna de esas piezas de museo. Dicha crítica se encuentra con extrema facilidad – y bastante actualizada – consultando la opinión de intelectuales judíos como Norman Finkelstein, Noam Chomsky e Israel Shamir; artistas judíos como Gilad Atzmon; rabinos como Yecheskel Roth, Avruhom Leitner, Rav Koppelman, V. Soloveichik y Joel Teitelbaum; o ex militantes comunistas como Roger Garaudy y una larga lista de otros más. ¿El antisionismo ha suplantado al antisemitismo? No exactamente. Sería de una ingenuidad infantil negar que hay críticos esencialmente “antisemitas” que utilizan el antisionismo como argumento eficaz. Con todo, esto podrá ciertamente hablar en contra de la sinceridad de algunos “antisemitas” pero no invalida en principio y necesariamente la validez de los argumentos. Dos más dos no dejan de ser cuatro por más que lo diga alguien que, por algún motivo, no me quiere. Más aún: desde una óptica “neonazi” – de algún modo habrá que llamarla – un antisionismo hasta sería una desviación ideológica. Los nacionalsocialistas alemanes nunca estuvieron en contra de que el pueblo judío tuviese un Estado propio. Hasta jugaron con la idea de ofrecerle Madagascar y es por demás probable que, de haber ganado la guerra, los alemanes hubieran desalojado a los ingleses de Palestina y dejado que se instalaran en ella los partidarios de Herzl. La Alemania nacionalsocialista y el Movimiento Sionista tuvieron más de un punto de contacto y en más de una oportunidad. Se haría muy cuesta arriba construir una enemistad incondicional entre nazis y sionistas – al menos de parte de los nazis quienes consideraron al sionismo como una solución bastante atractiva para deshacerse sin demasiado esfuerzo de los judíos residentes en Alemania. Nada menos que Alfred Rosenberg, el principal ideólogo de Hitler, supo llegar a escribir que: “el sionismo debe ser vigorosamente sostenido a fin de que un contingente anual de judíos alemanes sean llevados a Palestina.” (Cf. A. Rosenberg: “Die Spur des Juden im Wandel der Zeiten”, Munich 1937, p. 153). Desde el ámbito de las SS, la posición pro-sionista de Heydrich también es bastante conocida. Y esto no es extraño si tenemos presente que la organización sionista alemana funcionó legalmente en el III Reich hasta 1938 – cinco años después de la llegada de Hitler al poder y apenas un año antes de estallar la Segunda Guerra Mundial. Su periódico, el Jüdische Rundschau se publicó hasta ese mismo año. (Cf. Leibowitz, Israël et Judaïsme, Ed. Desclée de Brouwer, 1993. p. 116). Dentro de este contexto no es nada sorprendente que Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén mencione la pasividad cómplice de los Consejos Judíos en Alemania, mayormente controlados por sionistas. Por el otro lado, el término mismo de “antisemitismo” es poco menos que indefendible. “Semita” es una denominación lingüística. No existe una “raza semita”. Y no existe por la misma razón por la cual tampoco existe un diccionario braquicéfalo o una gramática de ojos rasgados. Los “antisemitas” verdaderos – los pocos que realmente hubo – no fueron más que europeos irrecuperablemente chauvinistas que se basaron en una definición más que discutible del concepto de raza. La posición podrá haber sido hasta cierto punto explicable dados los conocimientos científicos, lingüísticos y antropológicos que se tenían entre mediados del Siglo XIX y principios del XX, pero resulta insostenible en la actualidad. Es cierto que es posible detectar algunos casos en los que la unidad lingüística se condice con una relativa homogeneidad racial. Pero de allí a aceptar que la unidad lingüística es indicio de homogeneidad racial media un abismo que sólo la ignorancia consigue salvar. Basta con pensar en que, con ese criterio, las personas de raza negra en los EE.UU. deberían ser considerados “anglosajones” y los haitianos que hablan hoy un patois francés catalogarían como “latinos”. De modo