LOS SEÑORES DEL TIEMPO

por Denes Martos

¿Qué es, pues el tiempo?
Si nadie me lo pregunta, lo sé;
si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé.
San Agustín

Solamente aquel que construye el futuro
tiene derecho a juzgar el pasado.

Federico Nietzsche

 

El ser humano es un ser extraño. Por un lado, mirado superficialmente, parecería no ser más que un mamífero como tantos otros, aunque poseedor de ciertas potencialidades y capacidades desarrolladas a lo largo de decenas de miles y quizás hasta de millones de años de lucha por la supervivencia. Por el otro lado, sin embargo, posee características y aptitudes ya bastante difíciles, acaso imposibles de explicar mediante la teoría clásica de la selección natural.

Por ejemplo, el Hombre es el único ser viviente sobre la tierra capaz de construir en su propia imaginación estructuras simbólicas que no forman parte de la realidad. Y más todavía: no solamente puede traspasar la realidad de esa manera sino que, en muchos casos, hasta se halla poseído por el deseo de construir de hecho esas estructuras fuera de su propia imaginación y convertirlas en parte de la realidad agregándole otra que todavía no existe.

Si uno mira atentamente el mundo, notará sin dificultad que en él las estructuras "naturales" y las "humanas" se destacan con suma nitidez. A los arqueólogos y a los geólogos no les cuesta demasiado diferenciar formaciones naturales de construcciones humanas. A la naturaleza no le agradan las líneas rectas, por ejemplo. Es completamente improbable que a Madre Natura se le ocurra construir un ángulo recto. En física cósmica alguna vez se dijo: "No existen líneas rectas en el Universo". La misteriosa capacidad de imaginar y construir lo imaginado es la base fundamental que el ser humano utiliza para producir cosas y realidades que jamás han existido y que nunca hubieran existido si el Hombre no las construía.

En ese sentido se puede decir que el Hombre es un creador. Pero la verdad es que no ha creado al mundo. Solo ha "creado" con su imaginación, su habilidad, su trabajo y su esfuerzo cosas DENTRO de un mundo que lo precedió en el tiempo y en el espacio. Incluso en las cosmogonías más materialistas y ateas el Hombre aparece AL FINAL del proceso, dentro de un mundo que YA ESTABA cuando él llegó. Es en ese mundo, que lo antecede y supera, que el Hombre se desempeña.

Imaginación y realización son las dos etapas esenciales de este asombroso proceso. Primero nos imaginamos lo que todavía no existe pero quisiéramos que exista, o nos gustaría que exista. Y después nos ponemos a trabajar para realizar lo imaginado. Podemos hacerlo. Nos ha sido dado el don de acoplar ambos momentos en forma secuencial. En otras palabras, entendiendo la libertad como la posibilidad concreta de ejercer una capacidad concreta, tenemos la libertad – y por consiguiente el poder – de operar sobre lo imaginable y lo realizable.

Y no solo lo tenemos. Nos agrada ejercerlo. Cuando logramos hacer realidad lo que hemos imaginado nos sentimos muy orgullosos de lo que hicimos. Y no es cuestión de desmerecerlo: hay motivos legítimos para estar orgullosos. El haber imaginado algo que SE PUEDE hacer halaga nuestra inteligencia. El haber encontrado la forma de HACERLO halaga nuestra habilidad y capacidad operativa. Sobre todo si lo logramos después de que medio mundo nos vino repitiendo durante meses y hasta años que nuestro proyecto era una tontería. Cuando una persona consigue un objetivo de esta clase, no es infrecuente que se sienta muy satisfecho de sí mismo y se sienta tentado a relajarse y a disfrutar de su éxito. Es completamente normal y comprensible que tenga esa tentación.

Solo que, si cede a ella, lo amenaza un riesgo enorme.

Sucede que, aparte de las dos capacidades de imaginar y realizar, el Hombre tiene, al menos en cierta medida, una tercera que hoy prácticamente ya casi no se tiene en cuenta. Es la capacidad de prever. No de adivinar, sino de prever. Más específicamente: la capacidad de prever las consecuencias de sus actos y las posibilidades y las probabilidades de que lo que ha realizado posea una continuidad en el tiempo.

