9 julio 2006 Esta es una época de mercaderes, hay que verla con el desprecio que merece, pero, ¿quién puede despreciar y despreciarse cuando todo se compra…? He estado reflexionando en la amistad entrañable que unió a Pierre Drieu de la Rochelle con André Malraux, relación que no podría darse en esta época de suma miseria, entre un fascista y un comunista, ya que ambos principios son demasiado arduos para almas fatigadas y acomodaticias. Hay que tener una pasión por lo que está por encima del individuo, así sea su felicidad material, para de alguna manera, ser capaz de asumir credos heroicos y según sus detractores oprobiosos. Se padece una época cansina del desarme ideológico y de la muerte de los corazones nobles, tragedia que nadie toma en cuenta, pues sería una declaración de romanticismo, y hoy impera el interés. No hay un vínculo superior que el cálculo y la utilidad, esa es la muerte spengleriana de una civilización exasperada en negar al hombre toda liberación que provenga de la voluntad de poder interna y del espíritu comunitario. Drieu fue un fascista instintivo, como lo es todo fascista auténtico. Malraux fue un comunista que se desprendió de la careta burguesa, aunque luego fuera ministro de Asuntos Culturales del gobierno gaullista. Drieu fue marcado por el destino, su obra perseguida, sus méritos negados, y su final, el suicidio. Malraux vivió de alguna manera la negación de la aventura con un cargo importante, pero ya había vivido intensamente. Nadie puede considerar a Malraux un impostor o un simulador. ¿Quién de
estos
dos hombres tuvo razón? Quizá ambos, pues cuando se entrega el corazón,
la
razón está sujeta a la inteligencia superior del sacrificio. Por ello la
sentencia de Malraux sobre Drieu exalta a ambos: Drieu luchó por Francia.
Hasta la muerte. ¿Quién de nosotros podría escribir así de un fascista
y de
un proscrito…? ¿Y quién tendría el corazón para hacerlo con sangre…? |