que, si alguien es realmente nazi, no podrá – sin caer en desviacionismos doctrinarios – negarle a Israel el derecho a la existencia como Estado. Menos aún como Estado constituido sobre vínculos de sangre, suelo y tradición cultural; porque justamente sobre esas bases se fundó el Estado Nacionalsocialista del III Reich. Pero y por otra parte, si alguien es realmente antisemita, ni podrá tomar partido por los árabes en contra de los judíos, ni tampoco por los judíos en contra de los árabes porque, si ha de ser honesto consigo mismo, sobre la base de un antisemitismo, racial o lingüístico, no hallará jamás una forma segura y unívoca de diferenciarlos. Basta con poner lado a lado la fotografía de Yasser Arafat y la de Jacobo Timmerman para darse cuenta del problema planteado. Míreselo como se quiera, lo del antisemitismo filonazi, tal como vulgarmente se lo esgrime para rechazar la oposición al sionismo, es algo que se cae por reducción al absurdo. Si el argumento histórico del sionismo es débil, su principal argumento propagandístico es directamente ridículo ya que supondría imaginar que los miembros de un entorno etnocultural “semítico” se vuelven “antisemitas” por el sólo hecho de oponerse a Israel. A lo largo de su vida en la diáspora el pueblo judío tuvo, y padeció, numerosos enfrentamientos con miembros de otros pueblos y otras culturas. Lo que sucede es que, en más de 1800 años, éste es el primer conflicto grave que el pueblo judío debe enfrentar en Palestina misma. Sencillamente la cultura judía parece no estar preparada para explicarse una enemistad surgida dentro de su propio entorno etnocultural. En los enfrentamientos anteriores los intelectuales judíos siempre podían echarle la culpa de todos los rencores y de todas las animadversiones a los “arios” antisemitas, a los “cristianos” antisemitas, a los “bárbaros” antisemitas, o simplemente a los goim salvajes e ignorantes, incapaces de valorar y respetar la cultura hebrea. Por desgracia para Israel, esa cómoda fórmula de autojustificación étnica pudo haber funcionado con razonable éxito en el ámbito de la diáspora pero no resulta aplicable al ámbito de Medio Oriente. El enemigo que hoy enfrenta Israel no es un enemigo externo. Es un enemigo de su propio ámbito y, por lo tanto, un enemigo interno. Por eso es que, en última instancia, todo el conflicto es más una guerra civil que una guerra internacional. Por eso, también, esta guerra es tan sangrienta; porque, como se sabe, las guerras más inciviles son siempre las guerras civiles. Es una guerra civil para la cual el pueblo judío no está ni intelectual ni emocionalmente preparado. Se pasó más de 1800 años luchando contra enemigos externos. No sabe cómo manejar a un enemigo interno. En cuanto a los musulmanes, éstos cometen la equivocación de considerar que los israelíes son representantes de Occidente. Desde cierto punto de vista es comprensible: más de mil ochocientos años de diáspora no han pasado en vano y, por más que lucharan contra la asimilación, las comunidades judías forzosamente se “occidentalizaron” en alguna medida y han llevado a Israel esa característica que los diferencia. El entorno árabe también estuvo expuesto a la influencia de Occidente pero eso sucedió hace muchísimo tiempo atrás – allá por la época de la influencia helénica posterior a Alejandro Magno – y se interrumpió en gran medida precisamente luego de la irrupción del mahometanismo, cuando el Islam atacó a Europa primero por el Oeste invadiendo España y luego por el Este, invadiendo los Balcanes para llegar incluso hasta las puertas de Viena. Desde entonces el Islam viene considerando a Occidente como su enemigo externo. Debido a ello y puesto que los israelíes provienen de una diáspora diseminada en su mayor parte por Occidente, los musulmanes consideran a los judíos como enemigos provenientes de otra cultura. Una percepción que se ve aún más reforzada por el apoyo