Y no solo es que tiene esa capacidad. Incluso tiene esa responsabilidad. Míreselo como se quiera, sea desde el punto de vista religioso o mundano, el ser humano fue el último en "llegar" a este mundo en el que vivimos. Sea que el Hombre crea que al mundo lo hizo un Dios Creador, sea que lo suponga armado por unas misteriosas "propiedades de la materia", de cualquiera y de las dos formas lo concreto es que el ser humano es el habitante de un mundo preexistente. Cuando apareció el primer homínido, el mundo ya estaba hecho, ya estaba creado. Siendo el ser con las capacidades que hemos visto, y siendo el único ser con esas capacidades, el Hombre recibió, por lo tanto, una misión sagrada: la de seguir construyendo la Creación, pero con la responsabilidad y diligencia del "buen administrador", un concepto que figura hasta en el Derecho Civil. El Hombre no tiene derecho a destruir lo que no hizo; no tiene el derecho de destruir la Creación. Por el contrario: tiene el sagrado deber de garantizar que aquello que imagina y realiza, esté pensado y realizado de tal forma que se inserte en lo preexistente, sin límites de tiempo y de un modo armónico. Por eso los Antiguos construían "para siempre", o "para toda la eternidad", o bien, como dice el apotegma: para que durara "por los siglos de los siglos". 

Eso es precisamente lo que los modernos y los postmodernos ya no hacen. La cultura del "úselo-y-tírelo" se ha arraigado. Se ha convertido en costumbre. La mentalidad del "después de mí, el diluvio", que otrora podrá haber sido la expresión aislada de la soberbia de un Poder mal entendido, se ha generalizado. No hace falta hacer ningún gran análisis en materia ecológica, industrial o económica para darse cuenta de que el ser humano actual ya no es un "buen administrador" de esa Creación  que, en gran medida, está confiada a su responsabilidad.

Lo cual, naturalmente, hace surgir la pregunta de ¿qué es, en absoluto, un "buen administrador"? ¿Cuándo y cómo es que administramos correctamente los bienes del Cosmos que están confiados a nuestra responsabilidad, puesto que somos los únicos que sabemos y podemos manipularlos o alterarlos en forma sustancial?

Mis amigos economistas tienen una respuesta muy simple y muy rápida a esta pregunta. Según ellos, una buena administración es aquella que, con la menor inversión posible de recursos, obtiene el máximo posible de resultados. En otras palabras: se trata de minimizar recursos y maximizar resultados. Suena lógico, pero ¿es realmente cierto? ¿Siempre? ¿Aun en el caso de que el resultado termine destruyendo recursos futuros? Y, de cualquier manera que sea, el designar algo como "recurso" o "inversión" ¿realmente define satisfactoriamente el concepto? ¿Tenemos realmente conciencia de qué cosas estamos hablando cuando hablamos de "recursos" e "inversiones"? ¿Sabemos realmente qué consecuencias traerán los "resultados" en el futuro?

Ni hablemos de otro aspecto de la cuestión: la de los actores del proceso. Porque, si hay inversión, alguien la hace. Y si hay resultados positivos, alguien se beneficia con ellos; así como alguien se verá perjudicado si los resultados son negativos. ¿Qué pasa cuando el dueño del proyecto se las arregla de tal modo que la inversión resulta transferida a otros mientras él se queda con los resultados? Llevado al extremo, esto puede resultar en una situación que, de cualquier manera en que se la mire, no resulta aceptable: unos harán toda la inversión y otros se llevarán todos los resultados.  Hay algo que repugna al más básico sentido de equidad en un extremo como ése. Especialmente cuando los beneficiarios de los resultados se aferran a un rígido materialismo financiero que les permite decir muy sueltos de cuerpo que la única inversión que cuenta es la del dinero y el único riesgo importante es el de perderlo, con lo cual la transferencia de toda – o al menos una parte sustancial de – la inversión se declara inexistente. Y no es así. El riesgo de perder dinero no justifica la apropiación de una cantidad exagerada de resultados. Menos todavía la apropiación de todo el resultado. Y mucho menos la negación sistemática de los demás inversores.