incondicional que los EE.UU. le brindan a Israel. El hecho es que ambos actores principales del conflicto de Medio Oriente actúan como si estuviesen siendo agredidos por un enemigo externo. Los israelíes todavía se comportan como si estuviesen siendo objeto de algún pogrom organizado por la Okhrana de Minsk y los árabes reaccionan como si los israelíes fuesen los integrantes de una décima Cruzada. No es así. Ambos contendientes pertenecen al mismo ámbito etnocultural y el papel desempeñado por los EE.UU. no es más que el de un socio funcional a los intereses israelíes. Es un socio que, dado el caso, puede llegar a tratar de hacer su negocio propio pero cuya estrategia central está puesta al servicio de la defensa del interés nacional de Israel. Lo más importante en esto es que ninguno de los principales involucrados pertenece al ámbito de la cultura occidental. El Islam ha sido tan enemigo de Occidente que lo invadió dos veces – una por el Oeste a través de España, otra por el Este a través de los Balcanes – y casi lo destruye. El judaísmo jamás se asimiló y sus dirigentes han hecho, y siguen haciendo, enormes esfuerzos para evitar hasta la posibilidad de una asimilación. Basta leer la literatura sionista actual para percibir de inmediato que una de las cuestiones centrales que más preocupa a los intelectuales sionistas es precisamente la posibilidad de que la identidad judía se diluya por asimilación a Occidente. Sería hora de que en Medio Oriente tanto árabes como judíos comprendiesen que la guerra en la que están involucrados no es contra ellos sino entre ellos. Porque hasta que no lo comprendan, no habrán entendido el núcleo central del conflicto y la resolución del mismo seguirá siendo políticamente imposible.
La metafísica subyacente A pesar de todo lo dicho, sería un grave error suponer que el conflicto de Medio Oriente se explica de un modo totalmente satisfactorio a través de sus causas y fuerzas impulsoras raciales, ideológicas, económicas, históricas o políticas. Suponer eso sería ignorar probablemente lo más esencial. Más de diez mil años de Historia conocida demuestran que, detrás o por debajo de toda gran contienda bélica, en última instancia, hay un conflicto de índole religiosa. Esto, por supuesto, requiere algunas precisiones; sobre todo en Occidente donde el relativismo cientificista se ha hecho casi universal. Cuando intelectuales con posición religiosa declarada afirman que todo conflicto grave es, en última instancia un conflicto religioso, esto por supuesto no significa que toda disputa seria implica la intervención de alguna estructura religiosa institucional. Ni siquiera implica necesariamente el involucramiento explícito de una o más doctrinas específicamente religiosas. Han habido muchas guerras en las que no ha participado ninguna Iglesia orgánicamente constituida y por lo menos otras tantas en las que no hubo ningún dogma teológico en discusión. Lo que la observación significa es que, en última instancia, las convicciones realmente profundas y arraigadas de los seres humanos son, o bien convicciones explícitamente religiosas, o bien operan exactamente de la misma manera en que lo hace una fe religiosa. Berdiaeff, por ejemplo, demostró que el comunismo soviético, en la época de la plenitud de su prestigio, operaba como una verdadera religión, por más profesión teórica de ateísmo que hicieran los comunistas. Las grandes guerras, los conflictos realmente importantes, se libran por ideales y convicciones. Y todos los ideales realmente grandes, y todas las convicciones realmente profundas, descansan en última instancia sobre una profesión de fe. Y la fe no puede ser más que de índole religiosa. Simplemente sucede que los seres humanos no tenemos otra forma de expresarla. No es posible fundamentar la guerra sobre la razón. Desde el punto de vista racional toda guerra es un sinsentido. Bajo la lupa de la razón toda guerra es perfectamente estúpida. Las guerras – las verdaderas; no las grescas más o menos sangrientas desatadas por codicia, por ambición o por afán de Poder – los conflictos armados de gran envergadura se libran por cuestiones de fe y no por cuestiones racionales. Tan cierto es esto que, incluso quienes persiguen guerras por conveniencia no tienen más remedio que disfrazarlas con grandes argumentos patrióticos o ideológicos para llevar los seres humanos al combate. Siempre hará falta decir que la guerra se libra por la libertad, por la democracia, por la verdad, por el honor, por la Patria o – como con increíble incongruencia también se ha dicho – por la paz. Sucede que nadie está dispuesto naturalmente a morir o a matar por un pozo de petróleo, por un yacimiento de uranio, por el saldo de una cuenta corriente o por la sed de Poder de algún circunstancial politicastro. A esto hay que sumarle que Medio Oriente no funciona como Occidente. A lo largo de nuestra Historia y, por cierto que después de muchos y muy sangrientos enfrentamientos, en nuestra cultura nos hemos acostumbrado a considerar al Estado desde una óptica exclusivamente laica bajo cuya protección pueden llegar a convivir las creencias religiosas más dispares. El Estado occidental contemporáneo ha renunciado a ser confesional. Se declara prescindente cuando no directamente indiferente en materia religiosa. De las “dos espadas” que otrora poseía el Rey por Gracia de Dios – la terrenal y la espiritual – el Estado actual sólo ha retenido una y ha declarado su casi total desinterés por quien se queda con la otra. Si esto es positivo o negativo, eso es algo que admitiría largos y complicados debates. En Occidente es cierto que hoy ya no ocurren matanzas por cuestiones dogmáticas teológicas. Pero también es cierto que la política se ha vuelto esencialmente inmoral. Sea como fuere, lo importante es comprender que Medio Oriente no ha seguido este camino. Ni en Israel ni en los países musulmanes el Estado es prescindente en materia religiosa. La religión no sólo forma parte constitutiva de la política sino que, en muchos casos, hasta determina directamente la política del Estado. La ley civil no es independiente de la ley religiosa. Todo lo contrario: la ley religiosa prevalece por sobre la ley civil. El Estado de Israel no está fundado ni sobre el Código Napoleónico ni sobre el Derecho Romano. Está fundado sobre la Ley de Moisés. Israel, que pregona ser la “única democracia en Medio Oriente” ni siquiera tiene una Constitución. Casi exactamente del mismo modo, los países musulmanes tampoco se rigen por una Constitución pergeñada por diez o quince abogados. Los países musulmanes se rigen por el Corán. Israel se rige por la Torá y el Talmud. Más allá de que ambas concepciones religiosas tienen sus agnósticos, sus escépticos y, seguramente, hasta sus ateos. Para entender el conflicto de Medio Oriente no basta con comprender que la guerra contemporánea ha dejado de ser un conflicto acotado entre Estados con voluntad de Poder para convertirse en un conflicto absoluto entre personas con voluntad de matar. Y tampoco basta con comprender la esencial crueldad de las guerras civiles. No basta porque en Medio Oriente la guerra es algo todavía mucho peor que eso. Es una guerra entre concepciones religiosas que sencillamente no pueden, ni quieren, coexistir porque sus fieles están firmemente convencidos de que admitir la posibilidad de una rendición sería cometer una traición a Dios. En lo esencial, a lo que desde 1948 estamos asistiendo en Medio Oriente no es ni a una guerra entre el Estado judío y algunos Estados árabes, ni tampoco a tan sólo una guerra tribal entre terroristas imbuidos de diferentes ideologías o aspiraciones geopolíticas. A lo que estamos asistiendo es a un enfrentamiento a muerte entre Jehová y Allah en cuyos nombres los combatientes consideran lícito cometer las atrocidades más increíbles porque, para cada