Pero es lo que está sucediendo. Hemos ido de un extremo al otro. Los sistemas materialistas socialistas pretendían repartir todo el resultado ignorando y hasta despreciando el mérito personal del espíritu de empresa que imagina lo inexistente y se pone a hacerlo realidad. El sistema materialista liberal pretende adjudicarle todo el beneficio al capitalista financiero con el argumento de que quien arriesga su dinero es el único que hace la inversión y todos los demás no son sino piezas intercambiables, contingentes, accesorias al proyecto.

Para colmo, en el mundo real, el empresario no es siempre ni necesariamente el verdadero capitalista. Esto es algo que hasta en el ámbito de la izquierda anquilosada en criterios del Siglo XIX y principios del XX genera una fenomenal confusión y tergiversación. Empresario es quien emprende, el que tiene una idea, el que tiene un proyecto con la capacidad de dirigirlo y hacer realidad lo imaginado. En la enorme mayoría de los casos, y en todos sin excepción cuando se trata de proyectos de cierta envergadura, no es el empresario sino el financista quien pone la plata sobre la mesa. Y, en última instancia, al financista le importa un rábano el proyecto en sí. Como decía un viejo profesor mío: "le da lo mismo financiar una mina de queso que una fábrica de vacas ". Lo que le interesa es el beneficio sobre el dinero invertido. Si el proyecto genera dinero estará contento. Si no lo genera, pues no lo estará. Incluso no estará para nada contento si el proyecto genera menos dinero del que esperaba obtener.

El criterio imperante es bastante simple: la plata se invierte; la mano de obra se compra. Y, como esa mano de obra también cuesta plata, pues entonces el costo de la mano de obra también forma parte de la inversión. Por lo tanto no habría transferencia alguna. Toda la inversión la haría el capitalista. Los demás serían solamente "recursos" que el dinero compra. No es nada casual que lo que hace unas décadas atrás se llamaba "Oficina de Personal" ahora, siguiendo la nomenclatura norteamericana, se llame "Oficina de Recursos Humanos". Ya no somos personas; nos hemos convertido en "recursos".

Y no es así. Los seres humanos no son recursos, son inversores. Invierten sus conocimientos profesionales, sus habilidades manuales, su dedicación, su esfuerzo, su constancia.

Y, por sobre todas las cosas, invierten su tiempo.

Como concepto, el tiempo es una de las cosas más enigmáticas y misteriosas en que podemos llegar a pensar. El Hombre Primitivo dedicaba la casi la totalidad de su tiempo a las tareas que garantizaban su subsistencia. Más tarde, con sociedades cada vez más grandes y complejas , variaron mucho las diferentes actividades pero el tiempo necesario para realizarlas varió bastante menos. Todavía hasta hace muy poco, en términos históricos, se trabajaba de "sol a sol"; como que en algunas partes todavía se lo sigue haciendo. Además, si recorremos la Historia nos daremos cuenta de que todo sistema coercitivo, todo sojuzgamiento real, se fundamentó en la capacidad de disponer del tiempo de los avasallados. Ya sea obligándolos a dedicar su tiempo al sostenimiento del Poder, ya sea forzándolos a ocuparlo exclusivamente en la obtención de lo necesario para la subsistencia.

De modo que en muchos sentidos y especialmente en el ámbito del poder económico y del poder político que deviene del control del poder económico, de lo que se trata en gran medida es de la apropiación del tiempo de los demás. Desde que Benjamin Franklin acuñara su famoso axioma "time is money" – el tiempo es dinero –  ese criterio ha servido de base a un sinnúmero de operaciones en el mundo financiero y económico. Incluso en lo pedestre y cotidiano; porque, de hecho, cuando vamos a la verdulería y pagamos con dinero, ese dinero que entregamos a cambio de cierta mercadería es la prueba de que hemos dedicado cierta cantidad de nuestro tiempo de vida a una actividad que le rindió un beneficio a alguien que dispuso de nuestro tiempo. El axioma de Benjamin Franklin también funciona a la inversa: el dinero es tiempo. Tiempo entregado a los Señores del Tiempo; a los dueños de nuestro tiempo de vida. Quizás hasta sea mucho más exacto formularlo de esa manera.