bando, el enemigo es un enviado del Demonio. Esto incluso refuerza lo antes señalado en cuanto al carácter de guerra interna que tiene el enfrentamiento a causa de sus factores etnoculturales comunes. Porque resulta ser que Jehová y Allah están emparentados. Por de pronto, ni el judaísmo ni el mahometanismo son religiones estrictamente monoteístas como generalmente se sostiene. Tanto el judaísmo como el mahometanismo provienen de una raíz politeísta – o “henoteísta”, si se quiere, aunque no panteísta – según la cual los dioses de los demás pueblos existen pero el del pueblo propio es el único “verdadero”. Tanto Jehová como Allah son, por tradición, dioses tribales. Dioses de un pueblo, y de un pueblo solo, que originariamente coexistieron con las deidades de los demás pueblos y que se diferencian en innumerables aspectos del Dios Padre Universal único concebido por el cristianismo desde sus mismos orígenes. La hegemonía de estos dioses tribales adquirió con el tiempo características de exclusividad y este exclusivismo, llevado al extremo de un fanatismo intolerante, es lo que a ambos les otorga ciertas características similares al monoteísmo. Lo exclusivo siempre tiende a presentarse como único. Entre muchas otras cosas esto explica el fenómeno que ha llamado la atención de varios observadores y que es la innata intolerancia de las religiones y sectas que reivindican sus orígenes de Medio Oriente; los fundamentalistas cristianos incluidos. Los judíos convirtieron a “su” dios en “el” Dios. De tener un dios pasaron a creer que tienen A Dios. Hasta hicieron un pacto con él e interpretaron el concepto de “pueblo elegido” como un contrato de exclusividad. Para ellos sólo “su” dios es Dios; y Dios es el dios de Israel y sólo de Israel. Por su parte, los mahometanos hicieron casi exactamente lo mismo. La palabra “Allah” es, en realidad, una contracción de otras dos palabras: al- que significa “el” y ‘ilah” que significa “deidad masculina”. “Allah” significa, por lo tanto, “El Dios”, y es significativo que algunos eruditos árabes se opongan a que “Allah” sea traducido por “Dios” en Occidente con el argumento de que el término “Dios” admite el plural “dioses” mientras que “Allah” sólo admite el singular. Y esto es importante porque sólo siendo “El” Dios es que Allah consiguió dejar de ser “un” dios y diferenciarse de los demás dioses del entorno árabe pre-islámico tales como Hubal, al-Lat, al-Uzzah o Manah. Pero, resulta que lo realmente significativo es que ambas deidades provienen de un caudal cultural común. La denominación “Allah” es muy anterior a Mahoma. El padre de Mahoma, que obviamente nació antes del movimiento religioso fundado por su hijo, ya se llamaba “Abdullah” que significa “siervo de Allah”. Pero también, algo así como cuatro o cinco siglos más tarde, “Abdullah” fue el nombre del abuelo de Maimónides, el rabino y teólogo judío más célebre de la Edad Media, quien escribió la mayor parte de sus obras en árabe firmándolas a su vez como “Mussa bin Maimun ibn Abdullah al-Kurtubi”. Y esto no es tan extraño como parece. En arameo bíblico la palabra para “Dios” es Elaha (o “Alaha” en siríaco), que a su vez proviene de la misma raíz proto-semítica ‘ilah que, en hebreo, ha dado lugar a términos como “Eloah” o “El”. El conflicto de Medio Oriente es, esencialmente y en última instancia, un conflicto religioso. Es la lucha entre el “Partido de Dios” – el Hizbollah – contra el “Pueblo de Dios” – Israel. Jehová y Allah se han declarado la guerra. Y el problema está agravado por el hecho de que ambos son algo así como primos hermanos. Son dioses tribales de tribus emparentadas y la lucha por la hegemonía de estos dioses tribales es irresoluble. No hay solución terrenal posible a la guerra entre dos dioses todopoderosos que compiten por las almas de una misma familia. *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.