El dominio de los dueños del dinero tiene hoy una extensión planetaria y una ambición universal.  Les permite disponer, desde los centros financieros ubicados en cualquier parte del planeta, del tiempo de europeos, chinos, japoneses, americanos, africanos o australianos. Los Señores del Tiempo han conseguido establecer un dominio que sencillamente no tiene antecedentes en la Historia Universal y su éxito, en buena medida, se debe a que durante las casi siete décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial consiguieron imponerle a casi toda la humanidad una percepción fatalmente distorsionada del tiempo humano.

Esta distorsión tiene muchas facetas: la relación real del tiempo con el dinero está enmascarada en el vértigo del hedonismo y el consumismo; la relación entre el valor del dinero y el tiempo está sutilmente manipulada por estadísticas arbitrarias amañadas para justificar tasas de interés usurarias; las diferencias del valor del tiempo de diferentes masas de "recursos humanos" distribuidas por todo el mundo están dispuestas de tal modo que garantizan una competencia feroz entre los propios sojuzgados … Las facetas son múltiples y requerirían un análisis muy detallado. Pero una de ellas, que vale la pena mencionar en forma explícita, es la exagerada – uno diría casi histérica – sobrevaluación del corto plazo y la devaluación cada vez mayor del largo plazo.

Todo lo que sea inmediato, toda ganancia o beneficio que puede obtenerse en el "hoy", todo placer o satisfacción que está disponible ya mismo, incluso todo sacrificio que no pasa de esta semana o a lo sumo del par de meses de una compra en cuotas, todo ello está irrealmente sobrevaluado. Para una enorme mayoría de la humanidad lo importante es lo urgente: lo que se puede hacer ya, lo que se puede disfrutar ya, lo que se puede tener ya mismo. Aun a un precio a futuro que se ignora y se devalúa con el consabido "quién me quita lo bailado". Con lo cual y por el contrario, el beneficio que solo puede ser obtenido en el futuro con disciplina, constancia y persistencia queda relegado y devaluado, aumentando el peso de una mochila que tendrán que echarse al hombro las futuras generaciones en las que nadie piensa.

Lo más siniestro de esta tendencia es que se retroalimenta y se acelera por sí misma. Quienes viven de cara al futuro y señalan los riesgos que está generando ese "hoy" digitado y controlado por los Señores del Tiempo, resultan repudiados. Aparecen como los "loosers", los perdedores del sistema actual. Quedan marginados, intelectual y profesionalmente. Se los tilda de adeptos a teorías conspirativas, de inadaptados, de amargados, de pesimistas, de apóstatas del Progreso con mayúscula, de negativos, de eternos agoreros. Por el contrario, quienes aceptan ese "hoy" tal como está armado, quienes están dispuestos a entregar su tiempo de vida al sistema tal como está instituido, ésos son los "winners", los ganadores, del mundo actual. Son los que pueden subir por la escalera empresarial, económica, cultural o política y acceden al poder de gestionar una pequeña parte de la propiedad de los dueños del dinero; son los que gozan del privilegio que siempre tuvieron los supervisores de esclavos; son los que tienen temporalmente la pequeña cuota de poder que los Señores del Tiempo interesadamente conceden – y solo por un tiempo limitado, dadas las reglas de la democracia instituida – a quienes de un modo u otro y más allá de la demagogia electoral están al servicio de quienes consumen y aprovechan el tiempo de los demás.

Con todo, es justamente esta ceguera frente al tiempo, es justamente este no querer ver las consecuencias del corto plazo y este no querer asumir la responsabilidad por el largo plazo, precisamente esto es lo que hace insostenible – insustentable – a todo el sistema.

Porque el tiempo no se detiene. Cronos no responde a los caprichos de los mortales. Cada ser humano, pero también cada civilización, cada cultura tiene su tiempo y el largo plazo, inevitablemente,  irremisiblemente, algún día llega.

Y cuando llegue ese largo plazo que el actual sistema prefiere ignorar, esos "perdedores" que son los últimos del hoy, descubrirán que se han convertido en los primeros de mañana si están realmente preparados y capacitados para serlo.

Los últimos serán los primeros. Lo dijo Alguien hace ya más de 2.000 años atrás.

Solo que seguimos empecinados en no querer entenderlo.