**. Frente a esta situación, lo mejor que podría hacer Occidente – y acaso lo único – sería hacer exactamente lo contrario de lo que hoy están haciendo los EE.UU. y Europa. Lo mejor para todos – y acaso lo único viable – sería apartarse lo más posible y mantenerse lo más lejos posible del conflicto. Porque, así como está planteado, no tiene solución. Más aún: si los EE.UU. dejaran de alimentar la contienda apoyando incondicionalmente a Israel en nombre de un “judeocristianismo” que sólo existe en la fantasía de cristianos herejes que terminaron dándole al Antiguo Testamento una relevancia que no le corresponde; si los múltiples lobbies dejasen de arrastrar a Occidente hacia la conflagración para agredir e invadir a la región y buscar el enfrentamiento con cada vez más países, pues, en ese caso, la guerra quizás podría llegar a terminar por agotamiento; ya sea de los contrincantes o de los recursos bélicos. De no ser así, ténganlo por seguro: continuará. Continuaremos asistiendo a masacres; continuaremos enterándonos de bombardeos, atentados, explosiones y muertes. Continuaremos viendo a niños despedazados, desenterrados de los escombros y sostenidos en brazos por una madre o un padre desesperados. Continuaremos viendo el interior de algún ómnibus tapizado con los intestinos y los restos de pasajeros mutilados, volados en pedazos por la carga explosiva de algún suicida. Continuaremos oyendo el discurso de los politicastros y de los intelectualosos embanderados tratando de imponernos la decisión de tomar partido por alguna de las facciones en pugna. Y continuaremos teniendo que soportar las acusaciones de antisemitas, neonazis, racistas, genocidas y sólo Dios sabe cuantos epítetos imbéciles adicionales, lanzados contra todos los que se nieguen a glorificar a un bando para ayudar a destruir al otro. En lo personal, debo adelantar desde ya que los epítetos no me interesan en lo más mínimo. Cuando veo a un niño muerto me importa un bledo quién lo mató. Lo único que me importa es que hay un niño muerto. La muerte de ese niño tiene, al menos para mí, entidad suficiente como para volver absolutamente irrelevantes todas las excusas o explicaciones que puedan llegar a esgrimir quienes lo mataron. Sea quienes hayan sido los que lo mataron. Pero, además de eso, por más que se trate de disimular la cuestión con el eufemismo hipócrita de “daños colaterales”, sigo sin poder hallar argumento alguno que excuse la matanza indiscriminada de civiles indefensos. Sigo, y creo que seguiré, sin poder justificar una guerra en la que mueren indiscriminadamente ancianos, mujeres, niños y personas que no tienen absolutamente ningún poder para influir – sea de la manera que fuere – en la evolución del conflicto. Pero, probablemente lo mío sea un anacronismo. Lo que pasa es que todavía sigo creyendo en que, más allá de las enemistades y más allá del combate, hay cosas que un hombre de honor sencillamente no puede hacer. Sigo sintiendo una repugnancia instintiva por quienes matan a alguien que no se puede defender. Todavía sigo adhiriendo a la antigua concepción del Derecho Internacional europeo clásico que excluía a los civiles de un combate librado entre ejércitos pertenecientes a Estados soberanos. Todavía sigo creyendo en aquél viejo código de honor que decía que la guerra es una cosa entre soldados; un combate entre guerreros. Y, pónganme el epíteto que me pongan, sigo y seguiré creyendo en que, restaurando e imponiendo aquél antiguo Código de Honor, contribuiríamos positivamente a hacer de este planeta un sitio menos cruel y menos repugnante de lo que es hoy en ciertas partes. Seguramente no sería un mundo perfecto. Pero al menos sería un lugar más agradable para vivir.
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© El Traductor Gráfico – 14 de octubre de 2006 – eltraductorradial@fibertel.com.ar - permitida su reproducción parcial o total citando la fuente.
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